Desde Waldo Walkiria World, "El sol del membrillo" revisado a "La forma de la baguette": un objeto cotidiano que pasa a ser algo extraordinario: el McGuffin del proceso creativo. Y buena técnica cinematográfica, sin duda.
No se lo pierdan.
THE BAGUETTE from TOMAS SERRANO on Vimeo.
Y de paso celebrar que en Nueva Entrada ha aparecido un número redondo, el 400. ¿Qué mejor que celebrarlo con los amigos?
martes, febrero 28, 2012
martes, febrero 21, 2012
"Shame", de Steve McQueen
Sostenía Pasolini que su película "Saló o los 120 días de Sodoma" era una denuncia contundente de la opresión que ejercieron los regímenes fascistas durante la primera mitad del siglo XX. Más allá de una revisión contemporánea de la obra literaria del marqués de Sade escenificada en una república de nunca jamás, más allá de fotogramas colmados de vejaciones y perversiones sexuales de toda índole, más allá de la violencia impía y de la obscenidad pornográfica, había un mensaje, una intención política. Poco después del estreno de esa obra maestra, en el año 1975, Pasolini murió asesinado.
El espectador de "Shame" (no confundir a su director con el chico de Cincinnati) deberá también ser capaz de separar la paja (perdón: chiste malo, pero tenía que hacerlo) del grano. "Shame" es el retrato de un joven ejecutivo, un hombre elegante, un gentleman moderno, una fachada pulida que en realidad enmascara a un desquiciado estajanovista del sexo: la historia de una adicción compulsiva, de una caída desesperada. Un retrato tan colmado de detalles que dejan "La Gioconda" a la altura de un boceto apresurado: demasiados detalles, explicaciones sobrantes: la sutileza, esa desconocida (me recordó a "Muerte en Venecia" de Luchino Visconti: me la recordó por todo lo contrario). Aún así, un extraordinario actor, Michael Fassbender, exigido al máximo en el que creo que es su primer papel como protagonista absoluto, y una cinta llena de lirismo, con esa banda sonora tan acertada, aunque sea el lirismo de las mujeres muertas de "Henry, retrato de un asesino" de John McNaughton. Tres escenas por poner ejemplos de brillantez: una cacería de miradas en un vagón de Metro, sin aliento y sin piedad; una carrera nocturna por Nueva York filmada con el ojo de Jim Jarmusch; la demora intencionada en la interpretación del tema "New York, New York": crooner rubia de voz aterciopelada. Sí, una cámara osada pero siempre colocada con acierto. Fassbender como un personaje de Fassbinder.
Pero íbamos al grano, es decir, el mensaje que demandaba Pasolini: el egoísmo del hombre moderno, cuál si no. Tanta provocación, tanto escándalo en el celuloide para acabar convertida en una película moralizante.
Ay, el sexo sin amor.
Pero "Love is all", dice The tallest man on Earth:
El espectador de "Shame" (no confundir a su director con el chico de Cincinnati) deberá también ser capaz de separar la paja (perdón: chiste malo, pero tenía que hacerlo) del grano. "Shame" es el retrato de un joven ejecutivo, un hombre elegante, un gentleman moderno, una fachada pulida que en realidad enmascara a un desquiciado estajanovista del sexo: la historia de una adicción compulsiva, de una caída desesperada. Un retrato tan colmado de detalles que dejan "La Gioconda" a la altura de un boceto apresurado: demasiados detalles, explicaciones sobrantes: la sutileza, esa desconocida (me recordó a "Muerte en Venecia" de Luchino Visconti: me la recordó por todo lo contrario). Aún así, un extraordinario actor, Michael Fassbender, exigido al máximo en el que creo que es su primer papel como protagonista absoluto, y una cinta llena de lirismo, con esa banda sonora tan acertada, aunque sea el lirismo de las mujeres muertas de "Henry, retrato de un asesino" de John McNaughton. Tres escenas por poner ejemplos de brillantez: una cacería de miradas en un vagón de Metro, sin aliento y sin piedad; una carrera nocturna por Nueva York filmada con el ojo de Jim Jarmusch; la demora intencionada en la interpretación del tema "New York, New York": crooner rubia de voz aterciopelada. Sí, una cámara osada pero siempre colocada con acierto. Fassbender como un personaje de Fassbinder.
Pero íbamos al grano, es decir, el mensaje que demandaba Pasolini: el egoísmo del hombre moderno, cuál si no. Tanta provocación, tanto escándalo en el celuloide para acabar convertida en una película moralizante.
Ay, el sexo sin amor.
Pero "Love is all", dice The tallest man on Earth:
domingo, febrero 12, 2012
No al préstamo de pago en bibliotecas
Falleció Germán Sánchez Ruipérez, una vida alrededor del libro. Desde la librería Cervántes a la editorial Anaya, y de ahí a la fundación que lleva su nombre, el peñarandino siempre haciendo patria: de Salamanca al mundo entero. El fomento de la lectura como una obsesión vital, una labor permanente, inacabable: una piedra de Sísifo siempre a punto de rodar ladera abajo.
La campaña en defensa de las bibliotecas públicas no es nueva, ya lleva años en marcha. En el año 2004 se publicó un manifiesto en oposición a que las editoriales recibieran una compensación económica, un canon, por los prestamos que se realizaran de sus obras. Parece que aquella idea, pergeñada cuando la palabra canon estaba tan de moda, no prosperó. Pero de nuevo arrecia la tormenta, esta en vez en forma de recortes presupuestarios, así que se están llevando a cabo diversas convocatorias de protesta como la reciente marea amarilla. La cultura no importa, la cultura es algo secundario, la cultura no da de comer.
¿Cómo se explica la necesidad compulsiva de leer a alguien que nunca ha sentido ese afán? Francisco Machuca apuntó en su día una frase de Alberto Manguel: 'Las campañas de lecturas son hipócritas. Cualquier gobierno prefiere un pueblo estúpido a uno inteligente'.
Esa cita encabezaba un estupendo artículo acerca de la obra "Manifiesto personal" de Ana Mª Moix: iletrados políglotas. El hombre moderno es apto para leer en varios idiomas pero al enfrentarse a un texto largo es incapaz de entender nada de lo escrito: al cabo de un rato se pierde, su concentración se desploma, el leve esfuerzo intelectual le supera irremisiblemente. Leer, pensar, alimentar la mente. Poco hay que parezca más necesario.
Yo he sido siempre un ratón de biblioteca: pasar la vista por anaqueles llenos, deslizar la mirada como si fuera un dedo por el lomo del libro y escoger. Cada portada una promesa, cada autor una esperanza. Y cuando me hice mayor y tenía con qué gastar, ese reflejo adquirido me condujo a multitud de librerías, a hacer lo mismo, a elegir, pero a pagar en esta ocasión. Y lo sigo haciendo, felizmente, mientras se pueda permitir uno el dispendio. Y también sigo acudiendo a la biblioteca, cada semana, y esto me gustaría poder seguir haciéndolo siempre, sin pararme a pensar si llevo algo suelto en el bolsillo.
La web de la campaña en defensa de las bibliotecas públicas es: http://noalprestamodepago.org/
¡Libro!¡Todos somos contingentes, pero tú eres necesario!
miércoles, febrero 08, 2012
"Los Muppets", de James Bobin
Los Teleñecos. Aquel "El show de los Teleñecos" que se emitió en España hace treinta años y que era el hermano mayor de "Barrio Sésamo": la rana Gustavo como personaje que enlazaba entre ambos programas pero en vez de Epi, Blas, Coco, Triqui o Draco, las marionetas protagonistas de "El show de los Teleñecos" eran Peggy, Fozzy, Gonzo, el cocinero sueco o Animal: estereotipos capaces de llegar a un segmento de edad más amplio que eran acompañados en su show por grandes estrellas invitadas (Bop Hope, Vincent Price, Julie Andrews, Peter Sellers, Brooke Shields, Marty Feldman, Carol Burnett y otros muchos), el firmamento audiovisual de la época para un espectáculo vespertino al estilo de "Saturday Night Live". Ese aspecto de producción adulta que presentaba "El show de los Teleñecos", unido a las constantes referencias al pasado, al inconfundible carácter de cada uno de los personajes (el romance imposible entre Gustavo y Peggy, el humor desterrado de los chistes de Fozzy, la heroicidad a prueba de bomba de Gonzo o ese ícono intemporal del rock que es Animal martilleando brutalmente su batería), pero inconfundible para espectadores mayores (como poco) de treinta años, hacen que "Los Muppets" sea una película que puede conducir a los niños al despiste. Igual que la reciente "Los Pitufos" destrozaba las creaciones del dibujante Peyo trasladándolas a un tiempo y un espacio (Nueva York y el siglo XXI) que no eran los suyos pero adaptándolas a la vez a los "supuestos" gustos infantiles actuales, en "Los Muppets" el espíritu de Jim Henson permanece sin alterar, lo cual es de agradecer.
El espíritu de Jim Henson. La primera sorpresa es encontrar el sello Disney al principio de la película. Resulta que Disney compró Los Muppets en el año 2004 (por lo que leo en Wikipedia, Sesame Street no, eso pertenece a otra compañía). Dos firmas que rivalizaron por el cetro de rey del entretenimiento infantil durante años, ahora dirimen sus diferencias con un cheque del ratón Mickey: como le pasó a Pixar. Así que la paradoja máxima es que "Los Muppets" es una película de Disney que comienza con un corto de Pixar (una maravilla llamada "Small Fry", protagonizada por los personajes de Toy Story y que ya merece el precio de la entrada): Disney ha fagocitado a la competencia: si no les puedes... ¡compra!
Los Teleñecos se juntan de nuevo para salvar su viejo teatro, para luchar contra un especulador (cuando yo era pequeño los malos siempre eran los rusos. Conclusión: se extinguió la Unión Soviética. Ahora el malo de las películas siempre es el capitalismo... O sea, tranquilos, que en un par de décadas esto de la crisis está arreglado y para siempre. Fijo). Dos hermanos que parecen Epi y Blas, solo que Blas se ha hecho humano y ha perdido la mala leche, se ponen en marcha, junto a la rana Gustavo, el líder de los Teleñecos (el propio Jim Henson fue siempre su titiritero: nada casual), para reunir al resto del grupo: como Yul Brinner y Steve McQueen en "Los siete magníficos" de John Sturges. Números musicales de esos que se pone a cantar y bailar hasta el cartero (o Chema el panadero), actores humanos que parecen más ñoños que los muñecos de felpa a los que dan la réplica, cameos como los de Mickey Rooney (¡ahí va!, exclaman las abuelas en el patio de butacas), Whoopi Goldberg (¡anda!, dicen las madres) o Selena Gomez (¡toma!, gritan las hijas: cameos para todas las edades, como se puede comprobar) y los ojitos de Jack Black (representante de las estrellas hollywoodienses que tocan: ¡ay!) como la estrella invitada para el espectáculo con el que piensan recaudar fondos y restaurar su rutilante pasado. Qué más da el guión: nostalgia para cuarentones: esta película no es para los niños de ahora (en la película aparece el programa de éxito para el público infantil de la cadena que va a emitir el show: "Punch Teacher!" es su nombre: el signo de los tiempos), es para aquellos que rieron con las gracias de los Teleñecos.
En los créditos finales se canta el tema que menos nos costó aprender en nuestra infancia: "Maná, Maná": salí del cine el domingo con la canción en la cabeza, tomamos un café en un bar, llegamos a casa, vi "Neds" de Peter Mullan, me acosté y al levantarme por la mañana,... ahí seguía.
A ver a quién le pasa lo mismo:
El espíritu de Jim Henson. La primera sorpresa es encontrar el sello Disney al principio de la película. Resulta que Disney compró Los Muppets en el año 2004 (por lo que leo en Wikipedia, Sesame Street no, eso pertenece a otra compañía). Dos firmas que rivalizaron por el cetro de rey del entretenimiento infantil durante años, ahora dirimen sus diferencias con un cheque del ratón Mickey: como le pasó a Pixar. Así que la paradoja máxima es que "Los Muppets" es una película de Disney que comienza con un corto de Pixar (una maravilla llamada "Small Fry", protagonizada por los personajes de Toy Story y que ya merece el precio de la entrada): Disney ha fagocitado a la competencia: si no les puedes... ¡compra!
