El problema esencial al que se enfrentará un guionista que quiera elaborar una historia sobre Superman, será el de cómo hacerle daño al personaje. Cuando Jerry Siegel y Joe Shuster crearon al superhéroe en la década de los 30, dibujaron un ser todopoderoso que exponía escasos puntos débiles al enemigo (a la figura de Superman le dediqué hace un par de años un largo artículo que fue publicado en la ya legendaria revista "La caja de Pandora", para su no menos mítico número 8 especial "Superhéroes"). Queda la kryptonita, escaso mineral de color verde del que habrá que usar la mayor cantidad disponible para poder frenar al hombre de acero. Y así se llamaba la anterior película sobre Superman, "El hombre de acero", dirigida también por Zack Snyder. Esa producción del año 2013 ya contaba con Henry Cavill como imagen moderna de Clark Kent y era una cinta bastante plomiza, tanto como el color ceniciento que la dominaba y que también sepultó el rojo fuerte de la capa del héroe, así como su carácter, vencido hacia la circunspección y la melancolía. Con aquel antecedente, remake del "Superman II" de Richard Lester, el resultado de "Batman v Superman" se esperanzaba incierto, cuando menos, más aún si el ínclito Ben Affleck iba a ser el encargado de ponerse el traje del otro archiconocido superhéroe huérfano de la DC Comics, Batman. Ay.
Un espectador prejuicioso lo tiene crudo si quiere disfrutar del cine en su plenitud. Y si encima se ha empapado de críticas poco favorables, ni te cuento, mejor pasar la tarde en otros menesteres. Al rato de estar viendo "Batman v Superman", pienso que quizás nos hemos equivocado de sala. ¿Esta es la cinta motivo de tanto troleo, de tanto escarnio y desprecio? Ni Henry Cavill ni Ben Affleck despertarán pasiones por la actuación que desarrollan, pero tampoco molestan (¿Christian Bale es el mejor Batman de la historia del cine? A Bale le sacudió tal tunda actoral el malogrado Heather Ledger en "El caballero oscuro" de Christopher Nolan, que supongo que recalculó las oportunidades de lucimiento que le puede reportar seguir interpretando al hombre murciélago). Por si acaso, se ha sabido rodear a los dos protagonistas de un reparto excelente, con talento probado en los nombres de Amy Adams, Jeremy Irons, Holly Hunter, Laurence Fihsburne, Diane Lane, a los que se une la avasalladora aparición de Gal Gadot como Wonder Woman: las escenas de combate de esta chica maravilla son alucinantes. Sí, no he mencionado un actor, Jesse Eisenberg: su Lex Luthor es lo que merece pasar al olvido en esta película, un Luthor que no se sabe si quiere ser Luthor o si quiere ser Joker y que al final no es uno ni otro: me temo, encima, que el parloteo frenético de Eisenberg seguirá buscando kryptonita en futuras entregas de la saga. Porque se avecina saga, no les quepa duda. El universo DC, a rebufo del éxito taquillero que la factoría Marvel (¿o es Disney?) ha extraído y seguirá extrayendo de su catálogo de Vengadores, está ansioso por hacer caja en años venideros.
Zack Snyder, hábil falsificador de cómics, como demostró en "300" o en "Watchmen", se enfrenta ahora al desafío de pasar a celuloide los tebeos de dos de los superhéroes más famosos que existen, probablemente el primero y el segundo de la lista, personajes que, con sendas firmas de Richard Donner y Tim Burton, ya habían sido retratados con éxito en el séptimo arte. Snyder arriesga con la estética (con buen resultado) pero la película no se la juega con el guión, ¿para qué? Ambos defensores del bien tienen distintas concepciones de la justicia, perfectamente delimitadas desde hace décadas: uno es más boyscout y otro es más canalla, caracteres forjados en la infancia: aunque los dos perdieron a sus padres biológicos a edad temprana, a uno lo criaron amorosos padres adoptivos en una granja de Kansas, mientras que el otro fue carne de internado al que rodeaban avarientos tiburones de las finanzas deseosos de hincarle el diente a la fortuna familiar: pobre niño rico. Personalidades distintas que son la base de cualquier buddy movie que se precie: odio a primera vista. Una de las ensoñaciones que se muestran en la película, aquella en la que en un futuro distópico Batman aparece como un líder de la resistencia enfrentado al régimen impuesto por un Superman totalitario (sacado del fantástico cómic "Superman: Red Son" de Mark Millar: ¿qué hubiera pasado si en vez de en U.S.A., Superman hubiera aterrizado en la U.R.S.S?), lleva al extremo la desconfianza mutua que se profesa el dúo: el enfrentamiento latente, el combate que será a muerte. Pero la muerte no es el final, no. En los cines habrá Liga de la Justicia para rato.
jueves, marzo 31, 2016
lunes, marzo 28, 2016
"Lo que hacemos en las sombras", de Taika Waititi y Jemaine Clement
Propongo que ésta es la película más divertida que he visto últimamente, al menos en la sección de novedades (hace poco he vuelto a ver "El apartamento" de Billy Wilder, pero no cuenta: revisar comedias y comprobar que el mecanismo de la felicidad que producían sigue funcionando). "Lo que hacemos en las sombras" me recordó a una película de 1984 dirigida por Rob Reiner y que se titulaba "This is Spinal Tap"y que también era muy divertida. En ella se retrataba el "vivir cada día" de una banda de heavy metal que, desterrados los días de gloria, se vapuleaba mutuamente por el camino de la decadencia y el olvido. Las pequeñas miserias cotidianas de este grupo de músicos, conformaban la trama de un falso documental, lustros antes de que el termino reality show dominara gran parte de la parrilla televisiva. Se jugaba con el mito preestablecido por la masa popular en cuanto al glamour que uno puede pensar que domina la vida de las rutilantes estrellas del rock, para comprobar que la realidad era mucho menos atractiva: desmitificación y conmiseración.
"Lo que hacemos en las sombras" funciona exactamente igual que aquella fantástica película de Rob Reiner, poniendo el foco mockumentary en unos vampiros que viven en la capital de Nueva Zelanda, Wellington, compartiendo piso. Y a cualquiera que se haya visto (o se vea) en alguna fase de su vida en la situación de vivir bajo el mismo techo que unos desconocidos, unidos un buen día por el animo de compartir el pago de un alquiler a fin de mes, no tardará ni cinco minutos en empezar a sonreír: el don limpio, el fiestas, el que no sale de su habitación: esa fauna entrañable que se sentaba a charlar rodeada de cacharros sucios y a pergeñar inoperantes turnos de limpieza. ¡Bah! Pasa de todo y vamos a tomar una birra al bar de abajo. Aquello sí que era vivir el instante, ay. Y no, no hay nada como reírse de uno mismo (la sitcom moderna se maneja con precaución cuando frecuenta estereotipos políticamente incorrectos en humor de trazo grueso: ni negros, ni judíos, ni homosexuales, ni musulmanes: a la menor llega un lobby de algo y te sacude un pleito millonario, o algo peor: mejor hacer chistes de blancos occidentales y a ser posible pobres: lectura recomendada para este tema es "Chavs, la demonización de la clase obrera", escrito por Owen Jones).
