lunes, junio 22, 2009

"Mi nombre es Harvey Milk", de Gus Van Sant

La lista de defensores de los derechos humanos que han sido asesinados a lo largo de la historia es realmente larga. Raza, sexualidad y religión, un trío maldito. Capítulo aparte merecen los perseguidos por su defensa de los derechos civiles (se distinguen estos de los derechos humanos en que son los que establece una nación dentro de su territorio) en Estados Unidos durante el siglo XX: desde las víctimas más conocidas hasta las más anónimas, que serán legión. Harvey Milk fue un conocido activista de los gay rights durante los años setenta en la ciudad de San Francisco, meca gay por antonomasia. Fue la primera persona que habiéndose declarado abiertamente homosexual alcanzó un alto cargo político y desde su situación de poder luchó por obtener lo que cualquier ciudadano tiene por el simple hecho de serlo, sin padecer ninguna discriminación por sus preferencias sexuales. Hasta hace bien poco esas discriminaciones existían en España y eran amparadas por las leyes. Ya no, al menos en el orden jurídico, porque en el orden social es más difícil terminar con los prejuicios.
Al ver la película llama la atención comprobar que el debate rancio de la consideración del homosexual como un enfermo, como un depravado, se sustentaba hace tantos años sobre los mismos argumentos insostenibles que siguen apareciendo en la actualidad. Y sorprende (o no sorprende nada) que el mismo apoyo a esas posturas conservadoras siga procediendo de sectores ultrareligiosos. Será verdad que veinte años no es nada (que febril la mirada) y que treinta son aún menos. Debate cansino.
El director Gus Van Sant, uno de mis favoritos, tiene dos trayectorias paralelas: una que se diría más independiente y otra más comercial en la que, paradójicamente, habría que situar "Mi nombre es Harvey Milk". Una cinta de típica factura hollywoodiense (sacrificio heroico, comunidad luchadora de nobles ideales, catarsis de la masa emocionada) con buenas actuaciones (la noche de los Oscar ganó Sean Penn pero debió ganar Mickey Rourke: también puedo resultar cansino si me lo propongo) que apenas se ve sacudida por escenas de amor que ya no pueden, no deben, espantar a nadie. Al que se escandalice por eso, que se lo haga mirar.

sábado, junio 13, 2009

"Coco Chanel", de Anne Fontaine

En un vistazo rápido a la biografía de Coco Chanel, descubro muchos asuntos que hubieran dado lugar a una película más interesante: enfermera durante la primera guerra mundial; amante del duque de Westminster; feminista primordial que frecuentó a las vanguardias artísticas de la época; modista de grandes estrellas de Hollywood durante los años 30 (Grace Nelly, Elizabeth Taylor, Katherine Hepburn); y sobre todo turbia relación amorosa con un miembro de la Gestapo (en alguna parte he leído adjetivos muy duros acerca de las ideas y el carácter de la mademoiselle) durante la Segunda Guerra Mundial: tras el fin de la guerra llega la acusación de colaboracionismo, exilio en Suiza y cierre de sus tiendas parisinas hasta 1954. Sí, seguramente ese oscuro apartado de su vida diera para un buen guión, pero la taquilla no recaudaría lo suficiente como para afrontar el aluvión de demandas de los abogados de la firma de las dos ces entrelazadas.
La película tiene un tono amable y rosa: sin altibajos, ni emoción, ni conflicto. Un anuncio publicitario de dos horas a mayor gloria de la fundadora de la casa Chanel: la diseñadora de fama mundial surgida de la nada; la liberación del apretado corsé, el aparatoso cancán y el insistente frufrú realizada por Cocó (vaya frase); meterse en la cama de los ricos para conseguir financiar sus proyectos (nada de moral escabrosa: es más una amistad con derecho a roce). Y si finalmente consideramos que Audrey Tautou es la nueva imagen de la marca y que, como dice www.imdb.com en su entrada dedicada a la película, 'Karl Lagerfeld art director of the House of Chanel, will assist in the recreation of dresses and accessories', pues entonces dos y dos son cuatro y no hay mucho más que decir: una mano mece la cuna.
Coco Chanel, esa gran mujer que salió de la pobreza para vestir a la riqueza: la exclusividad y el lujo para el que pueda pagarlo.
Será que soy un cutre envidioso que se compra camisetas de 10 euros.