Los Teleñecos se juntan de nuevo para salvar su viejo teatro, para luchar contra un especulador (cuando yo era pequeño los malos siempre eran los rusos. Conclusión: se extinguió la Unión Soviética. Ahora el malo de las películas siempre es el capitalismo... O sea, tranquilos, que en un par de décadas esto de la crisis está arreglado y para siempre. Fijo). Dos hermanos que parecen Epi y Blas, solo que Blas se ha hecho humano y ha perdido la mala leche, se ponen en marcha, junto a la rana Gustavo, el líder de los Teleñecos (el propio Jim Henson fue siempre su titiritero: nada casual), para reunir al resto del grupo: como Yul Brinner y Steve McQueen en "Los siete magníficos" de John Sturges. Números musicales de esos que se pone a cantar y bailar hasta el cartero (o Chema el panadero), actores humanos que parecen más ñoños que los muñecos de felpa a los que dan la réplica, cameos como los de Mickey Rooney (¡ahí va!, exclaman las abuelas en el patio de butacas), Whoopi Goldberg (¡anda!, dicen las madres) o Selena Gomez (¡toma!, gritan las hijas: cameos para todas las edades, como se puede comprobar) y los ojitos de Jack Black (representante de las estrellas hollywoodienses que tocan: ¡ay!) como la estrella invitada para el espectáculo con el que piensan recaudar fondos y restaurar su rutilante pasado. Qué más da el guión: nostalgia para cuarentones: esta película no es para los niños de ahora (en la película aparece el programa de éxito para el público infantil de la cadena que va a emitir el show: "Punch Teacher!" es su nombre: el signo de los tiempos), es para aquellos que rieron con las gracias de los Teleñecos.
En los créditos finales se canta el tema que menos nos costó aprender en nuestra infancia: "Maná, Maná": salí del cine el domingo con la canción en la cabeza, tomamos un café en un bar, llegamos a casa, vi "Neds" de Peter Mullan, me acosté y al levantarme por la mañana,... ahí seguía.
A ver a quién le pasa lo mismo:
jueves, febrero 02, 2012
"El cuchitril de Joe", de John Payson
Nosotras llegamos antes y nos marcharemos después. Hemos alquilado este planeta indefinidamente. Las cucarachas treparán por el tallo de las flores que crezcan abonadas por el último cadáver humano.Esta es la frase con la que amenazan al pobre Joe, atado al suelo de su apartamento como un Gulliver urbanita, las cucarachas que "comparten" piso con él. Dicen, los que saben de catástrofes planetarias, que las cucarachas sobrevivirían a un hipotético holocausto nuclear. No les falta razón. Después de ver esta película, una comedia gamberra a la par que romántica y tremendamente escatológica, en la que el protagonista, Joe (interpretado por Jerry O'Connell), demuestra tener un coeficiente intelectual digno de la sinapsis de la mierda que esparce (en su propio piso: no sé como las cucarachas no se mueren de asco) y recolecta (profesión: recogedor de pastillas de urinario gastadas; bueno, también se dedica a cosechar excrementos animales -guano- en su tiempo libre: un estajanovista de mierda, en fin), mientras que los malotes que quieren echarle de su apartamento (malignos en versión especulador inmobiliario de opereta) tienen pinta de ser incapaces de robarle un caramelo a un niño sin que les trinquen, después de ver esto, digo, las cucarachas parecen unas superdotadas cuando las pones al lado de su vecina especie bípeda. De hecho ellas son lo mejor de la película, una producción de la MTV del año 1996 en la que los efectos de animación todavía se logran mediante técnicas de stop motion y manejo de marionetas. También salen cucarachas de verdad: en los créditos aparece un roach wrangler, Ray Mendez, hábil domador, vaquero que ha conducido su pequeño ganado con antenas en otras películas como "El silencio de los corderos" de Jonathan Demme o "Creepshow" de George A. Romero (aquel episodio final llamado "La invasión de las cucarachas": "They're Creeping Up On You!", título original más apropiado al estilo Creepshow), producción de género en la que había una escena con cucarachas que seguro que será inolvidable para cualquiera que haya visto aquella cinta ochentera. Y se me ocurre mencionar un excelente relato de Patricia Highsmith titulado "El observador de caracoles", que resulta muy apropiado para terminar de poner a prueba nuestro amor por el mundo de los insectos, sobre todo si a miles de ellos les da por recorrer nuestra epidermis. Sin embargo al ver "El cuchitril de Joe", el referente más nítido que me ha venido a la memoria en cuanto a cucarachas (Kafka aparte) han sido los cómics de Gilbert Shelton. Sus relatos psicotrópicos de las aventuras de "Los Fabulosos Freak Brothers" y en concreto las del gato de Fat Freddy en el álbum "La guerra de las cucarachas", del año 1986, darán la clave estética certera para el cuchitril de la película. La estética, que no el guión: el mundo underground, lumpen y pasota de las viñetas de Shelton está apenas esbozado en la cinta. Una pena. Eso sí, seguro que verla "fumado", el estado natural del famoso trío de brothers, aumentará automáticamente la puntuación crítica del film.
El que sí parece bastante retratado en la película es el movimiento grunge y no sólo por lo guarro que está todo. Poster de Pearl Jam por aquí, cómic de Peter Bagge por allá. Kurt Cobain ya estaba muerto en el año del estreno de la película, pero la MTV aún le prestaba en aquella época gran atención al estilo musical que "Nirvana" popularizó como ninguna otra banda: el grunge era (y lo sigue siendo) sinónimo de buena música rock. El mismo protagonismo lo tenían "Beavis and Butthead", que persistían como iconos reconocibles de la cadena: irreverente, gamberro, rebelde, juvenil. You play the guitar on that MTV, cantaban los Dire Straits en "Money for nothing". Money, esa es la clave. El feísmo grunge, su pesimismo autárquico, no es muy rentable en términos económicos, para qué nos vamos a engañar, no anima mucho a ir de compras: debe extinguirse y dejar paso a caminos de gasto desaforado. El anunciante siempre tiene la razón: en 1997 llega el impresionante éxito de las "Spice girls" y todo se va al garete. Peinados caros, maquillaje a toneladas y mucha, mucha ropa de marca. Posh, la spice pija, es el modelo de chica que triunfa y que se lleva al guapo del Manchester United. La MTV arrincona la música y llegan los realitys. Los vídeos musicales, el modelo de canciones con imágenes a emitir durante las 24 horas del día, el concepto sobre el que se fundó la cadena, el soporte en el que habían dado sus pasos cinematográficos primordiales directores de cine tan relevantes como David Fincher, Spike Jonze, Anton Corbijn, Michel Gondry y otros muchos, parece que ya no interesa. Larga vida al Rock&Roll, pero con la música a otra parte. Los guitarrazos entrecortados ya sólo sirven para vender esa gilipollez de ser rebelde mediante el consumo, un mensaje muy eficaz para convertir a los jóvenes sin sueldo en los mayores compradores del planeta: ráscate el bolsillo, papá: el deseo de ser punk pero pasando primero por la sección de moda juvenil de "El corte inglés". En realidad, el deseo de ser famoso y perpetuar el parasitismo vital. Ya lo cantaba Siniestro Total: Yo quiero ser Alaska / ser una pegamoide / follarme a un androide / y quedarme con vuestra pasta. Qué razón tenían.
El primer videoclip que emitió MTV en 1981 fue el famoso "Video killed the radio star", tema del grupo británico "The Buggles". El título no era verdad, quién lo iba a decir. La radio ha sobrevivido y goza de buena salud. Lo que realmente ha muerto..., eso a "The Buggles" ni se le pasó por la cabeza.
domingo, enero 29, 2012
"Mi enemigo íntimo", de Werner Herzog
La asociación artística establecida entre el director Werner Herzog y el actor Klaus Kinski, ha sido una de las más fructíferas, en cuanto al nivel cinematográfico alcanzado, de la historia reciente del cine mundial (historia reciente, dices, cuando ya han pasado más de dos décadas desde su última colaboración, "Cobra verde", del año 1988, las dos décadas, desde 1991, que lleva Klaus Kinski criando malvas, no sé si en California, donde murió, o, cadáver retornado a Dánzig, donde nació, ciudad que ya no se llama así, ni es el territorio mencionado en los libros de historia, el corredor de Dánzig, una de las obsesiones hitlerianas, pero me voy del tema, el tema es que me parece reciente lo que pasó hace mucho tiempo, tiempo exacto que se mide con precisión alemana, en segundos, días y todo eso, pero la memoria es egocéntrica, la memoria del tiempo es relativa y se estira y se encoge como la medida del tiempo en los sueños, y se encoge hasta replegarse por completo en la vejez, "Arrugas", el tremendo cómic de Paco Roca que ahora se ha estrenado como película dirigida por Ignacio Ferreras, ¿para qué?, una redundancia inútil pasar el cómic a fotogramas, pero vuelvo al cine que es la única memoria que no queda sepultada sino que permanece viva en el celuloide: cualquiera que esta noche vea por primera vez una película de Herzog protagonizada por Kinski, me dará la razón: será reciente para él. Con suerte, además, será inolvidable). También es una de las más conocidas por tormentosa, tumultuosa, amor-odio, ni contigo ni sin ti: amantes apasionados siempre peleados. Igual se llevaban fenomenal y todo este asunto de la enemistad no era más que una maniobra publicitaria. Quién sabe.
Al menos tres de sus cinco películas juntos serán obras maestras: "Aguirre, la cólera de dios", "Nosferatu, vampiro de la noche" y "Fitzcarraldo". A Kinski sin Herzog no le recuerdo un nivel semejante. A Herzog sin Kinski, sí: "El enigma de Kaspar Hauser" y "Stroskez": ahora Bruno S. (S de Schleinstein: mejor S.: gracias), antítesis de Kinski: donde todo era gesto ahora es la nada del hieratismo; donde la ira explotaba sin contención en unos ojos enloquecidos ahora hay timidez y ternura en una mirada huidiza: la verborrea frente al silencio; donde había un rubio loco ahora uno moreno, pero loco también. Nadie como Herzog supo explotar caracteres tan antagónicos, cada uno en su película. Pero, ¿y si en la vida privada Klaus Kinski resultaba ser un oasis de cariño y Bruno S. un lunático violento? El espectador no debe juzgar al actor detrás del personaje: el telón, la pantalla y la platea, son una frontera impenetrable a la verdad.
"Mi enemigo íntimo" es un ajuste de cuentas post mortem, una cinta filmada en 1999, 8 años después de la muerte de Kinski. Werner Herzog, que parece dolido por algún apunte de la autobiografía de Klaus Kinski (no será para tanto, sólo le proporciona a Herzog una serie de adjetivos como: miserable, mosca cojonera, rencoroso, envidioso, apestoso, ambicioso, codicioso, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y farsante: casi se acaba el diccionario él solo), recorre algunas de las localizaciones en plena selva amazónica que fueron testigo de los rodajes más salvajes y peligrosos que nunca se hayan realizado, poniendo a-la-par-a-parir (mayormente) a su colega Klaus, mediante el sutil método de entrevistarse a sí mismo (mayormente, también). ¿Quién era la víctima? ¿El director que padecía los ataques de rabia de un divo de la actuación, egocéntrico y presuntuoso? ¿El actor que se exponía a escenas rodadas en condiciones penosas de seguridad, condenado durante semanas a la dura vida de la jungla virgen? Herzog se esfuerza en conseguir testimonios que apuntalen su denuncia y los obtiene, pero en casos como los de Claudia Cardinale (en "Fitzcarraldo") o Eva Mattes (en "Woyzeck") no lo tienen tan claro: Klaus Kinski era un romántico, sin duda. Le faltó entrevistar al propio Kinski. Claro, ya no se podía, ya se había muerto: menos mal: quizás en vida de Kinski Herzog no hubiera tenido los ... arrestos suficientes para entrevistarle, ni mucho menos para hacer esta película. Un tipo que fue capaz de filmar su idea descabellada de subir un barco de 300 Tm por una colina embarrada (lo que hizo Werner Herzog en sus películas sudamericanas es un monumento a la voluntad del hombre; díselo a los que ahora hacen cine colocándole a los actores unas mallas negras llenas de lucecitas y pidiéndoles que pongan cara de susto mientras miran a una X en el suelo, que son unos rápidos en un rio, o a una X en el cielo, que es un amanecer lleno de niebla en Machu Picchu; díselo que no se lo van a creer) empleando sogas y poleas, acobardado ante un peso pluma: un tipo flaco, sí, pero temperamental, ojo.
A mí, con sinceridad, me da igual saber quién era bueno cuando se apagaban las luces y la cámara: cada cual tendría sus manías, como todo el mundo (casi todo el mundo, en realidad: la megalomanía sigue estando al alcance de pocos y en menos casos aún se mezcla con genialidad). Lo que no me deja indiferente es el cine que lograron juntos. Nada indiferente.
Al menos tres de sus cinco películas juntos serán obras maestras: "Aguirre, la cólera de dios", "Nosferatu, vampiro de la noche" y "Fitzcarraldo". A Kinski sin Herzog no le recuerdo un nivel semejante. A Herzog sin Kinski, sí: "El enigma de Kaspar Hauser" y "Stroskez": ahora Bruno S. (S de Schleinstein: mejor S.: gracias), antítesis de Kinski: donde todo era gesto ahora es la nada del hieratismo; donde la ira explotaba sin contención en unos ojos enloquecidos ahora hay timidez y ternura en una mirada huidiza: la verborrea frente al silencio; donde había un rubio loco ahora uno moreno, pero loco también. Nadie como Herzog supo explotar caracteres tan antagónicos, cada uno en su película. Pero, ¿y si en la vida privada Klaus Kinski resultaba ser un oasis de cariño y Bruno S. un lunático violento? El espectador no debe juzgar al actor detrás del personaje: el telón, la pantalla y la platea, son una frontera impenetrable a la verdad.
