Después del atracón que nos hemos atizado en los últimos tiempos en cuanto a contemplar las vicisitudes, basadas en hechos reales, que se producen en torno al negocio del narcotráfico mundial, así de este lado del Atlántico ("Fariña" con Sito Miñanco como figura central) como del opuesto ("Narcos" y el celebérrimo y difunto capo colombiano Pablo Escobar), estaba por comprobar si seríamos capaces de zamparnos una nueva ración de celuloide espolvoreado con farlopa. Y el resultado del experimento ha sido que no ha hecho falta tomarse ningún medicamento para combatir la pesadez de estómago, sino que la digestión fue placentera. Incluso hubiera quedado sitio para un postre.
La oportunidad de "Loving Pablo" se puede considerar cuestionable o acertada, pues se puede pensar que se estrenó dentro de un panorama visual saturado de violentas imágenes de la historia de los carteles de la droga sudamericanos o que el éxito planetario de la serie "Narcos" motivó la salida de nuevas producciones que abunden en el tema. Desde el péplum o el western, pasando por el expresionismo alemán o las películas basadas en el conflicto bélico vietnamita, siempre ha habido modas que han impulsado diversos géneros cinematográficos durante períodos más o menos prolongados.
Fernando León de Aranoa guioniza y dirige "Loving Pablo" basándose en el libro "Amando a Pablo, odiando a Escobar" escrito por la periodista colombiana Virginia Vallejo y que fue publicado en el año 2007 causando enorme revuelo. En su libro, Virginia Vallejo compone sus memorias, narrando las circunstancias de la escabrosa relación sentimental que mantuvo con Pablo Escobar en los años en que éste era el todopoderoso jefe del Cartel de Medellín. Vallejo, que ahora deshoja, aburrida, sus días dentro del programa estadounidense de protección de testigos, pasó de ser una afamada presentadora de televisión, a seguir siendo famosa pero, a la vez, uno de los personajes más odiados de Colombia: la chica del gánster. Aranoa construye su relato fílmico apoyándose en el punto de vista personal de Virginia Vallejo, de modo que este factor se puede considerar novedoso a la hora de afrontar el ya muy trabajado retrato de Escobar.
La baza ganadora de la película reside en las actuaciones de su pareja protagonista, Javier Bardem y Penélope Cruz, que encarnan con maestría a Pablo Escobar y Virginia Vallejo. Bardem y Cruz demuestran una madurez actoral incuestionable, introduciéndose con brío y eficacia en los personajes pasionales que les toca interpretar. El mayor pero que se le puede poner a la cinta es el de haber sido rodada en versión original inglesa, forzando a todo hispanoamericano que pasase por sus fotogramas a abandonar su lengua vernácula excepto para maldecir, que eso en español se hace como en ningún otro idioma. Una de las sorpresas agradables de "Narcos" fue la de tener la virtud de mantener los idiomas originales de los personajes interpretados y con eso, o a pesar de eso, obtener un rotundo éxito internacional, confirmando que los subtítulos en la pantalla no son un baldón comercial sino un aporte de verismo. Tal cual.
miércoles, agosto 29, 2018
lunes, agosto 27, 2018
"Mision imposible: Fallout", de Christopher McQuarrie
Cuando entramos al cine a ver esta película, pensé que habíamos comprado entradas para la quinta entrega de la saga cuando en realidad se trataba de la sexta: algún episodio se me había perdido por el camino. Y así debía ser, pues en la cinta se comentaban ciertos hechos del pasado que yo no acertaba a recordar y que seguramente sucedían en el capítulo anterior. No importa. A este tipo de género acudimos para experimentar emociones cercanas a las que uno disfruta (o padece) cuando se sube a una atracción de feria: cine de sensación más que de reflexión, y por tanto no es requisito imprescindible sujetar el hilo argumental como si se estuviera leyendo "Ana Karenina" de León Tolstoi, pongo por caso. Adrenalina y acción, por favor.
Veintidós años han pasado desde el estreno de la primera, aquel tributo cinematográfico a la popular serie de televisión de finales de los sesenta. Pero otra saga, la de las aventuras del espía James Bond, genuino icono pop, sería la referencia primordial, creadora de un género propio, arquetipo que la solvente dirección de Brian De Palma en "Misión imposible" elevó a un nivel técnico superior y dejó en herencia para el cine de acción que estaba por llegar. Con el agente Ethan Hunt interpretado por Tom Cruise, se obtuvo un carácter más cercano a los gustos del fin del milenio pasado, tiempos en los que el atildado Bond había empezado a sufrir el desapego del público.
