domingo, febrero 28, 2016

"El renacido", de Alejandro González Iñárritu

Dentro de escasas horas se entregarán los premios Oscar. Esta tarde hubo ocasión de ir al cine y las opciones eran "El renacido" o "Carol", la excelente, según se oye, película de Todd Haynes. Nos decantamos por "El renacido", película que, con 12 candidaturas, tiene muchas opciones de encabezar los telediarios de mañana. Y en ese hipotético avance de las noticias, la imagen de Leonardo Di Caprio empuñando una estatuilla sería la primera, sin lugar a dudas. Debió ganarlo hace un par de años, cuando interpretó magníficamente al embaucador Jordan Belfort para "El lobo de Wall Street" de Martin Scorsese. Pero se lo arrebató Matthew McConaughey por "Dallas Buyers Club" de Jean-Marc Vallée: es que a Matthew se le notaba que se había esforzado mucho. Sí, Hollywood tiene tendencia a premiar el esfuerzo de sus trabajadores, gran noticia, y cuando se nota en la pantalla que un actor se ha dejado la piel en su interpretación, ya sea mareando la báscula hacia arriba o hacia abajo, sentándose en una silla de ruedas, o simulando todo tipo de minusvalías, la marca en el voto del académico está más cercana que nunca. Y quién puede afirmar que Di Caprio no las ha pasado canutas rodando "El renacido": cuánta penuria, cuánta moribundez: Rasputín, al que hubo que envenenar, tirotear y arrojar a las heladas aguas del río Neva para matarlo (al final murió ahogado), era un debilucho comparado con este indómito Hugh Glass, que de glass no tiene nada: duro como un pedernal. Y lo cierto es que un aire a Rasputín, ese afable monje ruso, sí lo tiene.
En "El renacido" a los guionistas se les ha ido la mano sacudiendo la badana, vistiendo de torero a Di Caprio hasta dejarlo como a un ecce homo. Tanto es así que la casquería salpica la pantalla y amenaza con regurgitarle al espectador la comida del domingo. Por mucho que insista el cartel de la película en su frase "Inspirada en hechos reales", este cuento de tramperos de principios del siglo XIX no hay médico del SAMUR que se lo crea. Éste podría ser el principal problema del cine de Iñárritu: el alarde. Tiene tanta ansia el director en dejar a todo el mundo epatado con su obra, que se pasa de efectista: se percibe demasiado la mano que mece la cuna en la cámara que realiza movimientos inverosímiles (pasó en "Birdman"), en la fotografía extática, en el suceso improbable: el espectador termina por salirse de la trama, meditando sobre la verosimilitud del relato en vez de empatizando con él. Te deja frío este renacido, oh Lázaro redivivo.
Al oso es al que deberían darle el Oscar, dicen, por protagonizar una de las escenas más impactantes e increíbles de la película. La capacidad de digitalizar fotogramas está pulverizando las barreras de lo que se puede rodar o no al hacer cine, pero esa potencia está sepultando a la vez el asombro de la mirada: no nos creemos nada y ese oso hace que añoremos a Yogui: yo, al menos, me lo creía mucho más. Las formas en cinematografía ascienden en un crescendo imparable a la vez que el fondo desciende en la misma medida. De este modo "El renacido" se procura un hálito de profundidad infatuada mediante el salpique de una serie de secuencias oníricas, ejemplos de chamanismo new age trasnochado, que ansían llevar a la película a un plano trascendente que, por otro lado, no necesita alcanzar: ya quisiera "El renacido" ni tan siquiera acercarse a Tarkovski o Mallick, como he leído en alguna aberrante comparación, ay. Basta con que "El renacido" quiera ser lo que es: una epopeya de pioneros, una leyenda de territorios fronterizos e inhóspitos, de paisajes milenarios donde el invasor europeo arramplaba con todo lo que se podía vender y exterminaba a todo lo que se movía. Incluido él mismo.

jueves, febrero 25, 2016

"Creed: La leyenda de Rocky", de Ryan Coogler

¿Por qué ver esta película? Creed, nos ordena su título. ¿Pero en qué? ¿Qué esperanzas se pueden depositar en ella? ¿Qué fe puede empujarnos a verla? Su guión no, desde luego, una trama anticipada y simple: el chico quiere ser boxeador. Creed, el hijo de Apollo Creed. Creed. Pero ya se han rodado muchas películas de boxeo, algunas de ellas auténticas obras maestras, que nos relataban con rotundidad la dureza del camino hacia la cumbre, y hacia el olvido, de los combatientes del ring. La excusa para detenerse en esta cinta, episodio séptimo (otro episodio séptimo) de una saga iniciada hace cuatro décadas (otras cuatro décadas), será el propio Rocky. Y punto. Contemplar a Sylvester Stallone enfundado de nuevo en la piel de El potro italiano, echando el cierre (o no) al papel que le lanzó directo al estrellato de Hollywood, es lo que justifica el precio de la entrada: verle subir por última vez los escalones que conducen al Museo de Arte de Filadelfia, una escalera cinéfila tan mítica como la de "El acorazado Potemkin" de Serguéi Eisenstein.
Stallone generó dos iconos cinematográficos que se convirtieron en símbolos universales, en imágenes genuinas del siglo XX. Tanto Rocky como Rambo surgieron de buenas películas: "Rocky", dirigida por John G. Avildsen en 1976, y "Acorralado", de Ted Kotcheff, estrenada en 1982. Ambos eran arquetipos del héroe de la clase trabajadora: el humilde chico de barrio que para escapar del lumpen elige el gimnasio y el rudo oficio de boxeador o, peor aún, la oficina de reclutamiento y el destino desgraciado de la guerra de Vietnam. El problema de estas películas fue, precisamente, su éxito, un triunfo mundial que condujo a una sucesión terrible de secuelas, a cual peor: el icono y la caricatura. Sin embargo, la sátira común de sus dotes como actor parece haber conducido a Sly a un estado de aceptación tácita: el reírse de uno mismo, eso tan sano. Así se retrata al Rocky crepuscular de "Creed", un vejete bonachón de sonrisa fácil, corpachón de boxeador sonado y el regalo de la sabiduría de la experiencia, un ídolo antiguo abatido por las ausencias, por la nostalgia de todos aquellos a los que ha sobrevivido. Con aquel Rocky del 76, consiguió Sylvester Stallone dos nominaciones, una como mejor actor y otra como mejor guionista, nada menos. No se llevó ningún Oscar aquella noche de 1977. A la tercera, ya se sabe. O no.