"Mi enemigo íntimo" es un ajuste de cuentas post mortem, una cinta filmada en 1999, 8 años después de la muerte de Kinski. Werner Herzog, que parece dolido por algún apunte de la autobiografía de Klaus Kinski (no será para tanto, sólo le proporciona a Herzog una serie de adjetivos como: miserable, mosca cojonera, rencoroso, envidioso, apestoso, ambicioso, codicioso, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y farsante: casi se acaba el diccionario él solo), recorre algunas de las localizaciones en plena selva amazónica que fueron testigo de los rodajes más salvajes y peligrosos que nunca se hayan realizado, poniendo a-la-par-a-parir (mayormente) a su colega Klaus, mediante el sutil método de entrevistarse a sí mismo (mayormente, también). ¿Quién era la víctima? ¿El director que padecía los ataques de rabia de un divo de la actuación, egocéntrico y presuntuoso? ¿El actor que se exponía a escenas rodadas en condiciones penosas de seguridad, condenado durante semanas a la dura vida de la jungla virgen? Herzog se esfuerza en conseguir testimonios que apuntalen su denuncia y los obtiene, pero en casos como los de Claudia Cardinale (en "Fitzcarraldo") o Eva Mattes (en "Woyzeck") no lo tienen tan claro: Klaus Kinski era un romántico, sin duda. Le faltó entrevistar al propio Kinski. Claro, ya no se podía, ya se había muerto: menos mal: quizás en vida de Kinski Herzog no hubiera tenido los ... arrestos suficientes para entrevistarle, ni mucho menos para hacer esta película. Un tipo que fue capaz de filmar su idea descabellada de subir un barco de 300 Tm por una colina embarrada (lo que hizo Werner Herzog en sus películas sudamericanas es un monumento a la voluntad del hombre; díselo a los que ahora hacen cine colocándole a los actores unas mallas negras llenas de lucecitas y pidiéndoles que pongan cara de susto mientras miran a una X en el suelo, que son unos rápidos en un rio, o a una X en el cielo, que es un amanecer lleno de niebla en Machu Picchu; díselo que no se lo van a creer) empleando sogas y poleas, acobardado ante un peso pluma: un tipo flaco, sí, pero temperamental, ojo.
A mí, con sinceridad, me da igual saber quién era bueno cuando se apagaban las luces y la cámara: cada cual tendría sus manías, como todo el mundo (casi todo el mundo, en realidad: la megalomanía sigue estando al alcance de pocos y en menos casos aún se mezcla con genialidad). Lo que no me deja indiferente es el cine que lograron juntos. Nada indiferente.
domingo, enero 22, 2012
"El señor de las moscas", de Peter Brook
¿Qué te llevarías a una isla desierta? Si esa pregunta me la hubieran hecho cuando yo tenía 10 años, mi respuesta podía haber sido, sin mayor extrañeza, que me llevaría la media hora de recreo. Y aquel periodo cotidiano y anómalo, esa ruptura con el poder establecido que se producía a diario y en la que, de modo paradójico, surgían relaciones de poder alternativas a la del aula y la familia, es en el que se encuentran un grupo de escolares ingleses en una remota isla deshabitada del pacífico, en los años de la Segunda Guerra Mundial: un largo recreo sin la presencia castradora de ningún adulto. La rígida educación de los colegios británicos se pulveriza a la vez que quedan hechos trizas sus flamantes uniformes escolares.
Los alumnos del antiguo colegio "San Mateo" de Salamanca no teníamos patio para el recreo. Eran los años de superpoblación infantil del baby boom español de los años 60 y 70 y, en nuestro colegio, el patio suministrado en su construcción sólo daba de sí para que jugaran los parvulitos. El resto, de 6 años en adelante, a la calle a jugar: ni vallas, ni vigilantes, ni reglas: la calle era nuestra. Un tropel de niños, todos varones (el colegio mixto era una rareza en aquellos tiempos), mezcla de edades, se adentraban en un territorio lleno de crueldad y nobleza, de juegos violentos y amistad a prueba de bomba: raro era el día en el que no brotaba la sangre de las rodillas, las rozaduras en las palmas de las manos, los arañazos mezclados con el sudor y el barro en la piel. También, como se ve en la película, se empuñaban palos, se mataban insectos (¡pobre del animalillo que quedara al alcance de esa turba, ya fuera reptil o roedor!), nos empujábamos, nos arrojábamos piedras: grandes rocas que rodaban (el rey de la montaña) ladera abajo en las escombreras del desarrollismo franquista: charcos en invierno, polvo en verano: el barrio en las afueras. Nunca, como entonces, volvimos a estar tan aferrados al aire libre y a la tierra. Ahora se apunta a los videojuegos como uno de los causantes de la violencia infantil. ¡Ay, si vieran cómo pasábamos el rato entonces, que no teníamos maquinitas! Sí, estamos vivos de milagro: cada día una aventura. La inocencia infantil enterrada en el recreo, al lado de otras miles, camposanto de generaciones que se suceden infatigables unas a otras.
Con esos antecedentes (casi criminales), los hechos que se cuentan en la película basada en la novela homónima de William Golding, no deberían sorprender lo más mínimo. ¿Cómo se comportarán unos niños en una isla desierta? Como se cuenta en la película, ni más ni menos. Entre la imitación del adulto (intentos de organización social y jerárquica) y el propio bagaje genético (la tribu y la vuelta a la condición de cazador-recolector de la caverna) se generará un ecosistema donde sólo cuente la supervivencia del más fuerte: la ofrenda de la cabeza del cerdo que es la del propio Piggy, representa al eslabón más débil, al que más recuerda a la civilización dejada atrás. De Robinsón a Kurtz, de Daniel Defoe a Joseph Conrad, en lo profundo sigue habitando la bestia, el salvaje. Se añade el terror impío del cuento infantil, el chantaje emocional para que comas, para que obedezcas, para que te portes bien, una táctica que perdura en el mundo adulto: del infierno dantesco de la religión al drama amenazante del paro: de la negación del contrato social de Rousseau a la instauración de la doctrina del shock de Friedman: del estalinismo totalitario al darwinismo capitalista.
La mirada reprobadora del oficial de marina toca la campana: hay que volver a clase.
No, la película no me sorprende, lo que me sorprende es cuán profundo estaba todo este recuerdo sepultado.
Los alumnos del antiguo colegio "San Mateo" de Salamanca no teníamos patio para el recreo. Eran los años de superpoblación infantil del baby boom español de los años 60 y 70 y, en nuestro colegio, el patio suministrado en su construcción sólo daba de sí para que jugaran los parvulitos. El resto, de 6 años en adelante, a la calle a jugar: ni vallas, ni vigilantes, ni reglas: la calle era nuestra. Un tropel de niños, todos varones (el colegio mixto era una rareza en aquellos tiempos), mezcla de edades, se adentraban en un territorio lleno de crueldad y nobleza, de juegos violentos y amistad a prueba de bomba: raro era el día en el que no brotaba la sangre de las rodillas, las rozaduras en las palmas de las manos, los arañazos mezclados con el sudor y el barro en la piel. También, como se ve en la película, se empuñaban palos, se mataban insectos (¡pobre del animalillo que quedara al alcance de esa turba, ya fuera reptil o roedor!), nos empujábamos, nos arrojábamos piedras: grandes rocas que rodaban (el rey de la montaña) ladera abajo en las escombreras del desarrollismo franquista: charcos en invierno, polvo en verano: el barrio en las afueras. Nunca, como entonces, volvimos a estar tan aferrados al aire libre y a la tierra. Ahora se apunta a los videojuegos como uno de los causantes de la violencia infantil. ¡Ay, si vieran cómo pasábamos el rato entonces, que no teníamos maquinitas! Sí, estamos vivos de milagro: cada día una aventura. La inocencia infantil enterrada en el recreo, al lado de otras miles, camposanto de generaciones que se suceden infatigables unas a otras.
Con esos antecedentes (casi criminales), los hechos que se cuentan en la película basada en la novela homónima de William Golding, no deberían sorprender lo más mínimo. ¿Cómo se comportarán unos niños en una isla desierta? Como se cuenta en la película, ni más ni menos. Entre la imitación del adulto (intentos de organización social y jerárquica) y el propio bagaje genético (la tribu y la vuelta a la condición de cazador-recolector de la caverna) se generará un ecosistema donde sólo cuente la supervivencia del más fuerte: la ofrenda de la cabeza del cerdo que es la del propio Piggy, representa al eslabón más débil, al que más recuerda a la civilización dejada atrás. De Robinsón a Kurtz, de Daniel Defoe a Joseph Conrad, en lo profundo sigue habitando la bestia, el salvaje. Se añade el terror impío del cuento infantil, el chantaje emocional para que comas, para que obedezcas, para que te portes bien, una táctica que perdura en el mundo adulto: del infierno dantesco de la religión al drama amenazante del paro: de la negación del contrato social de Rousseau a la instauración de la doctrina del shock de Friedman: del estalinismo totalitario al darwinismo capitalista.
La mirada reprobadora del oficial de marina toca la campana: hay que volver a clase.
No, la película no me sorprende, lo que me sorprende es cuán profundo estaba todo este recuerdo sepultado.
domingo, enero 15, 2012
"Rashomon", de Akira Kurosawa
Aquí, en la puerta de Rashomon, vivía un diablo y dicen que se fue por miedo a los hombresRashomon era una de las puertas de la ciudad japonesa de Kioto en la época medieval. Refugio de malhechores, muladar de hombres, inclusa callejera de niños abandonados. Tres hombres se resguardan de la lluvia bajo las magras tejas del pórtico semiderruido y conversan sobre un crimen reciente del cual dos de ellos, un leñador (Takashi Shimura, el inolvidable protagonista de otra de Kurosawa, "Vivir") y un sacerdote (Minoru Chiaki, otro habitual de las películas del director japonés), han sido testigos del juicio.
Un cluedo japonés: ¿quién mató al señor Kanazawa (Masayuki Mori)?
- El bandido Tajomaru (Toshiro Mifune: sinónimo de Kurosawa) con su espada después de haber violado a la mujer de Kanazawa (Machiko Kyo; ella y Masayuki Mori también serían pareja protagonista en otra película japonesa mítica, "Cuentos de la luna pálida" de Kenji Mizoguchi).
- La señora Kanazawa con una daga, incapaz de soportar la vergüenza implícita en la mirada glacial y acusatoria de su marido.
- El propio Kanazawa, suicidado en deshonra, que da testimonio post mortem por boca de una médium en uno de los pasajes más alucinantes de la cinta.
Toshiro Mifune es un pícaro duende del bosque, un sátiro insaciable lleno de vitalidad, de nuevo bordando el papel de antihéroe, como en "Los siete samuráis", como en "Yojimbo", como en "Sanjuro", arquetipo auténtico del aventurero indómito, de la espada a sueldo que sin embargo acaba siempre sirviendo a la mejor causa. En "Rashomon" la épica se aleja para dejar al descubierto la patética realidad: las espadas tiemblan de miedo en las manos de los guerreros y no hay valor en el combate si no es con un buen trago de saltaparapetos, insuflado en esta ocasión por el rencor de la humillación, un motor poderoso en el espíritu de los cobardes: el egoísmo es el dios único.
Decía Kurosawa que "Rashomon" era una reflexión sobre la vida.
El mundo es un lugar terrible.
lunes, enero 09, 2012
Revista. La Caja de Pandora nº 3 "Especial Asesinos"
(Ilustración de Tomás Serrano para "La Caja de Pandora nº 3")
Páginas y páginas de puñaladas, degüellos, estrangulamientos, balazos y cualquier otra forma imaginable de matar: matar de todo menos de aburrimiento.
Este lunático Licantropunk, desesperado monstruo ávido de celuloide sanguinolento, contribuye con un par de hachazos cinematográficos: "El cebo" de Ladislao Vajda y "Justino, un asesino de la tercera edad" de Santiago Aguilar y Luis Guridi (La Cuadrilla). Pero ojo, que el mango de este hacha (de todas) está sujeto por cuatro manos: Akebono, claro: cómplices en el delito.
Felicidades a todos los que han puesto su esfuerzo e interés en este número: si les pagaran por ello seguro que no lo iban a hacer mejor.
La revista se puede descargar desde aquí.
jueves, diciembre 29, 2011
"Le Havre", de Aki Kaurismäki
Le Havre es una ciudad que se encuentra en la costa de Normandía, donde desemboca el río Sena: puerto de mar, puerto fluvial, punto de contacto entre civilizaciones desde tiempos remotos. El día anterior de ir a ver esta película al cine también anduve por Le Havre, por las mismas calles, aunque ningún barco aparecía en esta ocasión sino que era el tren uno de sus protagonistas: "La bestia humana" de Jean Renoir y un asesinato con billete de ida y vuelta, escrito sobre caminos de hierro. La casualidad suele encadenarme películas sin que mi voluntad tome parte, acaso mi subconsciente, pero en esta tirada las opciones de la cartelera eran "Le Havre" y "El topo" (la última de Tomas Alfredson, su siguiente largometraje después de la extraordinaria "Déjame entrar": habrá que ver "El topo") y mi acompañante decidió: destino Le Havre.
