Este año se cumple (por un momento he estado a punto de escribir "se celebra", como si las frases hechas fueran capaces de describir estados de ánimo cuando no son más que un signo de la pereza creativa del redactor) el quincuagésimo aniversario de la sangrienta matanza homicida ocurrida en el número 10050 de Cielo Drive, en la ciudad de Beverly Hills, condado de Los Ángeles, USA. La noche del 8 al 9 de agosto cinco personas fueron asesinadas brutalmente en esa casa, a manos de un grupo de miembros de "La Familia", secta hippie de las habituales en la época y que estaba dominada por el culto a su líder absoluto, Charles Manson. Manson no estuvo aquella infausta noche en Cielo Drive, pero se le consideró el instigador de la masacre, a la que siguió, veinticuatro horas después, el asesinato del matrimonio LaBianca en su hogar de Los Ángeles (para el no familiarizado con el caso, recomiendo el documental "Manson, los archivos perdidos" dirigido por Hugh Ballantyne y Richard Dale, y que La 2 ha emitido recientemente). Sin embargo, este segundo acto criminal es menos conocido que el primero, ya que en aquellos días la mansión de Cielo Drive estaba habitada por Roman Polanski y Sharon Tate: se habían casado en 1968 y ella estaba embarazada de ocho meses. Roman no se encontraba en casa esa noche, pero Sharon sí
Margot Robbie interpreta a Sharon Tate y ver su actuación, radiante y llena de felicidad, me trae a la mente la canción "Feelin' Groovy" de Simón y Garfunkel: la no violencia, el flower power, el amor libre, la vida en comunidad y en comunión con la naturaleza, todos esos sentimientos tan positivos como ingenuos que el hippismo defendía y llevaba a la práctica hasta sus últimas consecuencias. Siempre he sentido tristeza en las secuencias en las que Sharon Tate aparecía en "El baile de los vampiros" de Roman Polanski, película con la que se conocieron y su papel más destacado: nunca se sabrá hasta dónde habría llegado la carrera de esa chica de mirada melancólica y limpia. Sharon Tate, víctima y a la vez responsable de que su crimen tuviera un eco mundial: un suceso para la posteridad, un cadáver eterno.
Charles Manson mandó a sus acólitos a aquella dirección porque pensaba que aún vivía allí el productor Terry Melcher. Este, productor de éxitos de grupos como los Beach Boys, había rechazo apoyar la carrera musical de Charles Manson. Manson, compositor frustado, como Adolf Hitler fue un pintor sin éxito: cuidado con los artistas contrariados. Y si al dictador nazi le inspiraban las obras de Richard Wagner, el "White Album" de los Beatles y especialmente el tema "Helter Skelter" tendrían a partir de la fecha de autos una lúgubre leyenda negra: Lennon y McCartney susurrando, inopinadamente, mensajes apocalípticos al oído de oscuros lunáticos de tendencias mesiánicas. Tras su enjuiciamiento y condena Charles Manson se convirtió en encarnación del mal absoluto, mientras que sus seguidores, entre la alucinación por las drogas y el lavado de cerebro de su fanatismo, ocupan una escala menor de culpabilidad en la memoria colectiva a pesar de ser los ejecutores de los crímenes. Manson el diablo.
Quentin Tarantino, nacido en 1963, seguro que tuvo ocasión de percibir el momento sensacionalista en el que la Familia Manson sepultó a un país entero y parte del extranjero: el crimen del siglo. Su película se aprovecha del espectador "que sabe", que se espera lo peor detrás de cada secuencia, de cada puerta que da paso a una nueva penumbra, pero al igual que en "Malditos bastardos", el director de Tennesse construye a partir de los acontecimientos un what if... personal e inesperado. Además, la película sirve de retrato de una era, centrada la mirada en el ecosistema de la realización de cine y televisión de entonces, con series que tenían una repercusión y unos índices de audiencia que no tenían nada que envidiar a las grandes triunfadoras del panorama seriéfilo actual: millones de espectadores sentados en sus hogares delante del televisor a la hora prevista de la entrega semanal. Ese apartado brillante de la película, satírico y desprejuiciado, no resulta en absoluto secundario, sino que avala la propuesta de que los asesinatos de "La Familia" no sean más que una excusa colateral, o al menos un telón de fondo tan importante para el sentido de la película como las vivencias cotidianas del actor Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) y el doble de acción Cliff Booth (Brad Pitt). Los dos factores de la trama forman una cinta estupenda, muy entretenida, con un guion excelente (otra vez) entre la comedia y el suspense, y las esperadas dosis de violencia que solo se desatan al modo tarantiniano al final del metraje, un coda de justicia en efigie tan burda como absurda, pero que resulta reconfortante: la venganza del cinéfilo.
