miércoles, marzo 26, 2014

"Dos o tres cosas que yo sé de ella", de Jean-Luc Godard

El Departamento de Empleo del Estado de Florida era un lugar agradable. No había tanta gente como en el de Los Ángeles, que estaba siempre a tope. Ya era hora de que tuviese un poco de suerte, no mucha, un poquito bastaba. Cierto que yo no tenía muchas ambiciones, pero tenía que haber un lugar para la gente sin ambiciones, quiero decir un sitio mejor que el que se reserva habitualmente para esta gente. ¿Cómo coño podía un hombre disfrutar si su sueño era interrumpido a las 6:30 de la mañana por el estrépito de un despertador, tenía que saltar fuera de la cama, vestirse, desayunar sin ganas, cagar, mear, cepillarse los dientes y el pelo y pelear con el tráfico hasta llegar a un lugar donde esencialmente ganaba cantidad de dinero para algún otro y aún así se le exigía mostrarse agradecido por tener la oportunidad de hacerlo?
Charles Bukowski "Factotum", Cap. 55

Este párrafo de "Factotum" circula por Internet (en concreto la larga interrogación del final, si bien en una traducción bastante más políticamente correcta que la que yo apunto: aplicar eufemismos a los textos de Bukowski es un sinsentido) como ejemplo de la mansedumbre forzosa de la clase trabajadora actual. La reflexión de Jean Luc-Godard en "Dos o o tres cosas que yo sé de ella" entronca con esa de Bukowski, si bien trasciende el objetivo expuesto de sobrevivir a toda costa, de ganar dinero como sea para mantener una casa y una familia (o al menos esa loable ambición de alimentarse y dormir bajo un techo), para llevar esa postura a un podio descerebrado. Un ama de casa de una familia acomodada se prostituye y se va de tiendas a fundirse el beneficio: la prostitución como alegoría de la alienación total a las metas del capitalismo: consume hasta morir, compra sin descanso, vive atrapado en un maelstrom infinito de deseo vacuo, imposible de satisfacer. Si en "Vivir su vida" Godard ya había abordado el tema de la prostitución desde un punto de vista austero, enfocado en el drama vital de su protagonista (hipnótica Anna Karina), pincelando una estética desposeída y gris, en "Dos o tres cosas que yo sé de ella" la perspectiva será política: la civilización del culo que se anunciaba en "Pierrot el loco" es ahora diseccionada y analizada con propósito documental: documental estilo Godard, por supuesto. Intelectualismo cinematográfico extremo: descolocar al espectador que se interroga por la naturaleza de lo que está viendo, sometido a la subversión de las reglas narrativas del cine, obligado a encontrar la relación entre la imagen y su significado: relativismo fílmico. El fin es crear un lenguaje nuevo porque todo conocimiento humano está delimitado por una gramática descriptiva: sólo se conoce lo que se puede nombrar.

La guerra del Vietnam es protagonista del telón de fondo, conflicto alentado por el capitalismo que invade, que globaliza, proceso de aculturación que sólo tiene billete de ida, aculturación rentable y castradora en su uniformidad mediocre. Porque, ¿quién es ella, esa de la que se saben dos o tres cosas? Ella es París, una ciudad en plena transformación en los años 60. En el pasado uno se atribuía la ciudad, je suis parisienne, la ciudad formaba al individuo porque la ciudad poseía un carácter propio que se transmitía al habitante. Ahora es la no-ciudad la protagonista: centros históricos transformados en parques temáticos de los que se ha desterrado al nativo, convertido en habitante forzoso de periferias graníticas como nichos o de aberrantes extensiones de adosados clónicos. Comercios todos iguales, parques todos iguales, calles todas iguales, sin importar el pueblo, la provincia, el país. Sabes que estás en otra ciudad porque te lo dice el GPS o porque el oído percibe diferencias de pronunciación, y eso si es que llegas a entablar conversación con algún lugareño. El individuo más sólo cada vez, más prostituido y más angustiado, obnubilado por promesas fallidas de bienestar aséptico e insulso. Al año siguiente del estreno de "Dos o tres cosas que yo sé de ella" dicen los libros de historia que se produjo en Francia una fuerte reacción en contra de la sociedad de consumo que denunció Godard en su película, algo que llaman Mayo del 68.
Cine y revolución.


viernes, marzo 21, 2014

"Sombras y niebla", de Woody Allen

La noche y el misterio. La amenaza en la sombra. Adoquines abrillantados por la pátina aceitosa del aliento susurrante de la niebla. Las calles decrépitas de una vetusta ciudad europea, laberinto mortal por el que vagan los asediados de antiguas guerras, los pasados a cuchillo en cientos de saqueos, los cuerpos sin cabeza de las revoluciones defraudadas. Es la atmósfera, el ambiente, el escenario, el auténtico protagonista de esta película, claro homenaje a los vampiros homicidas de Fritz Lang, a los de Murnau, a la troupe vagabunda de "El rostro" de Ingmar Bergman e incluso a otro maestro de la ambientación, Roman Polanski (señal nítida: Donald Pleasence estrangulado bajo el cartel "Cul-de-sac"). Los claroscuros propios del expresionismo alemán difuminados por la presencia borrosa de la niebla, generando un espacio onírico donde cualquier cosa puede suceder, donde detrás de cada esquina puede surgir el terrible asesino: otro Jack apareciéndose en los callejones espectrales de Whitechapel.