sábado, junio 06, 2009

"Terminator Salvation", de McG

Brutal. ¡Menuda feria! Algún sismógrafo debió disparar su alarma en las proximidades de Salamanca porque el edificio del cine vibraba hasta los cimientos.
Dice Claude Chabrol en su libro "Cómo se hace una película" que una cinta se puede ver como una obra de reflexión o como una obra de sensación. De este modo un director puede decidir que lo más le importa es la cantidad de cacharros que se destripen, los destrozos y los disparos, las explosiones y la sangre, la sensación al fin y al cabo, y dejar la reflexión aparcada. Este otro proceso, el cine de reflexión, sólo puede surgir de un guión meditado y una puesta en escena cuidadosa, de modo que dicha reflexión se inicie en la mente del espectador: requiere colaboración (pensante) por parte del que ocupa la butaca: un mínimo esfuerzo intelectual. Hoy en día, qué duda cabe, el caballo ganador es el cine de la sensación (que no implica que sea sensacional: sensorial sería el término) y "Terminator Salvation" es el máximo exponente hasta la fecha: un 10 en sensación. De los diálogos insustanciales o de los personajes vacíos mejor no hablar: los primeros han sido incapaces de procesarlos mis tímpanos sacudidos y los segundos no han llegado a mi retina, poseída por el desenfreno de la lucha brutal contra las máquinas cibernéticas. Si la solución a la crisis del cine moderno (crisis económica, no artística: se siguen realizando películas extraordinarias) consiste en convertir las salas de proyección en parques de atracciones, este es el camino: sala llena (era el estreno, pero multitudinario) y público asombrado. Todavía no he visto ninguna de las recientes que anuncian que se pueden ver en 3D (ese pedazo de milagro de la transfiguración del actor en medio de la platea) pero deben ser la leche. La leche en bote, claro. Reflexión y sensación, sabiamente combinadas en mayor o menor medida, serán una receta de éxito y una virtud a perseguir.
De cualquier modo soy un fan incondicional de esta espectacular saga del autómata homicida: el recorrido de la trayectoria vital de John Connor desde su concepción, pasando por la adolescencia y la juventud, hasta llegar a ser un hombre hecho y derecho en esta cuarta entrega (interpretado por Christian Bale: el papel de John Connor debe molar tanto como si te ofrecieran el de Luke Skywalker), siempre amenazado por máquinas terribles, asesinas implacables, pero siempre victorioso. Y es una saga coherente en la que esta cuarta parte era necesaria. En "Terminator 2", de James Cameron, el problema quedó finiquitado (Sayonara, baby) con la destrucción de Cyberdine Systems y la fundición de los restos del T-800, pero en el año 2003 se realiza una nueva secuela, "Terminator 3: La rebelión de las máquinas" de Jonathan Mostow, ya sin Cameron al mando pero con el futuro gobernador de California, Arnold Schwarzenegger, aún repartiendo sopapos desde su cascarón metálico. Esa tercera parte finaliza con el ataque nuclear lanzado por Skynet: el futuro que mostraba "Terminator" en 1984 no se puede cambiar, no se puede rescribir y la única oportunidad para una humanidad moribunda es que John Connor lidere la resistencia contra el imperio de las máquinas. La tercera por tanto dejaba la puerta abierta a la cuarta, haciéndola obligatoria. Y, por qué no, habrá quinta y las que los productores (hasta cuatro he contando en los creditos frente a un sólo director desconocido, con nombre híbrido entre marca de coche inglés y dj cool ibicenco) quieran continuar financiando. Máquinas, sí, pero de hacer dinero.
"Terminator Salvation" es el espectáculo de la lucha demoledora, a cielo abierto, contra grandes trastos de guerra, en un mundo ceniciento y desértico, aunque tampoco se renuncia a escenas marca de la casa: esas peleas cuerpo a cuerpo, desiguales, en refinerías mal iluminadas que no terminan hasta que al bicho metálico se le apaga la luz roja de los ojos. En esta película John Connor tiene que liderar a la resistencia y tiene que encontrar a su futuro padre (en realidad, su pasado padre, claro: al que no conozca la saga todo esto que estoy escribiendo le debe sonar a chino) para mandarlo de vuelta a los ochenta y que salve a su madre. Las casetes que le dejó grabadas Sarah Connor, le indican las claves de los pasos a seguir. Tampoco podía faltar un cyborg que le eche una mano a John Connor y en este caso es Marcus Wright (interpretado, muy bien, por el actor australiano Sam Worthington), un golem de chapa con corazoncito (literalmente) que busca a su creador, igual que hiciera el replicante Roy Batty en "Bladerunner": el robot en el diván del psicoanalista se pregunta por los motivos de su existencia: inteligencia artificial con motivaciones freudianas.
En fin, muy entretenida (para el que guste del género) y ojalá sea un gran taquillazo para que, como aseguran las distribuidoras, la recaudación de este tipo de películas permita hacer películas de las otras, esas tan artísticas, tan reflexivas y tan lentas, que van a verlas cuatro gatos (si llegan a estrenarse) y que les hacen perder a las productoras toneladas de dinero aunque la crítica trasnochada diga que son obras de arte extraordinarias.
Si la taquilla va mal... volveré.

Hazte un Pollock

Y sin contratos.

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http://www.jacksonpollock.org/

jueves, junio 04, 2009

"El contrato del dibujante", de Peter Greenaway

Inglaterra, siglo XVII. Un dibujante, afamado paisajista, es contratado por la dueña de una hacienda, Mrs. Herbert, para realizar una serie de doce dibujos de distintos rincones de la finca: serán un regalo para congraciarse con su marido ausente: tiene doce días para hacerlos, antes del retorno del esposo. Ricos propietarios de vestuario barroco, terratenientes amanerados que combaten su aburrimiento holgazán con intrigas cortesanas que se plantean a la luz de las velas (la película tiene una fotografía prodigiosa, que evita el uso de iluminación artificial), ávidos de poder, enfermos de codicia. El dibujante participa de esos juegos peligrosos: su condición para aceptar el encargo es que la señora acepte a su vez cubrir las necesidades del artista durante el periodo que duren los trabajos. Sí, esas necesidades también. Contrato firmado.
En la primera parte de la película veremos trabajar el lápiz, aparecer la imagen y concretarse el modelo en el papel: una lección de dibujo acompañada de la genial banda sonora de Michael Nyman. El ojo del director es el del pintor que busca el encuadre adecuado, la simetría de las formas, la colocación obsesiva de cada detalle. Luz y sombra. Cada interior quiere ser un cuadro de Caravaggio, cada exterior, la obra de un paisajista clásico inglés. Las estatuas, testigos mudos en jardines tranquilos, cobran vida como duendes endemoniados.
Pero algunos contratos pueden ser mefistofélicos. En "Blow up" un crimen queda capturado en una foto azarosa. En "Bladerunner" la imagen digital, recorrida hasta ángulos imposibles, descubre detalles inadvertidos. Un dibujo a lápiz, aparentemente inocuo, también puede sacar a la luz detalles, indicios, pistas que sólo se encuentran en la mente de algunos observadores: reflejos de sus pecados, de sus depravaciones: la conciencia puesta en un espejo resulta una visión insoportable. El desenlace de "El contrato del dibujante" será terrible.
Peter Greenaway, guionista y director, filma una película extraordinaria.