domingo, febrero 14, 2016

"Sólo los amantes sobreviven", de Jim Jarmusch

¿Qué tienen que ver Tánger y Detroit? Tú a Tánger y yo a Detroit. La idea romántica que encarna la ciudad marroquí posee una larga tradición, establecida desde que se asentó como destino exótico para exiliados de la bohemia literaria occidental: Paul Bowles fue primero y luego pasearon por sus angostas calles muchos otros como William Burroughs (allí almorzó desnudo), Tennessee Williams, Truman Capote o Allen Ginsberg. Que Jarmusch la escoja para vagabundear las soledades nocturnas de uno de sus amantes, de ella, de Eve (Tilda Swinton), podría resultar una elección obvia teniendo en cuenta que la película pretende resaltar las ansias culturales y artísticas de sus protagonistas, un ansia que incluso amenaza con superar el otro ansia, El Ansia en el sentido del título de la cinta de culto de Tony Scott. En cuanto a situar en Detroit a Adam (Tom Hiddleston) y a sus impulsos suicidas (Motor City, transformada hoy día en la más conocida ciudad muerta moderna, paradigma de la autodestrucción que el capitalismo salvaje inflige a sus súbditos), no se puede considerar de otro modo que no sea un acierto rotundo. En otra película reciente, "Lost River", la opera prima como director del actor Ryan Gosling, también el telón de fondo de Detroit y su bancarrota aparecía cual inmenso maelstron dispuesto a arrastrar hacia el olvido hasta el último de sus habitantes (el mismo olvido que merece la película de Gosling, me temo: mejor delante de la cámara que detrás). Detroit, cadáver insepulto, ciudadela arrasada, donde por la noche aúllan ecos de la Motown y rugidos apagados de motores V8, entre escombros polvorientos y medianeras descubiertas.
Jarmusch parece realizar una metáfora irónica de su propia trayectoria de cineasta elitista, siempre relacionado con el glamour de vanguardias artísticas neoyorquinas, centro del mundo cultural, del arte más rompedor y experimental, ese aura, de la independencia creadora que termina convertida, de forma paradójica, en consumo de masas. Tras un largo paréntesis desde su anterior cinta "Los límites del control", una película plomiza, impenetrable y desangelada, ambientada en España, el director de Ohio rueda una historia mucho más interesante y accesible, un cuento crepuscular, decadente, lleno de humor negro, historia de seres extraordinarios que se ven sometidos a dilemas existenciales que poco tienen que envidiar a la angustia cotidiana de sus vecinos mortales. Y para ello cuenta con dos actores excelentes, Swinton y Hiddleston, sin los que sin duda el resultado hubiera sido menor. Eve y Adam y su melancolía milenaria alimentada por un torrente inmenso de recuerdos, los del contacto perdido con muchas de las figuras que llevaron a la especie humana, por la senda del arte y la ciencia, a un escalón superior. La superioridad inevitable de las criaturas nocturnas: la cámara de Jarmusch se desliza por la ciudad en la noche, qué más da que sea Tánger o Detroit o cualquier otro lugar, la ciudad queda convertida en un mundo distinto con la llegada del ocaso, un mundo lleno de misterio donde todo es posible: cuando cae la noche y se pasea por las calles solitarias o se entra a un bar, se produce un efecto parecido al de sumergirse debajo del agua: la sensación de haber penetrado en otra dimensión, de haber roto reglas que sólo aplican en el exterior: Alicia cayendo por el hueco del árbol y abriendo los ojos, al fin. Hasta que salga el sol.

