La búsqueda de la siguiente gran película, anhelo que debe marcar cualquier trayectoria cinéfila, se ha visto bastante entorpecida durante los últimos años. A la visibilidad que sólo alcanzan con facilidad los títulos que recaban las mayores inversiones económicas y que, por tanto, tienen una mayor necesidad de rentabilizar el dinero gastado (malgastado, en realidad), se une una corriente inquisitorial de corrección política estricta que solo permite encumbrarse a las producciones que respeten al pie de la letra lo que la sociedad de hoy en día restringe con un fanatismo y un fervor militante que ríete tú del código Hays, la caza de brujas del mccarthismo o la iglesia franquista: malos tiempos para la lírica: la libertad del autor se ve coartada sin tregua por aquello tan antiguo del "qué dirán": el artista que se autocensura deja de ser un artista para convertirse en un funcionario: otro engranaje para la máquina, otro verso suelto amarrado al sistema. Así que, en este panorama plomizo y abotargado, toparse con el éxito de un título como "Drive my car" y constatar que está sobradamente justificado, supone una sacudida de emoción para el sentido cinematográfico actual, adocenado por tanto fotograma olvidable y vacío: una nueva esperanza en el séptimo arte, ese intangible espíritu de remontada que parecía habitar únicamente, como todo el mundo sabe, en no sé qué estadio de fútbol madrileño.
Basada en la obra del más famoso escritor japonés de todos los tiempos, el ínclito Haruki Murakami, en concreto en un relato breve, algo deslavazado (sin embargo de este autor he leído grandes novelas como "Tokio blues", "Kafka en la orilla" o "After dark"), perteneciente a su libro "Hombres sin mujeres", la película "Drive my car" supera ampliamente los presupuestos de su germen literario: todo lo que plantea el escritor en su relato está desarrollado hasta la excelencia en su versión cinematográfica, una cinta que contiene la estética y la idiosincrasia del universo Murakami desde su extenso prólogo de cuarenta minutos hasta su lírico final.
"Tío Vania" de Antón Chéjov, título teatral legendario conocido internacionalmente, como pueden ser también "Esperando a Godot" de Samuel Beckett, "Casa de muñecas" de Henrik Ibsen o "La casa de Bernarda Alba" de Federico García Lorca. No he tenido la fortuna de asistir a una representación de "Tío Vania" en un teatro, pero sí la suerte de haber visto la magnífica versión cinematográfica que realizó el gran Louis Malle con "Vania en la calle 42". "Drive my car" termina siendo una mezcla magistral de Murakami y Chéjov, un homenaje tanto a la obra del japonés como a la del ruso, donde los protagonistas, el director teatral Kafuku y la chófer Misaki, ocupan de manera alegórica los papeles de Vania y su sobrina Sonia: caracteres atormentados que deciden asumir su destino estoico de aguantar la vida hasta que la vida se acabe, un trayecto de resignación conjunta ante las desgracias y los problemas que son realmente las señas de identidad de la existencia humana: el espejo nos devuelve una imagen que conviene interpretar correctamente. 'No queda más remedio que apañárselas, tragar e ir tirando', escribe Murakami en palabras para Misaki; 'Pasaremos por una hilera de largos, largos días, de largos anocheceres, soportando pacientemente las pruebas que el destino nos envíe', coloca Chéjov en la voz de Sonia. Vivir otro día antes de que llegue el último y parece que ese no será el de hoy. Atardece, que no es poco.
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