domingo, mayo 31, 2009

"La doble vida de Verónica", de Krzysztof Kieslowski

Weronika y Véronique. La primera es una estrella emergente del canto clásico, en Polonia, en los años que siguieron a la caída del Muro. En el cuento "El ruiseñor y la rosa" de Oscar Wilde, el pájaro se ofrece a ayudar a un joven estudiante para que consiga una rosa roja que regalarle a su amada. Para ello el ruiseñor debe cantar toda la noche mientras una espina del rosal le atraviesa el pecho, hasta alcanzarle el corazón: rosa roja de sangre. "Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimizado por la muerte, el amor que no acaba en la tumba", cuenta el escritor dublinés. Así muere Weronika, en su primer concierto, víctima de una dolencia cardiaca. Así morirá Kieslowski, a la temprana edad de 54 años, de un ataque al corazón: cine profecía.
Véronique, la francesa, la gemela, la otra: al otro lado del espejo. El director plantea la conexión entre ambas como un enigma sin solución. Weronika muere pero Véronique se salva abandonando sus clases de canto y acudiendo a la consulta de un médico que trate su enfermedad: el electrocardiograma traza la línea de la vida, la que dibuja a su vez el cordón del zapato de Weronika. Un mundo se extingue y otro sobrevive o, intentando interpretar las ideas del director, la vida en Polonia se acabó para empezar una nueva vida en Francia (a ese país de adopción le dedicaría su famosa trilogía "Tres colores": "Azul", "Blanco" y "Rojo"). El salto entre dos mundos cercanos, distintos a pesar de tener tanto en común: como Weronika y Véronique. Cine romántico, pleno de lirismo, lleno de símbolos, de música y de color. Y la sublime actuación de Irene Jacob. Cine europeo, como esas elecciones que no interesan a nadie.
Esta semana leía una entrevista a Fernando Arrabal: en la cumbre del panorama cultural francés: aquí se recuerda su escena del milenarismo pero no se lee su obra. Almodovar, ya se sabe, se siente más querido allende los Pirineos que en esta tierra cainita (el que no esté enterado aún de su conflicto con Carlos Boyero, que se ponga al día aquí: no tiene desperdicio: cineastas y críticos a degüello: qué pena que los duelos ya no estén de moda). O Victoria Abril, esa actriz francesa nacida en España. Chauvinismo a los franceses no les falta, seguro, pero si empiezo a buscar ejemplos del nadie es profeta en su tierra, me sale que muchos sí que lo fueron en Francia.

domingo, mayo 24, 2009

"La clase", de Laurent Cantet


Mañana por la tarde (hoy en realidad: ya es domingo, pero las madrugadas de los sábados suelen alargarse tanto como el metraje de la película que toque ver, más una cantidad variable en función de si apetece o no dedicar un rato a describir la sensación que quedó en la retina: hoy apetece) se sabrá la lista de los ganadores del festival de Cannes. El año pasado el gordo (aunque el azar no tenga mucho que ver y sí la calidad de las películas) cayó en Francia, en esta pequeña pero sorprendente cinta.
Basada en la novela "Entre les murs", su escritor, François Bégaudeau, es a la vez el guionista y el protagonista de la película. Describe sus experiencias como profesor de francés (no quiere decir que enseñe el idioma a otros: sería parecido a que un profesor de lenguaje en España fuera un profesor de español) durante un curso escolar cualquiera, dirigido a alumnos adolescentes que también son alumnos reales de cualquier instituto francés: todos ellos se interpretan a si mismos en mayor o menor medida, logrando una naturalidad extraordinaria: el mayor éxito de esta película es que sienta al espectador en el pupitre de un aula real. La fuerza de las interpretaciones genera un mundo virtual, el microcosmos de la clase, con una precisión tan grande que ya le gustaría ser capaces de obtener algo parecido a los apóstoles del 3D con gafitas: darle todo hecho al espectador le quita la mitad de la gracia.
El combate cotidiano entre el profesor y los alumnos, un combate dialéctico donde más que enseñar hay que convencer, resulta una tarea agotadora y desesperante. La sala de profesores parece el vestuario de un pabellón donde se esté desarrollando una velada de boxeo: unos aparecen derrotados después del combate y otros se preparan para saltar al cuadrilátero. La victoria, si la hay, será íntima y quizá tenga la forma de alumno agradecido o se alcance al tener la certeza del trabajo bien hecho. Quizá el único premio posible sea llegar al viernes. La película no cuenta nada más que el día a día, no hay hechos sorprendentes ni acontecimientos extraordinarios. El conflicto diario que se repite hasta el infinito.
En la novela "Jakob Von Gunten" de Robert Walser, se retrata la educación que se recibe en un instituto alemán de principios del siglo XX, el instituto Benjamenta. Educar no para desarrollar las capacidades intelectuales del alumno, sino para disciplinar sus instintos y encaminarle a acatar las convenciones morales y sociales del mundo que le va a tocar vivir. Destino marcado por la cuna: si eres pobre de cuna, serás pobre de mortaja. A pesar de la inutilidad del proceso educativo que se describe en la novela, el profesor es un dios venerable. En un pasaje del libro se describe como esperan los alumnos el comienzo de las clases: "Diez minutos antes, los alumnos ya estamos en nuestros puestos, cargados de tensión y expectantes, mirando fijamente la puerta por la que hará su aparición la directora": a más de un docente de hoy día, la frase le sonará a ciencia ficción.
La educación actual se basa en la igualdad de oportunidades. El objetivo último debe ser el de educación universal, para todos. Y de calidad, como dicen los políticos aunque no den detalles de cómo se alcanza esa meta. Jóvenes alienados por el consumo, repanchigados en el rincón más cómodo del tresillo, ignoran la magnitud de esa propuesta, el valor enorme que tiene el esfuerzo que otros dedican a diario para abrirles los ojos y que nunca más, finalizados los años de estudiante, van a disponer de tanto tiempo para investigar, indagar, explorar, profundizar. Provocar la necesidad de conocer, más allá del almacenamiento inútil de detalles enciclopédicos: la satisfacción del descubrimiento, de la curiosidad saciada. Leer a Walser, por ejemplo. O ver "La clase". Nunca el tiempo es perdido.

