La expectación cinéfila generada por este título es alta: última Palma de Oro del Festival de Cannes, nada menos. A eso se une que su nombre resuena constantemente como favorita en cualquiera de los premios cinematográficos ya entregados y los que están por entregar en breve. Al director coreano Bong Joon-ho lo conocí a partir de su segunda película, "Memories of murder", del año 2003, un excelente thriller criminal que parecía señalar el rumbo al que el incipiente cineasta iba a dedicar su filmografía, siguiendo además la estela temática del que por entonces era primera figura del cine surcoreano, Park Chan-wook. Sin embargo las siguientes películas suyas que tuve ocasión de contemplar, desmontaban esta hipótesis: tanto "The host" como "Okja" parecían revelar a un autor dotado e interesado por el género fantástico, cierta ciencia-ficción concienciada socialmente, dotada de grandes presupuestos, pero que no renunciaba a adornarse con retazos de humor negro costumbrista: costumbrista coreano, por supuesto.
El comienzo de "Parásitos" me induce a pensar que las películas orientales de vis cómica (o tragicómica: comedias agridulces), protagonizadas por personajes marginales, pertenecientes a un lumpen suburbial que malvive en los bordes de los imperios tecno-industriales modernos, son firmes candidatas a la victoria en el más prestigioso certamen cinematográfico del mundo. Esa sensación de confluencia argumental se produce porque en el año 2018 venció en Cannes la película japonesa "Un asunto de familia", de Hirokazu Koreeda, filme protagonizado por una familia de insólita composición y cuya historia era digna de figurar en algún señalado relato de la literatura picaresca del barroco español. Las coincidencias temáticas entre las dos "palmas" consecutivas son llamativas: particularmente me quedo con la de Koreeda, cineasta con una trayectoria brillantísima y un sello de autor absolutamente reconocible.
La película plantea una trama curiosa, interesante, más aún una vez superada la primera hora de proyección, pero no destacará por las emociones que pueda producir en el espectador. A ello contribuye que los personajes de "Parásitos" (título peyorativo, sin duda), resulten bastante planos, estereotipados en exceso, provocando situaciones poco creíbles y en ciertos momentos mal rematadas: vicios de guion que interrumpen la credibilidad de la trama y que el indiscutible preciosismo técnico del director o el sorprendente giro argumental que se produce a la mitad del metraje, no logran equilibrar.
En cualquier caso no hay inconveniente en aplaudir el cine que propone últimamente Bong Joon-ho: historias para llegar a cualquier público y en las que se inserta la denuncia indisimulada de las desigualdades y excesos del capitalismo tecnológico actual. Y así mismo felicitarle por todos los premios y parabienes alcanzados con su película, tantos que, para qué necesita un Oscar. Ese galardón que se lo deje a otra.
jueves, enero 30, 2020
sábado, enero 25, 2020
"1917", de Sam Mendes
Y llegó "1917" y le pegó un revolcón a las quinielas de los Oscar en un año cinematográfico en el que parecía que ya se había visto todo lo que merecía verse, que ya había suficiente competencia para decidir, con dificultad, qué película ha de ser considerada la mejor del año 2019 desde el punto de vista, todopoderoso, de la industria hollywoodiense. Una película que se apuntó a última hora y que puede presumir de una genética más británica que estadounidense: desde su director a los actores que la protagonizan y, cómo no, la nacionalidad del bando retratado. Si enlazamos "1917" con "Dunkerque" de Christopher Nolan, poca duda quedará de que el mejor cine bélico actual, el más sorprendente y mejor realizado, tiene su origen en la pérfida Albión.
¿Pero es "1917" una película de guerra o de aventuras? Pregunta estúpida, claro, pues no se puede negar que el telón de fondo de la trama lo constituye la barbaridad que supuso la guerra de trincheras que se enquistó durante años en las fronteras del norte de Francia: dos bandos y la masacre cotidiana: las alambradas, los páramos desolados, la vida diaria de reclutas imberbes que lloran por las noches en la zanja que es su hogar, arropados por el barro y acunados por los chillidos de las ratas. Sí, la Primera Guerra Mundial presente y rotunda en los fotogramas de "1917" (y la lectura recomendada es "Adiós a todo eso" de Robert Graves, autor conocido por su erudición grecorromana que también dejó un gran relato autobiográfico de sus experiencias en la Grande Guerre). Pero su leitmotiv es una misión, un reto para valientes, una incursión breve en territorio hostil que es filmada con el preciosismo técnico de un falso plano secuencia (para ver una película entera con una plano secuencia único y por tanto la absoluta ausencia de montaje, el título de referencia es "El arca rusa", de Aleksandr Sokurov). Esta Odisea de un día, Indiana Jones entre los "voches", y el punto de vista que el director de "American Beauty" persigue y consigue, arroja al espectador a acompañar a los soldados Blake (Dean-Charles Chapman) y Schofield (George MacKay) en su camino a la perdición (otra película de Mendes), viviendo dos horas de metraje de alta intensidad. Emoción a raudales.