Aki Kaurismäki realiza un cine sobre náufragos: forasteros en una tierra ajena que es cualquier territorio urbano industrial, anónimo e inhóspito. En el Mediterráneo hay más partidas de nacimiento que peces: una persona sin identidad no puede ser expulsada. Un contenedor lleno de inmigrantes ilegales como aquellos que aparecían en "In this world" de Michael Winterbottom: mercancía no declarada, pasajes para una odisea despiadada. Pero el espíritu de los fotogramas de Kaurismäki suele escapar del drama tremebundo. Los bajos fondos, los barrios portuarios, los arrabales míseros y marginales, colmados de óxido y desconchones y poblados por individuos patibularios de los que invitan a cambiarse de acera: callejones de los milagros que resultan ser oasis: el extraño es acogido sin reservas, como ya sucedía en otra del director, "Un hombre sin pasado" (Kati Outinen era su protagonista femenina y repite en "Le Havre": es una pena no haber visto "Le Havre" en versión original para haber disfrutado del dejo francés de la actriz finlandesa, que parece que es uno de los puntos peculiares de la película y que se ha visto lost in traslation: una pena).
El humilde limpiabotas Marcel Marx (André Wilms, una gran actuación; viendo la película pienso que su cara me suena de "Europa Europa" de Agnieszka Holland pero con 20 años menos, claro, y así es: el soldado Robert), transeúnte de bordillos, husmeador de zapatos deslucidos, y héroe de esta historia: el que quiebra el destino. En su misión se verá asistido por un inesperado ángel benefactor: el frío comisario Monet (Jean-Pierre Darroussin) que aparece donde debe y con un infalible don de oportunidad.
Diálogos con un sentido del humor sorprendente, cualidad de comedia agridulce que suele ser evitado por otros cineastas europeos afines a las tramas de realismo social (por nombrar algunos: Ken Loach, por supuesto, o los hermanos Dardenne o el último Thomas Vinterberg). Hay esperanza, nos dice el director finés, y al ser humano le queda mucho por decir.
Y por decidir.
Aki Kaurismäki realiza un cine sobre náufragos: forasteros en una tierra ajena que es cualquier territorio urbano industrial, anónimo e inhóspito. En el Mediterráneo hay más partidas de nacimiento que peces: una persona sin identidad no puede ser expulsada. Un contenedor lleno de inmigrantes ilegales como aquellos que aparecían en "In this world" de Michael Winterbottom: mercancía no declarada, pasajes para una odisea despiadada. Pero el espíritu de los fotogramas de Kaurismäki suele escapar del drama tremebundo. Los bajos fondos, los barrios portuarios, los arrabales míseros y marginales, colmados de óxido y desconchones y poblados por individuos patibularios de los que invitan a cambiarse de acera: callejones de los milagros que resultan ser oasis: el extraño es acogido sin reservas, como ya sucedía en otra del director, "Un hombre sin pasado" (Kati Outinen era su protagonista femenina y repite en "Le Havre": es una pena no haber visto "Le Havre" en versión original para haber disfrutado del dejo francés de la actriz finlandesa, que parece que es uno de los puntos peculiares de la película y que se ha visto lost in traslation: una pena).
El humilde limpiabotas Marcel Marx (André Wilms, una gran actuación; viendo la película pienso que su cara me suena de "Europa Europa" de Agnieszka Holland pero con 20 años menos, claro, y así es: el soldado Robert), transeúnte de bordillos, husmeador de zapatos deslucidos, y héroe de esta historia: el que quiebra el destino. En su misión se verá asistido por un inesperado ángel benefactor: el frío comisario Monet (Jean-Pierre Darroussin) que aparece donde debe y con un infalible don de oportunidad.
Diálogos con un sentido del humor sorprendente, cualidad de comedia agridulce que suele ser evitado por otros cineastas europeos afines a las tramas de realismo social (por nombrar algunos: Ken Loach, por supuesto, o los hermanos Dardenne o el último Thomas Vinterberg). Hay esperanza, nos dice el director finés, y al ser humano le queda mucho por decir.
Y por decidir.
domingo, diciembre 25, 2011
"Feliz Navidad, Mr. Lawrence", de Nagisa Oshima
Feliz Navidad, Mr. Licantropunk, alguien escribió hoy: la más cinéfila de las felicitaciones navideñas: la más obvia pero eso no es ningún demérito: la más oportuna.
David Bowie y Ryuichi Sakamoto (también se puede ver en la cinta a Takeshi Kitano en uno de sus primeros papeles de renombre) representan una pasión imposible, como aquella de "Portero de noche", de Liliana Cavani: la víctima y el verdugo y ¿quién le dio vela al amor en este entierro? Pero Ryuichi Sakamoto, gran compositor, actor ocasional, no quedará sólo en la retina por aquella película: quedará su melodía, inconfundible, vibrando en el aire de la memoria de celuloide.
Encontré su música unida a otras imágenes, las que pongo al final de esta entrada, imágenes que además extrajeron del recuerdo otra película inolvidable, "La balada de Narayama", de Shohei Imamura. "Feliz Navidad, Mr. Lawrence" y "La balada de Narayama" son del mismo año, de 1983 (la de Imamura se llevó la Palma de Oro de Cannes), y son de las que hay que ver.
Feliz Navidad, a todos.
Springtime with Obaachan - Japan from Andy Ellis on Vimeo.
David Bowie y Ryuichi Sakamoto (también se puede ver en la cinta a Takeshi Kitano en uno de sus primeros papeles de renombre) representan una pasión imposible, como aquella de "Portero de noche", de Liliana Cavani: la víctima y el verdugo y ¿quién le dio vela al amor en este entierro? Pero Ryuichi Sakamoto, gran compositor, actor ocasional, no quedará sólo en la retina por aquella película: quedará su melodía, inconfundible, vibrando en el aire de la memoria de celuloide.
Encontré su música unida a otras imágenes, las que pongo al final de esta entrada, imágenes que además extrajeron del recuerdo otra película inolvidable, "La balada de Narayama", de Shohei Imamura. "Feliz Navidad, Mr. Lawrence" y "La balada de Narayama" son del mismo año, de 1983 (la de Imamura se llevó la Palma de Oro de Cannes), y son de las que hay que ver.
Feliz Navidad, a todos.
Springtime with Obaachan - Japan from Andy Ellis on Vimeo.
miércoles, diciembre 21, 2011
Teatro. "eBook", de Spasmo Teatro
Los tiempos avanzan que es una barbaridad. El viaje de la letra: de sus formas y de sus soportes. Las paredes de las cuevas, las tablas de arcilla, los papiros, los pergaminos, el papel y, por último, un espejo que no es para mirarse: una ventana para asomarse. El eBook, ese invento portentoso al que no logro acostumbrarme, al que ni siquiera intento acostumbrarme. Sí, tengo un eBook: un regalo de mi cumpleaños. Gracias, gracias. Lo tengo dentro de una funda de terciopelo negro para que no se raye, para que no se constipe; tapado igual que el palantir de Saruman, que Gandalf cubrió con su capa para que Peregrin Tuk no mirara el ojo de Sauron. Ay. Pero miento, bellaco. En realidad sí lo uso: resulta que también se puede utilizar para ver películas ¡qué maravilla! (una pantalla de 7 pulgadas, por supuesto insuficiente excepto si, como es el caso, se usa para ver una serie de televisión moderna -"Forbrydelsen" se llama, muy buena- de esas en las que el plano que más se utiliza es el primerísimo: la imagen contemporánea se captura para llevar en el bolsillo: los directores de fotografía deben reconvertirse a miniaturistas). Sin embargo para leer no, para eso no le he visto la gracia al chisme. Reposa apagado junto a montones de otros libros que, tentadores cantos de sirena, avanzan promesas esperanzadas en los nombres de sus lomos y en las ilustraciones de sus cubiertas. Libros que están diciendo léeme. Libros como fetiches.
La compañía teatral Spasmo está formada por cinco actores, cinco hombres que, a pesar de su juventud, llevan casi dos décadas subiéndose a los escenarios. Eran aquellos "Los Colegas de la Vega", unos niños que hacían maravillarse al público que acudía (acudíamos) al mítico "Café Teatro de la Vega", aquel espacio cabaretero y genial que animaba como pocos el panorama teatral salmantino. Empezaron imitando pasajes de las actuaciones del grupo "Tricicle" y ahí siguen, instalados en la pantomima humorística, provocando carcajadas incontenibles con su tremenda habilidad gestual: ingenio, cachondeo y una puesta en escena fantástica. En su obra "eBook" realizan una desternillante panorámica de la historia del libro a lo largo de los siglos. Embrollan las mencionadas etapas tecnológicas (del grabado rupestre al chip) con invitados delirantes: mamuts, momias, cocodrilos, cristos descendidos, científicos locos... Una gran función, una estupenda tarde de teatro.
Y el aforo no está lleno, pero merecería estarlo. Será que no sale el rey León o Bob Esponja o no es un musical de esos que están de moda. Será eso. Si Spasmo se acerca a su ciudad no desaprovechen la ocasión. Y, por supuesto, lleven a los niños: la risa provocada sin palabras no tiene edad.
La compañía teatral Spasmo está formada por cinco actores, cinco hombres que, a pesar de su juventud, llevan casi dos décadas subiéndose a los escenarios. Eran aquellos "Los Colegas de la Vega", unos niños que hacían maravillarse al público que acudía (acudíamos) al mítico "Café Teatro de la Vega", aquel espacio cabaretero y genial que animaba como pocos el panorama teatral salmantino. Empezaron imitando pasajes de las actuaciones del grupo "Tricicle" y ahí siguen, instalados en la pantomima humorística, provocando carcajadas incontenibles con su tremenda habilidad gestual: ingenio, cachondeo y una puesta en escena fantástica. En su obra "eBook" realizan una desternillante panorámica de la historia del libro a lo largo de los siglos. Embrollan las mencionadas etapas tecnológicas (del grabado rupestre al chip) con invitados delirantes: mamuts, momias, cocodrilos, cristos descendidos, científicos locos... Una gran función, una estupenda tarde de teatro.
Y el aforo no está lleno, pero merecería estarlo. Será que no sale el rey León o Bob Esponja o no es un musical de esos que están de moda. Será eso. Si Spasmo se acerca a su ciudad no desaprovechen la ocasión. Y, por supuesto, lleven a los niños: la risa provocada sin palabras no tiene edad.
sábado, diciembre 17, 2011
"The Artist", de Michel Hazanavicius
Este semana viajé a Madrid y me encontré con Tom Cruise. Al emerger por la escalerilla de la estación de Callao (los túneles de Metro son como agujeros negros o túneles de gusano o huecos en el árbol en los que te adentras para teletransportarte y, en el caso de plaza de Callao y un transeúnte provinciano como yo, de repente aparecer en otra dimensión) me di de bruces por sorpresa con el bueno de Tom, que andaba por allí vendiendo coches: Tienes que ir a ver "Misión inverosímil nosecuantos" que es una película maravillosssssa, me susurraba al oído el actor, sonriente como un gato de Cheshire, estirándose en medio de la multitud que se agolpaba junto a él para secuestrarlo en píxeles o arrancarle un garabato: cantos de sirenas comedoras de placenta. El cine es promoción, es negocio. ¡Enséñame la pasta!, gritaba Cruise en "Jerry Maguire" de Cameron Crowe. El cine siempre se ha hecho para ganar dinero.
Así que si el cine se mide en recaudaciones y la mejor película es la que cuesta más pasta y más se vende (un millón de consumidores no pueden estar equivocados, sentenciaría Don Drapper) ¿por qué ir a ver "The Artist" en vez de "Misión imposible IV: Protocolo Fantasma"?
Como ya sabrá cualquier aficionado al cine que esté pendiente de las novedades cinematográficas, "The Artist" es una película muda y rodada en blanco y negro. En realidad ese es su mayor valor promocional, las dos características que parece que mejor la definen comercialmente, una rareza técnica en el panorama de estrenos de la cartelera: una excepción realizada con lo que hace un siglo era la norma. Ese valor, sin embargo, puede ser un lastre más que un reclamo para la taquilla, pues en la actualidad parece que la única excusa razonable para invertir dinero en una entrada es que la proyección sea en 3D: ¿muda y en blanco y negro? Me la descargo y ya te cuento, si eso... Pero ir a una sala de cine a ver "The Artist" tiene el valor añadido de realizar un viaje en el tiempo: sentarse en una butaca de la platea y experimentar los mismos estímulos sensoriales que percibía un espectador de cine de hace 100 años.