sábado, mayo 23, 2009

"Gran Torino", de Clint Eastwood

El jinete pálido cabalga de nuevo. O por última vez. Quizás.
Esta película se puede situar entre "El sargento de hierro" y "Sin perdón". Entre cómo sería la jubilación del duro instructor de marines, violento y malhablado y un western crepuscular trasladado a los suburbios de cualquier ciudad estadounidense. En deuda con los arquetipos que él mismo ha generado. ¿Cuánta cuerda le queda aún al veterano, casi octogenario, después de más de cincuenta años de carrera? Actor, director y productor. Y además compositor del tema principal de la banda sonora. Este tipo debe hacer buenos desayunos.
"Gran Torino" es una mezcolanza de conflictos: racistas, familiares, adolescentes, religiosos, criminales, vecinales, generacionales. El común denominador de todos ellos es Walt Kowalski, un viudo reciente, solitario y cascarrabias, que ve como desaparecen las referencias sobre las que se han sustentado sus criterios morales. Ex-trabajador de una fábrica de automóviles, ex-combatiente de Corea, ex-vecino de otros blancos: en su barrio la población local se ha reciclado en una nutrida colonia de refugiados hmong, pueblo asiático que apoyó a Estados Unidos en su guerra del Vietnam y que, con la derrota norteamericana, fueron declarados enemigos prioritarios del régimen vietnamita. Miles de ellos murieron hasta que el gobierno estadounidense, después de haberlos dejado colgados, los declaró refugiados políticos. Y precisamente ahí reside la lectura moral y redentora de la película: el genuino héroe americano que, pese a su pasado turbio de criminal de guerra (o precisamente por ello), acude al socorro desinteresado de los desvalidos de otras naciones, de los inferiores, de los incapacitados para sobrevivir en los duros caminos del capitalismo. El tío más duro del barrio.
Clint siempre será mucho Clint.

sábado, mayo 16, 2009

"Fat City", de John Huston

Existe un libro titulado "Sobre el boxeo", escrito por Joyce Carol Oates. Lo leí hace tiempo pensando en encontrarme el punto de vista femenino (feminista) de la autora. Me di cuenta de que el único punto de vista erróneo era el mio. La escritora había dado con muchas claves y había logrado un gran ensayo.
El boxeo no es un deporte, aunque haya que estar en muy buena forma para practicarlo. Se puede considerar un espectáculo porque el público paga por verlo. Pero para entender qué es el boxeo sólo cabe ponerse en el lugar del boxeador: el boxeo, al fin, resulta ser una opción de ganarse la vida, una profesión arriesgada porque su esencia son los éxitos y los fracasos puestos a cada lado de la balanza: una profesión corta y mal pagada.
El cine en relación con el boxeo ha producido un puñado de enormes películas. "Más dura sera la caída", de Mark Robson: el tongo y los negocios sucios, la última de Bogart; "Marcado por el odio", de Robert Wise: el primer triunfo de Paul Newman; "Fat City", de John Huston: la estética del perdedor; "Toro Salvaje", de Martin Scorsese: la más grande de todas. Y se puede añadir "Rocky", de John G. Avildsen, con su relato optimista (y exitoso) del working class hero y el documental "Cuando éramos reyes" de Leon Gast, retratando el descomunal ego de Muhammad Ali peleando con George Foreman (y contra el mundo) en el Zaire de Mobutu.
En "Fat City", Billy Tully (Stacy Keach como nunca) es un boxeador fracasado que malvive en Stockton, ciudad californiana. En un ring de Panamá le cortaron las cejas con unas cuchillas de afeitar. La sangría producida forzó que el arbitro parara el combate: K.O técnico y fin del sueño. Arrastra su cuerpo alcoholizado por barras de garitos insomnes. El tren ya pasó y los boxeadores tienen tendencia a acabar mal: encarcelados, sonados, drogados, suicidados, alcoholizados. Coño, que triste es esto del boxeo: normal que se hagan buenas películas. En su vida se cruza Ernie (Jeff Bridges) joven aspirante a elevar los brazos al final de los combates, ya que a besar la lona no aspira nadie: no sabe aún todas las batallas que le va a tocar perder. Billy anima al chico a probar suerte y él mismo se concederá una segunda oportunidad, pues como diría un castizo, más cornadas da el hambre (boxeadores y toreros: muy cerca).
Al final del combate de Tully contra Lucero, el perdedor se aleja solitario por los túneles del pabellón: la paliza recibida es lo de menos, lo que cuenta es la bolsa ganada y conseguir pronto otro combate, así que entre el que gana y el que pierde no hay mucha diferencia: dinero fresco aunque orines sangre y tu cara parezca el Gran Cañón de las veces que te la han partido. "Hagas lo que hagas, la vida te lleva a una cloaca sin ilusiones", dice Billy Tully con la lucidez pastosa de un borracho: el terror a la mediocridad, a pasar la vida en el arroyo, sin ambiciones ni oportunidades.
Un boxeador. Un luchador.

jueves, mayo 14, 2009

"Cuentos de la luna pálida", de Kenji Mizoguchi

Cuentos de fantasmas. Un pobre campesino japonés del siglo XVI indefenso ante las dificultades que jalonan su destino. El es un hábil alfarero y ve en su oficio la oportunidad de progreso que una sociedad feudal, sometida a las guerras interminables de los señores samurais, no hace posible: el que nace pobre muere pobre sin remedio. Grupos de soldados arrasan aldeas, violan a las mujeres, roban la comida. Mundo violento en el que ellas son las víctimas más vulnerables: el director vivió muchos años con una hermana geisha y era buen conocedor de la intimidad femenina.
A perro flaco... Cuando se abre una esperanza en la vida del alfarero y vende con éxito su mercancía, se cruza en su camino una fantasmal princesa, un ser de otro mundo que le enamora y le atrapa sin remedio. Un puente tenue entre dos planos de existencia, un pasillo leve entre dos dimensiones que apenas se le insinúa al espectador: un giro elegante, una atmósfera pausada: un ser terrible del que será difícil escapar. Una obra maestra no exenta de enseñanzas morales, como todo buen cuento: el trabajo, la familia, la honradez, la templanza, el honor: esos valores tan japoneses.
Esta película supuso el descubrimiento en occidente del cine japonés, en los años de la expansión de los grandes festivales de cine, esos hitos anuales que siguen sirviendo de escaparate fundamental al cine de todo el mundo.

