Es curioso que el mayor éxito de Yorgos Lanthimos, la película que le ha colocado definitivamente en primera fila del panorama cinematográfico mundial, sea una obra que no parece de Yorgos Lanthimos. O al menos no mucho. Me ha recordado a películas ajenas al director griego, como "El contrato del dibujante" de Peter Greenaway, "Tristam Shandy" de Michael Winterbottom o, incluso, "Barry Lyndon" de Stanley Kubrick, es decir, retratos de época que utilizaban la comedia cortesana para producir una trama desenfada y enfocados en los recursos estéticos del siglo XVIII inglés: dramas históricos, por tanto, y alejados del fundamento de la cinematografía de Lanthimos que es el de construir desalentadoras, mas espléndidas, alegorías de la modernidad como "Canino", "Alps", "Langosta" o "El sacrificio de un ciervo sagrado". Un cine, en fin, poco propicio para llevarse un Oscar a casa, de modo que el cambio de registro hacia una gran producción, el barroquismo y el exceso escénico en contrapunto a un cierto minimalismo que era sello de autor, será, inopinadamente, un atajo simplificado para jugar en la liga de Hollywood.
Del cine de Lanthimos quedarán los ángulos de cámara inesperados y un ojo de pez que intente atrapar la inabarcable opulencia de la corte de la reina Ana, primera monarca de una Gran Bretaña unificada. El refinamiento excesivo en los usos y costumbres de los palacios de los monarcas dieciochescos se conduce en "La favorita" al único afán de representar lo grotesco de los personajes que habitan el entorno de la realeza: el destino del pueblo llano yace abandonado en manos de una caterva enfermiza, podrida y decadente, que ocupa sus días en intrigas palaciegas y codicias sin freno. Esa ambientación recargada es propicia para la sobreactuación, demoliendo una de las mayores virtudes de Yorgos Lanthimos, que es la de hacer creíble lo insólito.
El trío de actrices protagonistas, Rachel Weisz, Emma Stone y Olivia Colman, darán rienda suelta, y por el orden indicado, de menos a más, a la oportunidad de aprovechar su papel para practicar la hipérbole actoral. Rachel Weisz, en ese sentido, sabrá ajustarse en mejor medida, dando un sesgo plausible a su interpretación de la Duquesa de Marlboroug. La estadounidense Emma Stone hará recordar a aquella famosa novela de Mark Twain que se titulaba "Un yanqui en la corte del Rey Arturo", es decir, que se desenvuelve a ratos en la cinta como un pulpo en un garage. Y en cuanto a Oliva Colman y su premio Oscar a la mejor actriz por su actuación en "La favorita", se puede entender este galardón, otra vez, como el acostumbrado Oscar a la interpretación de la discapacidad: la senil Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas hollywoodiense tiene querencia indisimulada por premiar los disfraces antes que las actuaciones. El desgraciado panorama de una reina que falleció sin descendencia a pesar de haber tenido múltiples embarazos, que consumió sus últimos días tuerta, tumefacta y necesitando una silla de ruedas para vagar su soledad por los largos pasillos del palacio de Kensington, puede ser, como dije al principio, otro de esos afortunados atajos simplificados para el éxito. Pero solo puede ser, así que, ante todo, enhorabuena Ms. Colman.
domingo, marzo 10, 2019
lunes, marzo 04, 2019
"En la ciudad blanca", de Alain Tanner
Una vez leí una historia sobre un tipo, un profesor de Amsterdam, que se acostaba en su piso neerlandés y se despertaba en una casa de Lisboa. "La historia siguiente", de Cees Nooteboom, relataba el suceso con una naturalidad sorprendente, describiendo aquella situación inusitada y la habitación portuguesa en la que despertaba el profesor Herman Mussert a la perfección. Y en esta película he visto lo que con aquel relato imaginé. En otra ocasión leí una historia sobre un tipo, otro tipo, un marinero japonés que se niega a volver a embarcarse, harto de tanto océano, de la soledad infinita, de cantos de sirena que ojalá que llegaran a escucharse, enamorado al fin de una mujer que tiene dos piernas y no la cola de una pescadilla, una novela que se llamaba, se llama, "El marino que perdió la gracia del mar", y que contaba con la imponente firma de Yukio Mishima: una historia tan rotunda como la muerte del propio Mishima. Estos déjà vu literarios que me asaltaron absorto en la contemplación de "En una ciudad blanca", solo pueden entenderse como presagios de estar presenciando una película magnífica: vivimos una parte de nuestras vidas, una parte que no es poca cosa, en los libros y en las películas, vivencias ajenas que reconstruimos como propias.
