A Scorsese no le tiembla el pulso: con 71 años bien podría dedicarse a robar panderetas (Scorsese cuenta lo que Woody Allen no contó en "Blue Jasmine": el antes de, pero falto de cualquier pudor y de frenos). Ni un ápice de temblor. Dirige esta historia con maestría y sin cortapisas, produciendo un retrato rotundo y patético que permite percibir el aliento podrido de una época de excesos económicos: hace veinte años pero como ahora. O ahora peor. Y lo peor de todo es que me he reído con esta película. Un montón. Con "Margin call" de J. C. Chandor, no, aquella daba miedo: el origen de la crisis económica planteado como una tremenda historia de terror. Pero con este remake de "Los increíbles albóndigas" de Ivan Reitman, transportado del campus universitario a los rascacielos de Wall Street, me he divertido muchísimo. Ritmo trepidante (ayudado por una música incansable), que no te deja parpadear durante toda la proyección: el vértigo frenético de la adicción, de la codicia sin límite: fotogramas indelebles. Y cuando parece que la trama puede decaer, no es más que la necesidad de tomar aire para precipitarse hacia el vacío otra vez. Ray Liotta en "Uno de los nuestros" es la referencia que Leonardo DiCaprio, interpretando la vida loca del agente de bolsa Jordan Belfort, ha conseguido colar en mi memoria. A DiCaprio, cercano a los cuarenta, parece que le llega la hora de deslumbrar. Y ha costado, le ha costado a Martin Scorsese, que desde "Gangs of New York" confió las riendas protagonistas de sus filmes al talento del joven Leo. No era Howard Hughes en "El aviador" ni de lejos, ni tampoco daba del tipo más duro del garito en "Infiltrados", pero en "Shutter Island" empezaba a demostrar empaque (refrendado en "Django desencadenado" de Quentin Tarantino: vengan papeles extremos para el cara de niño, que se le dan bien). Además en "El lobo de Wall Street" despliega gran química con la que es, y no otra, pareja sentimental en la película: su colega Donnie, fantástica actuación de Jonah Hill: igual también los Oscar de este año consiguen emparejarlos.
Putas y cocaína. La economía global navega sin control como un barco en medio de una tormenta perfecta: las gráficas suben y bajan como el yate de Belfort luchando contra el oleaje. Al timón se encuentra una pandilla de monos (con perdón a los monos) empapados en crack. O en quaaludes. Nadie puede extrañarse del naufragio, lo insensato sería pensar que el navío llegará a buen puerto. Y no debe ser una caricatura anecdótica la que la película dibuja: los telediarios inundan al espectador de vergüenza ajena cuando se desgranan los detalles más cutres y horteras acerca de a qué destina su botín tanto financiero empaquetado en los últimos años. ¿Cómo puede caber tanta podredumbre en el exiguo espacio que ocupa una persona? La desmesura de sus vicios solo es comparable a la necedad de sus ambiciones. ¿Lobo? El lobo, el tiburón, animales indómitos que suelen emplearse para denotar las aptitudes de estos carroñeros de las finanzas: la hiena o la rata (que me perdonen las hienas y las ratas) conformarían un tótem más adecuado. Charlatanes de feria, predicadores con micrófono, reverendos de la secta del dólar, a la que, lamentablemente, no le faltan adeptos. El hatajo de tarados que aparece en la cinta dedicando las 24 horas del día a embaucar a pobres incautos para arrebatarles lo poco que les sobra y lo que no, ofrecen una visión demoledora del capitalismo ficción (definición certera de Vicente Verdú), telón de fondo que Scorsese explota genialmente para desvelarnos que el pretendido glamour del poder económico, no es más que un océano de mediocridad que se gesta en malolientes alcantarillas. Y que me perdonen las alcantarillas.
jueves, enero 23, 2014
martes, enero 14, 2014
"La vida de Pi", de Ang Lee
El número Pi. Pi es la razón entre la longitud de una circunferencia y su diámetro. La razón. Pero resulta ser un número irracional: que no puede expresarse exactamente con números enteros ni fraccionarios. Por otro lado, su uso cotidiano, ligado a la geometría básica que se aprende en la escuela, choca también con otro de los adjetivos que sus cualidades algebraicas denotan: Pi es un número trascendente. Trascendente: que está más allá de los límites de cualquier conocimiento posible. Juegos de palabras surgidos de la combinación del Diccionario de la lengua española con el manual de matemáticas, dobles sentidos que permiten manifestar el conflicto interno de "La vida de Pi": razón y fe.
Piscine Molitor Patel (Suraj Sharma, debutante que defiende muy bien su papel protagonista). Las infinitas cifras decimales del comienzo de su nombre de pila (o de pilón), le sirven para escapar de la maldita ocurrencia de ponerle el nombre de una piscina pública de París, nombre que encima es fácilmente recortable hacía un monosílabo escatológico de burla inmediata para la masa cruel del patio de colegio: la matemática se alza rotunda ante tanta estupidez mediocre y deja a todo el mundo callado. Ese comienzo de la película alimenta la esperanza de que el joven Pi Patel, calculadora precoz, intente emular a su compatriota Ramanujan, genio matemático indio autodidacta, que dejó perplejas a las mentes más desarrolladas de su tiempo. Pero parece que Pi está más interesado en el alma que en el cerebro: hinduismo, catolicismo, Islam. Todo es poco para este pequeño Marcelino Pan y Vino que, en contra del racionalismo paterno, hace del sincretismo religioso virtud, de modo que la cábala sea la única parcela numérica a la que esté dispuesto a entregar sus dotes (la referencia cinematográfica acude rauda: "Pi" de Darren Aronofsky: la búsqueda del conocimiento absoluto se asoma a abismos de locura).
Un barquero tiene que pasar al otro lado del río a un lobo, una oveja y una col. El famoso problema de lógica seguro que ha copado los pensamientos de muchos en algún momento de sus vidas. Poca cosa en comparación con el embrollo de Pi: en una barca en medio del océano Pacífico hay un hombre, una cebra, un orangután, una hiena, un tigre... y una rata. Los dioses zoomorfos, totémicos, divinidades paganas de religiones ancestrales como la hindú, toman cuerpo para castigar a Pi, hereje tentado por aburridas creencias monoteístas. Y la mezcla de especies que sería realmente complicada de realizar en un plató (ya lo decía Alfred Hitchcock: nunca trabajes con niños, con animales o con Charles Laughton: lo debía decir por experiencia porque incumplió las tres condiciones) fue subsanada mediante "milagros" digitales (a mi compañera de proyección le tuve que aclarar esa circunstancia para que dejara de dar respingos). Belleza New Age, empacho fosforescente, colorido, espectacularidad, para adornar el inevitable aburrimiento de 227 días a la deriva, nada menos (sin necesidad de tanto recurso surrealista, en la novela "Relato de un náufrago" consigue Gabriel García Márquez una intensidad emocional extraordinaria, traspasando certeramente al papel la experiencia del protagonista del relato: al papel y al lector, por supuesto). Los profetas fundadores de las grandes religiones como Buda, Jesucristo o Mahoma, tienen en común el haber padecido largos periodos solitarios de privación y ayuno, eremitas que entran en contacto con la divinidad y la revelación mediante la infalible receta de cortar la alimentación del cerebro: misticismo y alucinación firmemente entrelazados. Además en Pi Patel se presenta un fuerte shock emocional acompañado del necesario mecanismo de protección de negación de la realidad. La mente vuela, el sueño toma forma (ver el cuadro de Salvador Dalí: Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes de despertar). La cuestión no es qué historia prefieres, no, sino cuál es la verdadera. El resto son remedios para ir tirando.
Piscine Molitor Patel (Suraj Sharma, debutante que defiende muy bien su papel protagonista). Las infinitas cifras decimales del comienzo de su nombre de pila (o de pilón), le sirven para escapar de la maldita ocurrencia de ponerle el nombre de una piscina pública de París, nombre que encima es fácilmente recortable hacía un monosílabo escatológico de burla inmediata para la masa cruel del patio de colegio: la matemática se alza rotunda ante tanta estupidez mediocre y deja a todo el mundo callado. Ese comienzo de la película alimenta la esperanza de que el joven Pi Patel, calculadora precoz, intente emular a su compatriota Ramanujan, genio matemático indio autodidacta, que dejó perplejas a las mentes más desarrolladas de su tiempo. Pero parece que Pi está más interesado en el alma que en el cerebro: hinduismo, catolicismo, Islam. Todo es poco para este pequeño Marcelino Pan y Vino que, en contra del racionalismo paterno, hace del sincretismo religioso virtud, de modo que la cábala sea la única parcela numérica a la que esté dispuesto a entregar sus dotes (la referencia cinematográfica acude rauda: "Pi" de Darren Aronofsky: la búsqueda del conocimiento absoluto se asoma a abismos de locura).