miércoles, mayo 06, 2009

"Control", de Anton Corbijn

Retrato fílmico de Ian Curtis, mítico cantante del grupo "Joy Division" que se suicidó en 1980, a la edad de 23 años. Vaya, ya conté el final. Para llevar a cabo este biopic, el director se ha basado en su experiencia personal con aquel grupo (Anton Corbijn es un famoso fotógrafo del mundo del rock; sus fotos de "Joy Division" son uno de sus primeros trabajos) y sobre todo en la biografía escrita por la viuda del cantante, Deborah Curtis. Esto último condiciona el punto de vista de la película, centrada principalmente en la vida sentimental del artista. Se casó muy pronto, antes incluso de empezar a cantar con el grupo y el conflicto que desemboca en su muerte apunta en la cinta hacia la incapacidad de compaginar su vida familiar y su condición de estrella emergente del rock, con amante incluida. De cualquier modo la personalidad de Ian Curtis era bastante inestable, sufría de epilepsia y puede que el temor a la enfermedad y a la locura fuera lo suficientemente fuerte como para no permitirle emprender su camino hacia el éxito: muere un día antes de iniciar una gira por Estados Unidos.
La película, rodada en blanco y negro, tiene una estética correcta pero no llega a dar la medida del personaje que representa, bastante bien (con voluntad) interpretado por el desconocido Sam Riley. Hay otras dos películas que me parece que pueden dar mejor impresión a los fans del grupo: la fantástica "24 Hour Party People" de Michael Winterbottom y el estupendo documental "Joy Division" de Grant Gee. Este último es una serie de entrevistas al resto de componentes del grupo (pasaron a ser "New Order": tuvieron mucho éxito en los 80 y 90) que mira con melancolía a la ciudad de Manchester de aquellos años de "Joy Division", mostrando sus transformaciones urbanas, los lugares que ya no existen, los ritmos que aún resuenan: la edad de oro que cada cual sitúa en los años de la propia juventud.
"Joy Division" eran una gran banda, herederos del sonido punk, pero que poco tenían que ver con la estética del movimiento o con los tópicos al uso de melodías poco cuidadas e instrumentos desafinados. Ver como Ian Curtis cantaba en directo es una experiencia hipnótica. Un hombre delgado, de ojos claros, bien vestido, que entraba en un trance desquiciado al interpretar sus canciones con voz profunda, envuelto en el sonido de un bajo y una batería prodigiosos. "Transmission", "She's Lost Control", "Atmosphere", "Love Will Tear Us Apart", "Glass" o "Digital", la canción que mejor representa la personalidad bipolar del aquel fulgurante mito del rock, son temas intemporales, himnos de la mejor música. Eternos.

"Transmission", Joy Division

jueves, abril 30, 2009

"Mulholland drive", de David Lynch

Hace unas semanas vi "Inland Empire", el último largometraje de David Lynch. Tengo que confesar que me perdí: el personaje de Laura Dern, Nikki Grace, atravesó el espejo y yo, incauto conejillo, no fui capaz de seguir la estela de su recorrido. Quedé hipnotizado, eso sí, y aquella noche, al rato de acostarme, el grito desgarrador de la protagonista me arrancó de aquella pesadilla: no olvides: nos encontraremos otra vez, al otro lado. El mundo de Lynch.
Dejaré pasar el tiempo y volveré a ver esa cinta que, casualmente (malditas películas malditas), como cumplimiento de la amenaza anunciada se me apareció en el blog de El tiempo ganado: para más inri con dedicatoria incluida. No había duda. El encuentro postergado pero sin posibilidad de renuncia.
Decidí revisar "Mulholland drive", otra de las grandes películas de David Lynch (si hay alguna mala, aún no la he visto), pues como decía Francisco Machuca en la entrada mencionada de su blog: pero sí es importante saber que "Inland Empire" se sitúa allí donde podía terminar "Mulholland Drive".
"Mulholland Drive" empieza con el intento de asesinato de una mujer (en una carretera oscura un auto avanza: vemos las luces y el asfalto y ya se reconoce al autor), una tremenda gachí (Laura Harring) que se salva por poco pero que pierde la memoria en el trance. Su fortuito encuentro con la bondadosa Betty (Naomi Watts), que la acoge y la protege, propiciará la investigación de ese pasado velado, de las circunstancias que la llevaron al borde de la muerte. Esa típica intriga del cine negro, vista por el cristal azul y rojo neón de David Lynch se convertirá en una sucesión de personajes anómalos, perversos, deformes, mefistofélicos, que habitan parajes urbanos de pesadilla. Llegado el momento, cuando la trama parezca a punto de resolverse, el director dará un salto en el tiempo para explicar el asunto pero manteniendo, a su vez, el orden de los acontecimientos: no es fácil de explicar, por supuesto: lo genial nunca ha sido trivial. En el cine de David Lynch se concreta el arte moderno en el que la respuesta está siempre en el ojo del espectador que es al final el que debe interpretar el producto de su subconsciente.
Cuidado con este cine.
Vaya, parece que un enano vestido de rojo está llamando a mi puerta. Disculpen.

domingo, abril 19, 2009

"Banda aparte", de Jean-Luc Godard

La productora de Quentin Tarantino se llama "A Band Apart" como homenaje y reconocimiento a esta película y, en definitiva, a una nueva forma de realizar cine que surgió en Francia a finales de los cincuenta: la Nouvelle Vague. Teniendo en cuenta que películas de Godard como "Banda aparte" o "Al final de la escapada" se inspiraban a su vez en el cine de gansters norteamericano, es posible afirmar que la base de la evolución del séptimo arte es un ciclo permanente de tráfico de influencias: miradas atrapadas en ciertos fotogramas, ven más allá, realizan un salto hacia delante, muchas veces sobre el vacío, y cambian radicalmente los conceptos agarrotados por los apasionados de lo inmóvil. Intelectuales del cine, arriesgados y visionarios, comprometidos políticamente, también, fundan una revista llamada Cahiers du Cinéma para dejar constancia escrita de sus pensamientos, para promover la reflexión y engrandecer el arte: cambiarlo todo para que todo cambie. Godard, Bazin, Truffaut, Chabrol. Con estos artistas se alcanzó un nivel superior, se llegó a otra parte.
Tres personajes sentados en la mesa de una cafetería de París. Dos chicos, Franz y Arthur, (Sami Frey y Claude Brasseur, interpretando a "primos cercanos" del Michel Poiccard de Belmondo) y una chica, Odile (Anna Karina, musa sensual de mirada atravesadora). De repente deciden dejar de hablar, ya se lo han contado todo, y durante un minuto se hace un corte absoluto de la banda sonora de la película. En otro momento se ponen a bailar los tres, una coreografía corta, repetitiva como un riff, en la que a cada poco la voz del narrador interrumpe la música pero no el baile: los pasos resuenan fuertes en el suelo del salón y a la vez se descubren los pensamientos de los danzantes (Arthur se mira los pies, pero piensa en la boca de Odile, en sus besos románticos; Odile se pregunta si se han fijado en que sus pechos se mueven debajo del sueter; Franz piensa en todo y nada, no sabe si el mundo se convierte en sueño, o el sueño en mundo). Secuencias que no aportan nada a la trama, que no aclaran el conflicto o que no ayudan a la comprensión de los personajes: la imagen deja de estar al servicio de la historia para cobrar sentido por sí misma. La cámara se dedica simplemente a recoger la belleza del instante: aquella suave nuca de Jean Seberg en "Al final de la escapada": saltos de cámara que recogen lo mismo desde distintos ángulos en un coche en movimiento. Una revolución se puso en marcha a la vez que ese automóvil y llegó hasta nuestros días. Hasta Tarantino, al menos.