domingo, enero 31, 2016

"Los odiosos ocho", de Quentin Tarantino

Poco a poco, película a película, se ha ido adentrando más y más Tarantino en los territorios del spaguetti western (aquel comienzo de "Malditos bastardos" o la trama ya situada en el cinematográficamente violento siglo XIX estadounidense para "Django desencadenado", si bien aquella parecía más un ejercicio de blaxploitation), hasta lograr en "Los odiosos ocho" un título que quiere ser propio del género, Ennio Morricone en la banda sonora incluido. Sin embargo en este spaguetti se le ha ido la mano con el tomate, algo que, para qué nos vamos a engañar, no supone una sorpresa. Nunca me han interesado los baños de sangre en el cine, fotogramas inundados de hemoglobina, y cuanto más "gore" se ponga Tarantino, menos me gustará su obra: recursos para impresionar al espectador que se me antojan excesivamente fáciles. El cuerpo humano convertido en un patético surtidor de líquido carmesí: quizás sea la forma realista de presentar los efectos de un disparo, nunca he presenciado un suceso semejante, pero supongo que se exagera: la prolongación o brevedad y la espectacularidad o sutileza del acto de morir en el cine, un cronómetro y una composición manipulados a capricho por exigencias del guión. La lírica de la muerte de aquellos western latinos dirigidos por Sergio Leone, se convierte, en manos de Quentin Tarantino, en un impulso grotesco.
Pero antes de disfrazar a Jennifer Jason Leigh (brillante actuación) de la Carrie que Brian de Palma convirtió en icono del cine de terror, la película es, fundamentalmente, una película hablada: otra marca de autor: miro el reloj cuando creo que la cosa se va a empezar a desmadrar, cuando parece que las ensaladas de tiros están a punto de salir de la cocina, y resulta que han pasado casi dos horas de las casi tres que dura la proyección: en el tiempo en el que cualquier otra película de acción ha concluido, empieza el baile de "Los odiosos ocho". Y ese empacho de diálogos es lo mejor que presenta este autor, este director de cine que sobre todo luce como guionista: la tensión que crece poco a poco, surgiendo de una verborrea incansable, trenzada en un escenario sin héroes: forajidos, cazadores de recompensas, criminales de guerra de ambos bandos: ocho farsantes luciendo artimañas para sobrevivir en un terreno inhóspito: la violencia inherente al ser humano sometido a una fuerza violenta aún mayor: dioses nórdicos ancestrales convocan al viento, al frío y a la nieve, tienden trampas y establecen encuentros fortuitos que concluyen en un holocausto habilitado para aplacar su ansia carnicera. Unas bromas para pasar la tarde, en fin.
Ocho odiosos, ocho, muchos de ellos sospechosos habituales del cine de Tarantino, como Samuel L. Jackson (no hubiera desentonado su candidatura en un ceremonia de los Oscar en la que, al aparecer, será tema dominante la ausencia de actores de color, y eso aunque el presentador sea Chris Rock...), Kurt Russell, Michael Madsen o Tim Roth. Roth parece que interpreta un papel hecho a la medida de Christoph Waltz, ultimo actor fetiche del cineasta de Knoxville, y al que se le echa de menos en esta cinta (de hecho tuve que fijarme varias veces en el flemático verdugo inglés Oswaldo Mobray, interpretado por Tim Roth, para asegurarme de que en realidad no era Waltz el que lo encarnaba). Ocho personajes para un Cluedo que se disputa en una solitaria casa de las montañas de Wyoming, una película del oeste pero también una de acción y de misterio, con sus puntos cómicos (cazador y presa como matrimonio mal avenido) y gran derroche de lenguaje racista: será para que Spike Lee, que ya se despachó largamente con la visión de la esclavitud desplegada en "Django desencadenado", siga adelante con su carrera de cascarrabias, afán para el que presenta buenas aptitudes, ya que esto del cine lo tiene bastante abandonado últimamente. Y la película también tiene vaho, eso sí, también mucho vaho.

domingo, enero 17, 2016

"Loreak", de Jon Garaño y Jose Mari Goenaga

"Loreak" había sido noticia por dos cosas. Primero por formar parte de las nominadas a mejor película en los premios Goya del 2015 y segundo por ser la candidata elegida por la Academia de Cine para representar a España en la próxima edición de los Oscar, opción a la que se dio carpetazo en Hollywood a las primeras de cambio. Si que entrara en la carrera por los Goya no tenía por qué sorprender a nadie, lo segundo sí era más digno de mención, ya que "Loreak" (flores en castellano) está rodada en euskera, siendo la primera vez que un filme de estas características era seleccionado para competir por la más preciada estatuilla del cine mundial. Más digno de mención, pero digno de mención sin más: que la academia española presente una película en euskera a los Oscar, no es algo insólito y debe considerarse completamente normal. El ínclito líder podemita Pablo Iglesias, aconsejaba con vehemencia al conjunto de la nación española que se lanzara a la sala de cine más cercana para contemplar "Ocho apellidos catalanes" de Emilio Martínez Lázaro, y de este modo poder comprender, al fin, la complejidad plurinacional del estado español. Ay. Siguiendo esa indicación resultaría que el tópico (o el topicazo) no ha de ser una máscara de la realidad, sino la verdad desnuda, quién lo iba pensar. Qué listos son los políticos y cuánto saben.
Mejor poner en marcha el DVD de "Loreak", activar los subtítulos (bueno, en mi caso es la opción por defecto, incluidas muchas películas en castellano en las que la incapacidad para vocalizar de algunos actores hace infructuoso cualquier intento de entendimiento) y disfrutar de un excelente melodrama universal. ¡Bueno, bueno! ¡Cómo que universal! Pues la verdad es que no sé si en otros países, al conducir por carreteras llenas de curvas, uno se topa con rincones adornados con flores, lugares que sabemos que son terribles, luctuosos, pero sí estoy bastante seguro de que las relaciones establecidas entre las tres mujeres protagonistas de "Loreak", son de lo más común. Lo que no es tan común es que la intensidad emocional alcanzada en esta película sea fácil de lograr sin usar factores pasionales mucho más explícitos, de factura más sencilla para sus directores y mejor digestión para los espectadores. 
Una mujer en cada vértice del triángulo y un hombre en el baricentro (repasen sus matemáticas). Madres, esposas, enamoramientos. El matriarcado poderoso, mirando con desconfianza a la amante, y la amante desazonada por los celos: al final la figura del hijo o del marido (o la hija o la mujer) no es más que una excusa para desatar tensiones posesivas, para combatir la sensación de soledad que ocasionan la costumbre destructora y la angustia de un futuro percibido como mediocre. Flores marchitas y flores frescas. Flores de autosatisfacción y flores no recompensadas: amores ocultos, platónicos, alimentados cotidianamente por la presencia: 'Codiciamos lo que vemos cada día', sentenciaba Hannibal Lecter. Flores muertas. 'Send me dead flowers every morning', o, cambiando a los Rolling por Cecilia, 'Como siempre sin tarjeta'. Platonismo revelado para llenar de color el ambiente gris de la obra, del barro, del asfalto, para continuar con las búsquedas que alimentan nuestras obsesiones.