domingo, agosto 25, 2019
sábado, agosto 10, 2019
"Leto", de Kirill Serébrennikov
De nuevo el ciclo "Filmo Verano" de los cines Van Dyck de Salamanca nos ofrece la ocasión de ver el mejor cine del año: cine en versión original subtitulada y con un programa conformado por películas de las que no suelen aparecer en las multisalas de los centros comerciales: cine invisible, pero el cine que deberías ver. Primero fue "Razzia" de Nabil Ayouch, después "A la vuelta de la esquina" de Thomas Stuber y, a continuación, "Leto" de Kirill Serébrennikov: magnífico y sorprendente trío de cine diverso y fantásticamente realizado. Hubo una cuarta, final de viaje, "Touch me not" de Adina Pintilie, flamante vencedora del Festival de Berlín de 2018, que se va a quedar sin entrada en este blog por la sencilla razón de que no me gustó nada: ni me emocionó, ni conecté con la trama en ningún instante y ni tan siquiera me provocó desagrado, aunque el esfuerzo vertido por la directora en ese sentido no cabe duda de que fue notable: curiosas las preferencias cinéfilas de algunos jurados.
Leningrado, primera mitad de la omnipresente década de los ochenta. Memorias de Natalia Vassilievana (Irina Starshenbaum), esposa de Mike Naumenko (Roman Bilyk), el que fuera líder del grupo musical "Zoopark", una de las bandas pioneras del movimiento rock en la extinta U.R.S.S. La vida personal de esta pareja se transforma en ménage à trois cuando entra en escena (nunca mejor dicho) Viktor Tsoi (Teo Yoo), compositor y cantante que formaría "Kino", conjunto post-punk que tuvo un gran éxito en sus cinco años de trayectoria: tanto Mike como Viktor tuvieron muertes prematuras, una de las condiciones que contribuyen a forjar leyendas del rock: die young. Esta parte romántica de la película, relación sin complejos, culpabilidades o remordimientos, a lo "Jules y Jim" de François Truffaut, no será lo más destacable de la cinta.
Comienza la película con una actuación de "Zoopark" en el Rock Club de Leningrado. El auditorio lleno, jóvenes que se revuelven inquietos en sus asientos, meciéndose tenuemente al ritmo de las canciones, sin osar el menor aspaviento: cualquier transgresión de ese inmovilismo pactado tácitamente, produce que incómodos vigilantes de la moralidad que pululan, expectantes, por la platea, se abalancen sobre el criminal: el espíritu rebelde del rock, la música del enemigo, un sentimiento que más vale no tolerar en exceso.
La censura, la economía de medios de la autarquía soviética, el buscarse la vida para lograr disfrutar, como sea, de cantos de sirena procedentes del otro lado del telón de acero, todo eso queda reflejado a la perfección en la película. Pero donde de verdad brilla esta película, que en realidad es un título de cine musical, es, precisamente, en su banda sonora, nutrida tanto por las actuaciones de sus protagonistas como por varios insertos de temas ajenos ("Psycho Killer" de Talking Heads, "Passenger" de Iggy Pop, "Perfect Day" de Lou Reed, etc.) convertidos en números musicales canónicos del género, secuencias que convierten durante unos instantes la pequeña sala del cine Van Dyck en trasunto de aquel teatro ruso retratado en blanco y negro: el culto al rock, universal y al alcance de cualquiera: rock, my religion.
Leningrado, primera mitad de la omnipresente década de los ochenta. Memorias de Natalia Vassilievana (Irina Starshenbaum), esposa de Mike Naumenko (Roman Bilyk), el que fuera líder del grupo musical "Zoopark", una de las bandas pioneras del movimiento rock en la extinta U.R.S.S. La vida personal de esta pareja se transforma en ménage à trois cuando entra en escena (nunca mejor dicho) Viktor Tsoi (Teo Yoo), compositor y cantante que formaría "Kino", conjunto post-punk que tuvo un gran éxito en sus cinco años de trayectoria: tanto Mike como Viktor tuvieron muertes prematuras, una de las condiciones que contribuyen a forjar leyendas del rock: die young. Esta parte romántica de la película, relación sin complejos, culpabilidades o remordimientos, a lo "Jules y Jim" de François Truffaut, no será lo más destacable de la cinta.
Comienza la película con una actuación de "Zoopark" en el Rock Club de Leningrado. El auditorio lleno, jóvenes que se revuelven inquietos en sus asientos, meciéndose tenuemente al ritmo de las canciones, sin osar el menor aspaviento: cualquier transgresión de ese inmovilismo pactado tácitamente, produce que incómodos vigilantes de la moralidad que pululan, expectantes, por la platea, se abalancen sobre el criminal: el espíritu rebelde del rock, la música del enemigo, un sentimiento que más vale no tolerar en exceso.