Un barquero tiene que pasar al otro lado del río a un lobo, una oveja y una col. El famoso problema de lógica seguro que ha copado los pensamientos de muchos en algún momento de sus vidas. Poca cosa en comparación con el embrollo de Pi: en una barca en medio del océano Pacífico hay un hombre, una cebra, un orangután, una hiena, un tigre... y una rata. Los dioses zoomorfos, totémicos, divinidades paganas de religiones ancestrales como la hindú, toman cuerpo para castigar a Pi, hereje tentado por aburridas creencias monoteístas. Y la mezcla de especies que sería realmente complicada de realizar en un plató (ya lo decía Alfred Hitchcock: nunca trabajes con niños, con animales o con Charles Laughton: lo debía decir por experiencia porque incumplió las tres condiciones) fue subsanada mediante "milagros" digitales (a mi compañera de proyección le tuve que aclarar esa circunstancia para que dejara de dar respingos). Belleza New Age, empacho fosforescente, colorido, espectacularidad, para adornar el inevitable aburrimiento de 227 días a la deriva, nada menos (sin necesidad de tanto recurso surrealista, en la novela "Relato de un náufrago" consigue Gabriel García Márquez una intensidad emocional extraordinaria, traspasando certeramente al papel la experiencia del protagonista del relato: al papel y al lector, por supuesto). Los profetas fundadores de las grandes religiones como Buda, Jesucristo o Mahoma, tienen en común el haber padecido largos periodos solitarios de privación y ayuno, eremitas que entran en contacto con la divinidad y la revelación mediante la infalible receta de cortar la alimentación del cerebro: misticismo y alucinación firmemente entrelazados. Además en Pi Patel se presenta un fuerte shock emocional acompañado del necesario mecanismo de protección de negación de la realidad. La mente vuela, el sueño toma forma (ver el cuadro de Salvador Dalí: Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes de despertar). La cuestión no es qué historia prefieres, no, sino cuál es la verdadera. El resto son remedios para ir tirando.
jueves, enero 09, 2014
"Broadway Danny Rose", de Woody Allen
Durante décadas un par de nombres, que se hicieron familiares al espectador e indisociables al propio nombre del celebérrimo director neoyorquino, aparecían acompañando al de Woody Allen en los créditos de sus películas: letras blancas sobre fondo negro surgen en pantalla mientras suenan unos suaves acordes de jazz: tipografía Windsor como marca de fábrica, permitiendo la identificación inmediata del autor que mostrará su celuloide acto seguido. Charles H. Joffe y Jack Rollins fueron los representantes de Woody Allen desde los años cincuenta, y hasta la época actual (Joffe falleció en 2008 pero Rollins, a pesar de almacenar casi cien años, sigue figurando en el equipo de la obra más reciente de Allen, "Blue Jasmine"), aparecen, no sabría decir en qué película no, participando en la producción del universo alleniano.
Si en "Broadway Danny Rose" Woody Allen pretendió reflejar cómo era su relación con sus managers, qué tipo de personas eran las que se ocupaban de las facetas más mundanas de su ya (1984 es la añada de la cinta) por entonces exitosa carrera, si ésa era su intención, no cabe duda de que Allen estaba muy contento con ellos. Danny Rose (Woody Allen) es un agente de artistas de segunda (o bastante más allá) fila: instrumentistas de copas de agua, modeladores de globos hinchables, xilofonistas ciegos, hipnotizadores capaces de dormir pero no de sacar del trance a sus... víctimas. Danny Rose pierde más tiempo y dinero con su humilde troupe del que sería soportable para la supervivencia de su negocio. Pero su optimismo incombustible y su amor por el vodevil, superan cualquier inconveniente. Entre sus protegidos hay uno que parece que puede llegar a triunfar, el cantante Lou Canova (Nick Apollo Forte), un one-hit wonder de los años dorados del rocanrol (su mayor éxito es una canción sobre la indigestión de comida italiana, "Agita"), reconvertido a cantante melódico al estilo Tom Jones (el tigre sexual más hortera del escenario) al que se le presenta la oportunidad de un buen contrato. Pero Lou tiene una amante, Tina (Mia Farrow), rubia vampiresa suburbial, malhablada y malhumorada: la chica del gangster. En esta historia Woody Allen intentó acercarse a la comedia italiana y ese espíritu se traslada al entorno familiar del personaje de Mia Farrow, Tina Vitale (Mia Farrow está irreconocible, escondida tras unas enormes gafas negras y un carácter chulesco y distante: gran actriz), y al estilo mafioso de un antiguo pretendiente que, celoso y pasional, confunde a Danny con Lou: ¡vendetta! El enredo inevitable de las películas de Woody Allen está servido y ese error de identificación es la peligrosa anécdota acerca de Danny Rose, que un grupo de veteranos personajes del gremio de la actuación recuerdan muertos de risa en una mesa del restaurante Carnegie Deli de Nueva York: memorias de la profesión que introducen la película como una historia muchas veces contada, recuerdos en sepia que se vuelven leyenda y que arrojan la sensación de asistir a un homenaje crepuscular, la descripción de un negociante honesto y apasionado, un arquetipo extinto que se vuelve legendario: Danny Rose, ese ingenuo enamorado de las candilejas y de los aplausos.
Si en "Broadway Danny Rose" Woody Allen pretendió reflejar cómo era su relación con sus managers, qué tipo de personas eran las que se ocupaban de las facetas más mundanas de su ya (1984 es la añada de la cinta) por entonces exitosa carrera, si ésa era su intención, no cabe duda de que Allen estaba muy contento con ellos. Danny Rose (Woody Allen) es un agente de artistas de segunda (o bastante más allá) fila: instrumentistas de copas de agua, modeladores de globos hinchables, xilofonistas ciegos, hipnotizadores capaces de dormir pero no de sacar del trance a sus... víctimas. Danny Rose pierde más tiempo y dinero con su humilde troupe del que sería soportable para la supervivencia de su negocio. Pero su optimismo incombustible y su amor por el vodevil, superan cualquier inconveniente. Entre sus protegidos hay uno que parece que puede llegar a triunfar, el cantante Lou Canova (Nick Apollo Forte), un one-hit wonder de los años dorados del rocanrol (su mayor éxito es una canción sobre la indigestión de comida italiana, "Agita"), reconvertido a cantante melódico al estilo Tom Jones (el tigre sexual más hortera del escenario) al que se le presenta la oportunidad de un buen contrato. Pero Lou tiene una amante, Tina (Mia Farrow), rubia vampiresa suburbial, malhablada y malhumorada: la chica del gangster. En esta historia Woody Allen intentó acercarse a la comedia italiana y ese espíritu se traslada al entorno familiar del personaje de Mia Farrow, Tina Vitale (Mia Farrow está irreconocible, escondida tras unas enormes gafas negras y un carácter chulesco y distante: gran actriz), y al estilo mafioso de un antiguo pretendiente que, celoso y pasional, confunde a Danny con Lou: ¡vendetta! El enredo inevitable de las películas de Woody Allen está servido y ese error de identificación es la peligrosa anécdota acerca de Danny Rose, que un grupo de veteranos personajes del gremio de la actuación recuerdan muertos de risa en una mesa del restaurante Carnegie Deli de Nueva York: memorias de la profesión que introducen la película como una historia muchas veces contada, recuerdos en sepia que se vuelven leyenda y que arrojan la sensación de asistir a un homenaje crepuscular, la descripción de un negociante honesto y apasionado, un arquetipo extinto que se vuelve legendario: Danny Rose, ese ingenuo enamorado de las candilejas y de los aplausos.
sábado, enero 04, 2014
"Elena", de Andrey Zvyagintsev
En la portada del DVD español de "Elena" hay una cita de una revista de cine en la que se sitúa a la película como ejemplo visual terrible del crudo universo darwiniano de la Rusia de Putin. No se puede poner en duda el contexto histórico, ya que la trama de la cinta parece situarse en la época actual, que seguro que será cruda, no hace falta irse a Rusia para comprobarlo, pero el adjetivo darwiniano, aplicado a las motivaciones que llevan a Elena a cometer el expeditivo acto que asegura sus planes, tiene más que ver con el instinto maternal que con las tesis de selección natural que propuso el genial naturalista inglés (la malinterpretación de sus teorías desembocó en el darwinismo social, una horrenda justificación de pretendida base biológica para avalar todo tipo de desmanes provocados por la especie humana sobre ella misma). Sin embargo sí que se puede ver "Elena" como una alegoría social, si bien parece más trasladable a la época de la revolución rusa y la lucha de clases: el derrocamiento de la oligarquía económica y la incautación de sus bienes, propiedades y medios de producción: del poder omnímodo del zar, se pasó al régimen implacable del Sóviet Supremo, otra oligarquia. Esa revolución económica también tiene lugar con la caída de la U.R.S.S. a finales de los años 80 del siglo XX: la privatización de los bienes nacionales que acompañó a la disolución de la Unión Soviética, produjo un torrente de nuevos ricos postcomunistas, aparte de unos catastróficos años de hambruna y crisis para gran parte de la población. De ahí parece proceder la fortuna de Vladimir (Andrey Smirnov) el marido de Elena (Nadezhda Markina), de aquella transición hacia el capitalismo que hubo que realizar a todo prisa (la novela "No será la tierra" de Jorge Volpi es una buena recomendación para aproximarse al ambiente político de la época). Vladimir, patriarcal y poderoso, otro padrecito, como Stalin, capaz de otorgar, de perdonar, de decidir, de salvar. Elena es la servidumbre, el pueblo que pide y que se desespera y que, en silencio, afila su guadaña.
