Pasados ya los cincuenta años desde la fecha de su nacimiento, dirige Woody Allen la cinta "Otra mujer". Se habla mucho de la "crisis de los cuarenta", un efecto de la edad más tópico que cierto, que quizás se caracterice por percibir, por primera vez en una vida, la decadencia de la juventud: la pérdida de aquellos tiempos de plenitud física, de libertad de acción, de apuntarse a bombardeos: Nowhere, fast!: los cuarenta son una época en la que el mayor riesgo es el del adocenamiento. La cincuentena, sin embargo, apunta una mirada al pasado, un ejercicio vacuo de melancolía (el pasado no hay forma de cambiarlo), un inquietante balance vital que forzosamente ha de dejar apuntes en el debe y en el haber. Y los del debe son los fastidiados, por supuesto: a qué narices ha dedicado la vida uno y cuánto tiempo queda para procurar enmendarlo.
Influido poderosamente por el cine de Ingmar Bergman (o, para ser preciso, por el teatro de Ingmar Bergman y, en ocasiones, por el teatro registrado en celuloide de Ingmar Bergman), el director de Brooklyn se deja de chistes y rueda un drama vital impecable. "Fresas salvajes" parece ser la referencia directa y los fotogramas iluminan su halo sobre la bruma nórdica del genio de Upsala gracias a la gran actuación de la inconmensurable Gena Rowlands. Una vez más en la filmografía de Allen el reparto de caracteres recae en los acaudalados poseedores de profesiones liberales que residen en la isla de Manhattan, esa carne de psicoanalista que puebla de principio a fin la película, una historia atribulada de la que surge, de nuevo, un mensaje de socorro: la penuria existencial del que lo tiene todo pero nunca lo que más cuenta: y una moraleja: las segundas oportunidades están disponibles para el que se atreva a aprovecharlas. Pero por tiempo limitado.
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