Se puede decir que el cine español en torno a la Guerra Civil conforma un género propio. Si a ese género le añadimos el con niño, aparece un subgénero con bastantes componentes. A vuela pluma me salen: "El año de las luces" de Fernando Trueba, "El espinazo del diablo" y "El laberinto del fauno" de Guillermo del Toro, "La lengua de las mariposas" de José Luis cuerda, "Las bicicletas son para el verano" de Jaime Chávarri, "El viaje de Carol" de Imanol Uribe", etc. La guerra siempre en el fuera de campo, siempre en el pasado o en el presente, siempre leitmotiv poderoso: las películas de la guerra civil española se caracterizan por ser un género que, aunque trata de una guerra, esa guerra, el conflicto bélico como tal, nunca aparece: las víctimas cinematográficas casi siempre pertenecen a la población civil, a los vencidos, a los represaliados sin piedad: no hay campos de batalla, no hay llanuras bélicas y sí algún páramo de asceta.
Niños que se acercan a la edad adulta y, por tanto, se obtienen películas de iniciación: el despertar sexual de muchachos que miran embobados a sus primas o a sus compañeras de pupitre, al que se le suma el despertar de la conciencia en respuesta al ejemplo de algún cercano idealista. Si bien la primera fase de la niñez es impermeable a todo lo que le pasa a los mayores, llegada cierta edad uno se empieza a dar cuenta de todo y la guerra (o la posguerra implacable: infinita sed de sangre) genera suficientes dramas familiares como para que un niño se vea afectado psicológicamente por ellos. La ignorancia y el desentendimiento infantil ceden paso a las ganas de saber y de comprender. En "Pa negre" Andreu, el joven protagonista, acabará sabiendo demasiado y el mundo de su infancia se desmoronará irremediablemente: "Pa negre" es la película de ese terrible descubrimiento.
El comienzo de la cinta presenta un violento asesinato y poco después un carromato despeñándose, arrastrando en su caída al caballo que tira de él y a un inesperado pasajero: la crudeza, el fotograma sucio, la bajeza moral que se hará presente durante toda la proyección (el pan negro es el destino de los condenados, de los derrotados) frente a algún vano intento de reflejar la vida amable, bucólica y tranquila de los payeses de una masía catalana: lo que es y lo que pudo haber sido. Ese asesinato y desvelar a quién se esconde detrás de su posible ejecutor (Pitorliua, nombre de fantasma o de bandido, de protagonista de cuento al amor de la lumbre), conducirán esta alegoría cinematográfica del vencido que, como de costumbre, mostrará las vilezas del vencedor. Los curas, los fascistas, los ricos: ninguno era bueno. Pero en esta ocasión se abandona cualquier animo maniqueo para mostrar que ni siquiera los buenos lo eran tanto, aunque esa deconstrucción de los personajes acabará pareciendo forzada, poco creíble: no es fácil convertir a seres sensibles en cabrones despiadados, sobre todo si durante toda la película se ha insistido vehementemente en su bondad.
Al final, ni siquiera el pobre Andreu era bueno.
domingo, octubre 31, 2010
miércoles, octubre 27, 2010
"Vampyr", de Carl Theodor Dreyer
Una vampiro, en esta ocasión, como la que aparece en el fantástico dibujo de Tomas Serrano: los finos dientes de la Carmilla de Sheridan Le Fanu y la oscuridad que vela los contornos de las formas en los fotogramas de Dreyer: el color gris se derrama en el celuloide hasta ocultar casi por completo la imagen reflejada.
Un joven explorador de lo siniestro, Allan Grey, llega a un pueblo atenazado por la sed de una anciana nosferatu. Una posada inquietante, una casona siniestra, un molino ejecutor y, cómo no, un castillo. Jardines y bosques donde apenas se insinúan las figuras de los personajes: iluminación insuficiente en los exteriores, potenciando la textura neblinosa. Los interiores no, esa parte del rodaje permite disfrutar de decorados cuidados al detalle (al parecer los ayudantes de Dreyer se dedicaron a cazar arañas para lograr telarañas auténticas en las paredes): calaveras y diablillos.
