A Scorsese no le tiembla el pulso: con 71 años bien podría dedicarse a robar panderetas (Scorsese cuenta lo que Woody Allen no contó en "Blue Jasmine": el antes de, pero falto de cualquier pudor y de frenos). Ni un ápice de temblor. Dirige esta historia con maestría y sin cortapisas, produciendo un retrato rotundo y patético que permite percibir el aliento podrido de una época de excesos económicos: hace veinte años pero como ahora. O ahora peor. Y lo peor de todo es que me he reído con esta película. Un montón. Con "Margin call" de J. C. Chandor, no, aquella daba miedo: el origen de la crisis económica planteado como una tremenda historia de terror. Pero con este remake de "Los increíbles albóndigas" de Ivan Reitman, transportado del campus universitario a los rascacielos de Wall Street, me he divertido muchísimo. Ritmo trepidante (ayudado por una música incansable), que no te deja parpadear durante toda la proyección: el vértigo frenético de la adicción, de la codicia sin límite: fotogramas indelebles. Y cuando parece que la trama puede decaer, no es más que la necesidad de tomar aire para precipitarse hacia el vacío otra vez. Ray Liotta en "Uno de los nuestros" es la referencia que Leonardo DiCaprio, interpretando la vida loca del agente de bolsa Jordan Belfort, ha conseguido colar en mi memoria. A DiCaprio, cercano a los cuarenta, parece que le llega la hora de deslumbrar. Y ha costado, le ha costado a Martin Scorsese, que desde "Gangs of New York" confió las riendas protagonistas de sus filmes al talento del joven Leo. No era Howard Hughes en "El aviador" ni de lejos, ni tampoco daba del tipo más duro del garito en "Infiltrados", pero en "Shutter Island" empezaba a demostrar empaque (refrendado en "Django desencadenado" de Quentin Tarantino: vengan papeles extremos para el cara de niño, que se le dan bien). Además en "El lobo de Wall Street" despliega gran química con la que es, y no otra, pareja sentimental en la película: su colega Donnie, fantástica actuación de Jonah Hill: igual también los Oscar de este año consiguen emparejarlos.
Putas y cocaína. La economía global navega sin control como un barco en medio de una tormenta perfecta: las gráficas suben y bajan como el yate de Belfort luchando contra el oleaje. Al timón se encuentra una pandilla de monos (con perdón a los monos) empapados en crack. O en quaaludes. Nadie puede extrañarse del naufragio, lo insensato sería pensar que el navío llegará a buen puerto. Y no debe ser una caricatura anecdótica la que la película dibuja: los telediarios inundan al espectador de vergüenza ajena cuando se desgranan los detalles más cutres y horteras acerca de a qué destina su botín tanto financiero empaquetado en los últimos años. ¿Cómo puede caber tanta podredumbre en el exiguo espacio que ocupa una persona? La desmesura de sus vicios solo es comparable a la necedad de sus ambiciones. ¿Lobo? El lobo, el tiburón, animales indómitos que suelen emplearse para denotar las aptitudes de estos carroñeros de las finanzas: la hiena o la rata (que me perdonen las hienas y las ratas) conformarían un tótem más adecuado. Charlatanes de feria, predicadores con micrófono, reverendos de la secta del dólar, a la que, lamentablemente, no le faltan adeptos. El hatajo de tarados que aparece en la cinta dedicando las 24 horas del día a embaucar a pobres incautos para arrebatarles lo poco que les sobra y lo que no, ofrecen una visión demoledora del capitalismo ficción (definición certera de Vicente Verdú), telón de fondo que Scorsese explota genialmente para desvelarnos que el pretendido glamour del poder económico, no es más que un océano de mediocridad que se gesta en malolientes alcantarillas. Y que me perdonen las alcantarillas.
jueves, enero 23, 2014
martes, enero 14, 2014
"La vida de Pi", de Ang Lee
El número Pi. Pi es la razón entre la longitud de una circunferencia y su diámetro. La razón. Pero resulta ser un número irracional: que no puede expresarse exactamente con números enteros ni fraccionarios. Por otro lado, su uso cotidiano, ligado a la geometría básica que se aprende en la escuela, choca también con otro de los adjetivos que sus cualidades algebraicas denotan: Pi es un número trascendente. Trascendente: que está más allá de los límites de cualquier conocimiento posible. Juegos de palabras surgidos de la combinación del Diccionario de la lengua española con el manual de matemáticas, dobles sentidos que permiten manifestar el conflicto interno de "La vida de Pi": razón y fe.