domingo, enero 10, 2016

"El puente de los espías", de Steven Spielberg


-No parece estar preocupado.
-¿Ayudaría?

Le preguntaron a Luis Buñuel si era comunista. Él respondió que sí, que se sentía comunista, aunque nunca hubiera militado en el partido, pero que si le preguntaban si preferiría vivir en Moscú o en Nueva York, no iba a tener dudas en su respuesta. La última película de Steven Spielberg tampoco vacila a la hora de resolver ese dilema. No ha de extrañar: cualquiera que haya estado atento a la trayectoria del director californiano podrá constatar que Spielberg ha sido uno de los grandes profetas de las bondades del american way of life en la que es una de sus mayores máquinas de propaganda, el cine de Hollywood. Sin embargo la obra de Spielberg también admite, lo ha admitido siempre, una lectura entre líneas, un sondeo que aparte la primera capa de celuloide y que descubra conclusiones no tan nítidas como serían de esperar: una abultada renta per cápita no tiene por qué estar asentada sobre los mejores valores morales posibles. La batalla entre ética y sociedad, en el sentido manifestado por Buñuel en aquella entrevista, se revive en "El puente de los espías", y lo hace a ambos lados del Telón de Acero.
Stoikiy mujik. El hombre en pie. El hombre firme. El hombre íntegro. Uno para cada bloque: el abogado James Donovan (Tom Hanks) y el espía Rudolf Abel (Mark Rylance). Tom Hanks vuelve a realizar, tras muchos años extraviado en papeles que no merece la pena recordar, un personaje protagonista indeleble, a la altura del capitán Miller que, también a las ordenes de Steven Spielberg, interpretó en "Salvad al soldado Ryan", o aquel gánster llamado Mike Sullivan para "Camino a la perdición" de Sam Mendes, caracteres fuertes para ponerlos en la piel del antiguo actor de comedias taquilleras. Al personaje del abogado Donovan le proporciona las dosis justas de cinismo y voluntad para que resulte creíble: eso, y un físico maduro de picapleitos especializado en casos de seguros: no, no es Edward G. Robinson, ni aunque le den un puro y afile la mirada, pero borda el papel. En cuanto a Mark Rylance, no hace mucho que disfruté de su expresión meditabunda e imperturbable en su espléndida interpretación de Thomas Cronwell para la serie de la BBC "Wolf Hall", actuación gemela a la que desarrolla en "El puente de los espías": habrá que comprobar si el actor contiene otros registros.
Retorno al Checkpoint Charlie. La película también sirve como revival de aquellas películas de espías, anteriores a la caída del Muro de Berlín, espejo cinematográfico de los entresijos de la Guerra Fría. Y, como sucedía en aquellas, tiende a caricaturizar los elementos definitorios de los dos bandos, rasgos maniqueos que en la época actual no resisten el menor análisis: termina la proyección y en los créditos del guión surge el apellido poderoso de los hermanos Coen, así que esa parte de farsa hiperbólica de la cinta parece emparentarse con otras miradas al pasado de los Coen. En cualquier caso la película será un panegírico dedicado a aquellos que se muestran firmes en sus convicciones, a los que no negocian con su conciencia y, sobre todo, son fieles a sí mismos, un panegírico que, en los convulsos tiempos políticos que atravesamos, se convierte en réquiem, misa de difuntos por una especie en extinción. Todo aquel rollo viejuno de la honra sin barcos, en fin.