Un doctor y un soldado con una pata de palo, siervos inmisericordes: no hay vampiro sin un Renfield cerca: ¿dónde está mi sangre?, pregunta el incauto Allan. El señor del castillo es abatido a tiros y sus hijas, Léone y Giséle, serán presas fáciles. Léone agoniza en su cama, desangrada en vida: el rostro se trasfigura hasta mostrar la corrupción del alma que aparecerá cuando se cobre la herencia del vampiro, una de las imágenes más extraordinarias e impresionantes de la cinta. El rapto de Giséle propicia el viaje astral de Allan en el que asiste a su propio enterramiento (entre "Buried" de Rodrigo Cortés, "La obsesión" de Roger Corman y ésta, este mes tengo sobredosis de ataúdes llenos de vivos, que no de muertos): la trama de esta película no ofrece senderos fáciles de seguir para el espectador, no se busca continuidad entre escenas, reforzando su carácter onírico, irreal. Efectos de sombras fantasmagóricas, movimientos de cámara en secuencias largas, hipnóticas: lenguajes cinematográficos en eclosión. Entre dos mundos, el mudo y el sonoro, después del rodaje se incluyeron en doblaje algunas frases, muy pocas, que conforman un escaso conjunto de diálogos surrealistas.
Un antiguo libro cuenta la historia de Marguerite Chopin, la peor de las plagas. Esas páginas serán la receta implacable para atajar la epidemia.
Al principio de la película aparece un campesino portando una guadaña: la muerte que pone fin a todo.
O no.
Un joven explorador de lo siniestro, Allan Grey, llega a un pueblo atenazado por la sed de una anciana nosferatu. Una posada inquietante, una casona siniestra, un molino ejecutor y, cómo no, un castillo. Jardines y bosques donde apenas se insinúan las figuras de los personajes: iluminación insuficiente en los exteriores, potenciando la textura neblinosa. Los interiores no, esa parte del rodaje permite disfrutar de decorados cuidados al detalle (al parecer los ayudantes de Dreyer se dedicaron a cazar arañas para lograr telarañas auténticas en las paredes): calaveras y diablillos.
Un doctor y un soldado con una pata de palo, siervos inmisericordes: no hay vampiro sin un Renfield cerca: ¿dónde está mi sangre?, pregunta el incauto Allan. El señor del castillo es abatido a tiros y sus hijas, Léone y Giséle, serán presas fáciles. Léone agoniza en su cama, desangrada en vida: el rostro se trasfigura hasta mostrar la corrupción del alma que aparecerá cuando se cobre la herencia del vampiro, una de las imágenes más extraordinarias e impresionantes de la cinta. El rapto de Giséle propicia el viaje astral de Allan en el que asiste a su propio enterramiento (entre "Buried" de Rodrigo Cortés, "La obsesión" de Roger Corman y ésta, este mes tengo sobredosis de ataúdes llenos de vivos, que no de muertos): la trama de esta película no ofrece senderos fáciles de seguir para el espectador, no se busca continuidad entre escenas, reforzando su carácter onírico, irreal. Efectos de sombras fantasmagóricas, movimientos de cámara en secuencias largas, hipnóticas: lenguajes cinematográficos en eclosión. Entre dos mundos, el mudo y el sonoro, después del rodaje se incluyeron en doblaje algunas frases, muy pocas, que conforman un escaso conjunto de diálogos surrealistas.
Un antiguo libro cuenta la historia de Marguerite Chopin, la peor de las plagas. Esas páginas serán la receta implacable para atajar la epidemia.
Al principio de la película aparece un campesino portando una guadaña: la muerte que pone fin a todo.
O no.
lunes, octubre 18, 2010
"Prospero's Books", de Peter Greenaway
"La tempestad" de William Shakespeare vista por el ojo barroco de Greenaway.
John Gielgud es Próspero, protagonista y narrador, voz única ideal shakesperiana para todos los personajes, una declamación que por sí misma vale el precio de la entrada. Michael Nyman, en su última colaboración con el director galés, aporta la que probablemente sea su mejor banda sonora. La danza hipnótica de Calibán, las piruetas de los tres Ariel, los cantos operísticos de las diosas y un travelín eterno que acompaña el desfile incesante de duendes y de hombres. El cine de Greenaway es excesivo y genial.