lunes, abril 13, 2009

Ensayo. "La mirada encendida", de Angel Fernández-Santos

Cuatro años de blog. Tal día como hoy. De nuevo el aniversario tiene premio. De nuevo un libro.
Casi seguro que la primera crítica de una película que leí en mi vida, fue una de Angel Fernández-Santos en "El País" (o de Ivá en "El Jueves": tenía algunas antológicas: sarcasmo puro) y es casi seguro porque ese diario fue durante muchos años mi mayor referencia periodística. Y escribo fue, porque mi interés por él se ha ido diluyendo a la par que desaparecían las firmas que en su momento seguía con fervor. El propio Fernández-Santos, Eduardo Haro Tecglen (abría el periódico por su columna), Manuel Vázquez Montalbán, Joaquín Vidal, Terenci Moix, Santiago Segurola. Menos el último, todos están criando malvas. Claves perdidas que en su día apuntalaron una cierta educación crítica: la mía.
"El País" pasó de independiente a global. Ahora lo hojeo con desgana. Si me encuentro con Diego Galán, reviso con placer su acreditada melancolía cinéfila, pero si me topo con Carlos Boyero, nuevo titular de la plaza de crítico cinematográfico, lo leo con la misma precaución que le dedicaría al prospecto de un medicamento, ya que en cualquier momento aparece un desagradable efecto secundario: un tóxico mal explicado y peor argumentado. A veces parece que el cine le supone una inmensa tortura (sobre todo si ponen una de, por ejemplo, Kiarostami o Almodovar) y eso a pesar de que le pagan (supongo que muy bien) por pasar a la platea y echarle un par de horas al asunto. En fin. El crítico criticado.
"La mirada encendida" es un compendio de artículos sobre el séptimo arte, semblanzas de actores y directores, por supuesto críticas de películas. He leído el primer artículo, titulado "El cine como génesis: las vanguardias" y me ha parecido una delicia. El prólogo de este libro lo leí hace tiempo, de un ejemplar de biblioteca, y está escrito por Victor Erice. Su lectura provocó que acto seguido tomara prestada la novela "Parte de una historia" de Ignacio Aldecoa. Afortunadas consecuencias.

domingo, abril 05, 2009

"Slumdog millionaire", de Danny Boyle

La mejor película del año 2008, dijeron los Oscar. Espero que no, que el año haya dado películas mejores que esta: se me ocurren un par. Pero en cuestión de premios "Slumdog millionaire" se ha llevado un montón y ha rentabilizado sobradamente su condición de película de bajo presupuesto (¡hala! ¡ya salió el peine!: por eso es la mejor película, ¡porque es la que más perras ha ganado!). Muchos de sus actores eran reclutados en las localizaciones donde se rodó la cinta y al parecer sus protagonistas infantiles llevaron mal la vuelta al barrio después de dormir en los hotelazos de Hollywood. Seguro que la pasta recaudada por la cinta les habrá dejado la puerta abierta a una vida mejor: lo que a nuestros ojos puede ser poco dinero en ciertos lugares es una fortuna y a las productoras no les puede costar demasiado evitar la denuncia de aprovecharse del trabajo ajeno (de humilde procedencia, además: sería muy miserable), más aún después de haber recaudado un dineral en taquilla.
Hablando de money, ¿quién quiere ser millonario? Carlos Sobera y sus cejas contorsionistas arrasaron en la caja tonta, hace ya diez años, lanzando a diario esa pregunta. Y de preguntas sobre los temas más triviales iba el concurso. Las respuestas correctas, al no tratarse de un tema concreto, no se podían obtener más que de la propia experiencia, de una amplia curiosidad apuntalada en una buena memoria, de tener capacidad de asociación o, directamente y para los más arrojados, de la suerte: una entre cuatro y tira esos daditos que va a ser mi noche.
Un joven hindú (aunque era musulmán; un joven indio, aunque del lejano este) participa en el programa y, milagrosamente, va acertando todas las preguntas: las respuestas están alojadas en momentos significativos de su vida. Trayectoria dolorosa, de orfandad y pobreza: el adjetivo inglés dickensian es un certero calificativo para este tipo de relatos. Oliver Twist desde los barrios bajos de Mumbai (antes Bombay; Hawai, Mumbai: bueno, suena parecido), viajando en los techos de los trenes y esquivando varas de policías violentos. Imágenes coloristas, encuadres rebuscados de cámaras torcidas, ritmos locales (suena el "Paper planes" de M.I.A., que no es muy "étnico", precisamente, pero aporta el toque ragga; el bailecillo multitudinario del the end me ha recordado al de "Zatoichi", de Takeshi Kitano, aunque aquel del director japonés era un broche final más desconcertante) y belleza bollywoodiense: estética de videoclip y happy ending.
Pues no, no es "Trainspotting". Lamentablemente.