El silencio. "Elena" me recordó a otra cinta tranquila pero demoledora, "La soledad" de Jaime Rosales, película que me alegró como nunca la velada de los premios Goya al alzarse, a la postre, con los más ansiados galardones de los repartidos aquella noche de febrero de 2008. La elocuencia del silencio transmutado en la imagen más habladora: el contraste entre el enorme piso de lujo para dos de Vladimir, el padrastro, con grandes cristaleras para disfrutar de la vista de frondosos parques moscovitas, frente al reducido hogar de Sergey (Aleksey Rozin), el hijastro, habitaciones angostas como pasillos en las que su familia estira la cabeza hacia estrechas ventanas por las que asoman las imponentes chimeneas humeantes de una fábrica. Al comienzo de la cinta, un largo plano fijo selecciona el público de "Elena", un espectador que debe estar preparado para disfrutar de la elipsis visual, dotado de paciencia cinéfila: a la espera del desarrollo calmo del conflicto: paladear fotogramas. La valoración moral de los actos de Elena conducirá hacia su más que probable condena, nos aclara el director de la película: la coartada criminal no exime de padecer años de remordimientos y de noches en vela: los cadáveres enterrados en el jardín se arrastran cada noche hasta la alcoba. El verdadero dios, como cualquiera puede experimentar en su propia vida, es el hijo, claro (se puede comprobar fácilmente dentro de un par de días, cuando lleguen los Reyes Magos), y después el hijo del hijo, pero retratados ambos aquí como divinidades indolentes y perezosas, desagradecidas y extraviadas de antemano, que no parecen merecer tanto sacrificio. Y ya no hay vuelta atrás.
El silencio. "Elena" me recordó a otra cinta tranquila pero demoledora, "La soledad" de Jaime Rosales, película que me alegró como nunca la velada de los premios Goya al alzarse, a la postre, con los más ansiados galardones de los repartidos aquella noche de febrero de 2008. La elocuencia del silencio transmutado en la imagen más habladora: el contraste entre el enorme piso de lujo para dos de Vladimir, el padrastro, con grandes cristaleras para disfrutar de la vista de frondosos parques moscovitas, frente al reducido hogar de Sergey (Aleksey Rozin), el hijastro, habitaciones angostas como pasillos en las que su familia estira la cabeza hacia estrechas ventanas por las que asoman las imponentes chimeneas humeantes de una fábrica. Al comienzo de la cinta, un largo plano fijo selecciona el público de "Elena", un espectador que debe estar preparado para disfrutar de la elipsis visual, dotado de paciencia cinéfila: a la espera del desarrollo calmo del conflicto: paladear fotogramas. La valoración moral de los actos de Elena conducirá hacia su más que probable condena, nos aclara el director de la película: la coartada criminal no exime de padecer años de remordimientos y de noches en vela: los cadáveres enterrados en el jardín se arrastran cada noche hasta la alcoba. El verdadero dios, como cualquiera puede experimentar en su propia vida, es el hijo, claro (se puede comprobar fácilmente dentro de un par de días, cuando lleguen los Reyes Magos), y después el hijo del hijo, pero retratados ambos aquí como divinidades indolentes y perezosas, desagradecidas y extraviadas de antemano, que no parecen merecer tanto sacrificio. Y ya no hay vuelta atrás.
lunes, diciembre 30, 2013
"De óxido y hueso", de Jacques Audiard
Del director Jacques Audiard tenía una referencia cinematográfica extraordinaria, la película "Un profeta", drama carcelario del año 2009 sobre un joven atrapado en el ambiente violento de cualquier prisión moderna: la cárcel elude su papel de redentora social para reafirmarse en agujero negro criminal, una sima de delincuentes que no ven otro destino que el de continuar su carrera cuando recobren la libertad. En aquella situación Audiard retrataba con destreza sutil a su profeta, el joven Malik interpretado por Tahar Rahim, cuajando un escenario multicultural y realista que convirtió a "Un profeta" en una de las películas a recordar de aquel año.
Había que comprobar si "De óxido y hueso", su siguiente película, mantendría aquel impresionante nivel. En "De óxido y hueso" se desarrolla una extraña relación entre una domadora de orcas que ha sufrido un grave accidente y un vigilante de seguridad que redondea sus ingresos peleando en combates clandestinos de full contact: todo en esta película es extremo, fuera de lo común. Se sostiene la película en las buenas actuaciones de su pareja protagonista. Por un lado, Marion Cotillard, secundaria hollywoodiense de lujo, que se vuelve a meter en un papel exigente como cuando alcanzó fama mundial (Oscar incluido) interpretando a Édith Piaf en "La vie en rose" de Oliver Dahan: su actuación en "De óxido y hueso" es tan convincente como los efectos especiales que la auxilian de modo intachable en su caracterización como Stéphanie. En el rincón opuesto, Matthias Schoenaerts, perfecto mendrugo, acémila musculosa que sólo piensa en dar satisfacción inmediata a sus instintos más primarios y que vive la vida como si no hubiera mañana, produciendo esa actitud tanto bien en la desdichada Stéphanie (al menos inicialmente) como desgracia a los que conviven con su falta de luces. La imagen rotunda, la tragedia instantánea, "De óxido y hueso" indaga en la estética del dolor buscando impactar al espectador con planos líricos en su dureza (me recordó en parte a "La escafandra y la mariposa" de Julian Schnabel, aunque aquella historia de superación, claustrofóbica y optimista, me gustó bastante más) hasta llegar al abuso del recurso. Llega un momento en que se puede pensar que tanto vale determinada escena para figurar en la película como para un anuncio de coches caros o de colonias estupendas: aparece la frialdad en el ánimo del que observa. Porque el veneno, por supuesto, está en la dosis. Recomendable en cualquier caso: muchas películas se salvan por tener instantes y en esa cualidad "De óxido y hueso" no será menos.
Había que comprobar si "De óxido y hueso", su siguiente película, mantendría aquel impresionante nivel. En "De óxido y hueso" se desarrolla una extraña relación entre una domadora de orcas que ha sufrido un grave accidente y un vigilante de seguridad que redondea sus ingresos peleando en combates clandestinos de full contact: todo en esta película es extremo, fuera de lo común. Se sostiene la película en las buenas actuaciones de su pareja protagonista. Por un lado, Marion Cotillard, secundaria hollywoodiense de lujo, que se vuelve a meter en un papel exigente como cuando alcanzó fama mundial (Oscar incluido) interpretando a Édith Piaf en "La vie en rose" de Oliver Dahan: su actuación en "De óxido y hueso" es tan convincente como los efectos especiales que la auxilian de modo intachable en su caracterización como Stéphanie. En el rincón opuesto, Matthias Schoenaerts, perfecto mendrugo, acémila musculosa que sólo piensa en dar satisfacción inmediata a sus instintos más primarios y que vive la vida como si no hubiera mañana, produciendo esa actitud tanto bien en la desdichada Stéphanie (al menos inicialmente) como desgracia a los que conviven con su falta de luces. La imagen rotunda, la tragedia instantánea, "De óxido y hueso" indaga en la estética del dolor buscando impactar al espectador con planos líricos en su dureza (me recordó en parte a "La escafandra y la mariposa" de Julian Schnabel, aunque aquella historia de superación, claustrofóbica y optimista, me gustó bastante más) hasta llegar al abuso del recurso. Llega un momento en que se puede pensar que tanto vale determinada escena para figurar en la película como para un anuncio de coches caros o de colonias estupendas: aparece la frialdad en el ánimo del que observa. Porque el veneno, por supuesto, está en la dosis. Recomendable en cualquier caso: muchas películas se salvan por tener instantes y en esa cualidad "De óxido y hueso" no será menos.
domingo, diciembre 29, 2013
"Attack the block", de Joe Cornish
En la conocida película "Señales", del director M. Night Shyamalan, el reverendo interpretado por Mel Gibson tiene que enfrentarse a una amenaza alienígena. El ambiente de la confrontación es una casa en medio del campo, un entorno rural rodeado de extensos sembrados solitarios en los que los extraterrestres han anunciado su llegada dejando inmensas huellas cauterizadas por el aterrizaje de sus naves. En "Señales" Shyamalan se adentraba en la psique de sus personajes, huella de autor, de modo que la lucha desplegada en los fotogramas se constituía en un combate con los propios miedos, con las angustias vitales que cada cual ha ido acumulando a lo largo de los años: matar al invasor era un dilema de fe, una fe mermada por las patadas cotidianas, pero un problema que sin duda se iba a pulverizar ante el peso más poderoso del instinto de supervivencia y de protección de la familia.
Supongamos que el conflicto se traslada a la gran ciudad, a un barrio sondeado por enormes torres de apartamentos, colmenas modernas, donde pasearse por la noche es una prueba peliaguda hasta para el mismísimo Bear Grylls. Llueven aliens feroces del cielo, mandíbulas fosforescentes que recuerdan a las de aquellas bolas peludas de "Critters" de Stephen Herek (mucho más grandes estas que atacan el bloque), y la primera línea de defensa de la humanidad la componen un grupo de mangantes adolescentes, unos jóvenes supervivientes de las calles endurecidos a base de drogas, peleas y consignas raperas, y que tienen muchas menos contemplaciones que el reverendo Gibson a la hora de batirse el cobre con el indeseado visitante estelar: leña al E.T. salvaje. Para el espectador desprejuiciado, emoción y acción a un ritmo frenético en esta cinta premiada en el festival de Sitges de 2011. Merece la pena escuchar el slang del guetto del sur de Londres en versión original, disfrutar de su tono de comedia urbana y, sobre todo, calibrar hasta qué punto lo que no te mata te hace fuerte: como dice el joven Moses (John Boyega), exponente de marginación y abandono social, nos dieron drogas, nos dieron armas (el rap lo inventó la CIA para que los negros se mataran unos a otros, como todo el mundo sabe) y ahora nos mandan unas bestias asesinas para que acaben con nosotros. Carne de barrio.