Los avances técnicos siempre se han llevado por delante profesiones y puestos de trabajo, transformados en el siguiente eslabón de la cadena evolutiva: Al Jolson en "El cantor de Jazz", de Alan Crosland, abrió sus labios pintados de blanco y el pianista de la sala de cine se convirtió en un par de bafles. La trama de "The Artist" podría ser la de "El crepúsculo de los dioses" de Billy Wilder si aquella obra maestra hubiera terminado con Gloria Swanson y William Holden bailando claqué en vez de con la policía sacando (bueno, en realidad así empieza) el cadáver de él de la piscina. El mensaje de "The Artist" es nítido: adaptarse o morir. Y no importa el medio, sino el mensaje. Esta cinta es cine sobre cine, un sueño sin fin.
La pareja de actores protagonistas es extraordinaria: Jean Dujardin y Bérénice Bejo realizan un remedo brillante de pantomima gestual (la pantomima en el cine: el Pierrot interpretado por Jean-Louis Barrault en "Los niños del paraíso" de Marcel Carné) que pone significado a lo que era la interpretación durante el periodo del cine mudo: menos es más y los diálogos son una verborrea innecesaria: el gesto, la expresión y los movimientos, en cambio, son fundamentales. El reparto se completa con caras muy conocidas como John Goodman, James Cronwell o Penelope Ann Miller. En cuanto a la historia, una de amor, esas que durante décadas han colmado las plateas de público. Y los pañuelos, de lágrimas.
Así que si el cine se mide en recaudaciones y la mejor película es la que cuesta más pasta y más se vende (un millón de consumidores no pueden estar equivocados, sentenciaría Don Drapper) ¿por qué ir a ver "The Artist" en vez de "Misión imposible IV: Protocolo Fantasma"?
Como ya sabrá cualquier aficionado al cine que esté pendiente de las novedades cinematográficas, "The Artist" es una película muda y rodada en blanco y negro. En realidad ese es su mayor valor promocional, las dos características que parece que mejor la definen comercialmente, una rareza técnica en el panorama de estrenos de la cartelera: una excepción realizada con lo que hace un siglo era la norma. Ese valor, sin embargo, puede ser un lastre más que un reclamo para la taquilla, pues en la actualidad parece que la única excusa razonable para invertir dinero en una entrada es que la proyección sea en 3D: ¿muda y en blanco y negro? Me la descargo y ya te cuento, si eso... Pero ir a una sala de cine a ver "The Artist" tiene el valor añadido de realizar un viaje en el tiempo: sentarse en una butaca de la platea y experimentar los mismos estímulos sensoriales que percibía un espectador de cine de hace 100 años.
Los avances técnicos siempre se han llevado por delante profesiones y puestos de trabajo, transformados en el siguiente eslabón de la cadena evolutiva: Al Jolson en "El cantor de Jazz", de Alan Crosland, abrió sus labios pintados de blanco y el pianista de la sala de cine se convirtió en un par de bafles. La trama de "The Artist" podría ser la de "El crepúsculo de los dioses" de Billy Wilder si aquella obra maestra hubiera terminado con Gloria Swanson y William Holden bailando claqué en vez de con la policía sacando (bueno, en realidad así empieza) el cadáver de él de la piscina. El mensaje de "The Artist" es nítido: adaptarse o morir. Y no importa el medio, sino el mensaje. Esta cinta es cine sobre cine, un sueño sin fin.
La pareja de actores protagonistas es extraordinaria: Jean Dujardin y Bérénice Bejo realizan un remedo brillante de pantomima gestual (la pantomima en el cine: el Pierrot interpretado por Jean-Louis Barrault en "Los niños del paraíso" de Marcel Carné) que pone significado a lo que era la interpretación durante el periodo del cine mudo: menos es más y los diálogos son una verborrea innecesaria: el gesto, la expresión y los movimientos, en cambio, son fundamentales. El reparto se completa con caras muy conocidas como John Goodman, James Cronwell o Penelope Ann Miller. En cuanto a la historia, una de amor, esas que durante décadas han colmado las plateas de público. Y los pañuelos, de lágrimas.
viernes, diciembre 09, 2011
"Mad Men"
¿Cómo ponerse trascendente comentando este culebrón sofisticado? ¿Qué se puede aportar para denotar que en esta serie hay algo más que lo que aparece a primera vista, algo más allá de su machismo trasnochado, sus envidias y celos, sus cuernos y desamores, sus secretos y mentiras? ¿Qué tiene de bueno "Mad Men" que justifique haber pasado más de cuarenta horas delante de una pantalla?
El personaje central es Don Drapper (Jon Hamm), un hombre sin pasado, surgido de la miseria de la Gran Depresión y que, encarnación del Sueño Americano, consigue ser el profesional más valorado de su sector: colocar tu apellido en letras grandes en la fachada del edificio de tu oficina: socio de la firma: el macho alfa. Todas las agencias publicitarias de Madison Avenue codician el talento de Don Drapper, su poder de seducción y de persuasión, su aspecto varonil, de galán hollywoodiense, que envuelve a una mente creativa y sensible, capaz de cierres poéticos en las reuniones con los clientes, la última palabra que encandila sin remedio: discurso y presencia. Pero, apuntalado su currículo en la falsedad de su nombre prestado, el ídolo es endeble, siempre al borde del abismo, oscilando en el vacío agarrado al gollete de la botella de whisky, a salvo mientras el pitillo que cuelga de sus labios no se consuma. Siempre cambiando de cama: hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella, escribía Borges en "Los teólogos". El hombre moderno es un pelele a merced del viento, nos indica el resto del reparto masculino de "Mad Men". Sólo Drapper rompe su destino.
A pesar de las críticas que "Mad Men" ha recibido por su visión machista (hay que situarse en la época, los años sesenta, y pensar en nuestras madres o abuelas: a la sazón, así debían ser las cosas y la ambientación lograda en "Mad Men" es extraordinaria), resulta que la mayoría de papeles interesantes son los de las protagonistas femeninas. Betty (January Jones), la esposa de Don Drapper, Barbie (tal que Don sería Ken: los reyes del baile) del modelo housewife, tan inmadura como bella, anclada a su condición de mujer florero engañada una vez tras otra por su marido que, encima, no es quien dice ser: doblemente engañada: engaño bipolar: carne de psicoanalista.
Joan Holloway (Christina Hendricks), matrona de oficinistas, poderosa Afrodita, venus de Willendorf, la mejor propaganda de Sterling Cooper junto a Don Drapper, pero a lo largo de las temporadas (cuatro) de la serie, muestra su evolución de puro objeto sexual a exponente de sensatez y carácter: el personaje de Betty palidece poco a poco en "Mad Men" a la vez que el de Joan brilla con fuerza creciente.
Y Peggy Olson (Elisabeth Moss), alter ego de Don, reverso femenino, también con un secreto inconfesable, también surgida de la nada, símbolo de mujer trabajadora que se abre paso derribando barreras: desde la mesa de la secretaria hasta el despacho de la redactora creativa, un tránsito que estaba vetado, que causaba asombro y desconcierto en un ecosistema que no sabía que estaba en extinción: la ausencia de mujeres en puestos de trabajo de calidad, como también son inéditas esas plazas para los que no son de raza blanca (el único negro que trabaja en la compañía es el ascensorista); el machismo absolutista y la falta de preocupación ecológica; el consumo abusivo de alcohol e ilimitado de tabaco en el horario laboral, al que se le suma alguna siesta que otra en el tresillo del despacho. Quizá esas señas de identidad perduren en la actualidad pero desde luego ni es obvio ni es aceptable y son factores perseguidos y demonizados. No, ya no se puede fumar: quién se podía creer algo semejante.
La publicidad: capitalismo y propaganda: Rockefeller y Goebbels. Generar necesidades para crear demanda. Un desodorante para que las mujeres caigan a tus pies o una crema facial fuente de la eterna juventud: Hubo la civilización ateniense, el Renacimiento... y ahora la civilización del culo, proclamaba una voz en off en "Pierrot le fou" de Jean-Luc Godard. Vender humo que se desvanece una vez que el dependiente te devuelve la tarjeta de crédito. La publicidad son las alfombras lustrosas debajo de las que se esconde la basura: el eslogan es el aceite lubricante de la maquinaria económica, el pistón de la jeringuilla del consume hasta morir. Sólo por asomarse a ese mundo (felicidad en lata: el amor lo inventó un publicista para vender más medias) de máscaras y anzuelos, de señuelos y oropel, merece la pena ver "Mad Men".
Para echar una ojeada detrás de la valla publicitaria:
Proyecto Squatters
El personaje central es Don Drapper (Jon Hamm), un hombre sin pasado, surgido de la miseria de la Gran Depresión y que, encarnación del Sueño Americano, consigue ser el profesional más valorado de su sector: colocar tu apellido en letras grandes en la fachada del edificio de tu oficina: socio de la firma: el macho alfa. Todas las agencias publicitarias de Madison Avenue codician el talento de Don Drapper, su poder de seducción y de persuasión, su aspecto varonil, de galán hollywoodiense, que envuelve a una mente creativa y sensible, capaz de cierres poéticos en las reuniones con los clientes, la última palabra que encandila sin remedio: discurso y presencia. Pero, apuntalado su currículo en la falsedad de su nombre prestado, el ídolo es endeble, siempre al borde del abismo, oscilando en el vacío agarrado al gollete de la botella de whisky, a salvo mientras el pitillo que cuelga de sus labios no se consuma. Siempre cambiando de cama: hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella, escribía Borges en "Los teólogos". El hombre moderno es un pelele a merced del viento, nos indica el resto del reparto masculino de "Mad Men". Sólo Drapper rompe su destino.
A pesar de las críticas que "Mad Men" ha recibido por su visión machista (hay que situarse en la época, los años sesenta, y pensar en nuestras madres o abuelas: a la sazón, así debían ser las cosas y la ambientación lograda en "Mad Men" es extraordinaria), resulta que la mayoría de papeles interesantes son los de las protagonistas femeninas. Betty (January Jones), la esposa de Don Drapper, Barbie (tal que Don sería Ken: los reyes del baile) del modelo housewife, tan inmadura como bella, anclada a su condición de mujer florero engañada una vez tras otra por su marido que, encima, no es quien dice ser: doblemente engañada: engaño bipolar: carne de psicoanalista.
Joan Holloway (Christina Hendricks), matrona de oficinistas, poderosa Afrodita, venus de Willendorf, la mejor propaganda de Sterling Cooper junto a Don Drapper, pero a lo largo de las temporadas (cuatro) de la serie, muestra su evolución de puro objeto sexual a exponente de sensatez y carácter: el personaje de Betty palidece poco a poco en "Mad Men" a la vez que el de Joan brilla con fuerza creciente.
Y Peggy Olson (Elisabeth Moss), alter ego de Don, reverso femenino, también con un secreto inconfesable, también surgida de la nada, símbolo de mujer trabajadora que se abre paso derribando barreras: desde la mesa de la secretaria hasta el despacho de la redactora creativa, un tránsito que estaba vetado, que causaba asombro y desconcierto en un ecosistema que no sabía que estaba en extinción: la ausencia de mujeres en puestos de trabajo de calidad, como también son inéditas esas plazas para los que no son de raza blanca (el único negro que trabaja en la compañía es el ascensorista); el machismo absolutista y la falta de preocupación ecológica; el consumo abusivo de alcohol e ilimitado de tabaco en el horario laboral, al que se le suma alguna siesta que otra en el tresillo del despacho. Quizá esas señas de identidad perduren en la actualidad pero desde luego ni es obvio ni es aceptable y son factores perseguidos y demonizados. No, ya no se puede fumar: quién se podía creer algo semejante.
La publicidad: capitalismo y propaganda: Rockefeller y Goebbels. Generar necesidades para crear demanda. Un desodorante para que las mujeres caigan a tus pies o una crema facial fuente de la eterna juventud: Hubo la civilización ateniense, el Renacimiento... y ahora la civilización del culo, proclamaba una voz en off en "Pierrot le fou" de Jean-Luc Godard. Vender humo que se desvanece una vez que el dependiente te devuelve la tarjeta de crédito. La publicidad son las alfombras lustrosas debajo de las que se esconde la basura: el eslogan es el aceite lubricante de la maquinaria económica, el pistón de la jeringuilla del consume hasta morir. Sólo por asomarse a ese mundo (felicidad en lata: el amor lo inventó un publicista para vender más medias) de máscaras y anzuelos, de señuelos y oropel, merece la pena ver "Mad Men".
Para echar una ojeada detrás de la valla publicitaria:
Proyecto Squatters
lunes, diciembre 05, 2011
"Submarino", de Thomas Vinterberg
Cuando veo en la biblioteca pública la caratula del DVD de esta película, película que me han recomendado, pienso que se trata realmente de una de submarinos. En el cartel aparece un tipo de aspecto nórdico, rubicundo, barbudo, con un tatuaje en su mano izquierda que parece un símbolo de la armada rusa o alemana: un tipo duro que está echando un pitillo y que puede encajar sin mayor problema en la ilación de mis previsiones: un capitán Nemo, vaya. "La caza del Octubre Rojo" de John McTiernan, "Das Boot" de Wolfgang Petersen, "K-19" de Katryn Bigelow, "Marea roja" de Tony Scott: grandes ratos de cine observando el mundo a través de un periscopio.