La censura, la economía de medios de la autarquía soviética, el buscarse la vida para lograr disfrutar, como sea, de cantos de sirena procedentes del otro lado del telón de acero, todo eso queda reflejado a la perfección en la película. Pero donde de verdad brilla esta película, que en realidad es un título de cine musical, es, precisamente, en su banda sonora, nutrida tanto por las actuaciones de sus protagonistas como por varios insertos de temas ajenos ("Psycho Killer" de Talking Heads, "Passenger" de Iggy Pop, "Perfect Day" de Lou Reed, etc.) convertidos en números musicales canónicos del género, secuencias que convierten durante unos instantes la pequeña sala del cine Van Dyck en trasunto de aquel teatro ruso retratado en blanco y negro: el culto al rock, universal y al alcance de cualquiera: rock, my religion.
lunes, agosto 05, 2019
"A la vuelta de la esquina", de Thomas Stuber
I'm all lost in the supermarket, I can no longer shop happily, I came in her for that special offer, a guaranteed personality.
Lost in the supermarket, cantaba The Clash en 1979, mezclando las sensaciones agridulces de deseo compensado e insatisfacción permanente que produce la sociedad consumista. Y uno de los eslabones fundamentales de esa cadena implacable, de ese maelstrom que gira continuamente atrapando sin remedio a náufragos urbanitas, se encuentra en la figura del reponedor. ¿Se puede hacer una película (buena) sobre las vicisitudes de los reponedores de supermercado?
Los lugares de trabajo forman un microcosmos, un universo paralelo, como si atravesar la puerta del curro supusiera un alucinante viaje a otra dimensión. Second life. No importa tu vida privada, algo que, sin ningún problema, puedes desconocer de la persona con la que compartes ocho horas diarias durante treinta años. No importa el pasado ni lo que hiciste ni lo que harás antes y después de fichar: cada entrada limpia el alma, cada salida desciende al infierno del yo: la película invierte de modo espléndido el papel que la tradición asigna al trabajo, aquel funesto pecado original: la esclavitud enfermiza del horario laboral transformada en periodo cotidiano de salvación: el terror está ahí fuera: yo para ser feliz quiero una carretilla.
Máquinas elevadoras que danzan a ritmo de vals mientras atraviesan largos pasillos flanqueados por estanterías colmadas de palés llenos hasta el último hueco. Las secciones del hipermercado son territorios bien delimitados en los que habitan tribus vecinas que encienden hogueras durante la noche, en los muelles de carga, mientras meriendan alimentos caducados de los contenedores de basura repletos de los desechos del capitalismo. El amor florece entre el pasillo de bebidas y el de las golosinas, clanes que cruzan sus vástagos para evitar la endogamia de la especie. Tensión hitchcockiana para el espectador atento al manejo de la elevadora eléctrica y comedia mundana en el vestuario dividido por géneros: me pareció ver pasar por allí a Aki Kaurismäki. El híper como alegoría del mundo, bola suspendida en el espacio y que no para nunca. Salvo algunos festivos.
Lost in the supermarket, cantaba The Clash en 1979, mezclando las sensaciones agridulces de deseo compensado e insatisfacción permanente que produce la sociedad consumista. Y uno de los eslabones fundamentales de esa cadena implacable, de ese maelstrom que gira continuamente atrapando sin remedio a náufragos urbanitas, se encuentra en la figura del reponedor. ¿Se puede hacer una película (buena) sobre las vicisitudes de los reponedores de supermercado?
Los lugares de trabajo forman un microcosmos, un universo paralelo, como si atravesar la puerta del curro supusiera un alucinante viaje a otra dimensión. Second life. No importa tu vida privada, algo que, sin ningún problema, puedes desconocer de la persona con la que compartes ocho horas diarias durante treinta años. No importa el pasado ni lo que hiciste ni lo que harás antes y después de fichar: cada entrada limpia el alma, cada salida desciende al infierno del yo: la película invierte de modo espléndido el papel que la tradición asigna al trabajo, aquel funesto pecado original: la esclavitud enfermiza del horario laboral transformada en periodo cotidiano de salvación: el terror está ahí fuera: yo para ser feliz quiero una carretilla.
Máquinas elevadoras que danzan a ritmo de vals mientras atraviesan largos pasillos flanqueados por estanterías colmadas de palés llenos hasta el último hueco. Las secciones del hipermercado son territorios bien delimitados en los que habitan tribus vecinas que encienden hogueras durante la noche, en los muelles de carga, mientras meriendan alimentos caducados de los contenedores de basura repletos de los desechos del capitalismo. El amor florece entre el pasillo de bebidas y el de las golosinas, clanes que cruzan sus vástagos para evitar la endogamia de la especie. Tensión hitchcockiana para el espectador atento al manejo de la elevadora eléctrica y comedia mundana en el vestuario dividido por géneros: me pareció ver pasar por allí a Aki Kaurismäki. El híper como alegoría del mundo, bola suspendida en el espacio y que no para nunca. Salvo algunos festivos.
domingo, agosto 04, 2019
"Razzia", de Nabil Ayouch
Vidas cruzadas. El canon del género lo proporciona el nombre de la película de Robert Altman, basada en los relatos de Raymond Carver, pero muchos otros títulos han dado lustre al catálogo: "Crash" de Paul Haggis, "Babel" de Alejando González Iñárritu, "Happiness" de Todd Solondz o incluso "Pulp Fiction" de Quentin Tarantino. Las tramas se alimentan de vivencias personales que de repente son atravesadas por historias ajenas, puntos de contacto que transforman rotundamente las solitarias existencias de cada cual.