Supongamos que el conflicto se traslada a la gran ciudad, a un barrio sondeado por enormes torres de apartamentos, colmenas modernas, donde pasearse por la noche es una prueba peliaguda hasta para el mismísimo Bear Grylls. Llueven aliens feroces del cielo, mandíbulas fosforescentes que recuerdan a las de aquellas bolas peludas de "Critters" de Stephen Herek (mucho más grandes estas que atacan el bloque), y la primera línea de defensa de la humanidad la componen un grupo de mangantes adolescentes, unos jóvenes supervivientes de las calles endurecidos a base de drogas, peleas y consignas raperas, y que tienen muchas menos contemplaciones que el reverendo Gibson a la hora de batirse el cobre con el indeseado visitante estelar: leña al E.T. salvaje. Para el espectador desprejuiciado, emoción y acción a un ritmo frenético en esta cinta premiada en el festival de Sitges de 2011. Merece la pena escuchar el slang del guetto del sur de Londres en versión original, disfrutar de su tono de comedia urbana y, sobre todo, calibrar hasta qué punto lo que no te mata te hace fuerte: como dice el joven Moses (John Boyega), exponente de marginación y abandono social, nos dieron drogas, nos dieron armas (el rap lo inventó la CIA para que los negros se mataran unos a otros, como todo el mundo sabe) y ahora nos mandan unas bestias asesinas para que acaben con nosotros. Carne de barrio.
sábado, diciembre 28, 2013
"El Hobbit: la desolación de Smaug", de Peter Jackson
Pienso qué escribir, y repasando la entrada de hace un año dedicada a "El Hobbit: un viaje inesperado", me doy cuenta de que la mayoría ya quedó dicho. No es un menosprecio, ni mucho menos, sólo la constatación de que esta trilogía, al igual que sucedió con su antecesora saga cinematográfica de "El Señor de los Anillos", conformará una película divida en tres partes: tres episodios en los que los dos primeros terminarán de forma más o menos abrupta y dejarán al espectador en suspenso durante meses para comprobar cómo continúa la aventura. Claro que siempre pueden leerse el libro: ya deberían haberlo leído: los escritos de J. R. R. Tolkien ocupan un lugar destacado en la Historia de la literatura.
"El Hobbit: la desolación de Smaug" es por tanto un pasaje de transición. No, tampoco es un menosprecio. Más allá de que la adaptación al cine de "El Hobbit" se planificara inicialmente en la extensión de una única película y a que a la postre se tomara la decisión de que el metraje final ocupe tres, teniendo que prolongar tramos del libro mucho más en el celuloide que lo que abarcaban en la letra impresa, los momentos álgidos de esta segunda parte son imprescindibles y están retratados de un modo extraordinario, marca de la casa: el encuentro con Beorn, el enfrentamiento a las arañas del Bosque Negro, los elfos de Thranduil, la Ciudad del Lago, la entrada en Erebor. Y Smaug. Hic sunt dracones. Todo en 3D HFR, un formato que realmente hace que la imagen sea tridimensional y que en algunas escenas, como en los salones llenos de tesoros de Erebor y en el combate contra su terrible guardián, produce unos resultados espectaculares.
Respecto a la historia original, esta segunda parte me parece más alejada aún de la lírica de cuento infantil que sí resultaba presente en la primera. Se eleva el tono de la acción llevándola hacía el extremo de lo que la tecnología digital de efectos especiales puede dar de sí. La comprobación es sencilla: léase el capítulo 9 del libro, Barriles de contrabando, y compárese con la trepidante lucha mortal entre orcos, elfos y enanos, navegando sin control por los rápidos del rio del Bosque, que termina produciéndose en la película. Además se incluyen en esta entrega los inverosímiles disparos de flecha del elfo Legolas (Orlando Bloom con un aspecto más maduro que el de cuando le tocó interpretar a Legolas hace una década, lo cual resulta una paradoja, ya que los hechos de El Hobbit anteceden a los de El Señor de los Anillos en sesenta años) en una época de la Tierra Media en la que aún no le toca ser protagonista. También hace aparición un personaje inexistente en el universo tolkieniano: la elfa Tauriel encarnada en la no menos élfica presencia de Evangeline Lilly: todo sea por ampliar horizontes y producir subtramas que, ojalá, no lleven a la película a "vivir del cuento" más de lo que sería aconsejable y prudente.
A esperar la conclusión, horas de cine que están siendo muy disfrutadas. Entre otros asuntos, la tercera parte traerá con ella la Batalla de los Cinco Ejércitos, supongo, como supongo también que la interpretación de la épica de Tolkien que ha llevado a cabo Peter Jackson seguirá produciendo asombro y escasa decepción.
"El Hobbit: la desolación de Smaug" es por tanto un pasaje de transición. No, tampoco es un menosprecio. Más allá de que la adaptación al cine de "El Hobbit" se planificara inicialmente en la extensión de una única película y a que a la postre se tomara la decisión de que el metraje final ocupe tres, teniendo que prolongar tramos del libro mucho más en el celuloide que lo que abarcaban en la letra impresa, los momentos álgidos de esta segunda parte son imprescindibles y están retratados de un modo extraordinario, marca de la casa: el encuentro con Beorn, el enfrentamiento a las arañas del Bosque Negro, los elfos de Thranduil, la Ciudad del Lago, la entrada en Erebor. Y Smaug. Hic sunt dracones. Todo en 3D HFR, un formato que realmente hace que la imagen sea tridimensional y que en algunas escenas, como en los salones llenos de tesoros de Erebor y en el combate contra su terrible guardián, produce unos resultados espectaculares.
Respecto a la historia original, esta segunda parte me parece más alejada aún de la lírica de cuento infantil que sí resultaba presente en la primera. Se eleva el tono de la acción llevándola hacía el extremo de lo que la tecnología digital de efectos especiales puede dar de sí. La comprobación es sencilla: léase el capítulo 9 del libro, Barriles de contrabando, y compárese con la trepidante lucha mortal entre orcos, elfos y enanos, navegando sin control por los rápidos del rio del Bosque, que termina produciéndose en la película. Además se incluyen en esta entrega los inverosímiles disparos de flecha del elfo Legolas (Orlando Bloom con un aspecto más maduro que el de cuando le tocó interpretar a Legolas hace una década, lo cual resulta una paradoja, ya que los hechos de El Hobbit anteceden a los de El Señor de los Anillos en sesenta años) en una época de la Tierra Media en la que aún no le toca ser protagonista. También hace aparición un personaje inexistente en el universo tolkieniano: la elfa Tauriel encarnada en la no menos élfica presencia de Evangeline Lilly: todo sea por ampliar horizontes y producir subtramas que, ojalá, no lleven a la película a "vivir del cuento" más de lo que sería aconsejable y prudente.
A esperar la conclusión, horas de cine que están siendo muy disfrutadas. Entre otros asuntos, la tercera parte traerá con ella la Batalla de los Cinco Ejércitos, supongo, como supongo también que la interpretación de la épica de Tolkien que ha llevado a cabo Peter Jackson seguirá produciendo asombro y escasa decepción.
miércoles, diciembre 25, 2013
miércoles, diciembre 18, 2013
"Misterioso asesinato en Manhattan", de Woody Allen
I can't listen to that much Wagner, ya know?
I start to get the urge to conquer Poland.
I start to get the urge to conquer Poland.
Larry Lipton
Tú has visto demasiadas películas. Seguro que esa frase hecha se la hubiera soltado Larry (Woody Allen) a su mujer, Carol (Diane Keaton), para recriminarle sus descabelladas sospechas, si el guión no lo hubiera escrito Woody Allen, papeles que suelen estar llenos de citas para la posteridad como la que encabeza esta entrada. Tú sí que ha visto demasiadas películas, Woody, sólo hay que contabilizar las referencias a cintas de otros que incluyes en tus obras. En ésta, "Perdición" de Billy Wilder y su tórrido crimen pasional con fraude a compañía de seguros incluido, al que Edward G. Robinson plantará cara (y olfato). O el pimpampum a tiros en un laberinto de espejos del final de "La dama de Shanghai" de Orson Welles. O, afilada ironía, el recuerdo a los seis meses necesarios para comprender los flashbacks oníricos de "El año pasado en Marienbad" de Alain Resnais. Apuntalas tus películas en hombros de gigantes, Woody, mientras despliegas tu propio armamento y nos dejas boquiabiertos con la química poderosa que tu pareja en el celuloide, Diane Keaton, combinaba como ninguna otra. Veinte años después, se echa de menos un reencuentro: la última oportunidad se desvanece como la foto familiar de Marty McFly.
En "Misterioso asesinato en Manhattan" se percibe atrevimiento visual, Woody, la cámara en mano y la improvisación latente para trazar el ritmo alocado de una comedia viva que, como siempre y hasta la actualidad, construyes sobre el establecimiento de un hilo argumental sencillo al que se proporcionan múltiples matices, segundas lecturas, encrucijadas vitales. El asesinato verdadero que trasciende de la película es el de la vida de pareja. Larry capitula y aparta el rechazo que le producen las conjeturas de Carol (¡Guarda algo de locura para la menopausia!) porque en otro caso se produciría el fracaso de su relación, amenazada por un recién divorciado con piel de amigo (Alan Alda) al que le sobran motivos pasionales y empiezan a faltarle barreras morales. La trama de la investigación amateur, enredo ingenuo, se llena de clichés del género negro proclamando la banalidad de una parte de la historia: el conflicto está en la puerta de al lado, no detrás de aquella otra donde se ha producido un misterioso asesinato, en Manhattan, Woody, por supuesto, tu territorio mítico, isla tumultuosa donde se produce la paradoja moderna (aquí como allí) de desconocer al vecino, de ignorar la cara que ronca durante décadas a escasos metros de nuestro propio dormitorio.