viernes, enero 01, 2016

"Star Wars: Episodio VII - El despertar de la Fuerza", de J. J. Abrams

El escalofrío. Hace unos años Steven Spielberg dirigió una nueva entrega de las aventuras de Indiana Jones, aquella infame "Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal", y el escalofrío también se produjo, tenuemente, cuando al poco de iniciarse la cinta se escucharon los acordes de la melodía de John Williams: el perro de Pavlov cinéfilo que llevamos dentro se despertó, alentado por el rescoldo de antiguas emociones, pero fue en vano: un desastre, mejor haber dejado en el baúl del recuerdo el látigo y el sombrero. Con este Star Wars, una década posterior al último, vuelve el escalofrío, despierta, como indica su título, y lo mejor de todo es que perdura a lo largo toda la proyección. Sin duda será el escalofrío del reencuentro feliz, sensaciones recuperadas, un ánimo que cuando George Lucas abordó el inicio de la saga realizando en 1999 "La amenaza fantasma", no se produjo: aquello fue una producción infantilizada en exceso, atiborrada de efectos especiales que falseaban la inmersión del espectador, conduciéndole a una galaxia de plexiglás. Para colmo el casting fue horrendo: la no química entre Natalie Portman y el pequeño Jake Lloyd primero y el joven Hayden Christensen después, dos actores que interpretaron el advenimiento de Darth Vader y que han pasado fugazmente por la historia del cine, legando un paupérrimo recuerdo. George Lucas volvió pero no convenció, si bien era justo que terminara aquello que, curiosamente, había empezado por el final.
¿He dicho final? Star Wars es un producto demasiado rentable como para pensar que Disney, nuevo amo de la galaxia, no iba a sacar adelante más episodios de esta fantástica ópera espacial: cien años de soledad para la familia Skywalker. Pero la compañía del ratón Mickey parece haber acertado al darle el mando de la nave a J. J. Abrams, hábil reciclador de celuloide pasado de fecha. Abrams ya resucitó Star Trek para la pantalla grande, un retorno digno de la mítica nave Enterprise, y en "Súper 8" atrapó con brillantez el espíritu de aventura juvenil del sello Spielberg. Para el séptimo Star Wars no duda en formar un trampantojo a partir de la original de 1977: "El despertar de la Fuerza" se instaura en remake de "Una nueva esperanza", presentando una estructura de la trama radicalmente similar, empleando sin ningún rubor los mismos ingredientes: adolescentes abandonados en planetas desérticos que miran hacia las estrellas y amenazas apocalípticas capaces de destruir un planeta en un abrir y cerrar de ojos: héroes sacrificados, malvados totales: el bien y el mal en perpetuo combate maniqueo, con un punto de socarronería caradura que desdramatice el ambiente. No, el guión no es ningún prodigio, ni mucho menos, pero si tienes al alcance de la mano un sable láser y pilotas el Halcón Milenario, para qué demonios quieres un guión. Usa la Fuerza, hombre.
De niños queríamos ser Luke, más adelante nos dimos cuenta de que el que molaba era Han Solo y ahora nos conformamos con no habernos convertido en Darth Vader. La Guerra de las Galaxias engendraba estereotipos que eran fácilmente identificables por el espectador, el cual incorporaba aquellos personajes sin ningún esfuerzo a su memoria sentimental: la Fuerza te acompañará siempre. Y los nuevos espectadores siguen fascinados por esta épica romántica que lleva casi cuarenta años arrasando en taquilla. Sin embargo, signo de los tiempos, hay que pensar en ir renovando al personal. El reparto elegido siembra dudas al comienzo de la película pero al finalizar la proyección se revela acertado, con el excelente actor Oscar Isaac como el piloto rebelde Poe Dameron o la sorprendente debutante Daisy Ridley como la "chatarrera" Rey: a mí me ha recordado a la "Rosetta" de los hermanos Dardenne: no ha parado de ir de acá para allá en toda la película. Y el resto, los viejos amigos, ay, tan viejos todos ellos, cuánto tiempo sin verte, chico. Bueno, todos viejos menos Chewbacca, claro: tanto pelo y el tío sin una sola cana. Para rato.

domingo, diciembre 13, 2015

"El viento se levanta", de Hayao Miyazaki

La filmografía de Hayao Miyazaki ha estado llena de cacharros voladores. Ya en su primera película, "Nausicaä del Valle del Viento", hito fundacional del estudio japonés Ghibli, los fotogramas se colmaban de aeronaves, imaginativas creaciones mecánicas que se deslizaban grácilmente por el azul cielo de los dibujos animados, una perfección aerodinámica que dejaba atónito al espectador occidental: la mirada no estaba acostumbrada a las maravillas ilustradas del anime japonés. Y por lo visto en "El viento se levanta", esa capacidad de asombro sigue viva tres décadas después: sin duda, un maestro: el viento, el cielo, el frío, el calor, la lluvia, el atardecer: nada queda fuera de la capacidad formal del arte de la animación venido de Oriente.
Para su epílogo creativo Miyazaki, que anunció su retirada con esta última gran obra, ha realizado un homenaje a los pioneros de la aviación, homenaje que se concreta en la figura de un paisano suyo, el ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi. Horikoshi trabajó en el diseño de muchos de los aviones de combate que impulsaron la carrera expansionista del imperio japonés en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Su creación más famosa fue el archiconocido Mitsubishi A6M "Zero", caza monomotor dotado de un alcance, una agilidad y una potencia de fuego inusitados para la época: ese mortífero aeroplano fue una de las grandes sorpresas para los estadounidenses en el ataque a Pearl Harbor.
La cinta se mueve por terrenos delicados. La probable faceta militarista del creador de ingenios alados se intenta equilibrar retratándole como un técnico ocupado tan solo en la resolución de problemas de física, el tópico cerebro con gafas imbuido en planos y cuentas, armado únicamente de una regla de cálculo y un lápiz, un trabajador insomne pero que sueña con volar y que está aupando a Japón en su salto hacia la modernidad: de la madera y el papel al acero y el petróleo. Para redondear el aterrizaje perfecto en el país de los héroes venerables, se pinta al genio como a un romántico enamorado de doncellas enfermizas que despiden el hálito decimonónico de la tisis. Amor desesperado y sensibilidad mortal. El viento se levanta... pelillos a la mar.