Piscine Molitor Patel (Suraj Sharma, debutante que defiende muy bien su papel protagonista). Las infinitas cifras decimales del comienzo de su nombre de pila (o de pilón), le sirven para escapar de la maldita ocurrencia de ponerle el nombre de una piscina pública de París, nombre que encima es fácilmente recortable hacía un monosílabo escatológico de burla inmediata para la masa cruel del patio de colegio: la matemática se alza rotunda ante tanta estupidez mediocre y deja a todo el mundo callado. Ese comienzo de la película alimenta la esperanza de que el joven Pi Patel, calculadora precoz, intente emular a su compatriota Ramanujan, genio matemático indio autodidacta, que dejó perplejas a las mentes más desarrolladas de su tiempo. Pero parece que Pi está más interesado en el alma que en el cerebro: hinduismo, catolicismo, Islam. Todo es poco para este pequeño Marcelino Pan y Vino que, en contra del racionalismo paterno, hace del sincretismo religioso virtud, de modo que la cábala sea la única parcela numérica a la que esté dispuesto a entregar sus dotes (la referencia cinematográfica acude rauda: "Pi" de Darren Aronofsky: la búsqueda del conocimiento absoluto se asoma a abismos de locura).
Un barquero tiene que pasar al otro lado del río a un lobo, una oveja y una col. El famoso problema de lógica seguro que ha copado los pensamientos de muchos en algún momento de sus vidas. Poca cosa en comparación con el embrollo de Pi: en una barca en medio del océano Pacífico hay un hombre, una cebra, un orangután, una hiena, un tigre... y una rata. Los dioses zoomorfos, totémicos, divinidades paganas de religiones ancestrales como la hindú, toman cuerpo para castigar a Pi, hereje tentado por aburridas creencias monoteístas. Y la mezcla de especies que sería realmente complicada de realizar en un plató (ya lo decía Alfred Hitchcock: nunca trabajes con niños, con animales o con Charles Laughton: lo debía decir por experiencia porque incumplió las tres condiciones) fue subsanada mediante "milagros" digitales (a mi compañera de proyección le tuve que aclarar esa circunstancia para que dejara de dar respingos). Belleza New Age, empacho fosforescente, colorido, espectacularidad, para adornar el inevitable aburrimiento de 227 días a la deriva, nada menos (sin necesidad de tanto recurso surrealista, en la novela "Relato de un náufrago" consigue Gabriel García Márquez una intensidad emocional extraordinaria, traspasando certeramente al papel la experiencia del protagonista del relato: al papel y al lector, por supuesto). Los profetas fundadores de las grandes religiones como Buda, Jesucristo o Mahoma, tienen en común el haber padecido largos periodos solitarios de privación y ayuno, eremitas que entran en contacto con la divinidad y la revelación mediante la infalible receta de cortar la alimentación del cerebro: misticismo y alucinación firmemente entrelazados. Además en Pi Patel se presenta un fuerte shock emocional acompañado del necesario mecanismo de protección de negación de la realidad. La mente vuela, el sueño toma forma (ver el cuadro de Salvador Dalí: Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes de despertar). La cuestión no es qué historia prefieres, no, sino cuál es la verdadera. El resto son remedios para ir tirando.
Piscine Molitor Patel (Suraj Sharma, debutante que defiende muy bien su papel protagonista). Las infinitas cifras decimales del comienzo de su nombre de pila (o de pilón), le sirven para escapar de la maldita ocurrencia de ponerle el nombre de una piscina pública de París, nombre que encima es fácilmente recortable hacía un monosílabo escatológico de burla inmediata para la masa cruel del patio de colegio: la matemática se alza rotunda ante tanta estupidez mediocre y deja a todo el mundo callado. Ese comienzo de la película alimenta la esperanza de que el joven Pi Patel, calculadora precoz, intente emular a su compatriota Ramanujan, genio matemático indio autodidacta, que dejó perplejas a las mentes más desarrolladas de su tiempo. Pero parece que Pi está más interesado en el alma que en el cerebro: hinduismo, catolicismo, Islam. Todo es poco para este pequeño Marcelino Pan y Vino que, en contra del racionalismo paterno, hace del sincretismo religioso virtud, de modo que la cábala sea la única parcela numérica a la que esté dispuesto a entregar sus dotes (la referencia cinematográfica acude rauda: "Pi" de Darren Aronofsky: la búsqueda del conocimiento absoluto se asoma a abismos de locura).