Si Brian De Palma supo aportar una estética acertada y una puesta en escena impactante y perdurable a la semilla de la franquicia, la continuación, "Misión imposible II", dirigida por John Woo, supuso un fiasco contundente. El hongkonés John Woo llegó a la saga avalado por éxitos de taquilla como "Blanco humano", "Broken arrow" o "Cara a cara", protagonizadas por actores como Jean-Claude Van Damme, Nicholas Cage o el renacido John Travolta post-Tarantino. Su desembarco en Hollywood se produjo después de arrasar en su tierra de origen con un característico cine policíaco hiperviolento, pero que estaba coreografiado con esmero, creando cierta lírica de la muerte a tiros, algo petulante y recargada en exceso, firma de autor en la que el notable actor Chow Yun-Fat se instauró como rostro reconocible en títulos como "The Killer" o "Hard Boiled". Sin embargo, aquel estilo, bastante macarra, quedaba lejos del sello que se había logrado imprimir, desde su nacimiento, en la agitada vida de Ethan Hunt. De aquella infame segunda parte quedará para el recuerdo la lamentable ambientación de la ciudad de Sevilla: de vergüenza ajena. En la tercera entrega aterrizó J. J. Abrams, especialista en reverdecer productos que parecen haber superado su fecha de caducidad, y desde allí hasta esta última aventura se puede afirmar que sólo ha habido una película, o una miniserie de cuatro partes.
No hay quien pueda con Tom Cruise. Se le ve en plena forma, si bien el cuerpo empieza a denunciar una edad ineludible. Tom buscó en los noventa, con ahínco, papeles que le pudieran otorgar una estatuilla en la noche de los Oscar. Pero ni "Nacido el cuatro de julio" de Oliver Stone, ni "Jerry Maguire" de Cameron Crowe, ni "Magnolia" de Paul Thomas Anderson, consiguieron que se alzara con el preciado galardón. El siglo XXI le ha visto entregarse a un cine menos ambicioso en lo artístico y más denso en el músculo: supongo que más lucrativo también, tanto como actor como productor.
En "Misión imposible" se ha llegado a un punto en el que las andanzas del esforzado Hunt se autorreferencian tanto como para poner en duda que sea acertado continuar alargando su permiso de armas. Siempre quedará plutonio, eso sí, auténtico macguffin del cine moderno de espías, que sigue siendo un estilo cinematográfico colmado de agentes secretos que cambian de bando varias veces en la misma secuencia y donde el héroe inmaculado es el único que luce una lealtad a toda prueba. Ahora bien, si James Bond ha logrado estrenar veinticuatro largometrajes y ha pasado por seis rostros diferentes en el cine, consiguiendo no sucumbir al tiempo, por qué no puede hacer lo mismo Ethan Hunt, ese inmortal. Y si no, ya se le ocurrirá algo, como suele decir en sus películas mientras su público va sacando del armario la corbata negra y menea la cabeza con pesar para convencerse a sí mismo de que esta vez no, de que de ésta no sale. ¿Qué te apuestas?
Veintidós años han pasado desde el estreno de la primera, aquel tributo cinematográfico a la popular serie de televisión de finales de los sesenta. Pero otra saga, la de las aventuras del espía James Bond, genuino icono pop, sería la referencia primordial, creadora de un género propio, arquetipo que la solvente dirección de Brian De Palma en "Misión imposible" elevó a un nivel técnico superior y dejó en herencia para el cine de acción que estaba por llegar. Con el agente Ethan Hunt interpretado por Tom Cruise, se obtuvo un carácter más cercano a los gustos del fin del milenio pasado, tiempos en los que el atildado Bond había empezado a sufrir el desapego del público.
Si Brian De Palma supo aportar una estética acertada y una puesta en escena impactante y perdurable a la semilla de la franquicia, la continuación, "Misión imposible II", dirigida por John Woo, supuso un fiasco contundente. El hongkonés John Woo llegó a la saga avalado por éxitos de taquilla como "Blanco humano", "Broken arrow" o "Cara a cara", protagonizadas por actores como Jean-Claude Van Damme, Nicholas Cage o el renacido John Travolta post-Tarantino. Su desembarco en Hollywood se produjo después de arrasar en su tierra de origen con un característico cine policíaco hiperviolento, pero que estaba coreografiado con esmero, creando cierta lírica de la muerte a tiros, algo petulante y recargada en exceso, firma de autor en la que el notable actor Chow Yun-Fat se instauró como rostro reconocible en títulos como "The Killer" o "Hard Boiled". Sin embargo, aquel estilo, bastante macarra, quedaba lejos del sello que se había logrado imprimir, desde su nacimiento, en la agitada vida de Ethan Hunt. De aquella infame segunda parte quedará para el recuerdo la lamentable ambientación de la ciudad de Sevilla: de vergüenza ajena. En la tercera entrega aterrizó J. J. Abrams, especialista en reverdecer productos que parecen haber superado su fecha de caducidad, y desde allí hasta esta última aventura se puede afirmar que sólo ha habido una película, o una miniserie de cuatro partes.