La película es una vieja idea tuya para "Annie Hall" que entonces no tuvo cabida. ¿Dónde apuntas tus ideas Woody? ¿Cuántas te quedan aún? Ay, Woody, lo que te toca aguantar en los últimos tiempos, cada año enfrentando tus ganas de hacer cine con las opiniones impías de los apasionados por lo inmóvil. Algún día te encontrarás con un airado cinéfilo que sólo espera que corras menos que él. Y correr no se te da nada mal: hiciste alarde de ello: Take the money and run. ¡Turista! Te increpan por hacerte las europas. ¡Pesetero! Te califican confundiendo tu permanente estado cinematográfico, tu destino aparente de vivir rodando, con la codicia de la taquilla segura tras tu firma prestigiosa en los créditos. No se dan cuenta de que resta aún más cine en tu semicerrado ojo izquierdo que el que muchos tendrán no en una vida, sino en un ciento de ellas. Donde unos aprecian fórmulas agotadas, percibo intentos de renovación, de escapar del anquilosamiento. Donde otros bostezan su menosprecio, a mí me siguen encandilando tus fotogramas. Será que después de aspirar tanto vinagre crítico ajeno entro a la sala sumido en precauciones para terminar la proyección encantado, disuelta la preocupación, que ha resultado más estéril que el primer soplido del lobo feroz. Una vez más. Y que dure.
Feliz Navidad, Woody.
sábado, diciembre 14, 2013
"La noche más oscura (Zero Dark Thirty)", de Kathryn Bigelow
A las 00:30 horas del 1 de Mayo del año 2011, con nocturnidad y sobrada alevosía, comandos de élite del ejercito estadounidense irrumpieron en la casa donde se había descubierto (tras largos años de búsquedas y elucubraciones) que habitaba Osama bin Laden, en la ciudad pakistaní de Abbottabad: un disparo en la cabeza y el ciervo con más puntas, la pieza más valiosa de lo que llevamos de siglo XXI, fue abatido en medio de la noche. Y en medio de un pasillo. ¿Fue posible capturarlo vivo? ¿Estaba armado? ¿Ejecución sumaria sin juicio ni mínima intención de celebrarlo? Geronimo E-KIA (Enemy Killed In Action), emite la radio de los SEAL hacia la oreja lejana pero atenta del presidente Obama, premio Nobel de la paz preventivo, prematuro y precoz (pasmoso gatillazo sueco), y la sola mención del legendario jefe apache como alias propicio de Bin Laden es un motivo de controversia más.
Guerra sucia y terrorismo de estado. La venganza se sirve fría y cualquier vía es buena con tal de consumarla. El camino emprendido por Estados Unidos para devolver el golpe encajado tras el terrible atentado terrorista del 11 de Septiembre de 2001 contra el World Trade Center de Nueva York, se tradujo en una violenta respuesta militar, Guerra contra el Terrorismo, que se desarrolló primero en Afganistán y que después se trasladó a Iraq, llevando la tragedia a las poblaciones civiles de esos países. Eje del Mal, Al Qaeda, Libertad Duradera, armas de destrucción masiva. Los telediarios de la pasada década avanzaban que este siglo no iba a ser más pacífico que el anterior, lamentablemente. Entre el asco y la pena escuchábamos una impresentable sarta de mentiras y presenciábamos las torturas más vergonzosas mientras nos cuestionábamos la catadura moral de los protagonistas del conflicto: ya no sabíamos ni quiénes eran los malos ni quiénes eran los peores. Oriente Medio seguía padeciendo la gran desgracia de un subsuelo impregnado de petróleo y la codicia parecía volver a erigirse como leitmotiv único de todo conflicto bélico.
"Zero Dark Thirty" presenta la caza del hombre, la CIA más siniestra y temible empleándose a fondo para encontrar al odiado Bin Laden y matarlo (en eso la película parece honesta, no se plantea otras alternativas éticas). Del año 2003 al 2011, desde la administración Bush a la de Obama. Pero la cinta pretende destacar un cambio político, una evolución desde las torturas más brutales de los republicanos a los reparos en asaltar la residencia del temible terrorista por parte de los demócratas. Ese tono puede haber sido sesgado por el supuesto soporte que la Casa Blanca dio al rodaje del film: sácanos guapos, ¿eh? En cualquier caso Kathryn Bigelow logra una película emocionante, intensa (sabe hacerlo, sólo hay que ver su anterior y premiada cinta "En tierra hostil"), un thriller político que sorprende por su frialdad y determinación. Se puede echar en falta la ausencia de mirada hacia el otro lado, hacia las motivaciones del enemigo mediante una visión más amplia del conflicto, de modo que la ejecución de Osama bin Laden termina apareciendo tan inevitable como necesaria. Justice has been done, declaró Barack Obama. Y punto.
Guerra sucia y terrorismo de estado. La venganza se sirve fría y cualquier vía es buena con tal de consumarla. El camino emprendido por Estados Unidos para devolver el golpe encajado tras el terrible atentado terrorista del 11 de Septiembre de 2001 contra el World Trade Center de Nueva York, se tradujo en una violenta respuesta militar, Guerra contra el Terrorismo, que se desarrolló primero en Afganistán y que después se trasladó a Iraq, llevando la tragedia a las poblaciones civiles de esos países. Eje del Mal, Al Qaeda, Libertad Duradera, armas de destrucción masiva. Los telediarios de la pasada década avanzaban que este siglo no iba a ser más pacífico que el anterior, lamentablemente. Entre el asco y la pena escuchábamos una impresentable sarta de mentiras y presenciábamos las torturas más vergonzosas mientras nos cuestionábamos la catadura moral de los protagonistas del conflicto: ya no sabíamos ni quiénes eran los malos ni quiénes eran los peores. Oriente Medio seguía padeciendo la gran desgracia de un subsuelo impregnado de petróleo y la codicia parecía volver a erigirse como leitmotiv único de todo conflicto bélico.
"Zero Dark Thirty" presenta la caza del hombre, la CIA más siniestra y temible empleándose a fondo para encontrar al odiado Bin Laden y matarlo (en eso la película parece honesta, no se plantea otras alternativas éticas). Del año 2003 al 2011, desde la administración Bush a la de Obama. Pero la cinta pretende destacar un cambio político, una evolución desde las torturas más brutales de los republicanos a los reparos en asaltar la residencia del temible terrorista por parte de los demócratas. Ese tono puede haber sido sesgado por el supuesto soporte que la Casa Blanca dio al rodaje del film: sácanos guapos, ¿eh? En cualquier caso Kathryn Bigelow logra una película emocionante, intensa (sabe hacerlo, sólo hay que ver su anterior y premiada cinta "En tierra hostil"), un thriller político que sorprende por su frialdad y determinación. Se puede echar en falta la ausencia de mirada hacia el otro lado, hacia las motivaciones del enemigo mediante una visión más amplia del conflicto, de modo que la ejecución de Osama bin Laden termina apareciendo tan inevitable como necesaria. Justice has been done, declaró Barack Obama. Y punto.
miércoles, diciembre 04, 2013
"La piel suave", de François Truffaut
Uno puede querer ver "La piel suave" curioso por su famoso final, suceso de noticiario que motivó que François Truffaut quisiera trazar el camino inverso. Un final abrupto, dramático, que hace pensar que la pulsión amatoria que condujo hasta él debió ser un romance apasionado digno de novelarse, y después rodarse, sí, pero sobre todo de fabular alrededor de sus circunstancias. Sin embargo, ¿y si la verdad fuera más cotidiana y tranquila? Encuentros fortuitos en lugares de tránsito: la casualidad hace su trabajo y el diablo está en los detalles. Y los detalles parece ser lo que realmente importa a Truffaut en esta película. Mostrar la angustia por no ser pillados, una situación que provoca escenas de tensión agobiante, el suspense que acerca al director francés a la figura de su admirado Hitchcock: el hotel apartado como casilla de salvación en el peligroso juego del adulterio. Las miradas furtivas, las palabras a deshora, el verse y el tener que negarse y el propiciar coartadas para las costumbres alteradas por la urgencia del escape hacia el encuentro prohibido. Todo por el roce de la piel ajena y amada, el estupor del instante, un susurro leve que desgarra cualquier precaución y establece, indomable, su prioridad tiránica.
Otro motivo, éste un tanto desasosegante, es contemplar en la pantalla a la actriz Françoise Dorléac, hermana mayor de Catherine Deneuve (Catherine tomó el apellido de la madre para su nombre artístico), magnetizando fotogramas pocos años antes de que en un accidente de tráfico perdiera la vida: con 25 años, otro cadáver bonito para la leyenda lúgubre del cinematógrafo. Todavía tuvo ocasión de llevar a Donald Pleasence al borde de la locura conyugal en "Cul-de-sac" de Roman Polanski o de inundar el celuloide de belleza femenina junto a su hermana Catherine en "Las señoritas de Rochefort" de Jacques Demy. Françoise Dorléac, inmortal, la eternidad que proporciona el cine.