'...sabiendo cuánto amaba yo mis libros, me surtió
de volúmenes de mi propia biblioteca
que yo estimaba en más que mi ducado.'
¿Cuáles serían esos libros tan preciados? Próspero, el caído Duque de Milán, el alquimista, el sabio, personaje de una época en que magia y ciencia se mezclan y son un camino recto hacia el cadalso: al final arrojará sus libros al mar, triste final para las maravillas desplegadas en el celuloide, pero probable coartada del dramaturgo inglés para evitarse problemas inquisitoriales.de volúmenes de mi propia biblioteca
que yo estimaba en más que mi ducado.'
'Pero aquí abjuro de mi áspera magia
y cuando haya, como ahora, invocado
una música divina que, cumpliendo mi
deseo, como un aire hechice sus sentidos,
romperé mi vara, la hundiré a muchos pies
bajo la tierra y allí donde jamás bajó la sonda
yo ahogaré mi libro.'
Peter Greenaway pincela la escena hasta el último detalle, poblando vastas estancias palaciegas de ninfas y elfos desnudos, de bandejas llenas de manjares, de fuentes y columnas, de sombras profundas y de luces de colores intensos. Y lo llena el doble: la película será pionera en manipular digitalmente la imagen superponiendo planos de animaciones de los libros de Próspero: fotogramas saturados donde ya no cabe ni un alfiler.John Gielgud es Próspero, protagonista y narrador, voz única ideal shakesperiana para todos los personajes, una declamación que por sí misma vale el precio de la entrada. Michael Nyman, en su última colaboración con el director galés, aporta la que probablemente sea su mejor banda sonora. La danza hipnótica de Calibán, las piruetas de los tres Ariel, los cantos operísticos de las diosas y un travelín eterno que acompaña el desfile incesante de duendes y de hombres. El cine de Greenaway es excesivo y genial.
miércoles, octubre 13, 2010
"Carancho", de Pablo Trapero
El animal que más quiero es el buitre carroñero, rimaba fácil Robe Iniesta: el fraude es el único modo cabal de ganarse la vida en un sistema económico podrido hasta el tuétano: los despojos del pelotazo. Supervivientes en una jungla de hormigón y cristal, infelices vocacionales ahogándose en una noche infinita de desesperación insomne. Paisaje urbano nocturno, desnaturalizado, sin posibilidad de escape: la ciudad moderna es cárcel también. Sanidad de arrabal, hospitales de combate, de azulejos mugrientos y flourescentes temblorosos: la otra cara del sanatorio pijo del "Dr. House". Poca luz y mucho primer plano para que resalten las ojeras, las cicatrices: las llagas y el dolor: estética rotunda.
Ambulancias de emergencias lanzadas por avenidas en las que las farolas marcan los bordes del circuito, como en "Al límite" de Martin Scorsese. Animales noctámbulos que se cruzan: una médica novata abriéndose camino a base de dedicar más horas al trabajo que a la vida y un abogado de seguros al que se le han cerrado ya la mayoría de las puertas. Personajes bipolares: doctora con hábitos "inyectables" y jurista miserable y canalla pero con buen fondo.
El romance está servido (aunque poco elaborado, la verdad: un tanto facilón) y los ingredientes parecen ser de los que dan para una buena película (¿mencioné la estética?). El problema es que no se trata de una película: son dos (¿mencioné bipolar?) y la segunda es bastante mala. Tras un suceso dramático, mediada la proyección, la trama deja de avanzar a diálogos para empezar a avanzar a hostias. Al director se le va la mano y llega un punto en que, con tanta sangre y tanto coche, no se sabe si se han equivocado al empalmar los rollos en la cabina de proyección y se está viendo "Crash" de David Cronenberg. Cheee, te pasaste con el ketchup. Un camino salvaje que nos permite ver a un oficinista casposo transformado en el yellow bastard de Sin City, a un doctor en leyes manejando archivadores con la soltura de un picapedrero y a una pareja lanzada a la perdición emulando "Bonnie and Clyde" de Arthur Penn. Tantos años estudiando medicina, tanto leer legajos de derecho, para terminar así. No hay nada peor en el cine que que no te creas una película, comenta mi compañera de butaca. El espectador se desconecta, el interés se diluye: así es.