La parte risible de la vida vampírica será sin duda la que se muestra cercana a la cotidianidad costumbrista del ser humano, condición anterior del vampiro y que ahora resulta ser la especie que le sirve de alimento. Y a pesar de haber alcanzado un escalón evolutivo superior, parece que el pasado mortal de un vampiro pesa demasiado: ataduras mundanas de vanidad y melancolía de las que resulta imposible deshacerse en la ultratumba. Vampiros glam y hombres lobo con barriga cervecera, siguen sintiendo la necesidad compulsiva de ir al bar cuando cae la noche, haya luna llena o no. Y da igual que te hayan mordido aquí o en Wellington: bares, qué lugares.
domingo, febrero 28, 2016
"El renacido", de Alejandro González Iñárritu
Dentro de escasas horas se entregarán los premios Oscar. Esta tarde hubo ocasión de ir al cine y las opciones eran "El renacido" o "Carol", la excelente, según se oye, película de Todd Haynes. Nos decantamos por "El renacido", película que, con 12 candidaturas, tiene muchas opciones de encabezar los telediarios de mañana. Y en ese hipotético avance de las noticias, la imagen de Leonardo Di Caprio empuñando una estatuilla sería la primera, sin lugar a dudas. Debió ganarlo hace un par de años, cuando interpretó magníficamente al embaucador Jordan Belfort para "El lobo de Wall Street" de Martin Scorsese. Pero se lo arrebató Matthew McConaughey por "Dallas Buyers Club" de Jean-Marc Vallée: es que a Matthew se le notaba que se había esforzado mucho. Sí, Hollywood tiene tendencia a premiar el esfuerzo de sus trabajadores, gran noticia, y cuando se nota en la pantalla que un actor se ha dejado la piel en su interpretación, ya sea mareando la báscula hacia arriba o hacia abajo, sentándose en una silla de ruedas, o simulando todo tipo de minusvalías, la marca en el voto del académico está más cercana que nunca. Y quién puede afirmar que Di Caprio no las ha pasado canutas rodando "El renacido": cuánta penuria, cuánta moribundez: Rasputín, al que hubo que envenenar, tirotear y arrojar a las heladas aguas del río Neva para matarlo (al final murió ahogado), era un debilucho comparado con este indómito Hugh Glass, que de glass no tiene nada: duro como un pedernal. Y lo cierto es que un aire a Rasputín, ese afable monje ruso, sí lo tiene.
En "El renacido" a los guionistas se les ha ido la mano sacudiendo la badana, vistiendo de torero a Di Caprio hasta dejarlo como a un ecce homo. Tanto es así que la casquería salpica la pantalla y amenaza con regurgitarle al espectador la comida del domingo. Por mucho que insista el cartel de la película en su frase "Inspirada en hechos reales", este cuento de tramperos de principios del siglo XIX no hay médico del SAMUR que se lo crea. Éste podría ser el principal problema del cine de Iñárritu: el alarde. Tiene tanta ansia el director en dejar a todo el mundo epatado con su obra, que se pasa de efectista: se percibe demasiado la mano que mece la cuna en la cámara que realiza movimientos inverosímiles (pasó en "Birdman"), en la fotografía extática, en el suceso improbable: el espectador termina por salirse de la trama, meditando sobre la verosimilitud del relato en vez de empatizando con él. Te deja frío este renacido, oh Lázaro redivivo.
Al oso es al que deberían darle el Oscar, dicen, por protagonizar una de las escenas más impactantes e increíbles de la película. La capacidad de digitalizar fotogramas está pulverizando las barreras de lo que se puede rodar o no al hacer cine, pero esa potencia está sepultando a la vez el asombro de la mirada: no nos creemos nada y ese oso hace que añoremos a Yogui: yo, al menos, me lo creía mucho más. Las formas en cinematografía ascienden en un crescendo imparable a la vez que el fondo desciende en la misma medida. De este modo "El renacido" se procura un hálito de profundidad infatuada mediante el salpique de una serie de secuencias oníricas, ejemplos de chamanismo new age trasnochado, que ansían llevar a la película a un plano trascendente que, por otro lado, no necesita alcanzar: ya quisiera "El renacido" ni tan siquiera acercarse a Tarkovski o Mallick, como he leído en alguna aberrante comparación, ay. Basta con que "El renacido" quiera ser lo que es: una epopeya de pioneros, una leyenda de territorios fronterizos e inhóspitos, de paisajes milenarios donde el invasor europeo arramplaba con todo lo que se podía vender y exterminaba a todo lo que se movía. Incluido él mismo.
En "El renacido" a los guionistas se les ha ido la mano sacudiendo la badana, vistiendo de torero a Di Caprio hasta dejarlo como a un ecce homo. Tanto es así que la casquería salpica la pantalla y amenaza con regurgitarle al espectador la comida del domingo. Por mucho que insista el cartel de la película en su frase "Inspirada en hechos reales", este cuento de tramperos de principios del siglo XIX no hay médico del SAMUR que se lo crea. Éste podría ser el principal problema del cine de Iñárritu: el alarde. Tiene tanta ansia el director en dejar a todo el mundo epatado con su obra, que se pasa de efectista: se percibe demasiado la mano que mece la cuna en la cámara que realiza movimientos inverosímiles (pasó en "Birdman"), en la fotografía extática, en el suceso improbable: el espectador termina por salirse de la trama, meditando sobre la verosimilitud del relato en vez de empatizando con él. Te deja frío este renacido, oh Lázaro redivivo.
Al oso es al que deberían darle el Oscar, dicen, por protagonizar una de las escenas más impactantes e increíbles de la película. La capacidad de digitalizar fotogramas está pulverizando las barreras de lo que se puede rodar o no al hacer cine, pero esa potencia está sepultando a la vez el asombro de la mirada: no nos creemos nada y ese oso hace que añoremos a Yogui: yo, al menos, me lo creía mucho más. Las formas en cinematografía ascienden en un crescendo imparable a la vez que el fondo desciende en la misma medida. De este modo "El renacido" se procura un hálito de profundidad infatuada mediante el salpique de una serie de secuencias oníricas, ejemplos de chamanismo new age trasnochado, que ansían llevar a la película a un plano trascendente que, por otro lado, no necesita alcanzar: ya quisiera "El renacido" ni tan siquiera acercarse a Tarkovski o Mallick, como he leído en alguna aberrante comparación, ay. Basta con que "El renacido" quiera ser lo que es: una epopeya de pioneros, una leyenda de territorios fronterizos e inhóspitos, de paisajes milenarios donde el invasor europeo arramplaba con todo lo que se podía vender y exterminaba a todo lo que se movía. Incluido él mismo.
jueves, febrero 25, 2016
"Creed: La leyenda de Rocky", de Ryan Coogler
¿Por qué ver esta película? Creed, nos ordena su título. ¿Pero en qué? ¿Qué esperanzas se pueden depositar en ella? ¿Qué fe puede empujarnos a verla? Su guión no, desde luego, una trama anticipada y simple: el chico quiere ser boxeador. Creed, el hijo de Apollo Creed. Creed. Pero ya se han rodado muchas películas de boxeo, algunas de ellas auténticas obras maestras, que nos relataban con rotundidad la dureza del camino hacia la cumbre, y hacia el olvido, de los combatientes del ring. La excusa para detenerse en esta cinta, episodio séptimo (otro episodio séptimo) de una saga iniciada hace cuatro décadas (otras cuatro décadas), será el propio Rocky. Y punto. Contemplar a Sylvester Stallone enfundado de nuevo en la piel de El potro italiano, echando el cierre (o no) al papel que le lanzó directo al estrellato de Hollywood, es lo que justifica el precio de la entrada: verle subir por última vez los escalones que conducen al Museo de Arte de Filadelfia, una escalera cinéfila tan mítica como la de "El acorazado Potemkin" de Serguéi Eisenstein.
Stallone generó dos iconos cinematográficos que se convirtieron en símbolos universales, en imágenes genuinas del siglo XX. Tanto Rocky como Rambo surgieron de buenas películas: "Rocky", dirigida por John G. Avildsen en 1976, y "Acorralado", de Ted Kotcheff, estrenada en 1982. Ambos eran arquetipos del héroe de la clase trabajadora: el humilde chico de barrio que para escapar del lumpen elige el gimnasio y el rudo oficio de boxeador o, peor aún, la oficina de reclutamiento y el destino desgraciado de la guerra de Vietnam. El problema de estas películas fue, precisamente, su éxito, un triunfo mundial que condujo a una sucesión terrible de secuelas, a cual peor: el icono y la caricatura. Sin embargo, la sátira común de sus dotes como actor parece haber conducido a Sly a un estado de aceptación tácita: el reírse de uno mismo, eso tan sano. Así se retrata al Rocky crepuscular de "Creed", un vejete bonachón de sonrisa fácil, corpachón de boxeador sonado y el regalo de la sabiduría de la experiencia, un ídolo antiguo abatido por las ausencias, por la nostalgia de todos aquellos a los que ha sobrevivido. Con aquel Rocky del 76, consiguió Sylvester Stallone dos nominaciones, una como mejor actor y otra como mejor guionista, nada menos. No se llevó ningún Oscar aquella noche de 1977. A la tercera, ya se sabe. O no.
