Hace poco que falleció Jorge Semprún. La mayoría le recordará como escritor. Su época de fama y fulgor novelístico, fueron los años 70: premio Planeta del año 1977 con su obra "Autobiografía de Federico Sánchez". Muy conocida fue también su trayectoria política: Ministro de Cultura entre 1988 y 1991 y, mucho antes de eso, dirigente comunista en el exilio (el narrador clarividente de "La guerra ha terminado", película del año 1966, anuncia el paso probable de la clandestinidad al gobierno de una nación cuando triunfan las revoluciones: Felipe González debió haber visto la película y quizá le quiso hacer una jugarreta al destino con uno de los mayores símbolos de la lucha antifranquista). Y siguiendo hacia atrás en esa trayectoria aparece Semprún prisionero del campo de concentración de Buchenwald, donde fue a parar por ser miembro activo de la resistencia francesa (además de por ser hijo de un destacado republicano) durante la Segunda Guerra Mundial: rojo partisano.
Y también fue guionista de cine: intelectual completo, una figura que no abunda. Esa faceta cinematográfica podría ser la más desconocida en España, pero sin duda fue un guionista de éxito: dos nominaciones a los Oscar, la primera por "La guerra ha terminado" y la segunda por "Z" de Costa Gavras. No está nada mal.
En "Autobiografía de Federico Sánchez" (alias que oculta la identidad secreta del militante del PCE: nombres falsos para ocultar a indeseables del estado dictatorial que, sin embargo, nunca renegaron de su país sino que lucharon por él arriesgándolo todo), el escritor, aparte de poner de vuelta y media (venganza impresa e impresionante: ¡vaya repaso!) a Santiago Carrillo y a otros dirigentes del partido comunista de principios de la década de los sesenta que provocaron la expulsión de Jorge Semprún y de su compañero Fernando Claudín de la cúpula del partido por considerarles elementos disidentes (Semprún criticaba la realidad ilusoria que se había fabricado un movimiento de resistencia que, anclado a terroríficos traumas estalinistas, era incapaz de actuar según demandaba la situación social española y se esperanzaba en falaces convocatorias de Huelga Nacional Pacífica que, seguida mayoritariamente por el pueblo, lograse derrocar al dictador: nunca llegaba, nunca llegó: se murió él solo y no hubo más), aparte de eso, digo, retrata cómo era la vida ilegal del clandestino: de camarada en camarada, de panfleto en panfleto, de reunión en reunión. Planes y más planes para llegar a ninguna parte. Pasaportes falsos y vigilancia policial. Controles fronterizos y redadas por sorpresa. Captura y fusilamiento, como el de Julián Grimau."La guerra ha terminado" se puede considerar la puesta en imágenes de algunas de aquellas aventuras de Federico Sánchez. Sin duda será fiel reflejo de aquel ambiente, de aquellos años oscuros.
Alain Resnais, cineasta de la memoria, coloca los fotogramas en el álbum de recortes de la lucha antifascista desarmada mientras que Ives Montand, formidable protagonista de "El salario del miedo" de Henri-Georges Clouzot o de la mencionada "Z" de Gavras, será Federico. O Diego. O Domingo. O Carlos: múltiples nombres como cajas de muñecas rusas. Jorge, al fin.
martes, noviembre 29, 2011
sábado, noviembre 19, 2011
"El vientre de un arquitecto", de Peter Greenaway
Los vientres de las estatuas suelen pasar desapercibidos al paseo despreocupado de los turistas, más atentos a los rostros congelados, a la posición de los brazos, al sexo obsceno. Vientres tapados por una toga o esculpidos como un mosaico de azulejos: más fáciles de modelar con la habilidad de la maza y el cincel que con el sudor del ejercicio físico. Ni al turista ni al escultor le obsesionan los vientres de las estatuas. Por otro lado, la mirada del visitante sí se detiene en las cúpulas situadas en lo alto de los antiguos edificios públicos, cúpulas grandes como estómagos abultados de antiguos senadores romanos reposando boca arriba (estómagos agradecidos, en cualquier caso). Teatros de grades aforos, monumentales coliseos, amplias plazas: generosas barrigas redondas. El arquitecto de cualquier época es un artista preocupado por la forma y un profesional ocupado en el espacio: estética y funcionalidad, frente a frente, pero el que logre conjugarlas triunfará. El vientre es la estancia más grande del cuerpo humano, el centro de gravedad que proporciona estabilidad al resto del edificio y que le da de comer: una casa sin cocina no es más que una habitación de hotel prescindible, fugaz, temporal, mientras que el hogar (donde se hacía el fuego) siempre estaba en la cocina. Así que un arquitecto no puede ignorar el valor de la panza. ¿No se dice que para conocerse a uno mismo hay que mirarse el ombligo? Si lo contemplas demasiado rato puedes llegar a pensar que ese ombligo es el ombligo del mundo.