No hay quien pueda con Tom Cruise. Se le ve en plena forma, si bien el cuerpo empieza a denunciar una edad ineludible. Tom buscó en los noventa, con ahínco, papeles que le pudieran otorgar una estatuilla en la noche de los Oscar. Pero ni "Nacido el cuatro de julio" de Oliver Stone, ni "Jerry Maguire" de Cameron Crowe, ni "Magnolia" de Paul Thomas Anderson, consiguieron que se alzara con el preciado galardón. El siglo XXI le ha visto entregarse a un cine menos ambicioso en lo artístico y más denso en el músculo: supongo que más lucrativo también, tanto como actor como productor.
En "Misión imposible" se ha llegado a un punto en el que las andanzas del esforzado Hunt se autorreferencian tanto como para poner en duda que sea acertado continuar alargando su permiso de armas. Siempre quedará plutonio, eso sí, auténtico macguffin del cine moderno de espías, que sigue siendo un estilo cinematográfico colmado de agentes secretos que cambian de bando varias veces en la misma secuencia y donde el héroe inmaculado es el único que luce una lealtad a toda prueba. Ahora bien, si James Bond ha logrado estrenar veinticuatro largometrajes y ha pasado por seis rostros diferentes en el cine, consiguiendo no sucumbir al tiempo, por qué no puede hacer lo mismo Ethan Hunt, ese inmortal. Y si no, ya se le ocurrirá algo, como suele decir en sus películas mientras su público va sacando del armario la corbata negra y menea la cabeza con pesar para convencerse a sí mismo de que esta vez no, de que de ésta no sale. ¿Qué te apuestas?
martes, agosto 21, 2018
"Un lugar tranquilo", de John Krasinski
La condición de sinceridad que ha dirigido lo escrito en este blog durante tantos años, obliga a admitir que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que una película me mantuvo en vilo durante todo su desarrollo: de principio a fin. Contener el aliento y reducir el ritmo de la respiración a la vez que los latidos de tu corazón disparan su frecuencia: un latido como un golpe de tambor: la amenaza constante de delatar tu posición y, en consecuencia, la certeza de picar tu billete para un viaje a mejor vida.
La idea con la que se lanza esta trama, su leitmotiv, recuerda a las de las películas dirigidas por Manoj Nelliyattu Shyamalan, 'M. Night' para los amigos, que se distinguían por pivotar su argumento alrededor de una característica fantástica aunque ineludible, un factor poderoso que enfocaba la historia y que, por lo general, no se declaraba hasta que la cinta consumía su recta final. "Señales" podría ser el ejemplo a destacar en ese cine de Shyamalan y una referencia correcta para "Un lugar tranquilo".
John Krasinski, director y protagonista de la película, firma este impecable tour de force técnico: la Historia del cine demuestra que el magisterio profesional cinematográfico alcanzó siempre su mayor nivel del otro lado del Atlántico: lo que no inventaron lo perfeccionaron, sin el menor pudor artístico. El suspense domina un metraje ajustado: los noventa minutos canónicos que son una cualidad de agradecer en el género. La necesidad de silencio se hace tan evidente (olvídense de disfrutar al completo de esta película en los modernos cines palomiteros que a los cinéfilos nos toca padecer) que hasta la tenue banda sonora extradiegética que adorna el celuloide sobra (el minimalismo en el espacio fílmico, sin embargo, ha sido una facultad que el cine estadounidense no se ha acostumbrado a incorporar). Actuaciones convincentes para redondear una rotunda experiencia sensorial: la virtud del silencio, ese fugitivo del mundo actual.
La idea con la que se lanza esta trama, su leitmotiv, recuerda a las de las películas dirigidas por Manoj Nelliyattu Shyamalan, 'M. Night' para los amigos, que se distinguían por pivotar su argumento alrededor de una característica fantástica aunque ineludible, un factor poderoso que enfocaba la historia y que, por lo general, no se declaraba hasta que la cinta consumía su recta final. "Señales" podría ser el ejemplo a destacar en ese cine de Shyamalan y una referencia correcta para "Un lugar tranquilo".