Stallone generó dos iconos cinematográficos que se convirtieron en símbolos universales, en imágenes genuinas del siglo XX. Tanto Rocky como Rambo surgieron de buenas películas: "Rocky", dirigida por John G. Avildsen en 1976, y "Acorralado", de Ted Kotcheff, estrenada en 1982. Ambos eran arquetipos del héroe de la clase trabajadora: el humilde chico de barrio que para escapar del lumpen elige el gimnasio y el rudo oficio de boxeador o, peor aún, la oficina de reclutamiento y el destino desgraciado de la guerra de Vietnam. El problema de estas películas fue, precisamente, su éxito, un triunfo mundial que condujo a una sucesión terrible de secuelas, a cual peor: el icono y la caricatura. Sin embargo, la sátira común de sus dotes como actor parece haber conducido a Sly a un estado de aceptación tácita: el reírse de uno mismo, eso tan sano. Así se retrata al Rocky crepuscular de "Creed", un vejete bonachón de sonrisa fácil, corpachón de boxeador sonado y el regalo de la sabiduría de la experiencia, un ídolo antiguo abatido por las ausencias, por la nostalgia de todos aquellos a los que ha sobrevivido. Con aquel Rocky del 76, consiguió Sylvester Stallone dos nominaciones, una como mejor actor y otra como mejor guionista, nada menos. No se llevó ningún Oscar aquella noche de 1977. A la tercera, ya se sabe. O no.
domingo, febrero 14, 2016
"Sólo los amantes sobreviven", de Jim Jarmusch
¿Qué tienen que ver Tánger y Detroit? Tú a Tánger y yo a Detroit. La idea romántica que encarna la ciudad marroquí posee una larga tradición, establecida desde que se asentó como destino exótico para exiliados de la bohemia literaria occidental: Paul Bowles fue primero y luego pasearon por sus angostas calles muchos otros como William Burroughs (allí almorzó desnudo), Tennessee Williams, Truman Capote o Allen Ginsberg. Que Jarmusch la escoja para vagabundear las soledades nocturnas de uno de sus amantes, de ella, de Eve (Tilda Swinton), podría resultar una elección obvia teniendo en cuenta que la película pretende resaltar las ansias culturales y artísticas de sus protagonistas, un ansia que incluso amenaza con superar el otro ansia, El Ansia en el sentido del título de la cinta de culto de Tony Scott. En cuanto a situar en Detroit a Adam (Tom Hiddleston) y a sus impulsos suicidas (Motor City, transformada hoy día en la más conocida ciudad muerta moderna, paradigma de la autodestrucción que el capitalismo salvaje inflige a sus súbditos), no se puede considerar de otro modo que no sea un acierto rotundo. En otra película reciente, "Lost River", la opera prima como director del actor Ryan Gosling, también el telón de fondo de Detroit y su bancarrota aparecía cual inmenso maelstron dispuesto a arrastrar hacia el olvido hasta el último de sus habitantes (el mismo olvido que merece la película de Gosling, me temo: mejor delante de la cámara que detrás). Detroit, cadáver insepulto, ciudadela arrasada, donde por la noche aúllan ecos de la Motown y rugidos apagados de motores V8, entre escombros polvorientos y medianeras descubiertas.
Jarmusch parece realizar una metáfora irónica de su propia trayectoria de cineasta elitista, siempre relacionado con el glamour de vanguardias artísticas neoyorquinas, centro del mundo cultural, del arte más rompedor y experimental, ese aura, de la independencia creadora que termina convertida, de forma paradójica, en consumo de masas. Tras un largo paréntesis desde su anterior cinta "Los límites del control", una película plomiza, impenetrable y desangelada, ambientada en España, el director de Ohio rueda una historia mucho más interesante y accesible, un cuento crepuscular, decadente, lleno de humor negro, historia de seres extraordinarios que se ven sometidos a dilemas existenciales que poco tienen que envidiar a la angustia cotidiana de sus vecinos mortales. Y para ello cuenta con dos actores excelentes, Swinton y Hiddleston, sin los que sin duda el resultado hubiera sido menor. Eve y Adam y su melancolía milenaria alimentada por un torrente inmenso de recuerdos, los del contacto perdido con muchas de las figuras que llevaron a la especie humana, por la senda del arte y la ciencia, a un escalón superior. La superioridad inevitable de las criaturas nocturnas: la cámara de Jarmusch se desliza por la ciudad en la noche, qué más da que sea Tánger o Detroit o cualquier otro lugar, la ciudad queda convertida en un mundo distinto con la llegada del ocaso, un mundo lleno de misterio donde todo es posible: cuando cae la noche y se pasea por las calles solitarias o se entra a un bar, se produce un efecto parecido al de sumergirse debajo del agua: la sensación de haber penetrado en otra dimensión, de haber roto reglas que sólo aplican en el exterior: Alicia cayendo por el hueco del árbol y abriendo los ojos, al fin. Hasta que salga el sol.
Jarmusch parece realizar una metáfora irónica de su propia trayectoria de cineasta elitista, siempre relacionado con el glamour de vanguardias artísticas neoyorquinas, centro del mundo cultural, del arte más rompedor y experimental, ese aura, de la independencia creadora que termina convertida, de forma paradójica, en consumo de masas. Tras un largo paréntesis desde su anterior cinta "Los límites del control", una película plomiza, impenetrable y desangelada, ambientada en España, el director de Ohio rueda una historia mucho más interesante y accesible, un cuento crepuscular, decadente, lleno de humor negro, historia de seres extraordinarios que se ven sometidos a dilemas existenciales que poco tienen que envidiar a la angustia cotidiana de sus vecinos mortales. Y para ello cuenta con dos actores excelentes, Swinton y Hiddleston, sin los que sin duda el resultado hubiera sido menor. Eve y Adam y su melancolía milenaria alimentada por un torrente inmenso de recuerdos, los del contacto perdido con muchas de las figuras que llevaron a la especie humana, por la senda del arte y la ciencia, a un escalón superior. La superioridad inevitable de las criaturas nocturnas: la cámara de Jarmusch se desliza por la ciudad en la noche, qué más da que sea Tánger o Detroit o cualquier otro lugar, la ciudad queda convertida en un mundo distinto con la llegada del ocaso, un mundo lleno de misterio donde todo es posible: cuando cae la noche y se pasea por las calles solitarias o se entra a un bar, se produce un efecto parecido al de sumergirse debajo del agua: la sensación de haber penetrado en otra dimensión, de haber roto reglas que sólo aplican en el exterior: Alicia cayendo por el hueco del árbol y abriendo los ojos, al fin. Hasta que salga el sol.
domingo, enero 31, 2016
"Los odiosos ocho", de Quentin Tarantino
Poco a poco, película a película, se ha ido adentrando más y más Tarantino en los territorios del spaguetti western (aquel comienzo de "Malditos bastardos" o la trama ya situada en el cinematográficamente violento siglo XIX estadounidense para "Django desencadenado", si bien aquella parecía más un ejercicio de blaxploitation), hasta lograr en "Los odiosos ocho" un título que quiere ser propio del género, Ennio Morricone en la banda sonora incluido. Sin embargo en este spaguetti se le ha ido la mano con el tomate, algo que, para qué nos vamos a engañar, no supone una sorpresa. Nunca me han interesado los baños de sangre en el cine, fotogramas inundados de hemoglobina, y cuanto más "gore" se ponga Tarantino, menos me gustará su obra: recursos para impresionar al espectador que se me antojan excesivamente fáciles. El cuerpo humano convertido en un patético surtidor de líquido carmesí: quizás sea la forma realista de presentar los efectos de un disparo, nunca he presenciado un suceso semejante, pero supongo que se exagera: la prolongación o brevedad y la espectacularidad o sutileza del acto de morir en el cine, un cronómetro y una composición manipulados a capricho por exigencias del guión. La lírica de la muerte de aquellos western latinos dirigidos por Sergio Leone, se convierte, en manos de Quentin Tarantino, en un impulso grotesco.