Un famoso arquitecto estadounidense, Stourley Kracklite (Brian Dennehy en el que sin duda sera papel estelar dentro de su magnífica carrera, apuntalada como secundario de carácter) y su esposa Louisa (Chloe Webb; esta actriz había pegado fuerte en su película anterior interpretando a Nancy Spungen, al lado de Gary Oldman, en "Sid y Nancy" de Alex Cox: cult movie) viajan a Roma. Él es un experto en la obra de otro arquitecto, Étienne-Louis Boullée, arquitecto francés del siglo XVIII, y va a ser el encargado de organizar una gran exposición alrededor del tal Boullée: diseños megalómanos de raíz neoclásica, repletos de geometría y volumen, de columnas y de esferas: diseños de ciencia ficción: diseños que inspiraron la arquitectura nazi de Albert Speer.
Quizás la tensión de llevar a cabo la tarea sea excesiva, quizás lo sea la comida italiana o quizás el origen de todo esté en tener una esposa joven y bella, pero al arquitecto le duele mucho el vientre. Hipocondría clásica entre las ruinas de una civilización extinta, restos como huesos clavados en la tierra, piedras que atestiguan un desmoronamiento lejano, un derrumbe del tiempo, como el propio cuerpo corrompido por la enfermedad del espíritu, por la edad que ahoga la ilusión y pulveriza las esperanzas. A Kracklite le afectan las historias que escucha de antiguos personajes, padeciendo los síntomas que llevaron a aquellos a la tumba: si al emperador Augusto le envenenaron los higos que le ofreció su esposa Livia, Kracklite vomita los que cenó esa noche; si Boullé murió por un cáncer de páncreas, los dolores de Kracklite deben tener exactamente el mismo origen. Kracklite arrastrándose borracho sobre su vientre: exponer y morir.
Peter Greenaway muestra de nuevo su devoción por el arte (escultura y arquitectura en esta ocasión), la anatomía y el exceso. La película está rodada en Roma así que los espectaculares ambientes barrocos típicos del director, se apuntalan esta vez en la propia geografía urbana de la capital italiana. Y, cómo no, una banda sonora excepcional. El guión es lo que no me acaba de convencer en esta película, y tampoco sabría decir el porqué. Me parece que no es un guión redondo... como un vientre.
Un famoso arquitecto estadounidense, Stourley Kracklite (Brian Dennehy en el que sin duda sera papel estelar dentro de su magnífica carrera, apuntalada como secundario de carácter) y su esposa Louisa (Chloe Webb; esta actriz había pegado fuerte en su película anterior interpretando a Nancy Spungen, al lado de Gary Oldman, en "Sid y Nancy" de Alex Cox: cult movie) viajan a Roma. Él es un experto en la obra de otro arquitecto, Étienne-Louis Boullée, arquitecto francés del siglo XVIII, y va a ser el encargado de organizar una gran exposición alrededor del tal Boullée: diseños megalómanos de raíz neoclásica, repletos de geometría y volumen, de columnas y de esferas: diseños de ciencia ficción: diseños que inspiraron la arquitectura nazi de Albert Speer.
Quizás la tensión de llevar a cabo la tarea sea excesiva, quizás lo sea la comida italiana o quizás el origen de todo esté en tener una esposa joven y bella, pero al arquitecto le duele mucho el vientre. Hipocondría clásica entre las ruinas de una civilización extinta, restos como huesos clavados en la tierra, piedras que atestiguan un desmoronamiento lejano, un derrumbe del tiempo, como el propio cuerpo corrompido por la enfermedad del espíritu, por la edad que ahoga la ilusión y pulveriza las esperanzas. A Kracklite le afectan las historias que escucha de antiguos personajes, padeciendo los síntomas que llevaron a aquellos a la tumba: si al emperador Augusto le envenenaron los higos que le ofreció su esposa Livia, Kracklite vomita los que cenó esa noche; si Boullé murió por un cáncer de páncreas, los dolores de Kracklite deben tener exactamente el mismo origen. Kracklite arrastrándose borracho sobre su vientre: exponer y morir.