Tres hermanos y una madre alcohólica. Los tres niños, uno de ellos un recién nacido, sobreviven en el abandono etílico, el olvido miserable de la adicción a la bebida: la madre ausente que sólo vuelve de vez en cuando para dormir la borrachera en el suelo de la cocina y salir corriendo a la mañana siguiente, sin mirar atrás, sin un miserable beso en la frente, sin el menor atisbo de conciencia (esta ausencia absoluta de instinto maternal se antoja increíble, demasiado irreal o exagerada, pero ¿quién sabe? Nos engañamos pensando en que hay extremos inalcanzables a los que decimos adiós con la mano una vez sobrepasados). Un hermano muere y los otros dos no, los otros dos deberán crecer, convertirse en hombres y decidir si continúan la saga de padres irresponsables, infanticidas, drogadictos, vivir como delincuentes marginales, o si, por el contrario, esa cadena se puede romper y esa herencia maldita, traumas imborrables que sólo desaparecen durante un rato en el fondo de una botella o de una jeringuilla, caen en el olvido para siempre. Resurgir, vivir.
Es la primera película que veo del director Thomas Vinterberg. Tendría que ver "Celebración", aquel hito fundacional del Dogma 95, movimiento cinematográfico efímero pero que sirvió para sacudir el amodorrado panorama del cine europeo, un manifiesto donde Vinterberg fue primer firmante junto a la mucho más famosa firma de Lars Von Trier. "Submarino" es una película de las que se pueden clasificar como realismo social, aunque en este caso sea un realismo algo sobreactuado. Tragedias familiares, drogas, violencia, marginación. El día a día en los bloques de protección social, una cotidianidad "animada" por sí misma pero a la que se le disparan unos buenos golpes de efecto que apuntalen el drama, golpes sórdidos e impíos, que sacudan sin clemencia el espíritu del espectador. En el panorama del realismo social cinematográfico europeo no hay nada como los hermanos Dardenne, esos directores belgas que realizan un cine desposeído, sin alardes, de una naturalidad sorprendente (hace un par de días he visto "El hijo" y me quedé sin palabras ante la actuación impresionante de su protagonista Olivier Gourmet). Pero este "Submarino" no está nada mal, hay que reconocerlo. Eso sí, me he quedado con las ganas de escuchar, Contramaestre, ordene inmersión inmediata.
Tres hermanos y una madre alcohólica. Los tres niños, uno de ellos un recién nacido, sobreviven en el abandono etílico, el olvido miserable de la adicción a la bebida: la madre ausente que sólo vuelve de vez en cuando para dormir la borrachera en el suelo de la cocina y salir corriendo a la mañana siguiente, sin mirar atrás, sin un miserable beso en la frente, sin el menor atisbo de conciencia (esta ausencia absoluta de instinto maternal se antoja increíble, demasiado irreal o exagerada, pero ¿quién sabe? Nos engañamos pensando en que hay extremos inalcanzables a los que decimos adiós con la mano una vez sobrepasados). Un hermano muere y los otros dos no, los otros dos deberán crecer, convertirse en hombres y decidir si continúan la saga de padres irresponsables, infanticidas, drogadictos, vivir como delincuentes marginales, o si, por el contrario, esa cadena se puede romper y esa herencia maldita, traumas imborrables que sólo desaparecen durante un rato en el fondo de una botella o de una jeringuilla, caen en el olvido para siempre. Resurgir, vivir.
Es la primera película que veo del director Thomas Vinterberg. Tendría que ver "Celebración", aquel hito fundacional del Dogma 95, movimiento cinematográfico efímero pero que sirvió para sacudir el amodorrado panorama del cine europeo, un manifiesto donde Vinterberg fue primer firmante junto a la mucho más famosa firma de Lars Von Trier. "Submarino" es una película de las que se pueden clasificar como realismo social, aunque en este caso sea un realismo algo sobreactuado. Tragedias familiares, drogas, violencia, marginación. El día a día en los bloques de protección social, una cotidianidad "animada" por sí misma pero a la que se le disparan unos buenos golpes de efecto que apuntalen el drama, golpes sórdidos e impíos, que sacudan sin clemencia el espíritu del espectador. En el panorama del realismo social cinematográfico europeo no hay nada como los hermanos Dardenne, esos directores belgas que realizan un cine desposeído, sin alardes, de una naturalidad sorprendente (hace un par de días he visto "El hijo" y me quedé sin palabras ante la actuación impresionante de su protagonista Olivier Gourmet). Pero este "Submarino" no está nada mal, hay que reconocerlo. Eso sí, me he quedado con las ganas de escuchar, Contramaestre, ordene inmersión inmediata.
martes, noviembre 29, 2011
"La guerra ha terminado", de Alain Resnais
Hace poco que falleció Jorge Semprún. La mayoría le recordará como escritor. Su época de fama y fulgor novelístico, fueron los años 70: premio Planeta del año 1977 con su obra "Autobiografía de Federico Sánchez". Muy conocida fue también su trayectoria política: Ministro de Cultura entre 1988 y 1991 y, mucho antes de eso, dirigente comunista en el exilio (el narrador clarividente de "La guerra ha terminado", película del año 1966, anuncia el paso probable de la clandestinidad al gobierno de una nación cuando triunfan las revoluciones: Felipe González debió haber visto la película y quizá le quiso hacer una jugarreta al destino con uno de los mayores símbolos de la lucha antifranquista). Y siguiendo hacia atrás en esa trayectoria aparece Semprún prisionero del campo de concentración de Buchenwald, donde fue a parar por ser miembro activo de la resistencia francesa (además de por ser hijo de un destacado republicano) durante la Segunda Guerra Mundial: rojo partisano.
Y también fue guionista de cine: intelectual completo, una figura que no abunda. Esa faceta cinematográfica podría ser la más desconocida en España, pero sin duda fue un guionista de éxito: dos nominaciones a los Oscar, la primera por "La guerra ha terminado" y la segunda por "Z" de Costa Gavras. No está nada mal.
En "Autobiografía de Federico Sánchez" (alias que oculta la identidad secreta del militante del PCE: nombres falsos para ocultar a indeseables del estado dictatorial que, sin embargo, nunca renegaron de su país sino que lucharon por él arriesgándolo todo), el escritor, aparte de poner de vuelta y media (venganza impresa e impresionante: ¡vaya repaso!) a Santiago Carrillo y a otros dirigentes del partido comunista de principios de la década de los sesenta que provocaron la expulsión de Jorge Semprún y de su compañero Fernando Claudín de la cúpula del partido por considerarles elementos disidentes (Semprún criticaba la realidad ilusoria que se había fabricado un movimiento de resistencia que, anclado a terroríficos traumas estalinistas, era incapaz de actuar según demandaba la situación social española y se esperanzaba en falaces convocatorias de Huelga Nacional Pacífica que, seguida mayoritariamente por el pueblo, lograse derrocar al dictador: nunca llegaba, nunca llegó: se murió él solo y no hubo más), aparte de eso, digo, retrata cómo era la vida ilegal del clandestino: de camarada en camarada, de panfleto en panfleto, de reunión en reunión. Planes y más planes para llegar a ninguna parte. Pasaportes falsos y vigilancia policial. Controles fronterizos y redadas por sorpresa. Captura y fusilamiento, como el de Julián Grimau."La guerra ha terminado" se puede considerar la puesta en imágenes de algunas de aquellas aventuras de Federico Sánchez. Sin duda será fiel reflejo de aquel ambiente, de aquellos años oscuros.
Alain Resnais, cineasta de la memoria, coloca los fotogramas en el álbum de recortes de la lucha antifascista desarmada mientras que Ives Montand, formidable protagonista de "El salario del miedo" de Henri-Georges Clouzot o de la mencionada "Z" de Gavras, será Federico. O Diego. O Domingo. O Carlos: múltiples nombres como cajas de muñecas rusas. Jorge, al fin.
Y también fue guionista de cine: intelectual completo, una figura que no abunda. Esa faceta cinematográfica podría ser la más desconocida en España, pero sin duda fue un guionista de éxito: dos nominaciones a los Oscar, la primera por "La guerra ha terminado" y la segunda por "Z" de Costa Gavras. No está nada mal.
En "Autobiografía de Federico Sánchez" (alias que oculta la identidad secreta del militante del PCE: nombres falsos para ocultar a indeseables del estado dictatorial que, sin embargo, nunca renegaron de su país sino que lucharon por él arriesgándolo todo), el escritor, aparte de poner de vuelta y media (venganza impresa e impresionante: ¡vaya repaso!) a Santiago Carrillo y a otros dirigentes del partido comunista de principios de la década de los sesenta que provocaron la expulsión de Jorge Semprún y de su compañero Fernando Claudín de la cúpula del partido por considerarles elementos disidentes (Semprún criticaba la realidad ilusoria que se había fabricado un movimiento de resistencia que, anclado a terroríficos traumas estalinistas, era incapaz de actuar según demandaba la situación social española y se esperanzaba en falaces convocatorias de Huelga Nacional Pacífica que, seguida mayoritariamente por el pueblo, lograse derrocar al dictador: nunca llegaba, nunca llegó: se murió él solo y no hubo más), aparte de eso, digo, retrata cómo era la vida ilegal del clandestino: de camarada en camarada, de panfleto en panfleto, de reunión en reunión. Planes y más planes para llegar a ninguna parte. Pasaportes falsos y vigilancia policial. Controles fronterizos y redadas por sorpresa. Captura y fusilamiento, como el de Julián Grimau."La guerra ha terminado" se puede considerar la puesta en imágenes de algunas de aquellas aventuras de Federico Sánchez. Sin duda será fiel reflejo de aquel ambiente, de aquellos años oscuros.
Alain Resnais, cineasta de la memoria, coloca los fotogramas en el álbum de recortes de la lucha antifascista desarmada mientras que Ives Montand, formidable protagonista de "El salario del miedo" de Henri-Georges Clouzot o de la mencionada "Z" de Gavras, será Federico. O Diego. O Domingo. O Carlos: múltiples nombres como cajas de muñecas rusas. Jorge, al fin.
sábado, noviembre 19, 2011
"El vientre de un arquitecto", de Peter Greenaway
Los vientres de las estatuas suelen pasar desapercibidos al paseo despreocupado de los turistas, más atentos a los rostros congelados, a la posición de los brazos, al sexo obsceno. Vientres tapados por una toga o esculpidos como un mosaico de azulejos: más fáciles de modelar con la habilidad de la maza y el cincel que con el sudor del ejercicio físico. Ni al turista ni al escultor le obsesionan los vientres de las estatuas. Por otro lado, la mirada del visitante sí se detiene en las cúpulas situadas en lo alto de los antiguos edificios públicos, cúpulas grandes como estómagos abultados de antiguos senadores romanos reposando boca arriba (estómagos agradecidos, en cualquier caso). Teatros de grades aforos, monumentales coliseos, amplias plazas: generosas barrigas redondas. El arquitecto de cualquier época es un artista preocupado por la forma y un profesional ocupado en el espacio: estética y funcionalidad, frente a frente, pero el que logre conjugarlas triunfará. El vientre es la estancia más grande del cuerpo humano, el centro de gravedad que proporciona estabilidad al resto del edificio y que le da de comer: una casa sin cocina no es más que una habitación de hotel prescindible, fugaz, temporal, mientras que el hogar (donde se hacía el fuego) siempre estaba en la cocina. Así que un arquitecto no puede ignorar el valor de la panza. ¿No se dice que para conocerse a uno mismo hay que mirarse el ombligo? Si lo contemplas demasiado rato puedes llegar a pensar que ese ombligo es el ombligo del mundo.
Un famoso arquitecto estadounidense, Stourley Kracklite (Brian Dennehy en el que sin duda sera papel estelar dentro de su magnífica carrera, apuntalada como secundario de carácter) y su esposa Louisa (Chloe Webb; esta actriz había pegado fuerte en su película anterior interpretando a Nancy Spungen, al lado de Gary Oldman, en "Sid y Nancy" de Alex Cox: cult movie) viajan a Roma. Él es un experto en la obra de otro arquitecto, Étienne-Louis Boullée, arquitecto francés del siglo XVIII, y va a ser el encargado de organizar una gran exposición alrededor del tal Boullée: diseños megalómanos de raíz neoclásica, repletos de geometría y volumen, de columnas y de esferas: diseños de ciencia ficción: diseños que inspiraron la arquitectura nazi de Albert Speer.
Quizás la tensión de llevar a cabo la tarea sea excesiva, quizás lo sea la comida italiana o quizás el origen de todo esté en tener una esposa joven y bella, pero al arquitecto le duele mucho el vientre. Hipocondría clásica entre las ruinas de una civilización extinta, restos como huesos clavados en la tierra, piedras que atestiguan un desmoronamiento lejano, un derrumbe del tiempo, como el propio cuerpo corrompido por la enfermedad del espíritu, por la edad que ahoga la ilusión y pulveriza las esperanzas. A Kracklite le afectan las historias que escucha de antiguos personajes, padeciendo los síntomas que llevaron a aquellos a la tumba: si al emperador Augusto le envenenaron los higos que le ofreció su esposa Livia, Kracklite vomita los que cenó esa noche; si Boullé murió por un cáncer de páncreas, los dolores de Kracklite deben tener exactamente el mismo origen. Kracklite arrastrándose borracho sobre su vientre: exponer y morir.