Pero antes de disfrazar a Jennifer Jason Leigh (brillante actuación) de la Carrie que Brian de Palma convirtió en icono del cine de terror, la película es, fundamentalmente, una película hablada: otra marca de autor: miro el reloj cuando creo que la cosa se va a empezar a desmadrar, cuando parece que las ensaladas de tiros están a punto de salir de la cocina, y resulta que han pasado casi dos horas de las casi tres que dura la proyección: en el tiempo en el que cualquier otra película de acción ha concluido, empieza el baile de "Los odiosos ocho". Y ese empacho de diálogos es lo mejor que presenta este autor, este director de cine que sobre todo luce como guionista: la tensión que crece poco a poco, surgiendo de una verborrea incansable, trenzada en un escenario sin héroes: forajidos, cazadores de recompensas, criminales de guerra de ambos bandos: ocho farsantes luciendo artimañas para sobrevivir en un terreno inhóspito: la violencia inherente al ser humano sometido a una fuerza violenta aún mayor: dioses nórdicos ancestrales convocan al viento, al frío y a la nieve, tienden trampas y establecen encuentros fortuitos que concluyen en un holocausto habilitado para aplacar su ansia carnicera. Unas bromas para pasar la tarde, en fin.
Ocho odiosos, ocho, muchos de ellos sospechosos habituales del cine de Tarantino, como Samuel L. Jackson (no hubiera desentonado su candidatura en un ceremonia de los Oscar en la que, al aparecer, será tema dominante la ausencia de actores de color, y eso aunque el presentador sea Chris Rock...), Kurt Russell, Michael Madsen o Tim Roth. Roth parece que interpreta un papel hecho a la medida de Christoph Waltz, ultimo actor fetiche del cineasta de Knoxville, y al que se le echa de menos en esta cinta (de hecho tuve que fijarme varias veces en el flemático verdugo inglés Oswaldo Mobray, interpretado por Tim Roth, para asegurarme de que en realidad no era Waltz el que lo encarnaba). Ocho personajes para un Cluedo que se disputa en una solitaria casa de las montañas de Wyoming, una película del oeste pero también una de acción y de misterio, con sus puntos cómicos (cazador y presa como matrimonio mal avenido) y gran derroche de lenguaje racista: será para que Spike Lee, que ya se despachó largamente con la visión de la esclavitud desplegada en "Django desencadenado", siga adelante con su carrera de cascarrabias, afán para el que presenta buenas aptitudes, ya que esto del cine lo tiene bastante abandonado últimamente. Y la película también tiene vaho, eso sí, también mucho vaho.
Pero antes de disfrazar a Jennifer Jason Leigh (brillante actuación) de la Carrie que Brian de Palma convirtió en icono del cine de terror, la película es, fundamentalmente, una película hablada: otra marca de autor: miro el reloj cuando creo que la cosa se va a empezar a desmadrar, cuando parece que las ensaladas de tiros están a punto de salir de la cocina, y resulta que han pasado casi dos horas de las casi tres que dura la proyección: en el tiempo en el que cualquier otra película de acción ha concluido, empieza el baile de "Los odiosos ocho". Y ese empacho de diálogos es lo mejor que presenta este autor, este director de cine que sobre todo luce como guionista: la tensión que crece poco a poco, surgiendo de una verborrea incansable, trenzada en un escenario sin héroes: forajidos, cazadores de recompensas, criminales de guerra de ambos bandos: ocho farsantes luciendo artimañas para sobrevivir en un terreno inhóspito: la violencia inherente al ser humano sometido a una fuerza violenta aún mayor: dioses nórdicos ancestrales convocan al viento, al frío y a la nieve, tienden trampas y establecen encuentros fortuitos que concluyen en un holocausto habilitado para aplacar su ansia carnicera. Unas bromas para pasar la tarde, en fin.
Ocho odiosos, ocho, muchos de ellos sospechosos habituales del cine de Tarantino, como Samuel L. Jackson (no hubiera desentonado su candidatura en un ceremonia de los Oscar en la que, al aparecer, será tema dominante la ausencia de actores de color, y eso aunque el presentador sea Chris Rock...), Kurt Russell, Michael Madsen o Tim Roth. Roth parece que interpreta un papel hecho a la medida de Christoph Waltz, ultimo actor fetiche del cineasta de Knoxville, y al que se le echa de menos en esta cinta (de hecho tuve que fijarme varias veces en el flemático verdugo inglés Oswaldo Mobray, interpretado por Tim Roth, para asegurarme de que en realidad no era Waltz el que lo encarnaba). Ocho personajes para un Cluedo que se disputa en una solitaria casa de las montañas de Wyoming, una película del oeste pero también una de acción y de misterio, con sus puntos cómicos (cazador y presa como matrimonio mal avenido) y gran derroche de lenguaje racista: será para que Spike Lee, que ya se despachó largamente con la visión de la esclavitud desplegada en "Django desencadenado", siga adelante con su carrera de cascarrabias, afán para el que presenta buenas aptitudes, ya que esto del cine lo tiene bastante abandonado últimamente. Y la película también tiene vaho, eso sí, también mucho vaho.
domingo, enero 17, 2016
"Loreak", de Jon Garaño y Jose Mari Goenaga
"Loreak" había sido noticia por dos cosas. Primero por formar parte de las nominadas a mejor película en los premios Goya del 2015 y segundo por ser la candidata elegida por la Academia de Cine para representar a España en la próxima edición de los Oscar, opción a la que se dio carpetazo en Hollywood a las primeras de cambio. Si que entrara en la carrera por los Goya no tenía por qué sorprender a nadie, lo segundo sí era más digno de mención, ya que "Loreak" (flores en castellano) está rodada en euskera, siendo la primera vez que un filme de estas características era seleccionado para competir por la más preciada estatuilla del cine mundial. Más digno de mención, pero digno de mención sin más: que la academia española presente una película en euskera a los Oscar, no es algo insólito y debe considerarse completamente normal. El ínclito líder podemita Pablo Iglesias, aconsejaba con vehemencia al conjunto de la nación española que se lanzara a la sala de cine más cercana para contemplar "Ocho apellidos catalanes" de Emilio Martínez Lázaro, y de este modo poder comprender, al fin, la complejidad plurinacional del estado español. Ay. Siguiendo esa indicación resultaría que el tópico (o el topicazo) no ha de ser una máscara de la realidad, sino la verdad desnuda, quién lo iba pensar. Qué listos son los políticos y cuánto saben.
Mejor poner en marcha el DVD de "Loreak", activar los subtítulos (bueno, en mi caso es la opción por defecto, incluidas muchas películas en castellano en las que la incapacidad para vocalizar de algunos actores hace infructuoso cualquier intento de entendimiento) y disfrutar de un excelente melodrama universal. ¡Bueno, bueno! ¡Cómo que universal! Pues la verdad es que no sé si en otros países, al conducir por carreteras llenas de curvas, uno se topa con rincones adornados con flores, lugares que sabemos que son terribles, luctuosos, pero sí estoy bastante seguro de que las relaciones establecidas entre las tres mujeres protagonistas de "Loreak", son de lo más común. Lo que no es tan común es que la intensidad emocional alcanzada en esta película sea fácil de lograr sin usar factores pasionales mucho más explícitos, de factura más sencilla para sus directores y mejor digestión para los espectadores.