Peter Greenaway muestra de nuevo su devoción por el arte (escultura y arquitectura en esta ocasión), la anatomía y el exceso. La película está rodada en Roma así que los espectaculares ambientes barrocos típicos del director, se apuntalan esta vez en la propia geografía urbana de la capital italiana. Y, cómo no, una banda sonora excepcional. El guión es lo que no me acaba de convencer en esta película, y tampoco sabría decir el porqué. Me parece que no es un guión redondo... como un vientre.
martes, noviembre 08, 2011
"El árbol de la vida", de Terrence Malick
Hace unas semanas, cuando se estrenó en los cines de España "El árbol de la vida", fue noticia de telediario que muchos espectadores se marchaban de las salas al poco de haberse iniciado la proyección. De la última que yo recordaba algo parecido fue de "Anticristo" de Lars Von Trier, así que por asociación se podía pensar que en "El árbol de la vida", además de su igual condición de película premiada en Cannes ("El árbol del la vida" con mejor suerte: se llevó la Palma de Oro de este año), también se podía encontrar el celuloide crudo, torturado y algo gore (pero genial) que arrojó a la platea el director danés en aquella ocasión y que hacía fácil la decisión de algún estomago sensible de abandonar el patio de butacas. ¿Tendrá "El árbol de la vida" mutilaciones genitales que hagan insoportable la visión de la pantalla? ¿Atravesará Brad Pitt su pierna con el eje de una rueda de afilar?
Después de haber visto "El árbol de la vida", la única explicación posible es que una plaga de síndrome de Stendhal asuela la nación, quién lo iba a decir: empacho de belleza. Nuestras mentes, abotargadas e incapaces para la pausa, aptas sólo para el zapping más frenético, no resisten la contemplación continuada de algo tan hermoso y huyen aterrorizadas en busca del mando a distancia.
La primera hora de película la paso completamente hipnotizado: la imagen y la música como un péndulo que atrae toda atención. La cinta comienza con un drama desolador, irreparable, una perdida destructora: culpar al dios sanguinario y vengativo, ese en el que se han depositado todas las esperanzas y que devuelve dolor e incomprensión. Pero ¿existe ese ser todopoderoso, esa fuerza creadora? Terrence Malick se pone a buscarlo: el ya famoso capítulo del falso documental, que se puede entender como una coartada del director para alejar cualquier sospecha de creacionismo o, todo lo contrario, una alegoría de diseño inteligente (en el estupendo cómic de Marjane Satrapi titulado "Pollo con ciruelas", -un título curioso que quiere significar lo mismo que "El sabor de las cerezas" quería decir para Abbas Kiarostami- aparece una cita del poeta iraní del siglo XII Omar Khayyam, que me parece apropiada al tema: los astros no han ganado nada con mi presencia aquí y su gloria no aumentará cuando yo desaparezca. Y pongo a mis dos orejas por testigo de que jamás nadie ha podido decirme por qué me han hecho venir y por qué me harán partir). Más allá de cualquier interpretación religiosa, se trata de mostrar un proceso, un paso a paso que conduce al final de la búsqueda, donde se alcanza un hecho certero: la madre es dios. Y probablemente el padre sea el demonio...
Con "La delgada línea roja" Terrence Malick logró uno de los mejores filmes bélicos de la historia del cine mediante un ejercicio de introspección sobre cada uno de los personajes que aparecían en la película: asomarse a sus pensamientos. Ahora el fin es el mismo pero logrado de una forma mucho más simple aunque la propuesta sea más arriesgada: interpretaciones que en gestos y miradas deben rimar con el poema visual desplegado a su alrededor. El pasaje de "La delgada línea roja" que más se parece a "El árbol de la vida" será sin duda aquel en que Jim Caviezel desertaba en una isla del Pacífico: el paraíso en la tierra, como sería después representado en la siguiente película de Malick, "El nuevo mundo".
