Si por algo pasará esta película a la Historia del Cine, será por ser la primera cinta en la que, después de estar completamente rodada y a un mes de su estreno, se suprime del celuloide a uno de sus actores protagonistas (el nombre de mayor relumbrón del elenco, por cierto), reemplazando sus tomas, realizándolas de nuevo con un actor distinto. Sí, supongo que esta maniobra de sustitución ya debió llevarse a cabo en alguna ocasión anterior: por fallecimiento repentino, por problemas contractuales, por un resultado insatisfactorio, o whatever. Pero que esta cirugía extrema, dispendio innecesario además, que consumió la quinta parte del presupuesto de la producción, sea provocada porque el sujeto tachado del plano se haya distinguido por sus pésimas maneras en el día a día laboral y por desarrollar una voracidad sexual indisimulada y procaz, bueno, sin duda corren malos tiempos para los abusos de poder. Por lo que a mí me toca, que corresponde únicamente a los fotogramas vistos, no a los que han resultado invisibles y sus circunstancias, quizás Kevin Spacey, ese cadáver cinematográfico insepulto, estuviera bien o incluso muy bien en el papel del magnate Jean Paul Getty, pero la encarnación del mismo por Christopher Plummer me parece insuperable.
Hubo un tiempo, previo a los récords inauditos en subastas de cuadros de Sotheby's o Christie's (así, con sus apóstrofos chic), en el que la oreja mutilada más famosa del mundo no fue la del pintor Van Gogh, sino la de John Paul Getty III, nieto del hombre más rico del planeta a principios de los setenta: el vampiro, el avaro, solitario tío Gilito zambulléndose en una piscina de dinero, Ebenezer Scrooge espantando fantasmas en su lóbrega mansión victoriana. Christopher Plummer convence como también lo hace la puesta en escena de abarrotadas calles romanas y agrestes pasajes calabreses: a Ridley Scott es difícil pillarle en esas.
John Paul Getty III secuestrado y liberado: la película aporta un final feliz, redención de los que sufren, ahorrándole así al espectador la penosa existencia que le esperaría al joven Getty después de su odisea italiana. Terminaría tetrapléjico, medio ciego y mudo debido a un infarto provocado por el abuso de drogas cuando sólo tenía 24 años y se pasaría tres décadas secuestrado en una silla de ruedas, hasta su fallecimiento, sin síndrome de Estocolmo que le aliviase la pena. El abuelo murió tres años después del fin del secuestro, aunque la película intenta que el espectador piense que ambos sucesos fueron simultáneos, falseando cierta justicia poética. En cualquier caso desheredó al nieto: no tuvo mucha suerte en la vida John Paul Getty III, anclado a una estirpe maldita, infectada de codicia y dolor ajeno, el abono propicio para panteones podridos de dinero.