En busca de un coronel. ¿Marlow y Kurtz? Por qué no: el corazón de las tinieblas no se encuentra sólo en remotos terrenos africanos y las ruinas nocturnas de la localidad francesa de Écoust-Saint-Mein, iluminadas por fogonazos de artillería, remueven la memoria cinéfila y la llevan a "Apocalypse now" de Francis Ford Coppola. ¿Más referencias? "Senderos de gloria" de Stanley Kubrick, sin dudarlo un momento, y descubrir si la orden trascendental del coronel Mackenzie (Benedict Cumberbatch) enmendará o no la que recibió el coronel Dax cuando lo interpretó Kirk Douglas hace más de 60 años. ¿Y no han dicho algo de un hermano? Pues ese era el macguffin de "Salvar al soldado Ryan" de Steven Spielberg, una película con la que he oído que se quiere comparar a "1917" y que creo que se parecen poco, más allá de breves coincidencias argumentales. Retengo el nombre de Spielberg porque en algún momento me pareció que una roca iba a rodar detrás de los protagonistas y de ese dron, cámara voladora que les acompaña en todo momento. No viene mal recordar que la propuesta del plano secuencia, compleja de idear y aún más de realizar, sumó puntos para que hace pocos años "Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia)", de Alejandro González Iñárritu, fuera considerada la mejor película de su año. En las antiguas cartillas militares españolas en el apartado "Valor", se acostumbraba a poner "SS", es decir, "Se le supone", pues si la mili se había hecho en tiempo de paz, no había habido forma de demostrarlo. No es el caso de Sam Mendes: valor demostrado. Otra vez.
¿Pero es "1917" una película de guerra o de aventuras? Pregunta estúpida, claro, pues no se puede negar que el telón de fondo de la trama lo constituye la barbaridad que supuso la guerra de trincheras que se enquistó durante años en las fronteras del norte de Francia: dos bandos y la masacre cotidiana: las alambradas, los páramos desolados, la vida diaria de reclutas imberbes que lloran por las noches en la zanja que es su hogar, arropados por el barro y acunados por los chillidos de las ratas. Sí, la Primera Guerra Mundial presente y rotunda en los fotogramas de "1917" (y la lectura recomendada es "Adiós a todo eso" de Robert Graves, autor conocido por su erudición grecorromana que también dejó un gran relato autobiográfico de sus experiencias en la Grande Guerre). Pero su leitmotiv es una misión, un reto para valientes, una incursión breve en territorio hostil que es filmada con el preciosismo técnico de un falso plano secuencia (para ver una película entera con una plano secuencia único y por tanto la absoluta ausencia de montaje, el título de referencia es "El arca rusa", de Aleksandr Sokurov). Esta Odisea de un día, Indiana Jones entre los "voches", y el punto de vista que el director de "American Beauty" persigue y consigue, arroja al espectador a acompañar a los soldados Blake (Dean-Charles Chapman) y Schofield (George MacKay) en su camino a la perdición (otra película de Mendes), viviendo dos horas de metraje de alta intensidad. Emoción a raudales.
En busca de un coronel. ¿Marlow y Kurtz? Por qué no: el corazón de las tinieblas no se encuentra sólo en remotos terrenos africanos y las ruinas nocturnas de la localidad francesa de Écoust-Saint-Mein, iluminadas por fogonazos de artillería, remueven la memoria cinéfila y la llevan a "Apocalypse now" de Francis Ford Coppola. ¿Más referencias? "Senderos de gloria" de Stanley Kubrick, sin dudarlo un momento, y descubrir si la orden trascendental del coronel Mackenzie (Benedict Cumberbatch) enmendará o no la que recibió el coronel Dax cuando lo interpretó Kirk Douglas hace más de 60 años. ¿Y no han dicho algo de un hermano? Pues ese era el macguffin de "Salvar al soldado Ryan" de Steven Spielberg, una película con la que he oído que se quiere comparar a "1917" y que creo que se parecen poco, más allá de breves coincidencias argumentales. Retengo el nombre de Spielberg porque en algún momento me pareció que una roca iba a rodar detrás de los protagonistas y de ese dron, cámara voladora que les acompaña en todo momento. No viene mal recordar que la propuesta del plano secuencia, compleja de idear y aún más de realizar, sumó puntos para que hace pocos años "Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia)", de Alejandro González Iñárritu, fuera considerada la mejor película de su año. En las antiguas cartillas militares españolas en el apartado "Valor", se acostumbraba a poner "SS", es decir, "Se le supone", pues si la mili se había hecho en tiempo de paz, no había habido forma de demostrarlo. No es el caso de Sam Mendes: valor demostrado. Otra vez.