Un marinero suizo, menudo oxímoron. El padre era un mecánico suizo y la madre una emigrante italiana, revela Paul, Bruno Ganz, a su amada Rosa, la camarera interpretada por Teresa Madruga, y esa confesión es un dato de su verdadera biografía, una circunstancia anecdótica que, sin embargo, se puede emplear para dar, de refilón, carta de naturaleza al talento inmenso de Bruno Ganz y su condición indiscutible de máxima figura del panorama actoral europeo. Su fallecimiento ha pasado más o menos desapercibido para los medios de comunicación españoles: menos desapercibido para los medios escritos, que suelen disponer de una sección cultural, y más desapercibido para los audiovisuales, en los que la cultura, sostienen imperturbables, es un veneno para la audiencia. Y no les falta razón. Pero la noticia ha sido destacada para la biblioteca pública que suelo frecuentar, la denominada "Gonzalo Torrente Ballester": un nombre que es un manifiesto cultural en sí mismo. Al poco de producirse la lamentable pérdida, ya habían preparado una estantería con una recopilación de las películas más notables en la que había participado el gran actor suizo. Y "En la ciudad blanca" era un título que no había visto.
"En la ciudad blanca" será a partir de ahora otro hito de mi memoria sentimental de celuloide, no sólo por dar cuerpo a algunos de mis mejores momentos como lector, a los que se podrían unir otras referencias literarias más obvias para el lugar de rodaje, Lisboa, como son los escritos de Fernando Pessoa o, por ejemplo, "El año de la muerte de Ricardo Reis" de José Saramago, sino porque si algún día me pierdo es bastante posible que me encuentren en la capital portuguesa (o en cualquier otra ciudad del poniente ibérico), cartografiando refugios laberínticos de calles estrechas, piedras viejas pero llenas de vida que detienen el tiempo. A Bruno Ganz ese tiempo congelado, la posteridad, la inmortalidad cinematográfica, se le concedió al interpretar a Adolf Hitler, nada menos, en "El hundimiento" de Oliver Hirschbiegel, pero la excelencia la había alcanzado mucho antes, en títulos como "Nosferatu, vampiro de la noche" de Werner Herzog, "El amigo americano" o "El cielo sobre Berlín" de Wim Wenders, "La eternidad y un día" de Theo Angelopoulos o, por supuesto, ahora lo sé, "En la ciudad blanca" de Alain Tanner. Adiós, Bruno Ganz.
Un marinero suizo, menudo oxímoron. El padre era un mecánico suizo y la madre una emigrante italiana, revela Paul, Bruno Ganz, a su amada Rosa, la camarera interpretada por Teresa Madruga, y esa confesión es un dato de su verdadera biografía, una circunstancia anecdótica que, sin embargo, se puede emplear para dar, de refilón, carta de naturaleza al talento inmenso de Bruno Ganz y su condición indiscutible de máxima figura del panorama actoral europeo. Su fallecimiento ha pasado más o menos desapercibido para los medios de comunicación españoles: menos desapercibido para los medios escritos, que suelen disponer de una sección cultural, y más desapercibido para los audiovisuales, en los que la cultura, sostienen imperturbables, es un veneno para la audiencia. Y no les falta razón. Pero la noticia ha sido destacada para la biblioteca pública que suelo frecuentar, la denominada "Gonzalo Torrente Ballester": un nombre que es un manifiesto cultural en sí mismo. Al poco de producirse la lamentable pérdida, ya habían preparado una estantería con una recopilación de las películas más notables en la que había participado el gran actor suizo. Y "En la ciudad blanca" era un título que no había visto.
"En la ciudad blanca" será a partir de ahora otro hito de mi memoria sentimental de celuloide, no sólo por dar cuerpo a algunos de mis mejores momentos como lector, a los que se podrían unir otras referencias literarias más obvias para el lugar de rodaje, Lisboa, como son los escritos de Fernando Pessoa o, por ejemplo, "El año de la muerte de Ricardo Reis" de José Saramago, sino porque si algún día me pierdo es bastante posible que me encuentren en la capital portuguesa (o en cualquier otra ciudad del poniente ibérico), cartografiando refugios laberínticos de calles estrechas, piedras viejas pero llenas de vida que detienen el tiempo. A Bruno Ganz ese tiempo congelado, la posteridad, la inmortalidad cinematográfica, se le concedió al interpretar a Adolf Hitler, nada menos, en "El hundimiento" de Oliver Hirschbiegel, pero la excelencia la había alcanzado mucho antes, en títulos como "Nosferatu, vampiro de la noche" de Werner Herzog, "El amigo americano" o "El cielo sobre Berlín" de Wim Wenders, "La eternidad y un día" de Theo Angelopoulos o, por supuesto, ahora lo sé, "En la ciudad blanca" de Alain Tanner. Adiós, Bruno Ganz.