domingo, noviembre 29, 2015

"Cuenta conmigo", de Rob Reiner

"Cuenta conmigo" es una de las películas más recordadas por los que fueron (fuimos) quinceañeros a mediados de los años ochenta, título de profunda nostalgia cinematográfica que se podría incluir en un destacado grupo de culto para desnortados de la E.G.B., junto a otros celuloides de la época también protagonizados por pandillas de jovenzuelos, como son "Los Goonies" de Richar Donner, "El club de los cinco" de John Hughes o, la última pero no menos importante, "El club de los poetas muertos" de Peter Weir. Lo primero que me impactó en su día de "Cuenta conmigo" fue el "desenfado" de su lenguaje: al fin una película en la que los personajes se hacían eco del dialecto que hablábamos a diario en el patio del recreo. Creo que hasta entonces la única obra en la que yo había podido leer algo semejante era en "La guerra de los botones" de Louis Pergaud, volumen señero, por insurgente, de la colección en tapa dura "Tus libros" de la editorial Anaya: el grito de guerra que los muchachos de Longeverne dedicaban a los del pueblo vecino de Velrans, "¡Que les den por culo a los velrranos!", sirve como pequeño ejemplo de la colección de tacos que llenaba un texto que debió pasarlas canutas con la censura, pero que se leía de un tirón cuando tenías doce años. Nunca más volví a tener amigos como los que tuve a los doce años, sentencia Richard Dreyfuss en el epílogo de la película: melancolía de rodillas siempre desconchadas, de camaradería infinita, del aburrimiento imposible.
A propósito de cintas generacionales, al actor River Phoenix se le puede considerar el James Dean de aquella generación: ambos, Phoenix y Dean, tuvieron una muerte prematura, accidental, dejando un cadáver bonito que no guarda el menor interés, por muy fotogénico que uno pueda pensar que es el retrato de un guapo muerto, y por muy chula que sea la frase que se escucha en "Llamad a cualquier puerta" de Nicholas Ray: Live fast, die young and have a good-looking corpse. Así, el fin de la aventura de la pandilla de chavales de Castle Rock, con su mención a que Chris Chambers, interpretado por un River Phoenix adolescente, fallecería años más tarde por mediar en una pelea en una hamburguesería, se reviste de oráculo fatal. Y no fue una bronca en un fast food, sino una sobredosis en una discoteca, pero el arcano XIII del tarot decidió aprovechar una absurda coincidencia de casting.
En todo caso sería un colofón exagerado para una película de apariencia alegre pero triste en su fondo, una historia que, basada en una novela de Stephen King, va más allá de describir una macabra excursión de unos chavales en busca del cuerpo de un chico desaparecido, sobrepasa esa finalidad lúdica acercándose casi sin quererlo a la autopsia de una era, la de unos felices años cincuenta que quizás no eran tan felices. En "Cuenta conmigo" los amigos son el refugio, la vía de escape ante desgraciadas vidas familiares, el paraíso frente a hogares derrumbados por el alcohol, por la locura, por la visita de la muerte: niños que han crecido verificando que nada es como les han contando que debería ser, y que se ven abocados a repetir el mismo destino amargo y mediocre de sus mayores. Será mejor, entonces, que esa caminata campestre del final del verano, siguiendo las vías del ferrocarril, no terminase nunca, o, como escribía Cavafis, pedir al menos que el camino sea largo.