John Krasinski, director y protagonista de la película, firma este impecable tour de force técnico: la Historia del cine demuestra que el magisterio profesional cinematográfico alcanzó siempre su mayor nivel del otro lado del Atlántico: lo que no inventaron lo perfeccionaron, sin el menor pudor artístico. El suspense domina un metraje ajustado: los noventa minutos canónicos que son una cualidad de agradecer en el género. La necesidad de silencio se hace tan evidente (olvídense de disfrutar al completo de esta película en los modernos cines palomiteros que a los cinéfilos nos toca padecer) que hasta la tenue banda sonora extradiegética que adorna el celuloide sobra (el minimalismo en el espacio fílmico, sin embargo, ha sido una facultad que el cine estadounidense no se ha acostumbrado a incorporar). Actuaciones convincentes para redondear una rotunda experiencia sensorial: la virtud del silencio, ese fugitivo del mundo actual.
sábado, agosto 18, 2018
"Coco", de Lee Unkrich
La semana pasada tuvimos ocasión de visitar en Madrid la exposición "Disney: el arte de contar historias" que estará alojada hasta el mes de noviembre en el singular edificio conocido como CaixaForum. Allí el visitante se puede dar un jugoso paseo cronológico por la historia de los estudios Disney, con la oportunidad única de contemplar detenidamente estupendos originales de los dibujantes de la marca: esa estética inconfundible. Además, podrá dejar caer la mirada por diversas proyecciones de fragmentos de películas vistas muchas veces pero que no por ello dejan de atraer la atención. De Blancanieves a Frozen, de la acuarela y el acetato a la tableta gráfica y el archivo digital, la factoría de dibujos animados fundada por Walt Disney (y su menos conocido hermano Roy) se acerca al siglo de edad en un asombroso estado de forma: poderosa y ubicua.
Después de alumbrar en 1937 el primer largometraje de animación de la historia del cine, "Blancanieves y los siete enanitos", Disney dominó la taquilla con sus famosos clásicos hasta el estreno en 1967 de "El libro de la selva", coincidiendo con el fallecimiento (o criogenización, quién sabe) del ínclito Walt. Ahí se inicia un período de menor éxito en la pantalla grande que concluye con "La sirenita" de 1989, gran taquillazo mundial al que sigue una década de esplendor con títulos como "La bella y la bestia", "Aladdin" o "El rey león". A finales de los 90 la creatividad languidece y las formas de producción de siempre, esos ejércitos de dibujantes y entintadoras (la división de sexos en la profesión se muestra con claridad en un pequeño documental que se puede ver en la exposición, un cómo se hizo para "Blancanieves y los siete enanitos") no resultan rentables. "Tiana y el sapo" del año 2009 será el último largometraje Disney realizado con las técnicas tradicionales de la compañía.
Para aquel entonces, las grandes producciones estadounidenses de dibujos animados tenían un nuevo amo. En 1995 los estudios Pixar estrenaron "Toy Story". Su presupuesto fue de 30 millones de dólares y en su producción intervinieron un centenar largo de animadores. Por comparación, "El rey león" de 1994 costó 45 millones de dólares y dispuso de un equipo 8 veces mayor. Había nacido una nueva forma de realizar largometrajes de animación, había tenido éxito comercial y suponía un gran salto técnico que no iba a tener vuelta atrás, sino que iba a enseñar el camino a seguir para todos los demás. La puesta en escena tridimensional facilitaba alcanzar lo nunca visto en animación: nuevas posibilidades: texturas, iluminación, escenarios, movimientos, ángulos de cámara: nuevas historias. Y aunque Disney y Pixar fueran compañías asociadas desde el nacimiento de la firma del flexo saltarín, no tardó en producirse la absorción total: el ratón Mickey ha devorado en los últimos años diversas marcas icónicas, compañías punteras que fueron propiedad de personajes innovadores en el mundo del negocio del ocio como Steve Jobs (Pixar), Stan Lee (Marvel) o George Lucas (Star Wars). Sin embargo, hay que reconocer que ha sabido digerir la comilona y, sin duda, asegurarse el sustento para el futuro.
Pixar ha brillado tanto en las vanguardistas técnicas de animación empleadas como en la factura de los guiones de sus películas, cuajando un buen puñado de historias originales y repletas de momentos emocionantes: la saga "Toy Story", "Wall-E", "Ratatouille", "Up", "Del revés". También ha producido cintas prescindibles, como la saga "Cars", por ejemplo, hitos funestos que presagiaban una posible deriva hacia la mercadotecnia fácil en vez de hacia el mérito artístico. "Coco" reafirma el segundo camino, extrayendo una trama vitalista de donde menos se puede esperar, de un relato apoyado en el culto a los muertos que aún se lleva a cabo en las sociedades más tradicionalistas, aquellas en las que el clan, el vínculo de la sangre, mantiene todavía una importancia capital. El muerto al hoyo y el vivo al bollo, es la proclama de pragmatismo que define al mundo moderno. El Día de Todos los Santos y la visita a los cementerios queda hoy en día reservado para abuelas melancólicas. Estaría bien que las obligaciones religiosas que hace apenas cuarenta años asfixiaban la vida pública, hubieran sido sustituidas por un vigoroso impulso científico-racionalista, pero cualquier esfuerzo intelectual es denostado en nuestros días: ahora los altares se alzan para dar culto al triunfo de la mediocridad y de la ignorancia, de lo políticamente correcto y de los iletrados políglotas. No molestarás, es el único mandamiento. Y, ante todo, no molestarse: indolencia y desprecio. El tiempo descreído que vivimos está ocupado en su mayoría por un ateísmo perezoso que huye de cualquier dilema existencial, que puede ser uno tan simple como creer en algo o no creer en nada. Y a saber cuál de las dos opciones es la mejor.
