El cine quinqui de Eloy de la Iglesia volcaba en el celuloide de la Transición una mirada salvaje y violenta de la sociedad que se había formado en los extrarradios de las grandes ciudades en los años ochenta, un fenómeno migratorio del campo a la urbe que se había iniciado dos décadas antes y que, mayoritariamente, siempre tenía una primera parada en el extranjero: a Alemania, a deslomarse trabajando todas las horas que ofrece el día y alguna más, con la misión de acumular unos magros ahorros que permitieran regresar al pueblo con una buena cazadora de piel y unas flamantes gafas de sol, un paso breve para pagar unas rondas en la taberna y después salir a escape hacia una capital española y pagar la entrada de un piso: al arado no se vuelve ni muerto. Los descampados de los barrios van desapareciendo a la vez que aumenta la cantidad de letras que hay pagar como peaje ineludible hacia la modernidad: el futuro resulta ser un lugar muy caro. La aceleración constante de la cotidianidad te estrella implacable contra esas letras de neón tan bonitas. ¿Cuántas pastillas para dormir tomabas cuando vivías en el pueblo?
Pedro Almodóvar construye una sátira desgarradora y brutal del fin del sueño (la demolición del porvenir) una mirada genial y corrosiva, de primera mano, que funciona tanto sea considerada una comedia negra como una tragedia familiar. Aquí el realismo pandillero y suicida de las películas de Eloy de la Iglesia lo transforma Almodóvar en realismo mágico, con un constante tira y afloja entre costumbrismo y delirios de grandeza (los sueños trastornados del lumpen que siempre acaban resumidos en un chalet con piscina y un coche caro: el ansia garrula de aparcar el Mercedes en la plaza de la iglesia, un ánimo que aún persiste), trama sostenida por un guion ágil y fresco (la película no ha envejecido) y un reparto extraordinario.
"Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan" escribía Lorca en su poema "Ciudad sin sueño" de "Poeta en Nueva York", obra que hace un siglo ya narraba el desarraigo y la deshumanización de la vida en la gran metrópoli. Almodóvar destruye con esta película de 1984, es decir, en una etapa de nuestra historia que ahora se acostumbra a mitificar, ese concepto tan manido y falso de considerar a Madrid (podría ser cualquier otra) como una ciudad abierta y acogedora, y deja bien claro (nada más aleccionador que una alegoría o una caricatura) que ese lema funciona, únicamente, si se dispone del dinero suficiente para poder comprarlo.