Un barquero tiene que pasar al otro lado del río a un lobo, una oveja y una col. El famoso problema de lógica seguro que ha copado los pensamientos de muchos en algún momento de sus vidas. Poca cosa en comparación con el embrollo de Pi: en una barca en medio del océano Pacífico hay un hombre, una cebra, un orangután, una hiena, un tigre... y una rata. Los dioses zoomorfos, totémicos, divinidades paganas de religiones ancestrales como la hindú, toman cuerpo para castigar a Pi, hereje tentado por aburridas creencias monoteístas. Y la mezcla de especies que sería realmente complicada de realizar en un plató (ya lo decía Alfred Hitchcock: nunca trabajes con niños, con animales o con Charles Laughton: lo debía decir por experiencia porque incumplió las tres condiciones) fue subsanada mediante "milagros" digitales (a mi compañera de proyección le tuve que aclarar esa circunstancia para que dejara de dar respingos). Belleza New Age, empacho fosforescente, colorido, espectacularidad, para adornar el inevitable aburrimiento de 227 días a la deriva, nada menos (sin necesidad de tanto recurso surrealista, en la novela "Relato de un náufrago" consigue Gabriel García Márquez una intensidad emocional extraordinaria, traspasando certeramente al papel la experiencia del protagonista del relato: al papel y al lector, por supuesto). Los profetas fundadores de las grandes religiones como Buda, Jesucristo o Mahoma, tienen en común el haber padecido largos periodos solitarios de privación y ayuno, eremitas que entran en contacto con la divinidad y la revelación mediante la infalible receta de cortar la alimentación del cerebro: misticismo y alucinación firmemente entrelazados. Además en Pi Patel se presenta un fuerte shock emocional acompañado del necesario mecanismo de protección de negación de la realidad. La mente vuela, el sueño toma forma (ver el cuadro de Salvador Dalí: Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes de despertar). La cuestión no es qué historia prefieres, no, sino cuál es la verdadera. El resto son remedios para ir tirando.
jueves, enero 09, 2014
"Broadway Danny Rose", de Woody Allen
Durante décadas un par de nombres, que se hicieron familiares al espectador e indisociables al propio nombre del celebérrimo director neoyorquino, aparecían acompañando al de Woody Allen en los créditos de sus películas: letras blancas sobre fondo negro surgen en pantalla mientras suenan unos suaves acordes de jazz: tipografía Windsor como marca de fábrica, permitiendo la identificación inmediata del autor que mostrará su celuloide acto seguido. Charles H. Joffe y Jack Rollins fueron los representantes de Woody Allen desde los años cincuenta, y hasta la época actual (Joffe falleció en 2008 pero Rollins, a pesar de almacenar casi cien años, sigue figurando en el equipo de la obra más reciente de Allen, "Blue Jasmine"), aparecen, no sabría decir en qué película no, participando en la producción del universo alleniano.
Si en "Broadway Danny Rose" Woody Allen pretendió reflejar cómo era su relación con sus managers, qué tipo de personas eran las que se ocupaban de las facetas más mundanas de su ya (1984 es la añada de la cinta) por entonces exitosa carrera, si ésa era su intención, no cabe duda de que Allen estaba muy contento con ellos. Danny Rose (Woody Allen) es un agente de artistas de segunda (o bastante más allá) fila: instrumentistas de copas de agua, modeladores de globos hinchables, xilofonistas ciegos, hipnotizadores capaces de dormir pero no de sacar del trance a sus... víctimas. Danny Rose pierde más tiempo y dinero con su humilde troupe del que sería soportable para la supervivencia de su negocio. Pero su optimismo incombustible y su amor por el vodevil, superan cualquier inconveniente. Entre sus protegidos hay uno que parece que puede llegar a triunfar, el cantante Lou Canova (Nick Apollo Forte), un one-hit wonder de los años dorados del rocanrol (su mayor éxito es una canción sobre la indigestión de comida italiana, "Agita"), reconvertido a cantante melódico al estilo Tom Jones (el tigre sexual más hortera del escenario) al que se le presenta la oportunidad de un buen contrato. Pero Lou tiene una amante, Tina (Mia Farrow), rubia vampiresa suburbial, malhablada y malhumorada: la chica del gangster. En esta historia Woody Allen intentó acercarse a la comedia italiana y ese espíritu se traslada al entorno familiar del personaje de Mia Farrow, Tina Vitale (Mia Farrow está irreconocible, escondida tras unas enormes gafas negras y un carácter chulesco y distante: gran actriz), y al estilo mafioso de un antiguo pretendiente que, celoso y pasional, confunde a Danny con Lou: ¡vendetta! El enredo inevitable de las películas de Woody Allen está servido y ese error de identificación es la peligrosa anécdota acerca de Danny Rose, que un grupo de veteranos personajes del gremio de la actuación recuerdan muertos de risa en una mesa del restaurante Carnegie Deli de Nueva York: memorias de la profesión que introducen la película como una historia muchas veces contada, recuerdos en sepia que se vuelven leyenda y que arrojan la sensación de asistir a un homenaje crepuscular, la descripción de un negociante honesto y apasionado, un arquetipo extinto que se vuelve legendario: Danny Rose, ese ingenuo enamorado de las candilejas y de los aplausos.