Peter Greenaway muestra de nuevo su devoción por el arte (escultura y arquitectura en esta ocasión), la anatomía y el exceso. La película está rodada en Roma así que los espectaculares ambientes barrocos típicos del director, se apuntalan esta vez en la propia geografía urbana de la capital italiana. Y, cómo no, una banda sonora excepcional. El guión es lo que no me acaba de convencer en esta película, y tampoco sabría decir el porqué. Me parece que no es un guión redondo... como un vientre.
Un famoso arquitecto estadounidense, Stourley Kracklite (Brian Dennehy en el que sin duda sera papel estelar dentro de su magnífica carrera, apuntalada como secundario de carácter) y su esposa Louisa (Chloe Webb; esta actriz había pegado fuerte en su película anterior interpretando a Nancy Spungen, al lado de Gary Oldman, en "Sid y Nancy" de Alex Cox: cult movie) viajan a Roma. Él es un experto en la obra de otro arquitecto, Étienne-Louis Boullée, arquitecto francés del siglo XVIII, y va a ser el encargado de organizar una gran exposición alrededor del tal Boullée: diseños megalómanos de raíz neoclásica, repletos de geometría y volumen, de columnas y de esferas: diseños de ciencia ficción: diseños que inspiraron la arquitectura nazi de Albert Speer.
Quizás la tensión de llevar a cabo la tarea sea excesiva, quizás lo sea la comida italiana o quizás el origen de todo esté en tener una esposa joven y bella, pero al arquitecto le duele mucho el vientre. Hipocondría clásica entre las ruinas de una civilización extinta, restos como huesos clavados en la tierra, piedras que atestiguan un desmoronamiento lejano, un derrumbe del tiempo, como el propio cuerpo corrompido por la enfermedad del espíritu, por la edad que ahoga la ilusión y pulveriza las esperanzas. A Kracklite le afectan las historias que escucha de antiguos personajes, padeciendo los síntomas que llevaron a aquellos a la tumba: si al emperador Augusto le envenenaron los higos que le ofreció su esposa Livia, Kracklite vomita los que cenó esa noche; si Boullé murió por un cáncer de páncreas, los dolores de Kracklite deben tener exactamente el mismo origen. Kracklite arrastrándose borracho sobre su vientre: exponer y morir.
Peter Greenaway muestra de nuevo su devoción por el arte (escultura y arquitectura en esta ocasión), la anatomía y el exceso. La película está rodada en Roma así que los espectaculares ambientes barrocos típicos del director, se apuntalan esta vez en la propia geografía urbana de la capital italiana. Y, cómo no, una banda sonora excepcional. El guión es lo que no me acaba de convencer en esta película, y tampoco sabría decir el porqué. Me parece que no es un guión redondo... como un vientre.
martes, noviembre 08, 2011
"El árbol de la vida", de Terrence Malick
Hace unas semanas, cuando se estrenó en los cines de España "El árbol de la vida", fue noticia de telediario que muchos espectadores se marchaban de las salas al poco de haberse iniciado la proyección. De la última que yo recordaba algo parecido fue de "Anticristo" de Lars Von Trier, así que por asociación se podía pensar que en "El árbol de la vida", además de su igual condición de película premiada en Cannes ("El árbol del la vida" con mejor suerte: se llevó la Palma de Oro de este año), también se podía encontrar el celuloide crudo, torturado y algo gore (pero genial) que arrojó a la platea el director danés en aquella ocasión y que hacía fácil la decisión de algún estomago sensible de abandonar el patio de butacas. ¿Tendrá "El árbol de la vida" mutilaciones genitales que hagan insoportable la visión de la pantalla? ¿Atravesará Brad Pitt su pierna con el eje de una rueda de afilar?
Después de haber visto "El árbol de la vida", la única explicación posible es que una plaga de síndrome de Stendhal asuela la nación, quién lo iba a decir: empacho de belleza. Nuestras mentes, abotargadas e incapaces para la pausa, aptas sólo para el zapping más frenético, no resisten la contemplación continuada de algo tan hermoso y huyen aterrorizadas en busca del mando a distancia.
La primera hora de película la paso completamente hipnotizado: la imagen y la música como un péndulo que atrae toda atención. La cinta comienza con un drama desolador, irreparable, una perdida destructora: culpar al dios sanguinario y vengativo, ese en el que se han depositado todas las esperanzas y que devuelve dolor e incomprensión. Pero ¿existe ese ser todopoderoso, esa fuerza creadora? Terrence Malick se pone a buscarlo: el ya famoso capítulo del falso documental, que se puede entender como una coartada del director para alejar cualquier sospecha de creacionismo o, todo lo contrario, una alegoría de diseño inteligente (en el estupendo cómic de Marjane Satrapi titulado "Pollo con ciruelas", -un título curioso que quiere significar lo mismo que "El sabor de las cerezas" quería decir para Abbas Kiarostami- aparece una cita del poeta iraní del siglo XII Omar Khayyam, que me parece apropiada al tema: los astros no han ganado nada con mi presencia aquí y su gloria no aumentará cuando yo desaparezca. Y pongo a mis dos orejas por testigo de que jamás nadie ha podido decirme por qué me han hecho venir y por qué me harán partir). Más allá de cualquier interpretación religiosa, se trata de mostrar un proceso, un paso a paso que conduce al final de la búsqueda, donde se alcanza un hecho certero: la madre es dios. Y probablemente el padre sea el demonio...
Con "La delgada línea roja" Terrence Malick logró uno de los mejores filmes bélicos de la historia del cine mediante un ejercicio de introspección sobre cada uno de los personajes que aparecían en la película: asomarse a sus pensamientos. Ahora el fin es el mismo pero logrado de una forma mucho más simple aunque la propuesta sea más arriesgada: interpretaciones que en gestos y miradas deben rimar con el poema visual desplegado a su alrededor. El pasaje de "La delgada línea roja" que más se parece a "El árbol de la vida" será sin duda aquel en que Jim Caviezel desertaba en una isla del Pacífico: el paraíso en la tierra, como sería después representado en la siguiente película de Malick, "El nuevo mundo".
Ahora ese paraíso lo traslada el director a los años 50, a los años de su infancia. Juegos infantiles de descubrimiento: la fragilidad de la vida y la gratuidad de la muerte: de recibirla, de causarla. La educación recta frente al amor fraterno y la transgresión de la norma como pecado imperdonable: padres con mala conciencia, hijos con recuerdos desgraciados. Caminos tortuosos que quieren ir hacia fines elevados pero ese es un dilema que sólo concilia la madurez, etapa vital que aporta la condición de ponerse en el lugar que el otro ocupó antes que tú. Y así una generación tras otra.
El final no me gustó, esa ilusión trascendente de reencuentro (no sé si ensoñado o post mortem: el agua como espacio de tránsito, puerta de entrada a otras realidades, o reunión familiar junto a la laguna Estigia; quizás no me gustó porque no lo entendí) que me pareció totalmente innecesaria.
Y por cinco minutos que faltan, no es plan salirse del cine.
Después de haber visto "El árbol de la vida", la única explicación posible es que una plaga de síndrome de Stendhal asuela la nación, quién lo iba a decir: empacho de belleza. Nuestras mentes, abotargadas e incapaces para la pausa, aptas sólo para el zapping más frenético, no resisten la contemplación continuada de algo tan hermoso y huyen aterrorizadas en busca del mando a distancia.
La primera hora de película la paso completamente hipnotizado: la imagen y la música como un péndulo que atrae toda atención. La cinta comienza con un drama desolador, irreparable, una perdida destructora: culpar al dios sanguinario y vengativo, ese en el que se han depositado todas las esperanzas y que devuelve dolor e incomprensión. Pero ¿existe ese ser todopoderoso, esa fuerza creadora? Terrence Malick se pone a buscarlo: el ya famoso capítulo del falso documental, que se puede entender como una coartada del director para alejar cualquier sospecha de creacionismo o, todo lo contrario, una alegoría de diseño inteligente (en el estupendo cómic de Marjane Satrapi titulado "Pollo con ciruelas", -un título curioso que quiere significar lo mismo que "El sabor de las cerezas" quería decir para Abbas Kiarostami- aparece una cita del poeta iraní del siglo XII Omar Khayyam, que me parece apropiada al tema: los astros no han ganado nada con mi presencia aquí y su gloria no aumentará cuando yo desaparezca. Y pongo a mis dos orejas por testigo de que jamás nadie ha podido decirme por qué me han hecho venir y por qué me harán partir). Más allá de cualquier interpretación religiosa, se trata de mostrar un proceso, un paso a paso que conduce al final de la búsqueda, donde se alcanza un hecho certero: la madre es dios. Y probablemente el padre sea el demonio...
Con "La delgada línea roja" Terrence Malick logró uno de los mejores filmes bélicos de la historia del cine mediante un ejercicio de introspección sobre cada uno de los personajes que aparecían en la película: asomarse a sus pensamientos. Ahora el fin es el mismo pero logrado de una forma mucho más simple aunque la propuesta sea más arriesgada: interpretaciones que en gestos y miradas deben rimar con el poema visual desplegado a su alrededor. El pasaje de "La delgada línea roja" que más se parece a "El árbol de la vida" será sin duda aquel en que Jim Caviezel desertaba en una isla del Pacífico: el paraíso en la tierra, como sería después representado en la siguiente película de Malick, "El nuevo mundo".
Ahora ese paraíso lo traslada el director a los años 50, a los años de su infancia. Juegos infantiles de descubrimiento: la fragilidad de la vida y la gratuidad de la muerte: de recibirla, de causarla. La educación recta frente al amor fraterno y la transgresión de la norma como pecado imperdonable: padres con mala conciencia, hijos con recuerdos desgraciados. Caminos tortuosos que quieren ir hacia fines elevados pero ese es un dilema que sólo concilia la madurez, etapa vital que aporta la condición de ponerse en el lugar que el otro ocupó antes que tú. Y así una generación tras otra.
El final no me gustó, esa ilusión trascendente de reencuentro (no sé si ensoñado o post mortem: el agua como espacio de tránsito, puerta de entrada a otras realidades, o reunión familiar junto a la laguna Estigia; quizás no me gustó porque no lo entendí) que me pareció totalmente innecesaria.
Y por cinco minutos que faltan, no es plan salirse del cine.
martes, noviembre 01, 2011
"Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio", de Steven Spielberg
Le preguntaron a una niña que salía del cine de ver "Tintín y el lago de los tiburones" de Raymond Leblanc, película de animación de principios de los años 70, si le había gustado la película. Ella respondió que sí, que le había gustado mucho, pero que la voz de Tintín era diferente en los libros.
La voz es la clave. La voz es el diálogo que el lector establece con el personaje, un diálogo entre unos ojos que contemplan y un objeto inanimado lleno de letras y dibujos: la mente del que lee, su fantasía, su capacidad de reconstruir la idea plasmada por el autor en las páginas, producen una experiencia emocional única, un recuerdo de una vivencia ajena inventada, que será almacenado como propia. Si además esa voz se coloca cuando el lector es aún un niño, la impronta será indeleble: la voz que escuchaba la niña será diferente porque habrá algo con lo que comparar.
Así, los espectadores que vayan a ver la última de Steven Spielberg pertenecerán a dos categorías: los que lleven la voz y los que no: los del segundo grupo no tendrán el menor problema y disfrutarán de una entretenida película, una producción de animación de gran calidad. Mejor aún: la esperanza de que les guste mucho y de que se animen a leer los álbumes de Tintín o a regalárselos a sus hijos. En cuanto a los del primer grupo, si logran acallar la voz, si a los cinco minutos de iniciada la proyección dejan de realizar comparaciones, también podrán gozar del espectáculo. La cuestión puede ser si Spielberg tenía dentro la voz o no cuando se emplazó a realizar esta cinta. Él sostiene que sí, incluso afirma que obtuvo la bendición de Hergé para el asunto (también dice que en su día se compró toda la colección de Tintín y que, aunque estaba en francés, fue perfectamente capaz de seguir los argumentos por lo que veía en las viñetas: ¡vaya!, Spielberg puede que tenga dentro la voz, sí, pero también puede ser que lo que tenga dentro sea ¡la voz de Astérix!).
Aparte de las voces (de Tintín, de E.T., de George Lucas o de quien sea: oigo voces: espero que no) que el director de la película escuche, queda claro su respeto por el personaje en la adaptación que ha realizado (como ejemplo cercano de lo que no se debe hacer, señalar el destrozo hollywoodiense que se hizo de las historietas de otros eminentes belgas, "Los Pitufos").