Ahora ese paraíso lo traslada el director a los años 50, a los años de su infancia. Juegos infantiles de descubrimiento: la fragilidad de la vida y la gratuidad de la muerte: de recibirla, de causarla. La educación recta frente al amor fraterno y la transgresión de la norma como pecado imperdonable: padres con mala conciencia, hijos con recuerdos desgraciados. Caminos tortuosos que quieren ir hacia fines elevados pero ese es un dilema que sólo concilia la madurez, etapa vital que aporta la condición de ponerse en el lugar que el otro ocupó antes que tú. Y así una generación tras otra.
El final no me gustó, esa ilusión trascendente de reencuentro (no sé si ensoñado o post mortem: el agua como espacio de tránsito, puerta de entrada a otras realidades, o reunión familiar junto a la laguna Estigia; quizás no me gustó porque no lo entendí) que me pareció totalmente innecesaria.
Y por cinco minutos que faltan, no es plan salirse del cine.
Después de haber visto "El árbol de la vida", la única explicación posible es que una plaga de síndrome de Stendhal asuela la nación, quién lo iba a decir: empacho de belleza. Nuestras mentes, abotargadas e incapaces para la pausa, aptas sólo para el zapping más frenético, no resisten la contemplación continuada de algo tan hermoso y huyen aterrorizadas en busca del mando a distancia.
La primera hora de película la paso completamente hipnotizado: la imagen y la música como un péndulo que atrae toda atención. La cinta comienza con un drama desolador, irreparable, una perdida destructora: culpar al dios sanguinario y vengativo, ese en el que se han depositado todas las esperanzas y que devuelve dolor e incomprensión. Pero ¿existe ese ser todopoderoso, esa fuerza creadora? Terrence Malick se pone a buscarlo: el ya famoso capítulo del falso documental, que se puede entender como una coartada del director para alejar cualquier sospecha de creacionismo o, todo lo contrario, una alegoría de diseño inteligente (en el estupendo cómic de Marjane Satrapi titulado "Pollo con ciruelas", -un título curioso que quiere significar lo mismo que "El sabor de las cerezas" quería decir para Abbas Kiarostami- aparece una cita del poeta iraní del siglo XII Omar Khayyam, que me parece apropiada al tema: los astros no han ganado nada con mi presencia aquí y su gloria no aumentará cuando yo desaparezca. Y pongo a mis dos orejas por testigo de que jamás nadie ha podido decirme por qué me han hecho venir y por qué me harán partir). Más allá de cualquier interpretación religiosa, se trata de mostrar un proceso, un paso a paso que conduce al final de la búsqueda, donde se alcanza un hecho certero: la madre es dios. Y probablemente el padre sea el demonio...
Con "La delgada línea roja" Terrence Malick logró uno de los mejores filmes bélicos de la historia del cine mediante un ejercicio de introspección sobre cada uno de los personajes que aparecían en la película: asomarse a sus pensamientos. Ahora el fin es el mismo pero logrado de una forma mucho más simple aunque la propuesta sea más arriesgada: interpretaciones que en gestos y miradas deben rimar con el poema visual desplegado a su alrededor. El pasaje de "La delgada línea roja" que más se parece a "El árbol de la vida" será sin duda aquel en que Jim Caviezel desertaba en una isla del Pacífico: el paraíso en la tierra, como sería después representado en la siguiente película de Malick, "El nuevo mundo".
Ahora ese paraíso lo traslada el director a los años 50, a los años de su infancia. Juegos infantiles de descubrimiento: la fragilidad de la vida y la gratuidad de la muerte: de recibirla, de causarla. La educación recta frente al amor fraterno y la transgresión de la norma como pecado imperdonable: padres con mala conciencia, hijos con recuerdos desgraciados. Caminos tortuosos que quieren ir hacia fines elevados pero ese es un dilema que sólo concilia la madurez, etapa vital que aporta la condición de ponerse en el lugar que el otro ocupó antes que tú. Y así una generación tras otra.
El final no me gustó, esa ilusión trascendente de reencuentro (no sé si ensoñado o post mortem: el agua como espacio de tránsito, puerta de entrada a otras realidades, o reunión familiar junto a la laguna Estigia; quizás no me gustó porque no lo entendí) que me pareció totalmente innecesaria.
Y por cinco minutos que faltan, no es plan salirse del cine.
martes, noviembre 01, 2011
"Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio", de Steven Spielberg
Le preguntaron a una niña que salía del cine de ver "Tintín y el lago de los tiburones" de Raymond Leblanc, película de animación de principios de los años 70, si le había gustado la película. Ella respondió que sí, que le había gustado mucho, pero que la voz de Tintín era diferente en los libros.