A Pablo Trapero, del que he leído críticas muy buenas, le buscaré en otras. Esta no llegó.
Ambulancias de emergencias lanzadas por avenidas en las que las farolas marcan los bordes del circuito, como en "Al límite" de Martin Scorsese. Animales noctámbulos que se cruzan: una médica novata abriéndose camino a base de dedicar más horas al trabajo que a la vida y un abogado de seguros al que se le han cerrado ya la mayoría de las puertas. Personajes bipolares: doctora con hábitos "inyectables" y jurista miserable y canalla pero con buen fondo.
El romance está servido (aunque poco elaborado, la verdad: un tanto facilón) y los ingredientes parecen ser de los que dan para una buena película (¿mencioné la estética?). El problema es que no se trata de una película: son dos (¿mencioné bipolar?) y la segunda es bastante mala. Tras un suceso dramático, mediada la proyección, la trama deja de avanzar a diálogos para empezar a avanzar a hostias. Al director se le va la mano y llega un punto en que, con tanta sangre y tanto coche, no se sabe si se han equivocado al empalmar los rollos en la cabina de proyección y se está viendo "Crash" de David Cronenberg. Cheee, te pasaste con el ketchup. Un camino salvaje que nos permite ver a un oficinista casposo transformado en el yellow bastard de Sin City, a un doctor en leyes manejando archivadores con la soltura de un picapedrero y a una pareja lanzada a la perdición emulando "Bonnie and Clyde" de Arthur Penn. Tantos años estudiando medicina, tanto leer legajos de derecho, para terminar así. No hay nada peor en el cine que que no te creas una película, comenta mi compañera de butaca. El espectador se desconecta, el interés se diluye: así es.
A Pablo Trapero, del que he leído críticas muy buenas, le buscaré en otras. Esta no llegó.
lunes, octubre 11, 2010
"Buried", de Rodrigo Cortés
Un hombre enterrado vivo: una historia rodada por completo en el interior de un ataúd. La sinopsis conocida antes de ver esta película hace que la primera pregunta en aparecer sea si la película logrará mantenerse a flote durante la hora y media de duración anunciada. Mantener la cámara en un espacio tan reducido, rodando el previsible sufrimiento de la víctima, su angustia y su desesperación, se antoja un intervalo de posibilidades dramáticas tan estrecho como la caja en la que está confinado el protagonista. Por suerte hace un par de décadas que se inventaron los teléfonos móviles: canal de comunicación inmediata con el fuera de campo, con el resto de nombres de los créditos: el actor Ryan Reynolds (una actuación meritoria más allá del esfuerzo físico que debe haber realizado al pasar tantas horas encajonado: el chico debe estar el forma: al menos marcaba musculito en la otra película en la que recuerdo haber visto esa cara, "Blade: Trinity" de David S. Goyer) acompañado de una docena de voces, además de la breve aparición de una chica en un vídeo recibido en un móvil. Cobertura, batería, llamadas perdidas, número oculto: vocabulario tecnológico de principio de milenio que, bien administrado, puede ser ingrediente de primer orden para el mejor suspense cinematográfico: la trama apura hasta la hez los recursos disponibles para arrastrar al espectador en un ritmo vertiginoso. Claustrofóbicos abstenerse: es imposible no ponerse en la piel del personaje en ciertos momentos de la cinta: hiperventilación y palpitaciones.