Cualquier motivo es suficiente, bastaría, sin más, con leer la firma de "La piel suave", una cinta que resulta desoladora y triste: el castigo violento del pusilánime, del que no es capaz de llevar hasta el final sus decisiones: quedarse en tierra de nadie y y destrozar ambas partes. Poco después de realizar la película el matrimonio de François Truffaut con Madeleine Morgenstern se fue al traste. Entre otras circunstancias el divorcio fue provocado por una aventura de Truffaut con Françoise Dorléac. El cine imitando la vida o, extraño círculo, provocándola.
Otro motivo, éste un tanto desasosegante, es contemplar en la pantalla a la actriz Françoise Dorléac, hermana mayor de Catherine Deneuve (Catherine tomó el apellido de la madre para su nombre artístico), magnetizando fotogramas pocos años antes de que en un accidente de tráfico perdiera la vida: con 25 años, otro cadáver bonito para la leyenda lúgubre del cinematógrafo. Todavía tuvo ocasión de llevar a Donald Pleasence al borde de la locura conyugal en "Cul-de-sac" de Roman Polanski o de inundar el celuloide de belleza femenina junto a su hermana Catherine en "Las señoritas de Rochefort" de Jacques Demy. Françoise Dorléac, inmortal, la eternidad que proporciona el cine.
Cualquier motivo es suficiente, bastaría, sin más, con leer la firma de "La piel suave", una cinta que resulta desoladora y triste: el castigo violento del pusilánime, del que no es capaz de llevar hasta el final sus decisiones: quedarse en tierra de nadie y y destrozar ambas partes. Poco después de realizar la película el matrimonio de François Truffaut con Madeleine Morgenstern se fue al traste. Entre otras circunstancias el divorcio fue provocado por una aventura de Truffaut con Françoise Dorléac. El cine imitando la vida o, extraño círculo, provocándola.
jueves, noviembre 28, 2013
"Blue Jasmine", de Woody Allen
Pretty Woman se cayó del pedestal, alguien le quitó la nube bajo los pies y ella aterrizó en el duro asfalto del fin de mes y el empleo precario: en el suelo se aprecia un cráter de un tamaño considerable. Los cuentos de hadas clásicos relatan la parte más interesante de la historia, la del encuentro mágico y el enamoramiento inmediato, un afán romántico entorpecido por los manejos viles de brujas y nigromantes. Terminan esos cuentos asegurando al lector que la pareja vivió feliz hasta el resto de sus días, extirpando cualquier inquietud pesimista de tedio y hartazgo, de odio cotidiano y deslealtades amatorias, un peaje que hasta el más consumado amor verdadero se puede encontrar con el paso de los años. Y ningún cuento de aquellos se atrevería a concluir con el príncipe azul colgando de una soga en la soledad aterradora de la celda de una cárcel (¿fue así el final de Bernard Madoff? Si no así, fue parecido) y con la princesa no menos azul deambulando sonada por las calles de la ciudad, balbuceando recuerdos dorados a los oídos muertos de las farolas.
Comedia amarga esta última de Woody Allen, dirigiendo de nuevo con maestría a una actriz y obteniendo de Cate Blanchett una actuación impresionante. Si en las películas de Woody Allen en las que no sale Woody Allen un actor recoge el testigo de interpretar el papel arquetípico del neurótico intratable, del psicoanalizado sin solución atrapado en multitud de angustias vitales, ahora ha sido la rubia actriz australiana la portadora del encargo. Y lo ha realizado a la perfección. La pija caída en desgracia que se ve obligada a trabajar para ganarse el pan y que se va a vivir con una hermana que habita varios peldaños por debajo en el escalafón estúpido que la sociedad establece en función del dinero que maneja cada cual, como si el único valor humano lo atestiguara la cuenta corriente. Y esa bajada de la escalera se retrata como un auténtico descenso a los infiernos para la pobre Jasmine: es imposible apretarse el cinturón cuando en la hebilla pone Chanel: para el resto nos es tan sencillo como coger un punzón y hacer otro agujero en el cuero. O en el plástico.
¿Cómo ser millonario/a? Cásese con uno/a. En "Las tres noches de Eva", aquella maravillosa screwball comedy dirigida por Preston Sturges, Barbara Stanwyck intentaba echarle el lazo a Henry Fonda aparentando ser una rica heredera: lo importante es que no piensen que los quieres por su dinero. Así, la fachada construida es una mentira que no tarda en desmoronarse y que deja en evidencia a la pretendiente, toda vez que el amor ya ha llegado y el vil metal había pasado a ser un interés inexistente. Una patraña es mal terreno para la confianza mutua. "Las tres noches de Eva" encontraba el camino (más bien el enredo característico del género) para que, también, los amantes vivieran felices hasta el resto de sus días. Porque lo importante es la esencia de la persona, el mono desnudo cubierto únicamente de sus bondades, si las tuviera. Eso nos decía Sturges entonces y lo muestra ahora Allen en otro de sus guiones magistrales. Otra de sus lecciones anuales de cine.
Comedia amarga esta última de Woody Allen, dirigiendo de nuevo con maestría a una actriz y obteniendo de Cate Blanchett una actuación impresionante. Si en las películas de Woody Allen en las que no sale Woody Allen un actor recoge el testigo de interpretar el papel arquetípico del neurótico intratable, del psicoanalizado sin solución atrapado en multitud de angustias vitales, ahora ha sido la rubia actriz australiana la portadora del encargo. Y lo ha realizado a la perfección. La pija caída en desgracia que se ve obligada a trabajar para ganarse el pan y que se va a vivir con una hermana que habita varios peldaños por debajo en el escalafón estúpido que la sociedad establece en función del dinero que maneja cada cual, como si el único valor humano lo atestiguara la cuenta corriente. Y esa bajada de la escalera se retrata como un auténtico descenso a los infiernos para la pobre Jasmine: es imposible apretarse el cinturón cuando en la hebilla pone Chanel: para el resto nos es tan sencillo como coger un punzón y hacer otro agujero en el cuero. O en el plástico.
¿Cómo ser millonario/a? Cásese con uno/a. En "Las tres noches de Eva", aquella maravillosa screwball comedy dirigida por Preston Sturges, Barbara Stanwyck intentaba echarle el lazo a Henry Fonda aparentando ser una rica heredera: lo importante es que no piensen que los quieres por su dinero. Así, la fachada construida es una mentira que no tarda en desmoronarse y que deja en evidencia a la pretendiente, toda vez que el amor ya ha llegado y el vil metal había pasado a ser un interés inexistente. Una patraña es mal terreno para la confianza mutua. "Las tres noches de Eva" encontraba el camino (más bien el enredo característico del género) para que, también, los amantes vivieran felices hasta el resto de sus días. Porque lo importante es la esencia de la persona, el mono desnudo cubierto únicamente de sus bondades, si las tuviera. Eso nos decía Sturges entonces y lo muestra ahora Allen en otro de sus guiones magistrales. Otra de sus lecciones anuales de cine.
domingo, noviembre 24, 2013
Revista. La Caja de Pandora nº 7 "Japón"
Al entrar al sistema, planeta Blogger, a redactar esta nueva entrada, un contador me sorprende anunciando que ésta será la quingentésima publicación del blog Licantropunk: 500 veces pulsando el botón "Publicar", 500 naves sonda lanzadas hacía ninguna parte, 500 mensajes en la botella: pensar que alguien en cualquier punto del planeta pueda encender su ordenador y abrir este recipiente es un asunto fascinante.
Me alegro de que la celebración numérica coincida con la publicación de otro número de "La Caja de Pandora", fanzine internauta en el que colaboro desde su nacimiento. Cada ejemplar de "La Caja de Pandora" ha estado dedicado a un tema concreto, si bien la concreción es más una idea vaga hacia la que aventurarse que no una fijación argumental: "Holocausto", "Drogas", "Asesinos", "Made in Spain", "Mad Doctors", "Políticamente Incorrecto", y ahora "Japón". La preparación de cada artículo ha supuesto la excusa perfecta para profundizar en la trayectoria de cineastas como Roberto Rossellini, Larry Clark, Ladislao Vajda, Alain Resnais, Georges Franju, Terry Gilliam, Julio Medem, Nicholas Ray, etc. Ver y leer, literatura de la mano del cine, pues en muchas ocasiones hay grandes novelas detrás de grandes películas.
Este pequeño Licantropunk contribuye a este número dedicado a Japón con un artículo que, partiendo de la imprescindible película "La mujer de la arena (Suna no onna)" de Hiroshi Teshigahara, se asoma al cine japonés de los años 60 y mira hacia la Noberu Vagu (nueva ola), movimiento cinematográfico post-nuclear, desesperanzado y muy crítico con la sociedad de su tiempo y que, al igual que su coetáneo francés, ansía renovar sus formas y sus discursos. Directores de prestigio internacional como Nagisa Oshima, Seijun Suzuki o Shōhei Imamura surgirán de aquella época convulsa. Y junto a ellos el mencionado Hiroshi Teshigahara que, aunque no alcanzará el renombre internacional de sus colegas de generación, obtendrá con "La mujer de la arena" una obra maestra reconocible para los años de la Noberu Vagu. "La mujer de la arena" traspasa al celuloide la excelente novela del escritor japonés Kōbō Abe: sus libros fueron soporte de muchas de las películas de Teshigahara y es un ejemplo claro de la riqueza de la literatura japonesa del siglo XX. A la faceta literaria de Japón también se le dedica un buen número de páginas en este número de "La Caja de Pandora".