Un reparto tan impresionante como irregular en su desempeño: del mencionado Donald Pleasence a John Malkovich, de Jodie Foster a Madonna, de John Cusack a Kathy Bates: de Woody Allen a Mia Farrow. Kleinman, el personaje interpretado por Woody Allen haciendo, como siempre, de Woody Allen, dando la nota cómica habitual de hombre apocado, pusilánime, empujado a la calle por sus vecinos para engrosar, pobremente, la partida de caza del estrangulador que aterroriza el barrio. Una noche de tensión y de angustia para el asustadizo Kleinman, que vagará por la ciudad insomne señalando paradas en el burdel, en la morgue, en la iglesia, hasta terminar en el circo (el sexo, la muerte, la religión, el espectáculo), y son tantas las referencias cinéfilas que acuden en cada uno de esos lugares, que mencionarlas sería enciclopédico. Suenan los acordes de "Mackie el navaja" de "La ópera de tres peniques" de Bertolt Bretch, y para adentrarse en la película no hay ni que abrir los ojos.


A propósito de ambientes sombríos pero circenses, hoy he visto esto.


lunes, marzo 17, 2014

"Dallas Buyers Club", de Jean-Marc Vallée

Al escribir sobre "Dallas Buyers Club" después de la gala de los Oscar, mis impresiones sobre la película se verán indudablemente lastradas por la resaca que sucede al más galáctico de los eventos cinematográficos. "Dallas Buyers Club", más allá del huracán Oscar, tiene componentes suficientes para disfrutar sobradamente de su visionado: sus actuaciones, su ambientación ochentera, la sorprendente aventura vital retratada y su explícita denuncia de los torvos manejos de las empresas farmacéuticas: la codicia es la única enfermedad sin cura. Pero el asunto será Matthew, me temo.

Premios Oscar otorgados como se conceden medallas al valor, a los caídos en combate, a los heridos de guerra que lucen sus vendajes y sus mutilaciones con efímero orgullo patriótico. Esa categoría de Oscar al dolor, a la enfermedad y a la minusvalía no es nueva, abundan los ejemplos. Uno de los más conocidos es el de Daniel Day-Lewis por "Mi pie izquierdo" de Jim Sheridan, título señero, si bien la actuación de Matthew McConaughey se aproxima mucho más a aquella de Tom Hanks en "Philadelphia" de Jonathan Demme. De repente aquel tipo gracioso era un actor dramático de primera fila. Y, una racha singular, al año siguiente repitió (en actores masculinos sólo Spencer Tracy había logrado algo semejante) con "Forrest Gump" de Robert Zemeckis: ¡vaya caja de bombones que se merendó Mr. Hanks! La comedia puede estar bien pagada, pero seguro que es un género con escaso (injustamente) reconocimiento artístico: cambiarse a la máscara de la derecha puede ser una gran idea. Pero para máscaras la que Charlize Theron se plantó en "Monster" de Patty Jenkins, desprendiéndose de su inusual belleza para que el espectador no se distrajera con los encantos de la actriz y se fijara sólo en la potencia de su actuación. Sí, el atractivo físico parece reñido con el gran premio y a McConaughey le ha ido mucho mejor en la apreciación crítica de su talento cambiando musculitos y guapura por la apariencia decrépita y tísica de un moribundo ambulante. ¿No consiguió así su Oscar Christian Bale por "The Fighter" de David O. Russell? (Christian Bale ya demostró hasta qué límites estaba dispuesto a llevar su cuerpo en pos de una buena actuación en "El maquinista" de Brad Anderson). El método Stanislavski y una buena metamorfosis como camino directo a la alfombra roja. La receta no tiene por qué funcionar siempre: Tom Cruise se aferró en 1989 a una silla de ruedas para interpretar a un protestón veterano del Vietnam en "Nacido el 4 de Julio" de Oliver Stone, un papel de Oscar fijo, pero tuvo la mala suerte de coincidir en la gala con el mencionado Daniel Day-Lewis, que le arrebató la estatuilla con un pie atado a la silla. Francamente, Daniel tenía pinta de estar bastante peor de lo suyo.

No se malinterprete el escrito, ni hiera la poco trabajada ironía. Cualquiera de los nombrados más arriba tiene méritos suficientes para el reconocimiento y la alabanza en su profesión. De hecho, ser candidato a un Oscar implica que el resto del gremio del nominado aprecia de modo notable los detalles técnicos o artísticos alcanzados en una película. Las nominaciones ya suponen un premio enorme por sí mismas. Pero la carrera hacia la meta final, las votaciones del conjunto de los académicos, es una competición en la que la pista está cubierta de dólares, que no de caucho. Y al inmenso marketing se une lo políticamente correcto, el premio social: vencen las historias de superación personal, de lucha contra la opresión y la injusticia, tramas que parten con varios segundos de ventaja sobre el resto, una apuesta segura para una masa académica que en gran medida ha superado la cincuentena. Catarsis y espíritu reconfortado para dirigir el dedo del votante a la tecla adecuada. Nada como un final made in Hollywood.