Si en "Broadway Danny Rose" Woody Allen pretendió reflejar cómo era su relación con sus managers, qué tipo de personas eran las que se ocupaban de las facetas más mundanas de su ya (1984 es la añada de la cinta) por entonces exitosa carrera, si ésa era su intención, no cabe duda de que Allen estaba muy contento con ellos. Danny Rose (Woody Allen) es un agente de artistas de segunda (o bastante más allá) fila: instrumentistas de copas de agua, modeladores de globos hinchables, xilofonistas ciegos, hipnotizadores capaces de dormir pero no de sacar del trance a sus... víctimas. Danny Rose pierde más tiempo y dinero con su humilde troupe del que sería soportable para la supervivencia de su negocio. Pero su optimismo incombustible y su amor por el vodevil, superan cualquier inconveniente. Entre sus protegidos hay uno que parece que puede llegar a triunfar, el cantante Lou Canova (Nick Apollo Forte), un one-hit wonder de los años dorados del rocanrol (su mayor éxito es una canción sobre la indigestión de comida italiana, "Agita"), reconvertido a cantante melódico al estilo Tom Jones (el tigre sexual más hortera del escenario) al que se le presenta la oportunidad de un buen contrato. Pero Lou tiene una amante, Tina (Mia Farrow), rubia vampiresa suburbial, malhablada y malhumorada: la chica del gangster. En esta historia Woody Allen intentó acercarse a la comedia italiana y ese espíritu se traslada al entorno familiar del personaje de Mia Farrow, Tina Vitale (Mia Farrow está irreconocible, escondida tras unas enormes gafas negras y un carácter chulesco y distante: gran actriz), y al estilo mafioso de un antiguo pretendiente que, celoso y pasional, confunde a Danny con Lou: ¡vendetta! El enredo inevitable de las películas de Woody Allen está servido y ese error de identificación es la peligrosa anécdota acerca de Danny Rose, que un grupo de veteranos personajes del gremio de la actuación recuerdan muertos de risa en una mesa del restaurante Carnegie Deli de Nueva York: memorias de la profesión que introducen la película como una historia muchas veces contada, recuerdos en sepia que se vuelven leyenda y que arrojan la sensación de asistir a un homenaje crepuscular, la descripción de un negociante honesto y apasionado, un arquetipo extinto que se vuelve legendario: Danny Rose, ese ingenuo enamorado de las candilejas y de los aplausos.