Adaptar Hergé a Spielberg: lo que significan "Las aventuras de ..." para su creador, traducidas a lo que significan "Las aventuras de ..." para otro creador. Y de esto, de lo que es la idea de aventura para Steven Spielberg, huelga decir nada. De entrada la banda sonora es de John Williams, de modo que si cerramos los ojos es muy posible que Tintín aparezca con un látigo. En este punto lo que se tiene es una lucha de voces: la del voraz lector de cómic y la del incansable cinéfilo, voces que ojalá juntas sumaran pero que no tiene por qué ser así. Mientras no resten... ¿mejora Spielberg a Hergé? ¿le aporta algo? Dinero a sus herederos y a sus propios bolsillos. Poco más. O nada en absoluto (como el milagroso 3D: ya he visto varias en este formato y aún no he conseguido descubrir las bondades del tema; a esto se añade la estética videojuego que empieza a dominar en los mainstream: en el pasado era al revés, los videojuegos salían de las películas, pero ahora parece lo contrario).
La historia que se cuenta en "Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio" es una mezcla de los argumentos de "El secreto del Unicornio", "El cangrejo de las pinzas de oro" y "El tesoro de Rackham el Rojo", cogiendo lo que ha apetecido de una o de otra hasta lograr una trama aceptable: adaptación libérrima, en todo caso. Que se usen varios álbumes para cuajar un guión tiene su lógica: yo, siendo muy conservador en la estimación de tiempo, tardaba media hora en leer uno: tres para una película de hora y media: salen las cuentas. Además, esta película va a ser la primera entrega de una trilogía, previsión de futuro que supongo que dependerá de lo bien que se porte la taquilla estadounidense. En ese país, donde aún no se ha estrenado la película, los tebeos con las aventuras del joven periodista belga son bastante desconocidos, pero los nombres de Steven Spielberg o Peter Jackson (productor en ésta y anunciado director de la siguiente) son suficientemente potentes para atraer público a las salas. Eso y un marketing brutal, faltaría más.
¿Tintinmanía a las puertas? Quizás, pero me temo que no se va a concretar en aumentar los millones de lectores que ha tenido la colección durante décadas. Ese rédito del pasado ya está implícito en el nombre que aparece en el título: Tintín.
La voz es la clave. La voz es el diálogo que el lector establece con el personaje, un diálogo entre unos ojos que contemplan y un objeto inanimado lleno de letras y dibujos: la mente del que lee, su fantasía, su capacidad de reconstruir la idea plasmada por el autor en las páginas, producen una experiencia emocional única, un recuerdo de una vivencia ajena inventada, que será almacenado como propia. Si además esa voz se coloca cuando el lector es aún un niño, la impronta será indeleble: la voz que escuchaba la niña será diferente porque habrá algo con lo que comparar.
Así, los espectadores que vayan a ver la última de Steven Spielberg pertenecerán a dos categorías: los que lleven la voz y los que no: los del segundo grupo no tendrán el menor problema y disfrutarán de una entretenida película, una producción de animación de gran calidad. Mejor aún: la esperanza de que les guste mucho y de que se animen a leer los álbumes de Tintín o a regalárselos a sus hijos. En cuanto a los del primer grupo, si logran acallar la voz, si a los cinco minutos de iniciada la proyección dejan de realizar comparaciones, también podrán gozar del espectáculo. La cuestión puede ser si Spielberg tenía dentro la voz o no cuando se emplazó a realizar esta cinta. Él sostiene que sí, incluso afirma que obtuvo la bendición de Hergé para el asunto (también dice que en su día se compró toda la colección de Tintín y que, aunque estaba en francés, fue perfectamente capaz de seguir los argumentos por lo que veía en las viñetas: ¡vaya!, Spielberg puede que tenga dentro la voz, sí, pero también puede ser que lo que tenga dentro sea ¡la voz de Astérix!).
Aparte de las voces (de Tintín, de E.T., de George Lucas o de quien sea: oigo voces: espero que no) que el director de la película escuche, queda claro su respeto por el personaje en la adaptación que ha realizado (como ejemplo cercano de lo que no se debe hacer, señalar el destrozo hollywoodiense que se hizo de las historietas de otros eminentes belgas, "Los Pitufos").
Adaptar: Modificar una obra científica, literaria, musical, etc., para que pueda difundirse entre público distinto de aquel al cual iba destinada o darle una forma diferente de la original.
Adaptar Hergé a Spielberg: lo que significan "Las aventuras de ..." para su creador, traducidas a lo que significan "Las aventuras de ..." para otro creador. Y de esto, de lo que es la idea de aventura para Steven Spielberg, huelga decir nada. De entrada la banda sonora es de John Williams, de modo que si cerramos los ojos es muy posible que Tintín aparezca con un látigo. En este punto lo que se tiene es una lucha de voces: la del voraz lector de cómic y la del incansable cinéfilo, voces que ojalá juntas sumaran pero que no tiene por qué ser así. Mientras no resten... ¿mejora Spielberg a Hergé? ¿le aporta algo? Dinero a sus herederos y a sus propios bolsillos. Poco más. O nada en absoluto (como el milagroso 3D: ya he visto varias en este formato y aún no he conseguido descubrir las bondades del tema; a esto se añade la estética videojuego que empieza a dominar en los mainstream: en el pasado era al revés, los videojuegos salían de las películas, pero ahora parece lo contrario).
La historia que se cuenta en "Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio" es una mezcla de los argumentos de "El secreto del Unicornio", "El cangrejo de las pinzas de oro" y "El tesoro de Rackham el Rojo", cogiendo lo que ha apetecido de una o de otra hasta lograr una trama aceptable: adaptación libérrima, en todo caso. Que se usen varios álbumes para cuajar un guión tiene su lógica: yo, siendo muy conservador en la estimación de tiempo, tardaba media hora en leer uno: tres para una película de hora y media: salen las cuentas. Además, esta película va a ser la primera entrega de una trilogía, previsión de futuro que supongo que dependerá de lo bien que se porte la taquilla estadounidense. En ese país, donde aún no se ha estrenado la película, los tebeos con las aventuras del joven periodista belga son bastante desconocidos, pero los nombres de Steven Spielberg o Peter Jackson (productor en ésta y anunciado director de la siguiente) son suficientemente potentes para atraer público a las salas. Eso y un marketing brutal, faltaría más.
¿Tintinmanía a las puertas? Quizás, pero me temo que no se va a concretar en aumentar los millones de lectores que ha tenido la colección durante décadas. Ese rédito del pasado ya está implícito en el nombre que aparece en el título: Tintín.
lunes, octubre 31, 2011
"Margin call", de J. C. Chandor
Esta noche o la de mañana (noche de difuntos) muchos buscarán una película de terror con la que celebrar su particular Halloween: celuloide eviscerado que consiga meternos el susto en el cuerpo. El catálogo del género es inmenso y no habrá grandes problemas para encontrar un título que produzca desasosiego en nuestro sueño nocturno.
Y si de eso se trata, de desvelo y angustia (dice Bécquer en "El monte de las animas": Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día!: lectura corta muy recomendable para la noche del 31 de Octubre), "Margin call", sin emplear ni una gota de ketchup, ni un grito desgarrador, ni una puerta chirriante, ni una amenaza en la sombra, será una opción nada desdeñable. "Margin call" es el instante que sumió a millones de personas en la desesperanza y la ruina, instante que se prolonga hasta la actualidad.
Un analista de una poderosa compañía estadounidense de inversiones (no aparece el nombre de esa compañía en la cinta, no se menciona en ningún momento; habrá que adivinar cuál, pero no parece muy complicado hallar ese homónimo en el mundo real) descubre una noche que los modelos numéricos en los que se basa su "inteligencia" contable tienen un pequeño error, de modo que la valoración de los activos de la empresa es, en fin, no todo lo veraz que debería ser. Traducción: las hipotecas subprime son una mierda y estamos al borde de la bancarrota. De madrugada, con la debida nocturnidad y alevosía, los altos ejecutivos de la empresa se reúnen mientras el resto del mundo duerme, acuden raudos en sus helicópteros y limusinas a la llamada que anuncia la tormenta, el fin del baile: la fiesta terminó. Dos opciones: intentar amortiguar las consecuencias para que el problema no se extienda a escala global o poner en consideración únicamente el propio interés, salvar los muebles en la medida de lo posible, colarle a las demás compañías los activos "tóxicos" y provocar eso que se llama una "crisis de confianza": la economía mundial en el arroyo. La solución al dilema será muy sencilla: que os den a todos: aún nos siguen dando y no dejarán de hacerlo. Lo más alarmante es que esta decisión última parece proceder de una única persona dotada de un poder absoluto, un individuo que no está dotado de conciencia y sí de una voracidad sin límites: el vampiro o, en este caso, el bankiro (magistral Jeremy Irons, el punto exacto para el mal disfrazado de gentleman). 24 horas que estremecieron al mundo, parafraseando el título de la novela de John Reed aunque, a diferencia de aquella, no se encontrará en esta trama ni una pizca de épica o de romanticismo (se puede ver "Reds" de Warren Beatty para saber más acerca de John Reed, perseguidor de revoluciones).
La película describe muy bien (al director novel J. C. Chandor convendrá no perderle de vista en sus siguientes obras) el ecosistema de la empresa moderna, selva de depredadores, un entorno donde abunda la traición y escasea la lealtad (en eso me recordó bastante a "El método" de Marcelo Piñeyro: con qué facilidad cambiamos el honor y la honestidad por la esclavitud de la nómina). La deshumanización absoluta en pos de un incremento de la gráfica de beneficios, de un porcentaje en las ganancias, de un aumento de sueldo: dinero a gastar en un cúmulo de lujos estúpidos y vacuos. Cambiar valores por valores (los morales por los bursátiles) dejando bien claro que no hay elección: ¡enséñame la pasta!, como se decía en "Jerry Maguire" de Cameron Crowe. Las reglas del juego no admiten variación y el casino no cierra nunca. Hagan sus apuestas.
Mucho miedo, ya te digo.
Y si de eso se trata, de desvelo y angustia (dice Bécquer en "El monte de las animas": Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día!: lectura corta muy recomendable para la noche del 31 de Octubre), "Margin call", sin emplear ni una gota de ketchup, ni un grito desgarrador, ni una puerta chirriante, ni una amenaza en la sombra, será una opción nada desdeñable. "Margin call" es el instante que sumió a millones de personas en la desesperanza y la ruina, instante que se prolonga hasta la actualidad.
Un analista de una poderosa compañía estadounidense de inversiones (no aparece el nombre de esa compañía en la cinta, no se menciona en ningún momento; habrá que adivinar cuál, pero no parece muy complicado hallar ese homónimo en el mundo real) descubre una noche que los modelos numéricos en los que se basa su "inteligencia" contable tienen un pequeño error, de modo que la valoración de los activos de la empresa es, en fin, no todo lo veraz que debería ser. Traducción: las hipotecas subprime son una mierda y estamos al borde de la bancarrota. De madrugada, con la debida nocturnidad y alevosía, los altos ejecutivos de la empresa se reúnen mientras el resto del mundo duerme, acuden raudos en sus helicópteros y limusinas a la llamada que anuncia la tormenta, el fin del baile: la fiesta terminó. Dos opciones: intentar amortiguar las consecuencias para que el problema no se extienda a escala global o poner en consideración únicamente el propio interés, salvar los muebles en la medida de lo posible, colarle a las demás compañías los activos "tóxicos" y provocar eso que se llama una "crisis de confianza": la economía mundial en el arroyo. La solución al dilema será muy sencilla: que os den a todos: aún nos siguen dando y no dejarán de hacerlo. Lo más alarmante es que esta decisión última parece proceder de una única persona dotada de un poder absoluto, un individuo que no está dotado de conciencia y sí de una voracidad sin límites: el vampiro o, en este caso, el bankiro (magistral Jeremy Irons, el punto exacto para el mal disfrazado de gentleman). 24 horas que estremecieron al mundo, parafraseando el título de la novela de John Reed aunque, a diferencia de aquella, no se encontrará en esta trama ni una pizca de épica o de romanticismo (se puede ver "Reds" de Warren Beatty para saber más acerca de John Reed, perseguidor de revoluciones).
La película describe muy bien (al director novel J. C. Chandor convendrá no perderle de vista en sus siguientes obras) el ecosistema de la empresa moderna, selva de depredadores, un entorno donde abunda la traición y escasea la lealtad (en eso me recordó bastante a "El método" de Marcelo Piñeyro: con qué facilidad cambiamos el honor y la honestidad por la esclavitud de la nómina). La deshumanización absoluta en pos de un incremento de la gráfica de beneficios, de un porcentaje en las ganancias, de un aumento de sueldo: dinero a gastar en un cúmulo de lujos estúpidos y vacuos. Cambiar valores por valores (los morales por los bursátiles) dejando bien claro que no hay elección: ¡enséñame la pasta!, como se decía en "Jerry Maguire" de Cameron Crowe. Las reglas del juego no admiten variación y el casino no cierra nunca. Hagan sus apuestas.
Mucho miedo, ya te digo.
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