domingo, noviembre 22, 2015

"Poltergeist", de Tobe Hopper

Seguro que aquellas películas tuvieron gran culpa de todo lo que vino después. Contemplábamos, como si ellos fueran extraterrestres que nos mandaran mensajes desde un lejano planeta, sus enormes casas soleadas con piscina, divididas en inmensas habitaciones donde los niños tenían un montón de cosas chulas a su disposición para pasar otro día feliz en la Arcadia del consumo satisfecho. Desayunos repletos de delicias que el hastío del estomago saciado deslizaba debajo de la mesa para que se las comiera el perro, un perro grande y feliz también, por supuesto. Salían al exterior y el verde dominaba el paisaje: el verde del césped bien cuidado, el verde de frondosos árboles que bordeaban calles apacibles donde no había problema para circular en flamantes bicicletas o deslizarse con monopatines que parecían infinitamente mejores que el Sancheski que, algún afortunado, tenía por aquí. Automóviles king size y partidos de instituto con animadoras. Llegaba el día de Todos los Santos, y en vez de tener que ir al cementerio a pasar frío llevándole flores a la sepultura de la abuela y rezarle, entre alguna lágrima, un padrenuestro, se ponían unos disfraces cachondísimos y pasaban la velada jugando y visitando a los vecinos, los cuales les colmaban de golosinas. Truco o trato. Cuántos juguetes, cuánta ropa guay, cuánta niña rubia, cuánta salud y cuánta felicidad .
Qué diferente era todo. Qué distante de nuestro barrio de emigrantes del campo, de las escombreras polvorientas y de los solares llenos de basura, de la leche migada, de la mesa camilla y del brasero, del irritante tergal de nuestros pantalones y de la lana de nuestros jerséis autárquicos, de nuestros dos canales de televisión y nuestros Juegos Reunidos Geyper. La fiebre del adosado y del consume hasta morir que nos ha dominado en las últimas décadas, el dios mercado, se enraíza también en el subconsciente anidado por aquellas imágenes de películas de la primera mitad de los ochenta: colonia Hollywood: ya están aquí. Y sin duda Spielberg fue uno de los grandes profetas de la nueva religión.
"Poltergeist" lleva la firma de Tobe Hopper, uno de los principales renovadores del género de terror al realizar en 1974 la pesadilla titulada "La matanza de Texas", cinta que dejaba poco resquicio a la piedad y que afirmaba la posibilidad de la violencia más implacable e irracional ejercida sobre el primero que pasara por allí. Pero Spielberg figura en los créditos de la película como productor y guionista: caso claro de poli bueno y poli malo. Sucedía igual con "Inteligencia Artificial", proyecto de Stanley Kubrick que, debido a que el genial cineasta fallece en 1999, pasa a manos de Steven Spielberg, y en la que un espectador avisado parece que puede atribuir cada fotograma a uno u otro director: a Kubrick lo que es de Kubrick, y a Spielberg lo demás. Pues en "Poltergeist" sucede lo mismo, sobre todo en ese alucinante final en el que todo se desata y la angustia domina el metraje hasta el último suspiro: Hopper sabía bien cómo meterte el susto en el cuerpo. El comienzo de "Poltergeist" puede parecer una reedición de "Encuentros en la tercera fase", pero es un tono amable que pronto se verá desencajado por el horror más primario, un sentimiento que sigue funcionando en la película vista hoy día, por más que los efectos especiales de entonces hayan sido superados ampliamente por el estado del arte actual.
A la vez que una excelente película de terror, "Poltergeist" resulta una alegoría certera del progreso económico: el capitalismo salvaje asienta sus cimientos sobre despojos que un día cobrarán vida y ajustarán cuentas. La maximización del beneficio, a toda costa y sin el menor reparo moral, es una espiral diabólica que, en lugar de prestar un servicio a la sociedad, produce monstruos insaciables, dioses vengativos sedientos de sangre: mejor dicho, de desgracias ajenas. En 1982 "Poltergeist", película maldita, ya nos puso sobre aviso, pero nadie, deslumbrados por el american way of life, hizo caso de una piscina llena de ataúdes. Total, se pide otro crédito al banco, se instala una depuradora mejor y va que se mata. Literalmente.

domingo, noviembre 15, 2015

"Marte (The Martian)", de Ridley Scott

 Salvad al soldado Ryan... otra vez. La pregunta que falta formular en "The Martian" es si el astronauta Mark, interpretado por Matt Damon, que fue aquel Ryan de Spielberg, está dispuesto a que otros pongan en peligro sus vidas, una muerte mucho más allá de lo probable, en un azaroso intento de rescate. Ya quedó claro en "Europa One" de Sebastián Cordero, que en este tipo de aventuras la supervivencia del individuo es deseable pero no imprescindible. Para la NASA la misión es lo primero, sin duda alguna, y el que se apunta al viaje lo tiene claro. Quizás en "The Martian", para rematar la americanada en la que se convierte la película en su tramo final, hay que dejar muy claro el espíritu inspirado por el lema "Leave no man behind" del ejército estadounidense: Ridley Scott ya lo había escrito con letras de oro en la estupenda "Black Hawk Down".
Pero aquella cinta bélica se convertía en un reportaje periodístico, con los soldados del Tío Sam recibiendo una zurra considerable en las calles de Mogadiscio, mientras que "The Martian", reflejo de la novela homónima de Andy Weir, es pura ficción. Ficción científica, sí, pero ficción (para saber cuánto hay de ajustado en la parte científica del metraje, merece la pena darse un paseo por este artículo de Naukas, web de referencia para interesados por escritos de divulgación amenos pero realizados con rigor). No dejamos nadie atrás: las sagas "Rambo", protagonizada por Sylvester Stallone, o "Desaparecido en combate", con Chuck Norris, ya habían dejado patente en plena era Reagan que aquella frase era una gran mentira.
¿Dije americanada? Más aún, una parodia, un guión alimentado de tópicos que desemboca en improbable catarsis global: esas multitudes contemplando pantallas gigantes de televisión en las capitales más importantes del mundo, conteniendo el aliento, escenas vistas tantas veces en el cine menos trabajado: en "Independence Day" de Roland Emmerich, en "Armageddon" de Michael Bay, o, por supuesto en "Mars Attacks" de Tim Burton, parodia genial que sabía que lo era, mientras que las otras del grupo pretendían no saber que lo eran. Esa catarsis inducida es la demostración de que se intenta infiltrar emociones en una película fría, falta de conflicto. Así, la epopeya del ingenioso Robinsón espacial, no alcanza el grado de emoción de otras películas astronómicas recientes, de gran éxito, a la estela de las cuales se sitúa, como son "Interstellar" de Christopher Nolan o "Gravity" de Alfonso Cuarón. Ante esas tiene poco que hacer. Aunque se pinche un guante.