Enhorabuena al resto de colaboradores y a Crowley, patrón de la nave.
A "La Caja de Pandora" se puede acceder a través del blog de la revista:
http://cajadepandoramagazine.blogspot.com.es/2013/11/especial-japon.html
Enlace de descarga:
https://www.dropbox.com/s/h2jg0t9cu3x4pg7/LA%20CAJA%20DE%20PANDORA%20MAGAZINE%20ESPECIAL%20JAP%C3%93N.pdf
Que lo disfruten.
Me alegro de que la celebración numérica coincida con la publicación de otro número de "La Caja de Pandora", fanzine internauta en el que colaboro desde su nacimiento. Cada ejemplar de "La Caja de Pandora" ha estado dedicado a un tema concreto, si bien la concreción es más una idea vaga hacia la que aventurarse que no una fijación argumental: "Holocausto", "Drogas", "Asesinos", "Made in Spain", "Mad Doctors", "Políticamente Incorrecto", y ahora "Japón". La preparación de cada artículo ha supuesto la excusa perfecta para profundizar en la trayectoria de cineastas como Roberto Rossellini, Larry Clark, Ladislao Vajda, Alain Resnais, Georges Franju, Terry Gilliam, Julio Medem, Nicholas Ray, etc. Ver y leer, literatura de la mano del cine, pues en muchas ocasiones hay grandes novelas detrás de grandes películas.
Este pequeño Licantropunk contribuye a este número dedicado a Japón con un artículo que, partiendo de la imprescindible película "La mujer de la arena (Suna no onna)" de Hiroshi Teshigahara, se asoma al cine japonés de los años 60 y mira hacia la Noberu Vagu (nueva ola), movimiento cinematográfico post-nuclear, desesperanzado y muy crítico con la sociedad de su tiempo y que, al igual que su coetáneo francés, ansía renovar sus formas y sus discursos. Directores de prestigio internacional como Nagisa Oshima, Seijun Suzuki o Shōhei Imamura surgirán de aquella época convulsa. Y junto a ellos el mencionado Hiroshi Teshigahara que, aunque no alcanzará el renombre internacional de sus colegas de generación, obtendrá con "La mujer de la arena" una obra maestra reconocible para los años de la Noberu Vagu. "La mujer de la arena" traspasa al celuloide la excelente novela del escritor japonés Kōbō Abe: sus libros fueron soporte de muchas de las películas de Teshigahara y es un ejemplo claro de la riqueza de la literatura japonesa del siglo XX. A la faceta literaria de Japón también se le dedica un buen número de páginas en este número de "La Caja de Pandora".
Enhorabuena al resto de colaboradores y a Crowley, patrón de la nave.
A "La Caja de Pandora" se puede acceder a través del blog de la revista:
http://cajadepandoramagazine.blogspot.com.es/2013/11/especial-japon.html
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Que lo disfruten.
miércoles, noviembre 20, 2013
"Gente corriente", de Robert Redford
Uno de los detalles por los que "Gente corriente" es conocida en el anecdotario de la historia del cine, es por haberse alzado con el Oscar a la mejor película en el año 1981, superando en las votaciones de los académicos de Hollywood a "Toro salvaje" de Martin Scorsese (ya había padecido Scorsese ese disgusto cuando, en 1977, "Rocky" de John G. Avildsen tumbó a "Taxi Driver" en el Dorothy Chandler Pavilion de Los Ángeles: en la báscula, por supuesto, Stallone y De Niro no estaban en la misma categoría). Sin embargo "Toro salvaje" adquirió la condición de obra maestra intemporal, mientras que con el paso de los años "Gente corriente" ha ido cayendo en el olvido. Y la verdad es que la ópera prima de Robert Redford como director (tuvo su Oscar por la película: buen cineasta delante de la cámara, detrás de ella y en los despachos el fundador del festival de Sundance) es una película brillante, sustentada en las actuaciones fenomenales de su trío protagonista, una familia al borde del hundimiento: Donald Sutherland y Mary Tyler Moore como los padres high society de Timothy Hutton, adolescente desesperanzado de tendencias suicidas.
Ocultar el drama, las cosas que le pasan a cualquier familia y que iguala a todos, ricos y pobres, en la desgracia. Actuar como si no pasara nada, no perder la sonrisa aunque sea convertida en rictus enmascarado y sostener la etiqueta, el aura glamurosa y la fachada feliz de los económicamente privilegiados. Robert Redford filma con inteligencia el retrato contenido de la hipocresía desmesurada de la alta sociedad estadounidense, de su falta de empatía incluso con los que portan sus genes y habitan en su mismo hogar: Edipo desnaturalizado. Timothy Hutton borda un papel, el del joven Conrad, en el que logra una identificación prodigiosa, cuajando un impresionante debut en la pantalla grande que le llevó directo al estrellato (y al Oscar también), papel al que le da extraordinaria réplica, gélida y sobrecogedora, Mary Tyler Moore como la madre de Conrad, dejando triste constancia de que madre sólo hay una. Conrad es un rebelde vapuleado por la tragedia, inhabilitado socialmente para liberar sus emociones: carne de electroshock. El psiquiatra reemplaza las figuras paternas y proporciona anclajes vitales a 60 pavos la hora. La familia, herida de gravedad tras un desastre tan frecuente como despiadado, se desmorona en vez de unirse, signo inequívoco de tiempos endebles, más ocupados en afanes fatuos y egoístas que en cuestiones decisivas. Afanes intrascendentes que conforman el afán desquiciado de la gente corriente.
Ocultar el drama, las cosas que le pasan a cualquier familia y que iguala a todos, ricos y pobres, en la desgracia. Actuar como si no pasara nada, no perder la sonrisa aunque sea convertida en rictus enmascarado y sostener la etiqueta, el aura glamurosa y la fachada feliz de los económicamente privilegiados. Robert Redford filma con inteligencia el retrato contenido de la hipocresía desmesurada de la alta sociedad estadounidense, de su falta de empatía incluso con los que portan sus genes y habitan en su mismo hogar: Edipo desnaturalizado. Timothy Hutton borda un papel, el del joven Conrad, en el que logra una identificación prodigiosa, cuajando un impresionante debut en la pantalla grande que le llevó directo al estrellato (y al Oscar también), papel al que le da extraordinaria réplica, gélida y sobrecogedora, Mary Tyler Moore como la madre de Conrad, dejando triste constancia de que madre sólo hay una. Conrad es un rebelde vapuleado por la tragedia, inhabilitado socialmente para liberar sus emociones: carne de electroshock. El psiquiatra reemplaza las figuras paternas y proporciona anclajes vitales a 60 pavos la hora. La familia, herida de gravedad tras un desastre tan frecuente como despiadado, se desmorona en vez de unirse, signo inequívoco de tiempos endebles, más ocupados en afanes fatuos y egoístas que en cuestiones decisivas. Afanes intrascendentes que conforman el afán desquiciado de la gente corriente.
martes, noviembre 12, 2013
"Holy Motors", de Leos Carax
Imagínense que todas las ficciones que contemplan cada día, las series, las películas, fueran protagonizadas por el mismo actor, convenientemente caracterizado para dar cuerpo al personaje que toque interpretar: Rick Blaine en "Casablanca", Isaac Davis en "Manhattan", Malamadre en "Celda 211" o Don Draper en "Mad Men". Y si echan por la tele una de Jackie Chan, más vale que el tipo esté en buena forma. La capacidad camaleónica de ese actor para afrontar esa carga de trabajo diaria, multitud de papeles distintos, que además cambian sin previo aviso de un día para otro, no estaría al alcance de cualquiera. De ninguno, seguramente. Ni Actors Studio, ni Stanislavski, ni nada. Este estajanovista de la actuación sólo puede surgir de una idea descabellada, como era aquella simplificación inocente de que había enanitos dentro de la caja tonta del salón realizando la programación de cualquier canal, zapping incluido.
Resulta que el enanito de Léos Carax viaja en Limusina.
Apuntaba Robert Bresson en sus "Notas sobre el cinematógrafo" que 'El actor se proyecta más allá de sí mismo bajo la forma del personaje que quiere aparentar; le presta su cuerpo, su figura, su voz; lo hace sentarse, levantarse, caminar; lo penetra de sentimientos y de pasiones que no tiene. Ese "yo" que no es su "yo" es incompatible con el cinematógrafo'. La obsesión bressoniana con negar el arte dramático, con suprimir al actor hasta convertirlo en una marioneta sin vida, un recortable inerte que proyecta su sombra mortecina en el celuloide, arrancaba al espectador de la trama, extrañado ante las reacciones robotizadas de los personajes: algunas películas de Bresson eran duras de pelar. "Holy Motors" también, pero por otros motivos: el actor obligado ahora a imponer todas sus habilidades de suplantación, aunque repartidas en tantos fragmentos que el hilo de la trama no se hará visible hasta que haya transcurrido gran parte de ella.