Después de alumbrar en 1937 el primer largometraje de animación de la historia del cine, "Blancanieves y los siete enanitos", Disney dominó la taquilla con sus famosos clásicos hasta el estreno en 1967 de "El libro de la selva", coincidiendo con el fallecimiento (o criogenización, quién sabe) del ínclito Walt. Ahí se inicia un período de menor éxito en la pantalla grande que concluye con "La sirenita" de 1989, gran taquillazo mundial al que sigue una década de esplendor con títulos como "La bella y la bestia", "Aladdin" o "El rey león". A finales de los 90 la creatividad languidece y las formas de producción de siempre, esos ejércitos de dibujantes y entintadoras (la división de sexos en la profesión se muestra con claridad en un pequeño documental que se puede ver en la exposición, un cómo se hizo para "Blancanieves y los siete enanitos") no resultan rentables. "Tiana y el sapo" del año 2009 será el último largometraje Disney realizado con las técnicas tradicionales de la compañía.
Para aquel entonces, las grandes producciones estadounidenses de dibujos animados tenían un nuevo amo. En 1995 los estudios Pixar estrenaron "Toy Story". Su presupuesto fue de 30 millones de dólares y en su producción intervinieron un centenar largo de animadores. Por comparación, "El rey león" de 1994 costó 45 millones de dólares y dispuso de un equipo 8 veces mayor. Había nacido una nueva forma de realizar largometrajes de animación, había tenido éxito comercial y suponía un gran salto técnico que no iba a tener vuelta atrás, sino que iba a enseñar el camino a seguir para todos los demás. La puesta en escena tridimensional facilitaba alcanzar lo nunca visto en animación: nuevas posibilidades: texturas, iluminación, escenarios, movimientos, ángulos de cámara: nuevas historias. Y aunque Disney y Pixar fueran compañías asociadas desde el nacimiento de la firma del flexo saltarín, no tardó en producirse la absorción total: el ratón Mickey ha devorado en los últimos años diversas marcas icónicas, compañías punteras que fueron propiedad de personajes innovadores en el mundo del negocio del ocio como Steve Jobs (Pixar), Stan Lee (Marvel) o George Lucas (Star Wars). Sin embargo, hay que reconocer que ha sabido digerir la comilona y, sin duda, asegurarse el sustento para el futuro.
Pixar ha brillado tanto en las vanguardistas técnicas de animación empleadas como en la factura de los guiones de sus películas, cuajando un buen puñado de historias originales y repletas de momentos emocionantes: la saga "Toy Story", "Wall-E", "Ratatouille", "Up", "Del revés". También ha producido cintas prescindibles, como la saga "Cars", por ejemplo, hitos funestos que presagiaban una posible deriva hacia la mercadotecnia fácil en vez de hacia el mérito artístico. "Coco" reafirma el segundo camino, extrayendo una trama vitalista de donde menos se puede esperar, de un relato apoyado en el culto a los muertos que aún se lleva a cabo en las sociedades más tradicionalistas, aquellas en las que el clan, el vínculo de la sangre, mantiene todavía una importancia capital. El muerto al hoyo y el vivo al bollo, es la proclama de pragmatismo que define al mundo moderno. El Día de Todos los Santos y la visita a los cementerios queda hoy en día reservado para abuelas melancólicas. Estaría bien que las obligaciones religiosas que hace apenas cuarenta años asfixiaban la vida pública, hubieran sido sustituidas por un vigoroso impulso científico-racionalista, pero cualquier esfuerzo intelectual es denostado en nuestros días: ahora los altares se alzan para dar culto al triunfo de la mediocridad y de la ignorancia, de lo políticamente correcto y de los iletrados políglotas. No molestarás, es el único mandamiento. Y, ante todo, no molestarse: indolencia y desprecio. El tiempo descreído que vivimos está ocupado en su mayoría por un ateísmo perezoso que huye de cualquier dilema existencial, que puede ser uno tan simple como creer en algo o no creer en nada. Y a saber cuál de las dos opciones es la mejor.