En mi particular quiniela aposté por Leonardo DiCaprio antes que por Matthew McConaughey, sospechando que era una osadía malpensante. En las quinielas no hay que poner lo que te gustaría que ganase, si no lo que piensas que va a ganar. "El lobo de Wall Street" se fue de vacío, una cinta en la que McConaughey realiza una breve aparición que ya valía un Oscar, demostrando que su giro al infierno pero hacia el Olimpo del cine se puede realizar vestido con un buen traje y sin tener que perder un montón de kilos. Me queda recomendarle a Leonardo DiCaprio que en su siguiente película haga precisamente eso, que pierda (o gane, como hizo Robert DeNiro con su Jake LaMotta) todo el peso posible y que, al menos, pille un catarro chungo. Siempre por exigencias del guión, por supuesto.


viernes, marzo 14, 2014

"Her", de Spike Jonze

Cuando alguien se adentra en los estudios de Inteligencia Artificial, uno de los paradigmas de la materia con los que se encontrará, será el conocido test de Turing: una persona lanza una serie de preguntas a un ordenador y a un ser humano, sin saber quién es quién, y al final de la prueba debe ser capaz de discernir cuál de los dos es la máquina. Si no es así, si el ente cibernético es indistinguible, se podrá afirmar que presenta un comportamiento inteligente y que, por tanto, es un artefacto inteligente. La inteligencia, esa desconocida. A los cinéfilos o a los lectores de Philip K. Dick, les sonará mucho más el test de Voight-Kampff, aquel ataque de preguntas que Rick Deckard lanzaba incansable hacia la fría Rachael con la esperanza de ver aparecer unas mejillas encarnadas, las respuestas ruborizantes que apenas lograban una leve vibración en la profunda pupila de Sean Young, suficiente señal, sin embargo, para condenarla al ocaso forzado de los replicantes. Samantha, la protagonista de "Her", anula el test de Turing, más aún, salta desde el puesto de jugador al de juez: será el humano el que tendrá que atestiguar que se encuentra al nivel de la máquina.

Se echa de menos una cara que adosarle a la voz de Samantha, pero esa característica incorpórea es ineludible a la condición de partida de la película: enamorado de una charla a ciegas, línea caliente que termina con el chico arrodillado y con un anillo de compromiso delante del teléfono, el amor que no entra por los ojos, sino por el oído: el ansia de ser comprendido, de escuchar un carácter alegre y abierto al que no le cueste empatizar con nuestras inquietudes. A Joaquin Phoenix, encarnando al sensible Theodore, le resta la carga notable de sacar adelante él solo (dar la cara en muchos primeros planos, una cara y una aspecto hipster -como el que presentaba en "I'm still here" de Casey Affleckque marca tendencia: vayan buscándose unos pantalones con la cintura a la altura del sobaco) la extraña trama amorosa que se desarrolla en la película, porque si Samantha fuera de carne y hueso la película se quedaría en comedia ñoña y tontuna, pero al no ser así, el filme provoca curiosidad en el espectador además de invitarle a determinadas reflexiones.

La infantilización forzosa de la sociedad tecnificada, una sociedad aséptica incubada en una atmósfera higienizada y después embotellada al vacío, el espacio cómodo que provoca la parálisis frente al compromiso, la incapacidad de afrontar una vida real en la que es imposible predecir y controlar todas las variables y el terror a padecer las conmociones emocionales de una relación sentimental. El individualismo como efecto falso e impostado del consumo, qué paradoja, de masas. "Her" me recuerda mucho (pero muchísimo, con las debidas desemejanzas, por supuesto) a "Tamaño natural" de Luis G. Berlanga: la ardorosa muñeca hinchable era la compañera ideal para Michel Piccoli, pero al igual que Samantha evoluciona en sus cualidades humanas, la muñeca de Piccoli termina poniéndole los cuernos y provocando un turbio crimen pasional por desinflamiento súbito. Ay, triste estampa ser rey de la creación. Si Berlanga y Rafael Azcona anticipaban el guión de Spike Jonze con cuarenta años de adelanto, se puede entender que algunas de las imágenes futuristas que adornan "Her" no lo son. De hecho prefiguran un futuro cercano, a pocos años (o meses) de distancia. Andamos por la calle entre presencias espectrales que únicamente fijan su mirada en el cristal de la palma de su mano (espejito, espejito), inmunes al entorno, a la vida en derredor, caminantes de frenopático que hablan solos, se ríen solos, absortos en la charla de sus dedos, conversación dirigida a una persona que quizás se siga llamando amigo, el viejo amigo al que ya nunca se ve, o se trate de uno de esos amigos presentados por el monopolio sentimental que están imponiendo las grandes corporaciones de Internet. La siguiente evolución del capitalismo será el capitalismo afectivo. Cómprese usted el amigo perfecto, la novia perfecta, el hijo ideal.
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