lunes, marzo 30, 2009

"Blowup", de Michelangelo Antonioni

El comienzo produce desconcierto. Se suceden intercaladas en el montaje las secuencias de unos hombres de aspecto triste, humilde, que parecen salir de una oscura fábrica o de un asilo para pobres, y las imágenes de un grupo de jóvenes que corren alborotando felices por la calle, disfrazados y maquillados como si celebraran un carnaval. ¿Qué sentido tendrá mezclar a unos que viven la realidad fría, callada, con otros inmersos en su fantasía festiva?
Un exitoso fotógrafo de moda (tirano soberbio y vanidoso), en medio del swinging London de los sesenta. Sus sesiones de fotos devoran a la modelo, se convierten en un clímax voyerista. Placer adicto, el infatigable ojo de la cámara arrasado por su pulsión artística acecha a una pareja en un parque: la mirada (la ventana, el objetivo, el plano) indiscreta hace que un cadáver se fije en el rollo de película desencadenando un thriller improbable:la duda del engaño de una mente agotada por la vida a la carrera.
Un concierto de "The Yardbirds". El público asiste impasible. De repente, un músico enfadado con su amplificador destroza su guitarra y arroja el mástil a la platea, produciendo una avalancha de fanáticos ávidos por recoger el fetiche, el tótem de su dios. El ganador huye con el objeto y después lo tira, despreocupado, en medio de la calle. ¿Para qué sirve un inútil trozo de guitarra o una enorme hélice de avión? ¿Por qué esa avaricia de coleccionista? Modernidad en busca de símbolos, de un carácter perdido o que nunca se tuvo.
La sensación que deja es que el director critica una sociedad (parte de un relato de Cortazar que no he leído: "Las babas del diablo") construida sobre apariencias en la que el mismo se ve inmerso: intrascendente arte pop de rápida factura y aún más rápida digestión; placer fácil de sexo sin compromisos y drogas a gogó. Horror vacui. Todo es efímero bajo el lema del consume hasta morir.
El fotógrafo se agacha y recoge la pelota invisible que un mimo lanzó.
Vaya, otra obra maestra.
Por cierto, la película fue famosa también por tener un plano de un desnudo en el que se muestra vello púbico: escena pueril donde las haya. Claro, visto ahora, que en aquel entonces debió ser la bomba.

jueves, marzo 26, 2009

"El carnicero", de Claude Chabrol

Todo comienza con una boda de pueblo. Ese "de" coloca un adjetivo peyorativo, pero nada más lejos de mi intención: si bien todas las bodas se parecen las que se celebran en los pueblos tienen algo especial: candidez e inocencia apenas tapada por cierta impostura (una escena tan humilde, tan simple, supone un pasaje de la película realmente bueno, rodado con maestría). Allí, en ese salón de banquetes de finales de los sesenta, surge la amistad entre un carnicero y una directora de colegio. Solteros solitarios que se aproximan en una ambiente desinhibido -a nadie le puede extrañar- entablando un cortejo educado. Ella viene de una grave decepción amorosa; él, de diez años de guerra: Argelia, Indochina: sangre a raudales sirviendo a la patria. Como amigos, punto.
El amor no correspondido, el estado de enamoramiento que altera el sueño, la mente, puede provocar que empiecen a aparecer mujeres muertas en los bosques cercanos, en las laderas rocosas. El asesino que aterroriza comarcas puede ser algún viajante que pasaba por allí o, aún peor, el vecino de al lado. Puede ser cualquiera: 'en el campo todos llevan una navaja de muelles', dice el inspector.
El director va a humanizar al monstruo, le va a redimir en el último momento de la forma más insospechada. Este ser sanguinario, este precisamente, es un enfermo creado por todos (el olor de la sangre en las botas del soldado) y dotado de instintos ancestrales (un paseo por las cuevas rupestre del Perigord francés avisa de un pasado violento): el criminal que no puede escapar a su cruenta compulsión.
Una obra maestra.

sábado, marzo 21, 2009

"Watchmen", de Zack Snyder

Adaptar un cómic al cine es una tarea complicada. Por un lado facilita la labor del director: el storyboard ya está hecho. Pero por otro limita la libertad de creación al quedar la imagen del celuloide anclada a la estética de las viñetas del original. El cómic "Watchmen" está firmado por dos autores: Alan Moore, guionista; Dave Gibbons, dibujante. El primero ha renegado de la adaptación cinematográfica y no aparece en los créditos de inicio, en los que figura una frase bastante "ortopédica", algo parecido (no me acuerdo del todo) a 'based upon the graphic novel co-created by Dave Gibbons'. Habrá que darle la razón al pataleo de Alan Moore: la película, aunque dura casi tres horas, no puede abarcar en su totalidad la extensión y complejidad (apabullante) de la historia que cuenta su madre de papel: tampoco creo que sea la finalidad: es una adaptación, es otro medio: es otro fin. No es la batalla que deba ganar la película.
Sin embargo creo que logra mejorar los dibujos algo sosos de Gibbons: le da algo de dignidad (estilo X-Men) a ciertos (sonrojantes) disfraces de superhéroe. Para ser un cómic de los ochenta, Dave Gibbons lo realizó como si fuera una creación de décadas anteriores, sin aprovechar la libertad formal que ya empleaban creaciones similares en aquellos tiempos. El director hace más explícito también el sexo y la violencia que presentaba el tebeo (en el papel, ni se le cortan los brazos al preso con una radial ni se usa un hacha para finiquitar al secuestrador; en cuanto al sexo, el intento de violación de Sally Jupiter, el "triunfo" del Buho Nocturno o el desnudo frontal del Dr. Manhattan, bueno, en pantalla todo es más provocador y en el cómic queda más velado), no sé con que finalidad excepto la de hacer pensar que se han equivocado de película a la nutrida parte del público que piensa que ha ido a ver otro Spiderman.
Este cómic de hace 20 años, ahora película, sólo se puede entender desde la perspectiva de los años 80. Guerra fría, pánico nuclear, botón rojo. Los diarios se pueblan de noticias de número de cabezas nucleares, megatones, alcance en miles de kilómetros: balística y exterminio. El reloj del fin del mundo: la cercanía de la tercera guerra mundial. Lo de Afganistan, que tanto aparece, fue otro golpe de estado urdido por la CIA (se cuenta en "Los nuevos gobernantes del mundo", extraordinario ensayo de John Pilger) contra un gobierno de izquierdas. Armaron y entrenaron a grupos de integristas musulmanes, los conocidos talibanes (cría cuervos), para provocar una guerra civil. Los tanques soviéticos entrarían más tarde, pero la chispa ya estaba encendida. "Watchmen" hay que situarlo en aquella época, que ahora puede parecer lejana con la guerra fría finiquitada (o no) pero en realidad los arsenales atómicos siguen apuntado hacia la Tierra: el mayor enemigo de la humanidad, ella misma.
Al comienzo de la película se presenta la transición de los "Minutemen" a los "Watchmen" mediante una sucesión muy lograda de escenas recreadas sobre fotos antiguas y el acompañamiento sentimental del "The times they are a-changin'" de Bob Dylan (la cinta tiene una estupenda banda sonora), en un evocador repaso a 40 años de guerra fría.
There's a battle outside
And it is ragin'.
It'll soon shake your windows
And rattle your walls
For the times they are a-changin'.