domingo, noviembre 08, 2015

"Europa One", de Sebastián Cordero

Europa es el nombre de un satélite del planeta Júpiter. Un satélite singular: una esfera cubierta de hielo, de un tamaño similar al de la Luna, que debajo de su caparazón helado contiene agua en gran cantidad, una capa acuosa de muchos kilómetros de espesor. Y si hay agua es probable que también haya...
La película se sitúa en un futuro no muy lejano para plantear la posibilidad de enviar una misión espacial a Europa, misión tripulada, además, que se acerque a echar un vistazo, recoja muestras y, si el tiempo gélido y la radiactividad emitida por Júpiter lo permiten, plante una bandera. Solo que en este caso la bandera sería la de una multinacional, que es la que paga el viaje. Quizás esa sea una de las cuestiones esenciales de la trama. ¿Sería capaz una empresa privada de realizar el tremendo esfuerzo económico que requiere una expedición de estas características? ¿Qué beneficio puede esperar obtener a cambio? Las aventuras estelares realizadas hasta la fecha, han tenido, ante todo, interés científico a la par que un fuerte componente de propaganda política. Quedémonos sólo con el primero, las ansias de derribar las últimas fronteras que a la ciencia se le pongan por delante, y pensemos que la emocionante epopeya de la nave "Europa One" se trata de eso: sacrificios supremos que trascienden una existencia singular: el pequeño paso para el hombre y todo lo que va detrás: la misión es la prioridad única.
Gran sorpresa "Europa One", una película que no tiene los presupuestos "astronómicos" (doble sentido del término) de otras recientes colegas del género, pero que se conduce a lo largo de su metraje con mucha verosimilitud y el indispensable poder de convicción que permite al espectador ser uno más de la tripulación. El agua de Europa: el del Océano del planeta Solaris. Los mimoides descritos al detalle en la escritura densa de Stanisław Lem, tuvieron reflejo dispar en los retratos realizados en celuloide por Andréi Tarkovski o Steven Soderbergh: treinta años de diferencia entre ambas películas, la del ruso y la del estadounidense, estupendas las dos. Solaris haciendo surgir de sus mares las improntas del recuerdo para lograr comunicarse con sus visitantes. El agua primordial: sin agua no hay ser. El cerebro humano se compone mayoritariamente de agua: por qué no pensar que el Contacto, si algún día se produce, tendrá ese elemento como protagonista. Y si el agua no funciona, lo intentaremos con unas cañas.

domingo, octubre 25, 2015

"Fury", de David Ayer

"Corazones de acero" fue el título escogido para la distribución de la película en España, título que se me antoja aplicable a una variedad ingente de temas: desde la pasión romántica más acerada hasta una trama de trasplantados viviendo en un sanatorio. "Fury" es el nombre del tanque Sherman que protagoniza la película. Sabemos que los tanquistas ponen nombre a sus cañones ambulantes: la entrada en París de la Columna Leclerc, de la compañía "La Nueve" formada por excombatientes republicanos españoles, con tanques llamados "Brunete", "Teruel", "Guadalajara", o (olé) "España Cañí" (indispensable el cómic "Los surcos del azar" de Paco Roca para conocer cómo fue la vida de esos míticos soldados españoles que combatieron el nazismo bajo bandera ajena). Mucha "fury" en esta cinta, una buena muestra del cine bélico actual, con estupendas escenas de combates, llenas de acción y de tensión (y, sin embargo, una de las escenas álgidas, de las que paran el pulso del espectador, se produce durante un almuerzo en la casa de un pueblo tomado, donde la brutalidad y la sinrazón del derecho de conquista parece a punto de dispararse sin remedio). La adrenalina a un nivel óptimo, si bien el final, épico como no podía ser de otro modo, final made in Hollywood, sepulta el resultado por ser una conclusión alargada en exceso y poco creíble.
Un tanque recogiendo los restos del avance aliado hacia Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, un artefacto destructor que poco tenía que hacer frente al de su enemigo, el temible Tiger alemán: los estadounidenses tuvieron claro en su invasión europea que una de las mayores prioridades era hacerse con las fábricas, las patentes y los científicos e investigadores que habían convertido la máquina de guerra nazi en la más potente del mundo. Gott mit uns, Dios con nosotros, el lema del ejercito alemán, que una vez derrotado debió pensar que Dios se había cambiado de bando. Y viendo la película, seguro que fue así. No dudo que los soldados estadounidenses no recen, el rifle y la Biblia y todo eso. El día a día del soldado en el frente de guerra es propicio a acordarse del Altísimo en más de una ocasión, pero no recuerdo que hubiera tantas menciones religiosas en el cine bélico antiguo, si acaso algún entierro con toque de corneta y poco más. El Hollywood moderno sorprende, o al menos sorprendía, por la presencia nada testimonial del cristianismo en los fotogramas: el crucifijo como un actor protagonista más, y no para ahuyentar vampiros, precisamente. Mensajes nítidos para alentar la fe del americano medio y alejarlo de veleidades descreídas. Claro, que la película me ha pillado leyendo "Sumisión" de Michel Houellebecq, y la mente se ha situado en modo paranoico, como no podía ser de otro modo cuando se lee al genial escritor francés.