martes, agosto 07, 2018
"Blackwood", de Rodrigo Cortés
Cinco adolescentes problemáticas, futura carne de frenopático, o de presidio, ingresan en un lúgubre internado, un antiguo edificio apartado de todo, principalmente de los peligros de la sociedad moderna, una institución salvífica, más aún, milagrosa, donde se espera que las pobres ovejas descarriadas regresen al redil aséptico y confortable de la mediocre existencia cotidiana. Al contemplar la llegada de la protagonista de la historia, la joven Kit, a las puertas del instituto Blackwood, uno, que a pesar de los pocos días trascurridos desde el estreno de la película, no ha oído hablar muy bien de ella, se anima pensando que la sinopsis leída del filme le trae a la memoria otras películas de terror adolescente con mansión encantada, producciones sin demasiadas ambiciones artísticas pero que funcionaban a la perfección para lograr escapar, durante una hora y media, del agobiante calor veraniego en una bien refrigerada sala de cine.
Pero fue cruzar el solemne umbral de Blackwood, presentarse al espectador el resto del reparto de la historia, incluida, nada menos, la espléndida, en otras, Uma Thurman, ataviada como la señorita Rottenmeier de nuestra infancia, y empezar a desplomarse las expectativas traídas desde el bochorno exterior, que a pesar de no ser expectativas altas, tampoco eran inexistentes. Debo reconocer cierto orgullo provinciano en esas esperanzas, ya que tanto Rodrigo Cortés como el compositor Víctor Reyes, que ha realizado la música para la película, han salido de este alto soto de torres unamuniano que es mi Salamanca, algo que tiene tanto mérito, el lugar de nacimiento, como que se ponga a llover, un suceso accidental por tanto, pero saber que hay talento en el vecindario anima un montón. Y si es talento cinematográfico, ni te cuento.
Rodrigo Cortés inició su carrera como director de largometrajes con "Concursante", notable ópera prima que se vio afianzada con la sobresaliente "Buried" y su ataúd digno del mismísimo Hitchcock: pareció que a las pantallas de los cines había llegado una firma a tener muy en cuenta en el futuro. Y lo sigue siendo: Cortés va por su cuarta película y le queda mucho que rodar. Sin embargo su anterior película "Luces rojas", al igual que "Blackwood" (sobre todo ésta) han enfriado el entusiasmo cinéfilo que este director alentaba.
"Blackwood" exagera la caricatura de sus personajes, empachados de clichés vistos en demasiadas ocasiones, haciendo que el interés por las vicisitudes que los martirizarán durante el resto del metraje se desconecte de inmediato. A esto se une que a la postre la cinta se desboca con un tramo final que puede resultar emocionante para muchos espectadores, no puedo asegurar lo contrario, pero que a mí me resultó una secuencia inconexa de estériles, embarulladas y mareantes escenas de terror y de destrucción, un tren de la bruja acelerado que amenazaba con descarrilar en la siguiente curva. Y así fue: siniestro total. Pero más total que siniestro, me temo.
Pero fue cruzar el solemne umbral de Blackwood, presentarse al espectador el resto del reparto de la historia, incluida, nada menos, la espléndida, en otras, Uma Thurman, ataviada como la señorita Rottenmeier de nuestra infancia, y empezar a desplomarse las expectativas traídas desde el bochorno exterior, que a pesar de no ser expectativas altas, tampoco eran inexistentes. Debo reconocer cierto orgullo provinciano en esas esperanzas, ya que tanto Rodrigo Cortés como el compositor Víctor Reyes, que ha realizado la música para la película, han salido de este alto soto de torres unamuniano que es mi Salamanca, algo que tiene tanto mérito, el lugar de nacimiento, como que se ponga a llover, un suceso accidental por tanto, pero saber que hay talento en el vecindario anima un montón. Y si es talento cinematográfico, ni te cuento.
Rodrigo Cortés inició su carrera como director de largometrajes con "Concursante", notable ópera prima que se vio afianzada con la sobresaliente "Buried" y su ataúd digno del mismísimo Hitchcock: pareció que a las pantallas de los cines había llegado una firma a tener muy en cuenta en el futuro. Y lo sigue siendo: Cortés va por su cuarta película y le queda mucho que rodar. Sin embargo su anterior película "Luces rojas", al igual que "Blackwood" (sobre todo ésta) han enfriado el entusiasmo cinéfilo que este director alentaba.