Voces al otro lado de la línea, soledad a este lado. Solo, el hombre solo, metáfora del hombre en crisis abandonado a su suerte por gobiernos y empresas. Hombres solos que devoran a otros hombres solos mientras los líderes evalúan los costes y minimizan las perdidas. El director Rodrigo Cortés (al parecer es gallego de nacimiento, aunque yo le conozco como paisano salmantino: actuaba en un trío humorístico, absurdo e irreverente, llamado "Las tres gracias" que hacían sus apariciones en el mítico "Café teatro de la Vega": noches de reír hasta llorar en un teatro de variedades cabaretero y genial) y el guionista Chris Sparling aprovechan la ocasión para mandar mensajes nada subliminales a un mundo convulsionado a escala global. La película es compleja a nivel técnico, complicada de rodar, pero eso no ha sido excusa para descuidar la historia, todo lo contrario, una trama impecable. Merecerá la pena verla en versión original aunque el doblaje realizado es muy bueno. Y del final mejor no avanzar nada: suenan aplausos al final de la proyección: será que el director juega en casa. Será que es una buena película.
El miedo a ser enterrado vivo, un terror muy común en siglos pasados en los que para la medicina era complicado determinar, en algunos casos, la muerte cierta del finado. Por si acaso incluyan en sus últimas voluntades llevar el teléfono móvil (total, ya no lo sacamos del bolsillo nunca: lo más probable es que en la funeraria se olviden de sacarlo) en el postrer viaje en vez de las monedas para pagar al barquero. Y que la batería esté bien cargada, claro.
Voces al otro lado de la línea, soledad a este lado. Solo, el hombre solo, metáfora del hombre en crisis abandonado a su suerte por gobiernos y empresas. Hombres solos que devoran a otros hombres solos mientras los líderes evalúan los costes y minimizan las perdidas. El director Rodrigo Cortés (al parecer es gallego de nacimiento, aunque yo le conozco como paisano salmantino: actuaba en un trío humorístico, absurdo e irreverente, llamado "Las tres gracias" que hacían sus apariciones en el mítico "Café teatro de la Vega": noches de reír hasta llorar en un teatro de variedades cabaretero y genial) y el guionista Chris Sparling aprovechan la ocasión para mandar mensajes nada subliminales a un mundo convulsionado a escala global. La película es compleja a nivel técnico, complicada de rodar, pero eso no ha sido excusa para descuidar la historia, todo lo contrario, una trama impecable. Merecerá la pena verla en versión original aunque el doblaje realizado es muy bueno. Y del final mejor no avanzar nada: suenan aplausos al final de la proyección: será que el director juega en casa. Será que es una buena película.
El miedo a ser enterrado vivo, un terror muy común en siglos pasados en los que para la medicina era complicado determinar, en algunos casos, la muerte cierta del finado. Por si acaso incluyan en sus últimas voluntades llevar el teléfono móvil (total, ya no lo sacamos del bolsillo nunca: lo más probable es que en la funeraria se olviden de sacarlo) en el postrer viaje en vez de las monedas para pagar al barquero. Y que la batería esté bien cargada, claro.
lunes, octubre 04, 2010
Libro. "The Stanley Kubrick Archives", de Alison Castle (Ed.)
Delicatessen de papel: la delicia de cualquier admirador (yo mismo) de la obra cinematográfica de uno de los más grandes.
Tanto criticar la Iglesia católica, la religión... Resulta que también tienen sus cosas buenas, por supuesto. Por ejemplo, el día del santo de uno (siempre que te regalen algo, claro).
Gracias familia, y alegraos de que me diera por el cine. Si me hubiera dado por el thrash metal o por la escultura megalítica, sería mucho peor.
Por cierto, dónde pongo ahora este pedazo de libro: de pie parece el monolito de 2001.
Tanto criticar la Iglesia católica, la religión... Resulta que también tienen sus cosas buenas, por supuesto. Por ejemplo, el día del santo de uno (siempre que te regalen algo, claro).
Gracias familia, y alegraos de que me diera por el cine. Si me hubiera dado por el thrash metal o por la escultura megalítica, sería mucho peor.
Por cierto, dónde pongo ahora este pedazo de libro: de pie parece el monolito de 2001.
domingo, octubre 03, 2010
"Intervista", de Federico Fellini
Un equipo de una televisión japonesa se desplaza a Italia para realizar un reportaje, una entrevista: Fellini, el gran cineasta.