La voz es la clave. La voz es el diálogo que el lector establece con el personaje, un diálogo entre unos ojos que contemplan y un objeto inanimado lleno de letras y dibujos: la mente del que lee, su fantasía, su capacidad de reconstruir la idea plasmada por el autor en las páginas, producen una experiencia emocional única, un recuerdo de una vivencia ajena inventada, que será almacenado como propia. Si además esa voz se coloca cuando el lector es aún un niño, la impronta será indeleble: la voz que escuchaba la niña será diferente porque habrá algo con lo que comparar.
Así, los espectadores que vayan a ver la última de Steven Spielberg pertenecerán a dos categorías: los que lleven la voz y los que no: los del segundo grupo no tendrán el menor problema y disfrutarán de una entretenida película, una producción de animación de gran calidad. Mejor aún: la esperanza de que les guste mucho y de que se animen a leer los álbumes de Tintín o a regalárselos a sus hijos. En cuanto a los del primer grupo, si logran acallar la voz, si a los cinco minutos de iniciada la proyección dejan de realizar comparaciones, también podrán gozar del espectáculo. La cuestión puede ser si Spielberg tenía dentro la voz o no cuando se emplazó a realizar esta cinta. Él sostiene que sí, incluso afirma que obtuvo la bendición de Hergé para el asunto (también dice que en su día se compró toda la colección de Tintín y que, aunque estaba en francés, fue perfectamente capaz de seguir los argumentos por lo que veía en las viñetas: ¡vaya!, Spielberg puede que tenga dentro la voz, sí, pero también puede ser que lo que tenga dentro sea ¡la voz de Astérix!).
Aparte de las voces (de Tintín, de E.T., de George Lucas o de quien sea: oigo voces: espero que no) que el director de la película escuche, queda claro su respeto por el personaje en la adaptación que ha realizado (como ejemplo cercano de lo que no se debe hacer, señalar el destrozo hollywoodiense que se hizo de las historietas de otros eminentes belgas, "Los Pitufos").
Adaptar Hergé a Spielberg: lo que significan "Las aventuras de ..." para su creador, traducidas a lo que significan "Las aventuras de ..." para otro creador. Y de esto, de lo que es la idea de aventura para Steven Spielberg, huelga decir nada. De entrada la banda sonora es de John Williams, de modo que si cerramos los ojos es muy posible que Tintín aparezca con un látigo. En este punto lo que se tiene es una lucha de voces: la del voraz lector de cómic y la del incansable cinéfilo, voces que ojalá juntas sumaran pero que no tiene por qué ser así. Mientras no resten... ¿mejora Spielberg a Hergé? ¿le aporta algo? Dinero a sus herederos y a sus propios bolsillos. Poco más. O nada en absoluto (como el milagroso 3D: ya he visto varias en este formato y aún no he conseguido descubrir las bondades del tema; a esto se añade la estética videojuego que empieza a dominar en los mainstream: en el pasado era al revés, los videojuegos salían de las películas, pero ahora parece lo contrario).
La historia que se cuenta en "Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio" es una mezcla de los argumentos de "El secreto del Unicornio", "El cangrejo de las pinzas de oro" y "El tesoro de Rackham el Rojo", cogiendo lo que ha apetecido de una o de otra hasta lograr una trama aceptable: adaptación libérrima, en todo caso. Que se usen varios álbumes para cuajar un guión tiene su lógica: yo, siendo muy conservador en la estimación de tiempo, tardaba media hora en leer uno: tres para una película de hora y media: salen las cuentas. Además, esta película va a ser la primera entrega de una trilogía, previsión de futuro que supongo que dependerá de lo bien que se porte la taquilla estadounidense. En ese país, donde aún no se ha estrenado la película, los tebeos con las aventuras del joven periodista belga son bastante desconocidos, pero los nombres de Steven Spielberg o Peter Jackson (productor en ésta y anunciado director de la siguiente) son suficientemente potentes para atraer público a las salas. Eso y un marketing brutal, faltaría más.
¿Tintinmanía a las puertas? Quizás, pero me temo que no se va a concretar en aumentar los millones de lectores que ha tenido la colección durante décadas. Ese rédito del pasado ya está implícito en el nombre que aparece en el título: Tintín.