El maestro. En "El primer hombre", el imprescindible (y póstumo e inacabado) relato autobiográfico de Albert Camus, realiza el premio Nobel francés que se formó a partir de un pobre muchacho pied noir argelino, una semblanza extraordinaria de su maestro: la existencia salvada y elevada a las más altas cotas intelectuales que puede alcanzar un ser humano gracias al enorme esfuerzo de aquellos viejos profesores: pasas más hambre que un maestro de escuela, se decía: la educación como valor primordial: la sociedad como reflejo certero de su sistema educativo.
Casablanca. No hay otro ejemplo en el mundo de una ciudad tan vinculada a su mito cinematográfico. Michael Curtiz no rodó ni un solo plano en aquel puerto africano del Atlántico, pero aquello no importó para trasladar su nombre español a la inmortalidad y concederle al lugar un aura de destino sagrado: tan real como inexistente: tuvieron que abrir un Café de Rick para que el turista encontrara el final de sus sueños de seductor: play it again, Sam.
Razzia. La película da un salto en la historia de Marruecos, entre el año 1982 y el año 2015, para realizar un relato crudo del tiempo perdido. La penetración de la religión en la vida cotidiana, y ante todo en los usos sociales y en la educación, es denunciada por la cinta como un retroceso catastrófico: inmovilismo cultural, persecución del diferente y desesperanza juvenil. El abrupto tránsito estético (de la intensa belleza de un pueblo perdido en los paisajes semidesérticos de la cordillera del Atlas, hasta llegar a la ruina urbana de Casablanca convertida en una megalópolis moderna), da fe del fracaso de un estado autoritario, fallido y sin futuro. El ancestral matriarcado bereber se constituye en oposición vitalista al rígido patriarcado musulmán, como si se tratara de un movimiento partisano: la resistencia se esconde en la vieja medina baidaní y contempla con resignación las revueltas populares ejercidas como válvulas de escape, germen de primaveras árabes fallidas (ver la estupenda película "Clash" de Mohamed Diab) que siguen colmando de cadáveres el mar Mediterráneo.
El maestro. En "El primer hombre", el imprescindible (y póstumo e inacabado) relato autobiográfico de Albert Camus, realiza el premio Nobel francés que se formó a partir de un pobre muchacho pied noir argelino, una semblanza extraordinaria de su maestro: la existencia salvada y elevada a las más altas cotas intelectuales que puede alcanzar un ser humano gracias al enorme esfuerzo de aquellos viejos profesores: pasas más hambre que un maestro de escuela, se decía: la educación como valor primordial: la sociedad como reflejo certero de su sistema educativo.
Casablanca. No hay otro ejemplo en el mundo de una ciudad tan vinculada a su mito cinematográfico. Michael Curtiz no rodó ni un solo plano en aquel puerto africano del Atlántico, pero aquello no importó para trasladar su nombre español a la inmortalidad y concederle al lugar un aura de destino sagrado: tan real como inexistente: tuvieron que abrir un Café de Rick para que el turista encontrara el final de sus sueños de seductor: play it again, Sam.
Razzia. La película da un salto en la historia de Marruecos, entre el año 1982 y el año 2015, para realizar un relato crudo del tiempo perdido. La penetración de la religión en la vida cotidiana, y ante todo en los usos sociales y en la educación, es denunciada por la cinta como un retroceso catastrófico: inmovilismo cultural, persecución del diferente y desesperanza juvenil. El abrupto tránsito estético (de la intensa belleza de un pueblo perdido en los paisajes semidesérticos de la cordillera del Atlas, hasta llegar a la ruina urbana de Casablanca convertida en una megalópolis moderna), da fe del fracaso de un estado autoritario, fallido y sin futuro. El ancestral matriarcado bereber se constituye en oposición vitalista al rígido patriarcado musulmán, como si se tratara de un movimiento partisano: la resistencia se esconde en la vieja medina baidaní y contempla con resignación las revueltas populares ejercidas como válvulas de escape, germen de primaveras árabes fallidas (ver la estupenda película "Clash" de Mohamed Diab) que siguen colmando de cadáveres el mar Mediterráneo.