Léos Carax (anagrama de Alex Oscar: Alex es su verdadero nombre y lo segundo debe ser un anhelo, sin embargo parece un director más apropiado para figurar en una lista de Cannes que para recibir una estatuilla en Los Angeles) rueda un viaje de veinticuatro horas a través del espejo, un trayecto irreal que traza un nítido homenaje a las distintas formas del relato cinematográfico, a sus géneros y, sobre todo, a la profesión de actor, si bien esta última se manifiesta como una condena, piedra de Sísifo cotidiana, en vez de como una actividad enriquecedora y plausible surgida de la vocación y el talento. La incursión de "Holy Motors" será por tanto arriesgada: no es un sendero fácil y despejado y el caminante poco dispuesto es posible que se canse al rato de haber empezado a andar. El exceso y la osadía visual también brotarán en la ruta, pero la propuesta del atrevimiento artístico, que invita a la búsqueda de lo sorprendente, ya es suficiente coartada para querer ver esta película. La búsqueda, que en ocasiones tiene premio y la mayoría de las veces no: salirse del carril aunque sea para pegársela.
Pásame otra pastilla roja, Morfeo.
Resulta que el enanito de Léos Carax viaja en Limusina.
Apuntaba Robert Bresson en sus "Notas sobre el cinematógrafo" que 'El actor se proyecta más allá de sí mismo bajo la forma del personaje que quiere aparentar; le presta su cuerpo, su figura, su voz; lo hace sentarse, levantarse, caminar; lo penetra de sentimientos y de pasiones que no tiene. Ese "yo" que no es su "yo" es incompatible con el cinematógrafo'. La obsesión bressoniana con negar el arte dramático, con suprimir al actor hasta convertirlo en una marioneta sin vida, un recortable inerte que proyecta su sombra mortecina en el celuloide, arrancaba al espectador de la trama, extrañado ante las reacciones robotizadas de los personajes: algunas películas de Bresson eran duras de pelar. "Holy Motors" también, pero por otros motivos: el actor obligado ahora a imponer todas sus habilidades de suplantación, aunque repartidas en tantos fragmentos que el hilo de la trama no se hará visible hasta que haya transcurrido gran parte de ella.
Léos Carax (anagrama de Alex Oscar: Alex es su verdadero nombre y lo segundo debe ser un anhelo, sin embargo parece un director más apropiado para figurar en una lista de Cannes que para recibir una estatuilla en Los Angeles) rueda un viaje de veinticuatro horas a través del espejo, un trayecto irreal que traza un nítido homenaje a las distintas formas del relato cinematográfico, a sus géneros y, sobre todo, a la profesión de actor, si bien esta última se manifiesta como una condena, piedra de Sísifo cotidiana, en vez de como una actividad enriquecedora y plausible surgida de la vocación y el talento. La incursión de "Holy Motors" será por tanto arriesgada: no es un sendero fácil y despejado y el caminante poco dispuesto es posible que se canse al rato de haber empezado a andar. El exceso y la osadía visual también brotarán en la ruta, pero la propuesta del atrevimiento artístico, que invita a la búsqueda de lo sorprendente, ya es suficiente coartada para querer ver esta película. La búsqueda, que en ocasiones tiene premio y la mayoría de las veces no: salirse del carril aunque sea para pegársela.
Pásame otra pastilla roja, Morfeo.
miércoles, noviembre 06, 2013
"El rey de la comedia", de Martin Scorsese
Travis aparca el taxi, se quita la chupa de veterano del Vietnam, se vuelve a dejar crecer el pelo, el bigote, y se enfunda el traje impecable del repulido Rupert Pupkin (o Pumkin, o Punkin, o Tukin, o como demonios se diga), un cómico con ganas de triunfar. Más simpático, más inocentón, pero sigue siendo Travis: una granada con la espoleta arrancada. El objetivo de su obsesión no será una rubia rotunda, un político mentiroso o una prostituta adolescente. Será la fama la presa en el punto de mira y de nuevo no habrá reparos con tal de conseguirla: del sótano de la casa familiar al prime time de la televisión por la línea más corta posible.
La fama encarnada en un cómico de éxito, ídolo de masas, el maravilloso Jerry Langford al que nada menos que el actor Jerry Lewis le presta cuerpo y alma, aunque un alma que se intuye desdichada. Una de las grandes virtudes de "El rey de la comedia" será la de mostrar el reverso triste, la sonrisa borrada, lo que queda cuando la celebridad se baja del escenario. Jerry Langford/Lewis es en realidad un solitario amargado (cena para uno en el salón del penthouse con vistas a Central Park), un infeliz que vive raptado por la ubicuidad televisiva de su imagen, acosado constantemente por los fans y por el reconocimiento inmediato que se produce en cuanto se aventura a pisar la calle, trastocando al gracioso en un antipático que apenas puede disimular la repulsión incontenible que le produce el mismo público al que debe hacer reír cada noche: el bufón misántropo y asqueado. Hoy tu sonrisa se escondió, te la tuviste que pintar. Acosar al artista: conseguir la firma apresurada o, como suele ser habitual hoy en día, la pixelación del instante, atestiguando la proximidad de un momento como si fuera la indudable muestra de que, al acercarse al genio, al colocarse brevemente a su lado, el talento ha sufrido un proceso osmótico y se ha transferido mágicamente al cuerpo del pelmazo. El precio de la fama. Quizá a Rupert Pupkin, si algún día lo logra, no le guste tampoco encontrarse dentro de la limusina zarandeada por una turba enloquecida.
Pero de momento Pupkin quiere ser Langford, y lo quiere cuanto antes, sin estar dispuesto a currarse durante años la risa ajena en clubes nocturnos desvencijados, en bolos ocasionales y mal pagados, a la espera de una oportunidad de oro que puede que no llegue nunca. La senda de este comediante con pretensiones será, por supuesto, una comedia, una comedia negra y ácida, claro, y en ella Robert De Niro demostrando de nuevo, en su fértil carrera junto al director Martin Scorsese, que es un actor todoterreno, de los que hacen época, un maestro del gesto sutil capaz de conferir al personaje el carácter necesario en cada circunstancia del guión. La influencia y la dimensión artística de De Niro en el cine durante un par de décadas fue inmensa e incontestable y "El rey de la comedia" una gran película en la que dar buena fe de ello. Sin embargo en su día (se estrenó en 1983) "El rey de la comedia" fue un fracaso en taquilla y ha sido uno de los títulos menos conocidos del tándem Scorsese-De Niro. Probablemente al público de entonces le chocara en exceso ver a un Jerry Lewis serio y a un Robert De Niro chistoso. No, no se pagaba para ver esas cosas.
Por cierto, a la media hora de proyección, entre la gente que hace bulto en una calle de Nueva York (la ciudad que nunca duerme, otro actor más en aquellas primeras películas de Scorsese), se puede ver a los componentes de "The Clash" en un cameo efímero: escudriño de fotogramas sólo para incondicionales. Straight to Hell!
La fama encarnada en un cómico de éxito, ídolo de masas, el maravilloso Jerry Langford al que nada menos que el actor Jerry Lewis le presta cuerpo y alma, aunque un alma que se intuye desdichada. Una de las grandes virtudes de "El rey de la comedia" será la de mostrar el reverso triste, la sonrisa borrada, lo que queda cuando la celebridad se baja del escenario. Jerry Langford/Lewis es en realidad un solitario amargado (cena para uno en el salón del penthouse con vistas a Central Park), un infeliz que vive raptado por la ubicuidad televisiva de su imagen, acosado constantemente por los fans y por el reconocimiento inmediato que se produce en cuanto se aventura a pisar la calle, trastocando al gracioso en un antipático que apenas puede disimular la repulsión incontenible que le produce el mismo público al que debe hacer reír cada noche: el bufón misántropo y asqueado. Hoy tu sonrisa se escondió, te la tuviste que pintar. Acosar al artista: conseguir la firma apresurada o, como suele ser habitual hoy en día, la pixelación del instante, atestiguando la proximidad de un momento como si fuera la indudable muestra de que, al acercarse al genio, al colocarse brevemente a su lado, el talento ha sufrido un proceso osmótico y se ha transferido mágicamente al cuerpo del pelmazo. El precio de la fama. Quizá a Rupert Pupkin, si algún día lo logra, no le guste tampoco encontrarse dentro de la limusina zarandeada por una turba enloquecida.
Pero de momento Pupkin quiere ser Langford, y lo quiere cuanto antes, sin estar dispuesto a currarse durante años la risa ajena en clubes nocturnos desvencijados, en bolos ocasionales y mal pagados, a la espera de una oportunidad de oro que puede que no llegue nunca. La senda de este comediante con pretensiones será, por supuesto, una comedia, una comedia negra y ácida, claro, y en ella Robert De Niro demostrando de nuevo, en su fértil carrera junto al director Martin Scorsese, que es un actor todoterreno, de los que hacen época, un maestro del gesto sutil capaz de conferir al personaje el carácter necesario en cada circunstancia del guión. La influencia y la dimensión artística de De Niro en el cine durante un par de décadas fue inmensa e incontestable y "El rey de la comedia" una gran película en la que dar buena fe de ello. Sin embargo en su día (se estrenó en 1983) "El rey de la comedia" fue un fracaso en taquilla y ha sido uno de los títulos menos conocidos del tándem Scorsese-De Niro. Probablemente al público de entonces le chocara en exceso ver a un Jerry Lewis serio y a un Robert De Niro chistoso. No, no se pagaba para ver esas cosas.
Por cierto, a la media hora de proyección, entre la gente que hace bulto en una calle de Nueva York (la ciudad que nunca duerme, otro actor más en aquellas primeras películas de Scorsese), se puede ver a los componentes de "The Clash" en un cameo efímero: escudriño de fotogramas sólo para incondicionales. Straight to Hell!
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