domingo, enero 19, 2020
"Los dos papas", de Fernando Meirelles
La coexistencia temporal de dos papas en la Iglesia Católica, es un suceso poco frecuente. Además, se trata de dos tipos cuya percepción pública resulta contrapuesta: Benedicto el malo, Francisco el bueno. Esta reducción maniquea de la interpretación eclesiástica que sendos cardenales pueden tener, particularmente, en cuanto a su objetivo como líderes al frente de millones de feligreses repartidos por todo el orbe (término papal como pocos), queda desmentida en el retrato amable que el director Fernando Meirelles realiza, sin embargo, de forma excelente.
El metraje pasa de puntillas por los escándalos (por ejemplo el manejo indulgente de los casos de abusos a menores o la gestión opaca de las cuentas vaticanas) que asediaron el pontificado de Benedicto XVI y se muestra mayor hincapié en cuestionar las responsabilidad de Jorge Bergolio como jerarca de los jesuitas argentinos durante la dictadura del general Videla. El díptico, así, se equilibra, y la trama se genera a partir de la reconstrucción de una serie de encuentros ficticios entre ambos personajes: largas conversaciones que se tornan en confesión mutua y que toman fuerza en las magníficas actuaciones de Anthony Hopkins y Jonathan Pryce. Además, el espectador tiene la oportunidad de disfrutar de la contemplación de emplazamientos de rodaje extraordinarios como la Capilla Sixtina: no, me temo que las cámaras del director brasileño nunca tuvieron permiso para situarse debajo de los inmortales frescos de Miguel Ángel, pero no se puede negar que el decorado y la iluminación mostrados en esta cinta son impresionantes.
Hannibal Lecter vs Don Quijote, si nos fijamos en algunas de las interpretaciones más icónicas de Hopkins y Pryce. En una esquina, con calzón blanco, Benedicto XVI, campeón del mundo de la categoría, y en el rincón contrario, de negro, el aspirante al título, Francisco. Dos virtuosos de su estilo, dos técnicas opuestas, tan reconocibles e irreconciliables como sus respectivos bandos de seguidores: la frialdad del intelectualismo teológico cara a cara con la cercanía cálida de la Iglesia de los pobres. Un duelo Alemania - Argentina de los que hacen época: el viejo y el nuevo mundo frente a frente, disputándose el ansiado Anillo del Pescador. El papado en el diván.
El metraje pasa de puntillas por los escándalos (por ejemplo el manejo indulgente de los casos de abusos a menores o la gestión opaca de las cuentas vaticanas) que asediaron el pontificado de Benedicto XVI y se muestra mayor hincapié en cuestionar las responsabilidad de Jorge Bergolio como jerarca de los jesuitas argentinos durante la dictadura del general Videla. El díptico, así, se equilibra, y la trama se genera a partir de la reconstrucción de una serie de encuentros ficticios entre ambos personajes: largas conversaciones que se tornan en confesión mutua y que toman fuerza en las magníficas actuaciones de Anthony Hopkins y Jonathan Pryce. Además, el espectador tiene la oportunidad de disfrutar de la contemplación de emplazamientos de rodaje extraordinarios como la Capilla Sixtina: no, me temo que las cámaras del director brasileño nunca tuvieron permiso para situarse debajo de los inmortales frescos de Miguel Ángel, pero no se puede negar que el decorado y la iluminación mostrados en esta cinta son impresionantes.
Hannibal Lecter vs Don Quijote, si nos fijamos en algunas de las interpretaciones más icónicas de Hopkins y Pryce. En una esquina, con calzón blanco, Benedicto XVI, campeón del mundo de la categoría, y en el rincón contrario, de negro, el aspirante al título, Francisco. Dos virtuosos de su estilo, dos técnicas opuestas, tan reconocibles e irreconciliables como sus respectivos bandos de seguidores: la frialdad del intelectualismo teológico cara a cara con la cercanía cálida de la Iglesia de los pobres. Un duelo Alemania - Argentina de los que hacen época: el viejo y el nuevo mundo frente a frente, disputándose el ansiado Anillo del Pescador. El papado en el diván.