"Blackwood" exagera la caricatura de sus personajes, empachados de clichés vistos en demasiadas ocasiones, haciendo que el interés por las vicisitudes que los martirizarán durante el resto del metraje se desconecte de inmediato. A esto se une que a la postre la cinta se desboca con un tramo final que puede resultar emocionante para muchos espectadores, no puedo asegurar lo contrario, pero que a mí me resultó una secuencia inconexa de estériles, embarulladas y mareantes escenas de terror y de destrucción, un tren de la bruja acelerado que amenazaba con descarrilar en la siguiente curva. Y así fue: siniestro total. Pero más total que siniestro, me temo.
domingo, agosto 05, 2018
"Amante por un día", de Philippe Garrel
Francesa, en blanco y negro y en versión original. No serían suficientes esas características para resultar una película interesante, por supuesto, pero no cabe duda de que conlleva ingredientes esenciales. ¿Acaso no fue el cine creado así (aunque los hermanos Lumière no usaran micrófono), con estos tres componentes ? La parte interesante de "Amante por un día" reside en su condición de cine desposeído, de rasgos minimalistas, de ser una película en la que destaca la economía de medios y la libertad creativa: cine de autor. Aires de la Nouvelle Vague perviven en esta cinta de Philippe Garrel, cineasta precoz que realizó sus primeros rodajes en aquellos años de deconstrucción del lenguaje cinematográfico creado setenta años antes.
El narrador en off ya trae a la memoria tantos viejos filmes vistos, rodados por jóvenes turcos que ansiaban el control total de sus obras y derrocar el poder del guionista ajeno. Primeros planos que desbordan el encuadre con rostros femeninos de honda mirada, ojos melancólicos que recuerdan a los de Anna Karina, Françoise Fabian, Anne Wiazemsky, y que ahora pertenecen a las actrices Esther Garrel y Louise Chevillotte y sus dramas sentimentales. Una puesta en escena (centro de gravedad del cine de la Nouvelle Vague) austera que se refleja en la vida cotidiana de los personajes, en sus ropas, en la casa que habitan, en los bares y restaurantes que frecuentan, que se muestran ajados por el tiempo: puertas desencajadas y paredes necesitadas de una mano de pintura. La ambientación no es neutra sino intensa, para enmarcar adecuadamente las pasiones incontroladas de Jeanne, de Ariane y de Gilles, tercero en discordia para una película en la que destacan sus personajes femeninos, interpretado por Eric Caravaca: el mítico sex appeal del desgarbado profesor universitario.
El mundo contemplado desde la cama (ahí escribía su obra Marcel Proust), centro del universo, Freud al poder, un egocentrismo existencialista absoluto que también dominó gran parte de aquel cine francés de los sesenta: chauvinismo y grandeur. Jeanne, la hija de Gilles, grita ¡acción!, pone en marcha la trama con una ruptura sentimental y cierra el ciclo, atravesando mientras tanto amores de otros, al transcurrir setenta y seis minutos, nada más. Economía en el metraje, por tanto, también, demuestra el director, dejando patente, a su vez, que para contar la historia que uno pretende contar, no hace falta aburrir al personal.
El narrador en off ya trae a la memoria tantos viejos filmes vistos, rodados por jóvenes turcos que ansiaban el control total de sus obras y derrocar el poder del guionista ajeno. Primeros planos que desbordan el encuadre con rostros femeninos de honda mirada, ojos melancólicos que recuerdan a los de Anna Karina, Françoise Fabian, Anne Wiazemsky, y que ahora pertenecen a las actrices Esther Garrel y Louise Chevillotte y sus dramas sentimentales. Una puesta en escena (centro de gravedad del cine de la Nouvelle Vague) austera que se refleja en la vida cotidiana de los personajes, en sus ropas, en la casa que habitan, en los bares y restaurantes que frecuentan, que se muestran ajados por el tiempo: puertas desencajadas y paredes necesitadas de una mano de pintura. La ambientación no es neutra sino intensa, para enmarcar adecuadamente las pasiones incontroladas de Jeanne, de Ariane y de Gilles, tercero en discordia para una película en la que destacan sus personajes femeninos, interpretado por Eric Caravaca: el mítico sex appeal del desgarbado profesor universitario.
El mundo contemplado desde la cama (ahí escribía su obra Marcel Proust), centro del universo, Freud al poder, un egocentrismo existencialista absoluto que también dominó gran parte de aquel cine francés de los sesenta: chauvinismo y grandeur. Jeanne, la hija de Gilles, grita ¡acción!, pone en marcha la trama con una ruptura sentimental y cierra el ciclo, atravesando mientras tanto amores de otros, al transcurrir setenta y seis minutos, nada más. Economía en el metraje, por tanto, también, demuestra el director, dejando patente, a su vez, que para contar la historia que uno pretende contar, no hace falta aburrir al personal.
viernes, agosto 03, 2018
"Happy End", de Michael Haneke
Si parpadean se lo pierden.