El director sale a escena y con él se lleva a toda su troupe, el gran circo del cine, convirtiendo su penúltima película en un nítido homenaje a medio siglo de carrera y a todos los que le han acompañado y, al fin y al cabo, le han convertido en un mito cinematográfico, en un autor eterno. Pero entre los nombres de los créditos de sus películas hay uno que destaca siempre: Cinecittá. Así, la meca del cine italiano es otro más de los protagonistas de esta historia: los estudios son un mundo alternativo, otra dimensión de la existencia en la que todo puede suceder y cualquier fantasía se puede realizar: fábricas de sueños.
Uno de los puntales de la obra de Fellini ha sido la memoria, los recuerdos, rememorados de una forma a la vez personal y universal: cualquier espectador contemplará alguno ante el que esbozar una sonrisa: identificación con el pasado de otros. Durante la cinta se desgranan unos cuantos, entre la realidad y la ficción, pues muchas veces recuerdos ajenos se toman como propios o la mente tiende a idealizar de forma exponencial al tiempo transcurrido: el primer viaje en tranvía a Cinecittá, el primer encuentro con una diva, su primera entrada a un set de rodaje. El cine muestra sus trucos, sus ilusiones: la mirada deslumbrada. Y ya que los trucos son asuntos de magos, de repente aparece Marcello Mastroianni ataviado de Mandrake. El actor había entrado una vez, de forma magistral, en la piel del director italiano en "8½", película en la que el personaje aparecía deprimido y asustado: realizar una película puede ser una tarea titánica, un enigma para el que es muy complicado encontrar una solución perfecta: el artista sufre. Ahora no. Ahora toca mirar al cine con la alegría de vivir con la que el cineasta ha llenado su filmografía y para ello nada mejor que redescubrir a Anita Ekberg, tantos años después, y dejar que la música de Nino Rota nos devuelva a los años de "La Dolce Vita". Todos son más viejos, la carne perdió su esplendor, pero la imagen del celuloide es intemporal.
Casi al final, los cineastas son asaltados por una tribu de indios armados con antenas de televisión, metáfora de los peligros que amenazan al cine. El paciente, aunque grave, de momento aguanta, dottore.
El director sale a escena y con él se lleva a toda su troupe, el gran circo del cine, convirtiendo su penúltima película en un nítido homenaje a medio siglo de carrera y a todos los que le han acompañado y, al fin y al cabo, le han convertido en un mito cinematográfico, en un autor eterno. Pero entre los nombres de los créditos de sus películas hay uno que destaca siempre: Cinecittá. Así, la meca del cine italiano es otro más de los protagonistas de esta historia: los estudios son un mundo alternativo, otra dimensión de la existencia en la que todo puede suceder y cualquier fantasía se puede realizar: fábricas de sueños.
Uno de los puntales de la obra de Fellini ha sido la memoria, los recuerdos, rememorados de una forma a la vez personal y universal: cualquier espectador contemplará alguno ante el que esbozar una sonrisa: identificación con el pasado de otros. Durante la cinta se desgranan unos cuantos, entre la realidad y la ficción, pues muchas veces recuerdos ajenos se toman como propios o la mente tiende a idealizar de forma exponencial al tiempo transcurrido: el primer viaje en tranvía a Cinecittá, el primer encuentro con una diva, su primera entrada a un set de rodaje. El cine muestra sus trucos, sus ilusiones: la mirada deslumbrada. Y ya que los trucos son asuntos de magos, de repente aparece Marcello Mastroianni ataviado de Mandrake. El actor había entrado una vez, de forma magistral, en la piel del director italiano en "8½", película en la que el personaje aparecía deprimido y asustado: realizar una película puede ser una tarea titánica, un enigma para el que es muy complicado encontrar una solución perfecta: el artista sufre. Ahora no. Ahora toca mirar al cine con la alegría de vivir con la que el cineasta ha llenado su filmografía y para ello nada mejor que redescubrir a Anita Ekberg, tantos años después, y dejar que la música de Nino Rota nos devuelva a los años de "La Dolce Vita". Todos son más viejos, la carne perdió su esplendor, pero la imagen del celuloide es intemporal.
Casi al final, los cineastas son asaltados por una tribu de indios armados con antenas de televisión, metáfora de los peligros que amenazan al cine. El paciente, aunque grave, de momento aguanta, dottore.