Una mujer en cada vértice del triángulo y un hombre en el baricentro (repasen sus matemáticas). Madres, esposas, enamoramientos. El matriarcado poderoso, mirando con desconfianza a la amante, y la amante desazonada por los celos: al final la figura del hijo o del marido (o la hija o la mujer) no es más que una excusa para desatar tensiones posesivas, para combatir la sensación de soledad que ocasionan la costumbre destructora y la angustia de un futuro percibido como mediocre. Flores marchitas y flores frescas. Flores de autosatisfacción y flores no recompensadas: amores ocultos, platónicos, alimentados cotidianamente por la presencia: 'Codiciamos lo que vemos cada día', sentenciaba Hannibal Lecter. Flores muertas. 'Send me dead flowers every morning', o, cambiando a los Rolling por Cecilia, 'Como siempre sin tarjeta'. Platonismo revelado para llenar de color el ambiente gris de la obra, del barro, del asfalto, para continuar con las búsquedas que alimentan nuestras obsesiones.
Mejor poner en marcha el DVD de "Loreak", activar los subtítulos (bueno, en mi caso es la opción por defecto, incluidas muchas películas en castellano en las que la incapacidad para vocalizar de algunos actores hace infructuoso cualquier intento de entendimiento) y disfrutar de un excelente melodrama universal. ¡Bueno, bueno! ¡Cómo que universal! Pues la verdad es que no sé si en otros países, al conducir por carreteras llenas de curvas, uno se topa con rincones adornados con flores, lugares que sabemos que son terribles, luctuosos, pero sí estoy bastante seguro de que las relaciones establecidas entre las tres mujeres protagonistas de "Loreak", son de lo más común. Lo que no es tan común es que la intensidad emocional alcanzada en esta película sea fácil de lograr sin usar factores pasionales mucho más explícitos, de factura más sencilla para sus directores y mejor digestión para los espectadores.
Una mujer en cada vértice del triángulo y un hombre en el baricentro (repasen sus matemáticas). Madres, esposas, enamoramientos. El matriarcado poderoso, mirando con desconfianza a la amante, y la amante desazonada por los celos: al final la figura del hijo o del marido (o la hija o la mujer) no es más que una excusa para desatar tensiones posesivas, para combatir la sensación de soledad que ocasionan la costumbre destructora y la angustia de un futuro percibido como mediocre. Flores marchitas y flores frescas. Flores de autosatisfacción y flores no recompensadas: amores ocultos, platónicos, alimentados cotidianamente por la presencia: 'Codiciamos lo que vemos cada día', sentenciaba Hannibal Lecter. Flores muertas. 'Send me dead flowers every morning', o, cambiando a los Rolling por Cecilia, 'Como siempre sin tarjeta'. Platonismo revelado para llenar de color el ambiente gris de la obra, del barro, del asfalto, para continuar con las búsquedas que alimentan nuestras obsesiones.
domingo, enero 10, 2016
"El puente de los espías", de Steven Spielberg
-No parece estar preocupado.
-¿Ayudaría?
Le preguntaron a Luis Buñuel si era comunista. Él respondió que sí, que se sentía comunista, aunque nunca hubiera militado en el partido, pero que si le preguntaban si preferiría vivir en Moscú o en Nueva York, no iba a tener dudas en su respuesta. La última película de Steven Spielberg tampoco vacila a la hora de resolver ese dilema. No ha de extrañar: cualquiera que haya estado atento a la trayectoria del director californiano podrá constatar que Spielberg ha sido uno de los grandes profetas de las bondades del american way of life en la que es una de sus mayores máquinas de propaganda, el cine de Hollywood. Sin embargo la obra de Spielberg también admite, lo ha admitido siempre, una lectura entre líneas, un sondeo que aparte la primera capa de celuloide y que descubra conclusiones no tan nítidas como serían de esperar: una abultada renta per cápita no tiene por qué estar asentada sobre los mejores valores morales posibles. La batalla entre ética y sociedad, en el sentido manifestado por Buñuel en aquella entrevista, se revive en "El puente de los espías", y lo hace a ambos lados del Telón de Acero.
Stoikiy mujik. El hombre en pie. El hombre firme. El hombre íntegro. Uno para cada bloque: el abogado James Donovan (Tom Hanks) y el espía Rudolf Abel (Mark Rylance). Tom Hanks vuelve a realizar, tras muchos años extraviado en papeles que no merece la pena recordar, un personaje protagonista indeleble, a la altura del capitán Miller que, también a las ordenes de Steven Spielberg, interpretó en "Salvad al soldado Ryan", o aquel gánster llamado Mike Sullivan para "Camino a la perdición" de Sam Mendes, caracteres fuertes para ponerlos en la piel del antiguo actor de comedias taquilleras. Al personaje del abogado Donovan le proporciona las dosis justas de cinismo y voluntad para que resulte creíble: eso, y un físico maduro de picapleitos especializado en casos de seguros: no, no es Edward G. Robinson, ni aunque le den un puro y afile la mirada, pero borda el papel. En cuanto a Mark Rylance, no hace mucho que disfruté de su expresión meditabunda e imperturbable en su espléndida interpretación de Thomas Cronwell para la serie de la BBC "Wolf Hall", actuación gemela a la que desarrolla en "El puente de los espías": habrá que comprobar si el actor contiene otros registros.
Retorno al Checkpoint Charlie. La película también sirve como revival de aquellas películas de espías, anteriores a la caída del Muro de Berlín, espejo cinematográfico de los entresijos de la Guerra Fría. Y, como sucedía en aquellas, tiende a caricaturizar los elementos definitorios de los dos bandos, rasgos maniqueos que en la época actual no resisten el menor análisis: termina la proyección y en los créditos del guión surge el apellido poderoso de los hermanos Coen, así que esa parte de farsa hiperbólica de la cinta parece emparentarse con otras miradas al pasado de los Coen. En cualquier caso la película será un panegírico dedicado a aquellos que se muestran firmes en sus convicciones, a los que no negocian con su conciencia y, sobre todo, son fieles a sí mismos, un panegírico que, en los convulsos tiempos políticos que atravesamos, se convierte en réquiem, misa de difuntos por una especie en extinción. Todo aquel rollo viejuno de la honra sin barcos, en fin.
viernes, enero 01, 2016
"Star Wars: Episodio VII - El despertar de la Fuerza", de J. J. Abrams
El escalofrío. Hace unos años Steven Spielberg dirigió una nueva entrega de las aventuras de Indiana Jones, aquella infame "Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal", y el escalofrío también se produjo, tenuemente, cuando al poco de iniciarse la cinta se escucharon los acordes de la melodía de John Williams: el perro de Pavlov cinéfilo que llevamos dentro se despertó, alentado por el rescoldo de antiguas emociones, pero fue en vano: un desastre, mejor haber dejado en el baúl del recuerdo el látigo y el sombrero. Con este Star Wars, una década posterior al último, vuelve el escalofrío, despierta, como indica su título, y lo mejor de todo es que perdura a lo largo toda la proyección. Sin duda será el escalofrío del reencuentro feliz, sensaciones recuperadas, un ánimo que cuando George Lucas abordó el inicio de la saga realizando en 1999 "La amenaza fantasma", no se produjo: aquello fue una producción infantilizada en exceso, atiborrada de efectos especiales que falseaban la inmersión del espectador, conduciéndole a una galaxia de plexiglás. Para colmo el casting fue horrendo: la no química entre Natalie Portman y el pequeño Jake Lloyd primero y el joven Hayden Christensen después, dos actores que interpretaron el advenimiento de Darth Vader y que han pasado fugazmente por la historia del cine, legando un paupérrimo recuerdo. George Lucas volvió pero no convenció, si bien era justo que terminara aquello que, curiosamente, había empezado por el final.
¿He dicho final? Star Wars es un producto demasiado rentable como para pensar que Disney, nuevo amo de la galaxia, no iba a sacar adelante más episodios de esta fantástica ópera espacial: cien años de soledad para la familia Skywalker. Pero la compañía del ratón Mickey parece haber acertado al darle el mando de la nave a J. J. Abrams, hábil reciclador de celuloide pasado de fecha. Abrams ya resucitó Star Trek para la pantalla grande, un retorno digno de la mítica nave Enterprise, y en "Súper 8" atrapó con brillantez el espíritu de aventura juvenil del sello Spielberg. Para el séptimo Star Wars no duda en formar un trampantojo a partir de la original de 1977: "El despertar de la Fuerza" se instaura en remake de "Una nueva esperanza", presentando una estructura de la trama radicalmente similar, empleando sin ningún rubor los mismos ingredientes: adolescentes abandonados en planetas desérticos que miran hacia las estrellas y amenazas apocalípticas capaces de destruir un planeta en un abrir y cerrar de ojos: héroes sacrificados, malvados totales: el bien y el mal en perpetuo combate maniqueo, con un punto de socarronería caradura que desdramatice el ambiente. No, el guión no es ningún prodigio, ni mucho menos, pero si tienes al alcance de la mano un sable láser y pilotas el Halcón Milenario, para qué demonios quieres un guión. Usa la Fuerza, hombre.