sábado, enero 04, 2014
"Elena", de Andrey Zvyagintsev
En la portada del DVD español de "Elena" hay una cita de una revista de cine en la que se sitúa a la película como ejemplo visual terrible del crudo universo darwiniano de la Rusia de Putin. No se puede poner en duda el contexto histórico, ya que la trama de la cinta parece situarse en la época actual, que seguro que será cruda, no hace falta irse a Rusia para comprobarlo, pero el adjetivo darwiniano, aplicado a las motivaciones que llevan a Elena a cometer el expeditivo acto que asegura sus planes, tiene más que ver con el instinto maternal que con las tesis de selección natural que propuso el genial naturalista inglés (la malinterpretación de sus teorías desembocó en el darwinismo social, una horrenda justificación de pretendida base biológica para avalar todo tipo de desmanes provocados por la especie humana sobre ella misma). Sin embargo sí que se puede ver "Elena" como una alegoría social, si bien parece más trasladable a la época de la revolución rusa y la lucha de clases: el derrocamiento de la oligarquía económica y la incautación de sus bienes, propiedades y medios de producción: del poder omnímodo del zar, se pasó al régimen implacable del Sóviet Supremo, otra oligarquia. Esa revolución económica también tiene lugar con la caída de la U.R.S.S. a finales de los años 80 del siglo XX: la privatización de los bienes nacionales que acompañó a la disolución de la Unión Soviética, produjo un torrente de nuevos ricos postcomunistas, aparte de unos catastróficos años de hambruna y crisis para gran parte de la población. De ahí parece proceder la fortuna de Vladimir (Andrey Smirnov) el marido de Elena (Nadezhda Markina), de aquella transición hacia el capitalismo que hubo que realizar a todo prisa (la novela "No será la tierra" de Jorge Volpi es una buena recomendación para aproximarse al ambiente político de la época). Vladimir, patriarcal y poderoso, otro padrecito, como Stalin, capaz de otorgar, de perdonar, de decidir, de salvar. Elena es la servidumbre, el pueblo que pide y que se desespera y que, en silencio, afila su guadaña.
El silencio. "Elena" me recordó a otra cinta tranquila pero demoledora, "La soledad" de Jaime Rosales, película que me alegró como nunca la velada de los premios Goya al alzarse, a la postre, con los más ansiados galardones de los repartidos aquella noche de febrero de 2008. La elocuencia del silencio transmutado en la imagen más habladora: el contraste entre el enorme piso de lujo para dos de Vladimir, el padrastro, con grandes cristaleras para disfrutar de la vista de frondosos parques moscovitas, frente al reducido hogar de Sergey (Aleksey Rozin), el hijastro, habitaciones angostas como pasillos en las que su familia estira la cabeza hacia estrechas ventanas por las que asoman las imponentes chimeneas humeantes de una fábrica. Al comienzo de la cinta, un largo plano fijo selecciona el público de "Elena", un espectador que debe estar preparado para disfrutar de la elipsis visual, dotado de paciencia cinéfila: a la espera del desarrollo calmo del conflicto: paladear fotogramas. La valoración moral de los actos de Elena conducirá hacia su más que probable condena, nos aclara el director de la película: la coartada criminal no exime de padecer años de remordimientos y de noches en vela: los cadáveres enterrados en el jardín se arrastran cada noche hasta la alcoba. El verdadero dios, como cualquiera puede experimentar en su propia vida, es el hijo, claro (se puede comprobar fácilmente dentro de un par de días, cuando lleguen los Reyes Magos), y después el hijo del hijo, pero retratados ambos aquí como divinidades indolentes y perezosas, desagradecidas y extraviadas de antemano, que no parecen merecer tanto sacrificio. Y ya no hay vuelta atrás.
El silencio. "Elena" me recordó a otra cinta tranquila pero demoledora, "La soledad" de Jaime Rosales, película que me alegró como nunca la velada de los premios Goya al alzarse, a la postre, con los más ansiados galardones de los repartidos aquella noche de febrero de 2008. La elocuencia del silencio transmutado en la imagen más habladora: el contraste entre el enorme piso de lujo para dos de Vladimir, el padrastro, con grandes cristaleras para disfrutar de la vista de frondosos parques moscovitas, frente al reducido hogar de Sergey (Aleksey Rozin), el hijastro, habitaciones angostas como pasillos en las que su familia estira la cabeza hacia estrechas ventanas por las que asoman las imponentes chimeneas humeantes de una fábrica. Al comienzo de la cinta, un largo plano fijo selecciona el público de "Elena", un espectador que debe estar preparado para disfrutar de la elipsis visual, dotado de paciencia cinéfila: a la espera del desarrollo calmo del conflicto: paladear fotogramas. La valoración moral de los actos de Elena conducirá hacia su más que probable condena, nos aclara el director de la película: la coartada criminal no exime de padecer años de remordimientos y de noches en vela: los cadáveres enterrados en el jardín se arrastran cada noche hasta la alcoba. El verdadero dios, como cualquiera puede experimentar en su propia vida, es el hijo, claro (se puede comprobar fácilmente dentro de un par de días, cuando lleguen los Reyes Magos), y después el hijo del hijo, pero retratados ambos aquí como divinidades indolentes y perezosas, desagradecidas y extraviadas de antemano, que no parecen merecer tanto sacrificio. Y ya no hay vuelta atrás.