Esa frase se hizo famosa en su día, pronunciada por un periodista deportivo justo antes de comenzar la transmisión televisiva de las carreras de Fórmula 1. Para alguien ajeno al cine de Michael Haneke, para los que ese nombre les suene a películas de esas de cineclub, de las que seguro que te aburres a los cinco minutos de empezar la proyección, les parecerá que la frase no puede encajar en la obra cinematográfica del director austríaco, y que sería más propia de las producciones de Georges Pan Cosmatos, John McTiernan o, más modernos, Michael Bay o J. J. Abrams. Pero no, resulta ser Michael Haneke el que logra condensar, sin piedad, tu atención en un plano fijo en el que tendrás que demostrar paciencia de francotirador hasta que la pieza se ponga a tiro, hasta que repentinamente tus cejas se eleven hacia el techo de la sala, sobresaltadas por un suceso inesperado.
Haneke, la dureza. A este cineasta perturbador se le ha calificado con frecuencia de frío y distante, de colmar sus fotogramas geniales de un espíritu pesimista desolador, incapaz de aventar resquicios de esperanza para una especie humana, en concreto su variedad europea, que se muestra sórdida y violenta, carente de cualquier virtud. Captado el mensaje crítico, Michael Haneke emprende intenciones de humilde enmienda y se propone finiquitar su última película con un final feliz. Y así es. O no. Porque el mensaje postrero que manda la cinta al surgir sus títulos de crédito en la pantalla negra, es que los finales felices son opciones morales sujetas a la impresión única de cada espectador.
"Happy End" retrata a una familia rica, poseedora de una empresa constructora, habitante de la ciudad de Calais en el norte de Francia. Una vez más se contemplará una historia que dejará bien claro que la abundancia de dinero cubre los gastos pero no alcanza para comprar la felicidad. Los diversos componentes del clan familiar, tres generaciones unidas por la depresión vital, dejarán patentes las angustias emocionales de los desagradecidos estómagos colmados occidentales. La trama funcionará como cierta continuación de la anterior película de Haneke, la magistral "Amor", de nuevo con Jean-Louis Trintignant en un reparto excelente, y de nuevo otra gran musa del director, Isabelle Huppert. Junto a estos dos gigantes consagrados del cine francés, destaca la joven Fantine Harduin, patético ángel de la muerte abandonado a su suerte en un mundo inquietante de adultos neuróticos. Haneke aprieta pero no ahoga. O sí.
Esa frase se hizo famosa en su día, pronunciada por un periodista deportivo justo antes de comenzar la transmisión televisiva de las carreras de Fórmula 1. Para alguien ajeno al cine de Michael Haneke, para los que ese nombre les suene a películas de esas de cineclub, de las que seguro que te aburres a los cinco minutos de empezar la proyección, les parecerá que la frase no puede encajar en la obra cinematográfica del director austríaco, y que sería más propia de las producciones de Georges Pan Cosmatos, John McTiernan o, más modernos, Michael Bay o J. J. Abrams. Pero no, resulta ser Michael Haneke el que logra condensar, sin piedad, tu atención en un plano fijo en el que tendrás que demostrar paciencia de francotirador hasta que la pieza se ponga a tiro, hasta que repentinamente tus cejas se eleven hacia el techo de la sala, sobresaltadas por un suceso inesperado.
Haneke, la dureza. A este cineasta perturbador se le ha calificado con frecuencia de frío y distante, de colmar sus fotogramas geniales de un espíritu pesimista desolador, incapaz de aventar resquicios de esperanza para una especie humana, en concreto su variedad europea, que se muestra sórdida y violenta, carente de cualquier virtud. Captado el mensaje crítico, Michael Haneke emprende intenciones de humilde enmienda y se propone finiquitar su última película con un final feliz. Y así es. O no. Porque el mensaje postrero que manda la cinta al surgir sus títulos de crédito en la pantalla negra, es que los finales felices son opciones morales sujetas a la impresión única de cada espectador.
"Happy End" retrata a una familia rica, poseedora de una empresa constructora, habitante de la ciudad de Calais en el norte de Francia. Una vez más se contemplará una historia que dejará bien claro que la abundancia de dinero cubre los gastos pero no alcanza para comprar la felicidad. Los diversos componentes del clan familiar, tres generaciones unidas por la depresión vital, dejarán patentes las angustias emocionales de los desagradecidos estómagos colmados occidentales. La trama funcionará como cierta continuación de la anterior película de Haneke, la magistral "Amor", de nuevo con Jean-Louis Trintignant en un reparto excelente, y de nuevo otra gran musa del director, Isabelle Huppert. Junto a estos dos gigantes consagrados del cine francés, destaca la joven Fantine Harduin, patético ángel de la muerte abandonado a su suerte en un mundo inquietante de adultos neuróticos. Haneke aprieta pero no ahoga. O sí.