De niños queríamos ser Luke, más adelante nos dimos cuenta de que el que molaba era Han Solo y ahora nos conformamos con no habernos convertido en Darth Vader. La Guerra de las Galaxias engendraba estereotipos que eran fácilmente identificables por el espectador, el cual incorporaba aquellos personajes sin ningún esfuerzo a su memoria sentimental: la Fuerza te acompañará siempre. Y los nuevos espectadores siguen fascinados por esta épica romántica que lleva casi cuarenta años arrasando en taquilla. Sin embargo, signo de los tiempos, hay que pensar en ir renovando al personal. El reparto elegido siembra dudas al comienzo de la película pero al finalizar la proyección se revela acertado, con el excelente actor Oscar Isaac como el piloto rebelde Poe Dameron o la sorprendente debutante Daisy Ridley como la "chatarrera" Rey: a mí me ha recordado a la "Rosetta" de los hermanos Dardenne: no ha parado de ir de acá para allá en toda la película. Y el resto, los viejos amigos, ay, tan viejos todos ellos, cuánto tiempo sin verte, chico. Bueno, todos viejos menos Chewbacca, claro: tanto pelo y el tío sin una sola cana. Para rato.
¿He dicho final? Star Wars es un producto demasiado rentable como para pensar que Disney, nuevo amo de la galaxia, no iba a sacar adelante más episodios de esta fantástica ópera espacial: cien años de soledad para la familia Skywalker. Pero la compañía del ratón Mickey parece haber acertado al darle el mando de la nave a J. J. Abrams, hábil reciclador de celuloide pasado de fecha. Abrams ya resucitó Star Trek para la pantalla grande, un retorno digno de la mítica nave Enterprise, y en "Súper 8" atrapó con brillantez el espíritu de aventura juvenil del sello Spielberg. Para el séptimo Star Wars no duda en formar un trampantojo a partir de la original de 1977: "El despertar de la Fuerza" se instaura en remake de "Una nueva esperanza", presentando una estructura de la trama radicalmente similar, empleando sin ningún rubor los mismos ingredientes: adolescentes abandonados en planetas desérticos que miran hacia las estrellas y amenazas apocalípticas capaces de destruir un planeta en un abrir y cerrar de ojos: héroes sacrificados, malvados totales: el bien y el mal en perpetuo combate maniqueo, con un punto de socarronería caradura que desdramatice el ambiente. No, el guión no es ningún prodigio, ni mucho menos, pero si tienes al alcance de la mano un sable láser y pilotas el Halcón Milenario, para qué demonios quieres un guión. Usa la Fuerza, hombre.
De niños queríamos ser Luke, más adelante nos dimos cuenta de que el que molaba era Han Solo y ahora nos conformamos con no habernos convertido en Darth Vader. La Guerra de las Galaxias engendraba estereotipos que eran fácilmente identificables por el espectador, el cual incorporaba aquellos personajes sin ningún esfuerzo a su memoria sentimental: la Fuerza te acompañará siempre. Y los nuevos espectadores siguen fascinados por esta épica romántica que lleva casi cuarenta años arrasando en taquilla. Sin embargo, signo de los tiempos, hay que pensar en ir renovando al personal. El reparto elegido siembra dudas al comienzo de la película pero al finalizar la proyección se revela acertado, con el excelente actor Oscar Isaac como el piloto rebelde Poe Dameron o la sorprendente debutante Daisy Ridley como la "chatarrera" Rey: a mí me ha recordado a la "Rosetta" de los hermanos Dardenne: no ha parado de ir de acá para allá en toda la película. Y el resto, los viejos amigos, ay, tan viejos todos ellos, cuánto tiempo sin verte, chico. Bueno, todos viejos menos Chewbacca, claro: tanto pelo y el tío sin una sola cana. Para rato.
domingo, diciembre 13, 2015
"El viento se levanta", de Hayao Miyazaki
La filmografía de Hayao Miyazaki ha estado llena de cacharros voladores. Ya en su primera película, "Nausicaä del Valle del Viento", hito fundacional del estudio japonés Ghibli, los fotogramas se colmaban de aeronaves, imaginativas creaciones mecánicas que se deslizaban grácilmente por el azul cielo de los dibujos animados, una perfección aerodinámica que dejaba atónito al espectador occidental: la mirada no estaba acostumbrada a las maravillas ilustradas del anime japonés. Y por lo visto en "El viento se levanta", esa capacidad de asombro sigue viva tres décadas después: sin duda, un maestro: el viento, el cielo, el frío, el calor, la lluvia, el atardecer: nada queda fuera de la capacidad formal del arte de la animación venido de Oriente.
Para su epílogo creativo Miyazaki, que anunció su retirada con esta última gran obra, ha realizado un homenaje a los pioneros de la aviación, homenaje que se concreta en la figura de un paisano suyo, el ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi. Horikoshi trabajó en el diseño de muchos de los aviones de combate que impulsaron la carrera expansionista del imperio japonés en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Su creación más famosa fue el archiconocido Mitsubishi A6M "Zero", caza monomotor dotado de un alcance, una agilidad y una potencia de fuego inusitados para la época: ese mortífero aeroplano fue una de las grandes sorpresas para los estadounidenses en el ataque a Pearl Harbor.
La cinta se mueve por terrenos delicados. La probable faceta militarista del creador de ingenios alados se intenta equilibrar retratándole como un técnico ocupado tan solo en la resolución de problemas de física, el tópico cerebro con gafas imbuido en planos y cuentas, armado únicamente de una regla de cálculo y un lápiz, un trabajador insomne pero que sueña con volar y que está aupando a Japón en su salto hacia la modernidad: de la madera y el papel al acero y el petróleo. Para redondear el aterrizaje perfecto en el país de los héroes venerables, se pinta al genio como a un romántico enamorado de doncellas enfermizas que despiden el hálito decimonónico de la tisis. Amor desesperado y sensibilidad mortal. El viento se levanta... pelillos a la mar.
Para su epílogo creativo Miyazaki, que anunció su retirada con esta última gran obra, ha realizado un homenaje a los pioneros de la aviación, homenaje que se concreta en la figura de un paisano suyo, el ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi. Horikoshi trabajó en el diseño de muchos de los aviones de combate que impulsaron la carrera expansionista del imperio japonés en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Su creación más famosa fue el archiconocido Mitsubishi A6M "Zero", caza monomotor dotado de un alcance, una agilidad y una potencia de fuego inusitados para la época: ese mortífero aeroplano fue una de las grandes sorpresas para los estadounidenses en el ataque a Pearl Harbor.