La película tiene sus momentos.
Zack Snyder resulta ser un buen falsificador.

jueves, marzo 19, 2009

"A ciegas", de Fernando Meirelles

Tengo en la retina la imagen de un niño ciego, en mi niñez. El estaba sentado junto a otros niños en el bordillo de una calle polvorienta. Sucio y despeinado, vestido con una camiseta raída y en calzoncillos: creo que lo que más llamó entonces mi atención fue su falta absoluta de pudor. Ojos descentrados que miraban a ninguna parte, se tocaba la cara con los dedos y sonreía al escuchar la charla de sus compañeros de juegos.
Suena el despertador, como cada mañana de un día laborable. En ocasiones, el sueño se resiste a abandonar la mente y eres consciente de que estás soñando (hace años leí que eso se podía entrenar, conseguir transitar a voluntad por el subconsciente dormido) y hay veces, afortunadamente pocas, que intentas despertar y por un instante no lo consigues: experiencia angustiosa ante unos párpados que no obedecen: la vida no arranca: pause.
Suena el despertador, abres los párpados y son los ojos los que no obedecen.
La vista es el más esencial de los sentidos. Una repentina afonía es una menudencia que puede incluso hacer gracia. Un ataque de sordera (¿es posible?) puede resultar más jodido (deseable ataque, según circunstancias). Pero quedarse ciego de golpe produce pavor de sólo pensarlo. Un mundo de ciegos repentinos, como zombis arrancados de sus tumbas.
La película aborda dos temas esenciales: por un lado la infinita ruindad humana que se abre paso hasta en las circunstancias más necesitadas de piedad y, por otro, la ceguera como cualidad prescindible de una sociedad enferma de hipocresia: "ciegos que, viendo, no ven", escribe Saramago. El mar blanco, llaman a la epidemia y el director satura de brillo la escena para poner al espectador en el lugar de los aterrados personajes. Sin embargo será la magnífica interpretación de Julianne Moore la que produzca mayor empatía en el espectador vidente: ella es la que ve, la que hace: la que se sacrifica.
La cinta no pertenece al género pero es una de terror, desde luego. Y muy buena.
Se encienden las luces de la sala y salimos al exterior. La luz de la tarde tiene un fulgor extraño.

domingo, marzo 15, 2009

"Europa", de Lars Von Trier

Europa en el diván del psicoanalista. Un continente arrasado por la guerra donde todos son culpables: por acción, por omisión. El narrador hipnotiza al paciente para hacerle retroceder a las circunstancias de sus traumas. La cuenta atrás que inicia el proceso de regresión, avanza como una vía que se adentra en la noche. El tren, la máquina de vapor que revolucionó la economía europea (nació la clase obrera, la burguesía propietaria, el éxodo rural, la democracia de las urnas, pero también germinaron los totalitarismos -surgidos de los votos: la democracia es el menos imperfecto de los sistemas- y las máquinas de guerra más poderosas: la bomba que Einstein, un europeo, sugirió a Roosevelt en su famosa carta: años después se lamentaría). El tren en movimiento como símbolo de la posibilidad de supervivencia de la Alemania moribunda, derruida, derrotada. Trenes que viajaron cargados de soldados destinados al frente, llenos de judíos arrojados a las cámaras de gas, que son ahora reciclados a su función original: trenes de pasajeros que no van a ninguna parte: trenes llenos de fantasmas. Europa vendida a los americanos, al amigo americano, apresurado en apoderarse de los secretos de la industria y de la ciencia alemana: las patentes, las fábricas, los científicos; productos químicos, motores, cohetes: todo embargado y catalogado para en pocos años ser los dominadores del mundo (nadie como los estadounidenses para apropiarse de una idea y llevarla a su máxima rentabilidad: el cine, sin ir más lejos). Europa culpable, Europa arrodillada.
La película no deja rendija abierta al optimismo. En eso recuerda a "Alemania año cero", de Roberto Rossellini. Sin embargo no se acercará a la genialidad de la obra del italiano, demoledora en su realismo y que era mucho más próxima en el tiempo al fin de la guerra como para aventurar que Alemania iba a resurgir de las cenizas: el milagro.
Lars Von Trier realiza una película visualmente aparatosa (todo lo contrario a lo que el propio director proclamará años después en el famoso manifiesto Dogma), con grandes influencias del cine del expresionismo alemán del periodo de entreguerras. Utilización general del blanco y negro, introduciendo el color en breves momentos para enfatizar el sentimentalismo de la escena; uso de proyecciones para mostrar el fuera de campo; cierta comicidad y algunas dosis (malogradas) de suspense; ambiente onírico e irreal. El propósito -parece claro- de crear una obra maestra (¿exagerada presunción?) y tanto fue así que cuando en el año 1991 la película no consiguió la Palma de Oro del festival de Cannes, el director no dudo en calificar de 'enano' (¿físico? ¿mental?) a Roman Polanski, a la sazón presidente del jurado. Esos europeos y sus guerras.

Muy fácil hacer humor usando el personaje de Raphael, pongo por ejemplo.
Pero para hacer una parodia con Lars Von Trier...
Para eso hay que echarle.