La voz es la clave. La voz es el diálogo que el lector establece con el personaje, un diálogo entre unos ojos que contemplan y un objeto inanimado lleno de letras y dibujos: la mente del que lee, su fantasía, su capacidad de reconstruir la idea plasmada por el autor en las páginas, producen una experiencia emocional única, un recuerdo de una vivencia ajena inventada, que será almacenado como propia. Si además esa voz se coloca cuando el lector es aún un niño, la impronta será indeleble: la voz que escuchaba la niña será diferente porque habrá algo con lo que comparar.
Así, los espectadores que vayan a ver la última de Steven Spielberg pertenecerán a dos categorías: los que lleven la voz y los que no: los del segundo grupo no tendrán el menor problema y disfrutarán de una entretenida película, una producción de animación de gran calidad. Mejor aún: la esperanza de que les guste mucho y de que se animen a leer los álbumes de Tintín o a regalárselos a sus hijos. En cuanto a los del primer grupo, si logran acallar la voz, si a los cinco minutos de iniciada la proyección dejan de realizar comparaciones, también podrán gozar del espectáculo. La cuestión puede ser si Spielberg tenía dentro la voz o no cuando se emplazó a realizar esta cinta. Él sostiene que sí, incluso afirma que obtuvo la bendición de Hergé para el asunto (también dice que en su día se compró toda la colección de Tintín y que, aunque estaba en francés, fue perfectamente capaz de seguir los argumentos por lo que veía en las viñetas: ¡vaya!, Spielberg puede que tenga dentro la voz, sí, pero también puede ser que lo que tenga dentro sea ¡la voz de Astérix!).
Aparte de las voces (de Tintín, de E.T., de George Lucas o de quien sea: oigo voces: espero que no) que el director de la película escuche, queda claro su respeto por el personaje en la adaptación que ha realizado (como ejemplo cercano de lo que no se debe hacer, señalar el destrozo hollywoodiense que se hizo de las historietas de otros eminentes belgas, "Los Pitufos").
Adaptar: Modificar una obra científica, literaria, musical, etc., para que pueda difundirse entre público distinto de aquel al cual iba destinada o darle una forma diferente de la original.
Adaptar Hergé a Spielberg: lo que significan "Las aventuras de ..." para su creador, traducidas a lo que significan "Las aventuras de ..." para otro creador. Y de esto, de lo que es la idea de aventura para Steven Spielberg, huelga decir nada. De entrada la banda sonora es de John Williams, de modo que si cerramos los ojos es muy posible que Tintín aparezca con un látigo. En este punto lo que se tiene es una lucha de voces: la del voraz lector de cómic y la del incansable cinéfilo, voces que ojalá juntas sumaran pero que no tiene por qué ser así. Mientras no resten... ¿mejora Spielberg a Hergé? ¿le aporta algo? Dinero a sus herederos y a sus propios bolsillos. Poco más. O nada en absoluto (como el milagroso 3D: ya he visto varias en este formato y aún no he conseguido descubrir las bondades del tema; a esto se añade la estética videojuego que empieza a dominar en los mainstream: en el pasado era al revés, los videojuegos salían de las películas, pero ahora parece lo contrario).
La historia que se cuenta en "Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio" es una mezcla de los argumentos de "El secreto del Unicornio", "El cangrejo de las pinzas de oro" y "El tesoro de Rackham el Rojo", cogiendo lo que ha apetecido de una o de otra hasta lograr una trama aceptable: adaptación libérrima, en todo caso. Que se usen varios álbumes para cuajar un guión tiene su lógica: yo, siendo muy conservador en la estimación de tiempo, tardaba media hora en leer uno: tres para una película de hora y media: salen las cuentas. Además, esta película va a ser la primera entrega de una trilogía, previsión de futuro que supongo que dependerá de lo bien que se porte la taquilla estadounidense. En ese país, donde aún no se ha estrenado la película, los tebeos con las aventuras del joven periodista belga son bastante desconocidos, pero los nombres de Steven Spielberg o Peter Jackson (productor en ésta y anunciado director de la siguiente) son suficientemente potentes para atraer público a las salas. Eso y un marketing brutal, faltaría más.
¿Tintinmanía a las puertas? Quizás, pero me temo que no se va a concretar en aumentar los millones de lectores que ha tenido la colección durante décadas. Ese rédito del pasado ya está implícito en el nombre que aparece en el título: Tintín.