La cinta se mueve por terrenos delicados. La probable faceta militarista del creador de ingenios alados se intenta equilibrar retratándole como un técnico ocupado tan solo en la resolución de problemas de física, el tópico cerebro con gafas imbuido en planos y cuentas, armado únicamente de una regla de cálculo y un lápiz, un trabajador insomne pero que sueña con volar y que está aupando a Japón en su salto hacia la modernidad: de la madera y el papel al acero y el petróleo. Para redondear el aterrizaje perfecto en el país de los héroes venerables, se pinta al genio como a un romántico enamorado de doncellas enfermizas que despiden el hálito decimonónico de la tisis. Amor desesperado y sensibilidad mortal. El viento se levanta... pelillos a la mar.
domingo, noviembre 29, 2015
"Cuenta conmigo", de Rob Reiner
"Cuenta conmigo" es una de las películas más recordadas por los que fueron (fuimos) quinceañeros a mediados de los años ochenta, título de profunda nostalgia cinematográfica que se podría incluir en un destacado grupo de culto para desnortados de la E.G.B., junto a otros celuloides de la época también protagonizados por pandillas de jovenzuelos, como son "Los Goonies" de Richar Donner, "El club de los cinco" de John Hughes o, la última pero no menos importante, "El club de los poetas muertos" de Peter Weir. Lo primero que me impactó en su día de "Cuenta conmigo" fue el "desenfado" de su lenguaje: al fin una película en la que los personajes se hacían eco del dialecto que hablábamos a diario en el patio del recreo. Creo que hasta entonces la única obra en la que yo había podido leer algo semejante era en "La guerra de los botones" de Louis Pergaud, volumen señero, por insurgente, de la colección en tapa dura "Tus libros" de la editorial Anaya: el grito de guerra que los muchachos de Longeverne dedicaban a los del pueblo vecino de Velrans, "¡Que les den por culo a los velrranos!", sirve como pequeño ejemplo de la colección de tacos que llenaba un texto que debió pasarlas canutas con la censura, pero que se leía de un tirón cuando tenías doce años. Nunca más volví a tener amigos como los que tuve a los doce años, sentencia Richard Dreyfuss en el epílogo de la película: melancolía de rodillas siempre desconchadas, de camaradería infinita, del aburrimiento imposible.
A propósito de cintas generacionales, al actor River Phoenix se le puede considerar el James Dean de aquella generación: ambos, Phoenix y Dean, tuvieron una muerte prematura, accidental, dejando un cadáver bonito que no guarda el menor interés, por muy fotogénico que uno pueda pensar que es el retrato de un guapo muerto, y por muy chula que sea la frase que se escucha en "Llamad a cualquier puerta" de Nicholas Ray: Live fast, die young and have a good-looking corpse. Así, el fin de la aventura de la pandilla de chavales de Castle Rock, con su mención a que Chris Chambers, interpretado por un River Phoenix adolescente, fallecería años más tarde por mediar en una pelea en una hamburguesería, se reviste de oráculo fatal. Y no fue una bronca en un fast food, sino una sobredosis en una discoteca, pero el arcano XIII del tarot decidió aprovechar una absurda coincidencia de casting.
En todo caso sería un colofón exagerado para una película de apariencia alegre pero triste en su fondo, una historia que, basada en una novela de Stephen King, va más allá de describir una macabra excursión de unos chavales en busca del cuerpo de un chico desaparecido, sobrepasa esa finalidad lúdica acercándose casi sin quererlo a la autopsia de una era, la de unos felices años cincuenta que quizás no eran tan felices. En "Cuenta conmigo" los amigos son el refugio, la vía de escape ante desgraciadas vidas familiares, el paraíso frente a hogares derrumbados por el alcohol, por la locura, por la visita de la muerte: niños que han crecido verificando que nada es como les han contando que debería ser, y que se ven abocados a repetir el mismo destino amargo y mediocre de sus mayores. Será mejor, entonces, que esa caminata campestre del final del verano, siguiendo las vías del ferrocarril, no terminase nunca, o, como escribía Cavafis, pedir al menos que el camino sea largo.
A propósito de cintas generacionales, al actor River Phoenix se le puede considerar el James Dean de aquella generación: ambos, Phoenix y Dean, tuvieron una muerte prematura, accidental, dejando un cadáver bonito que no guarda el menor interés, por muy fotogénico que uno pueda pensar que es el retrato de un guapo muerto, y por muy chula que sea la frase que se escucha en "Llamad a cualquier puerta" de Nicholas Ray: Live fast, die young and have a good-looking corpse. Así, el fin de la aventura de la pandilla de chavales de Castle Rock, con su mención a que Chris Chambers, interpretado por un River Phoenix adolescente, fallecería años más tarde por mediar en una pelea en una hamburguesería, se reviste de oráculo fatal. Y no fue una bronca en un fast food, sino una sobredosis en una discoteca, pero el arcano XIII del tarot decidió aprovechar una absurda coincidencia de casting.
En todo caso sería un colofón exagerado para una película de apariencia alegre pero triste en su fondo, una historia que, basada en una novela de Stephen King, va más allá de describir una macabra excursión de unos chavales en busca del cuerpo de un chico desaparecido, sobrepasa esa finalidad lúdica acercándose casi sin quererlo a la autopsia de una era, la de unos felices años cincuenta que quizás no eran tan felices. En "Cuenta conmigo" los amigos son el refugio, la vía de escape ante desgraciadas vidas familiares, el paraíso frente a hogares derrumbados por el alcohol, por la locura, por la visita de la muerte: niños que han crecido verificando que nada es como les han contando que debería ser, y que se ven abocados a repetir el mismo destino amargo y mediocre de sus mayores. Será mejor, entonces, que esa caminata campestre del final del verano, siguiendo las vías del ferrocarril, no terminase nunca, o, como escribía Cavafis, pedir al menos que el camino sea largo.
domingo, noviembre 22, 2015
"Poltergeist", de Tobe Hopper
Seguro que aquellas películas tuvieron gran culpa de todo lo que vino después. Contemplábamos, como si ellos fueran extraterrestres que nos mandaran mensajes desde un lejano planeta, sus enormes casas soleadas con piscina, divididas en inmensas habitaciones donde los niños tenían un montón de cosas chulas a su disposición para pasar otro día feliz en la Arcadia del consumo satisfecho. Desayunos repletos de delicias que el hastío del estomago saciado deslizaba debajo de la mesa para que se las comiera el perro, un perro grande y feliz también, por supuesto. Salían al exterior y el verde dominaba el paisaje: el verde del césped bien cuidado, el verde de frondosos árboles que bordeaban calles apacibles donde no había problema para circular en flamantes bicicletas o deslizarse con monopatines que parecían infinitamente mejores que el Sancheski que, algún afortunado, tenía por aquí. Automóviles king size y partidos de instituto con animadoras. Llegaba el día de Todos los Santos, y en vez de tener que ir al cementerio a pasar frío llevándole flores a la sepultura de la abuela y rezarle, entre alguna lágrima, un padrenuestro, se ponían unos disfraces cachondísimos y pasaban la velada jugando y visitando a los vecinos, los cuales les colmaban de golosinas. Truco o trato. Cuántos juguetes, cuánta ropa guay, cuánta niña rubia, cuánta salud y cuánta felicidad .
Qué diferente era todo. Qué distante de nuestro barrio de emigrantes del campo, de las escombreras polvorientas y de los solares llenos de basura, de la leche migada, de la mesa camilla y del brasero, del irritante tergal de nuestros pantalones y de la lana de nuestros jerséis autárquicos, de nuestros dos canales de televisión y nuestros Juegos Reunidos Geyper. La fiebre del adosado y del consume hasta morir que nos ha dominado en las últimas décadas, el dios mercado, se enraíza también en el subconsciente anidado por aquellas imágenes de películas de la primera mitad de los ochenta: colonia Hollywood: ya están aquí. Y sin duda Spielberg fue uno de los grandes profetas de la nueva religión.
"Poltergeist" lleva la firma de Tobe Hopper, uno de los principales renovadores del género de terror al realizar en 1974 la pesadilla titulada "La matanza de Texas", cinta que dejaba poco resquicio a la piedad y que afirmaba la posibilidad de la violencia más implacable e irracional ejercida sobre el primero que pasara por allí. Pero Spielberg figura en los créditos de la película como productor y guionista: caso claro de poli bueno y poli malo. Sucedía igual con "Inteligencia Artificial", proyecto de Stanley Kubrick que, debido a que el genial cineasta fallece en 1999, pasa a manos de Steven Spielberg, y en la que un espectador avisado parece que puede atribuir cada fotograma a uno u otro director: a Kubrick lo que es de Kubrick, y a Spielberg lo demás. Pues en "Poltergeist" sucede lo mismo, sobre todo en ese alucinante final en el que todo se desata y la angustia domina el metraje hasta el último suspiro: Hopper sabía bien cómo meterte el susto en el cuerpo. El comienzo de "Poltergeist" puede parecer una reedición de "Encuentros en la tercera fase", pero es un tono amable que pronto se verá desencajado por el horror más primario, un sentimiento que sigue funcionando en la película vista hoy día, por más que los efectos especiales de entonces hayan sido superados ampliamente por el estado del arte actual.
A la vez que una excelente película de terror, "Poltergeist" resulta una alegoría certera del progreso económico: el capitalismo salvaje asienta sus cimientos sobre despojos que un día cobrarán vida y ajustarán cuentas. La maximización del beneficio, a toda costa y sin el menor reparo moral, es una espiral diabólica que, en lugar de prestar un servicio a la sociedad, produce monstruos insaciables, dioses vengativos sedientos de sangre: mejor dicho, de desgracias ajenas. En 1982 "Poltergeist", película maldita, ya nos puso sobre aviso, pero nadie, deslumbrados por el american way of life, hizo caso de una piscina llena de ataúdes. Total, se pide otro crédito al banco, se instala una depuradora mejor y va que se mata. Literalmente.
Qué diferente era todo. Qué distante de nuestro barrio de emigrantes del campo, de las escombreras polvorientas y de los solares llenos de basura, de la leche migada, de la mesa camilla y del brasero, del irritante tergal de nuestros pantalones y de la lana de nuestros jerséis autárquicos, de nuestros dos canales de televisión y nuestros Juegos Reunidos Geyper. La fiebre del adosado y del consume hasta morir que nos ha dominado en las últimas décadas, el dios mercado, se enraíza también en el subconsciente anidado por aquellas imágenes de películas de la primera mitad de los ochenta: colonia Hollywood: ya están aquí. Y sin duda Spielberg fue uno de los grandes profetas de la nueva religión.
"Poltergeist" lleva la firma de Tobe Hopper, uno de los principales renovadores del género de terror al realizar en 1974 la pesadilla titulada "La matanza de Texas", cinta que dejaba poco resquicio a la piedad y que afirmaba la posibilidad de la violencia más implacable e irracional ejercida sobre el primero que pasara por allí. Pero Spielberg figura en los créditos de la película como productor y guionista: caso claro de poli bueno y poli malo. Sucedía igual con "Inteligencia Artificial", proyecto de Stanley Kubrick que, debido a que el genial cineasta fallece en 1999, pasa a manos de Steven Spielberg, y en la que un espectador avisado parece que puede atribuir cada fotograma a uno u otro director: a Kubrick lo que es de Kubrick, y a Spielberg lo demás. Pues en "Poltergeist" sucede lo mismo, sobre todo en ese alucinante final en el que todo se desata y la angustia domina el metraje hasta el último suspiro: Hopper sabía bien cómo meterte el susto en el cuerpo. El comienzo de "Poltergeist" puede parecer una reedición de "Encuentros en la tercera fase", pero es un tono amable que pronto se verá desencajado por el horror más primario, un sentimiento que sigue funcionando en la película vista hoy día, por más que los efectos especiales de entonces hayan sido superados ampliamente por el estado del arte actual.
A la vez que una excelente película de terror, "Poltergeist" resulta una alegoría certera del progreso económico: el capitalismo salvaje asienta sus cimientos sobre despojos que un día cobrarán vida y ajustarán cuentas. La maximización del beneficio, a toda costa y sin el menor reparo moral, es una espiral diabólica que, en lugar de prestar un servicio a la sociedad, produce monstruos insaciables, dioses vengativos sedientos de sangre: mejor dicho, de desgracias ajenas. En 1982 "Poltergeist", película maldita, ya nos puso sobre aviso, pero nadie, deslumbrados por el american way of life, hizo caso de una piscina llena de ataúdes. Total, se pide otro crédito al banco, se instala una depuradora mejor y va que se mata. Literalmente.
domingo, noviembre 15, 2015
"Marte (The Martian)", de Ridley Scott
Salvad al soldado Ryan... otra vez. La pregunta que falta formular en "The Martian" es si el astronauta Mark, interpretado por Matt Damon, que fue aquel Ryan de Spielberg, está dispuesto a que otros pongan en peligro sus vidas, una muerte mucho más allá de lo probable, en un azaroso intento de rescate. Ya quedó claro en "Europa One" de Sebastián Cordero, que en este tipo de aventuras la supervivencia del individuo es deseable pero no imprescindible. Para la NASA la misión es lo primero, sin duda alguna, y el que se apunta al viaje lo tiene claro. Quizás en "The Martian", para rematar la americanada en la que se convierte la película en su tramo final, hay que dejar muy claro el espíritu inspirado por el lema "Leave no man behind" del ejército estadounidense: Ridley Scott ya lo había escrito con letras de oro en la estupenda "Black Hawk Down".
Pero aquella cinta bélica se convertía en un reportaje periodístico, con los soldados del Tío Sam recibiendo una zurra considerable en las calles de Mogadiscio, mientras que "The Martian", reflejo de la novela homónima de Andy Weir, es pura ficción. Ficción científica, sí, pero ficción (para saber cuánto hay de ajustado en la parte científica del metraje, merece la pena darse un paseo por este artículo de Naukas, web de referencia para interesados por escritos de divulgación amenos pero realizados con rigor). No dejamos nadie atrás: las sagas "Rambo", protagonizada por Sylvester Stallone, o "Desaparecido en combate", con Chuck Norris, ya habían dejado patente en plena era Reagan que aquella frase era una gran mentira.
¿Dije americanada? Más aún, una parodia, un guión alimentado de tópicos que desemboca en improbable catarsis global: esas multitudes contemplando pantallas gigantes de televisión en las capitales más importantes del mundo, conteniendo el aliento, escenas vistas tantas veces en el cine menos trabajado: en "Independence Day" de Roland Emmerich, en "Armageddon" de Michael Bay, o, por supuesto en "Mars Attacks" de Tim Burton, parodia genial que sabía que lo era, mientras que las otras del grupo pretendían no saber que lo eran. Esa catarsis inducida es la demostración de que se intenta infiltrar emociones en una película fría, falta de conflicto. Así, la epopeya del ingenioso Robinsón espacial, no alcanza el grado de emoción de otras películas astronómicas recientes, de gran éxito, a la estela de las cuales se sitúa, como son "Interstellar" de Christopher Nolan o "Gravity" de Alfonso Cuarón. Ante esas tiene poco que hacer. Aunque se pinche un guante.
Pero aquella cinta bélica se convertía en un reportaje periodístico, con los soldados del Tío Sam recibiendo una zurra considerable en las calles de Mogadiscio, mientras que "The Martian", reflejo de la novela homónima de Andy Weir, es pura ficción. Ficción científica, sí, pero ficción (para saber cuánto hay de ajustado en la parte científica del metraje, merece la pena darse un paseo por este artículo de Naukas, web de referencia para interesados por escritos de divulgación amenos pero realizados con rigor). No dejamos nadie atrás: las sagas "Rambo", protagonizada por Sylvester Stallone, o "Desaparecido en combate", con Chuck Norris, ya habían dejado patente en plena era Reagan que aquella frase era una gran mentira.
¿Dije americanada? Más aún, una parodia, un guión alimentado de tópicos que desemboca en improbable catarsis global: esas multitudes contemplando pantallas gigantes de televisión en las capitales más importantes del mundo, conteniendo el aliento, escenas vistas tantas veces en el cine menos trabajado: en "Independence Day" de Roland Emmerich, en "Armageddon" de Michael Bay, o, por supuesto en "Mars Attacks" de Tim Burton, parodia genial que sabía que lo era, mientras que las otras del grupo pretendían no saber que lo eran. Esa catarsis inducida es la demostración de que se intenta infiltrar emociones en una película fría, falta de conflicto. Así, la epopeya del ingenioso Robinsón espacial, no alcanza el grado de emoción de otras películas astronómicas recientes, de gran éxito, a la estela de las cuales se sitúa, como son "Interstellar" de Christopher Nolan o "Gravity" de Alfonso Cuarón. Ante esas tiene poco que hacer. Aunque se pinche un guante.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)