Siempre que toca ver en el cine la adaptación de alguna obra literaria que posee un profundo trasfondo estético, y que no ha sido leída, cuesta (por no decir que es imposible) realizar una apreciación cabal del reflejo del papel en el celuloide: calibrar la fidelidad lograda con respecto a la letra o al menos con su espíritu. Del escritor Stephen King he leído mucho y he disfrutado la mayoría, así que no voy a poner en duda, a estas alturas, la calidad de sus escritos. Cualquier reflexión, por tanto, se limitará a la pantalla grande, a esa hora y media de proyección (qué raro toparse en estos tiempos con un blockbuster que no supere las dos horas de metraje) que ya en sí, en su ajustado cronómetro, supone una virtud. Pocas bondades más.
No engancha una trama atiborrada de lugares comunes a todas las historias de megalómanos malvados que quieren exterminar a la humanidad, de adolescentes atribulados en busca de una figura paterna de remplazo y de héroes desesperados por inmolarse en un sacrificio supremo. Y al guión simple le acompaña una factura perezosa: choca contemplar, a estas alturas, una producción de género fantástico que se nutra de efectos especiales de apariencia anticuada y de escenas de acción con escasa capacidad para transmitir tensión a la platea. Al malo lo encarna Matthew McConaughey, ese actor renacido hace unos años y, por lo visto el lunes, recauchutado recientemente: tez plastificada. Y para el bueno, el notable Idris Elba, interprete del que puedo hablar mejor cuando me he encontrado con él en la televisión, en series como "The Wire" o "Luther". Será El Pistolero, personaje icónico de la saga de novelas en que se basa la cinta y que a su vez se inspiraba en el arquetipo del western que instauró Clint Eastwood en las películas de Sergio Leone.
Idris Elba, atormentado en exceso para el papel, no alcanza las señas de identidad que Eastwood, sello de autor, otorgó a su Hombre sin nombre, ya fuera Rubio o Manco: antihéroe antes que héroe y, detrás de su poncho y de su sombrero, un pasado misterioso: de vuelta de todo. La mirada tan socarrona como fría y el porte relajado que sólo se espabilaba para apretar el gatillo. El pistolero había llegado ya a la ciudad, no cabía duda.
miércoles, agosto 23, 2017
martes, agosto 08, 2017
"Abracadabra", de Pablo Berger
Una comedia española, españolísima, una más: la risa que en cualquier momento puede bascular hacia el llanto: comedia que en realidad es tragicomedia: comedia negra. Todo empezó en la picaresca, con un ciego que golpeaba a su lazarillo por pasarse de listo, que empujaba la cabeza del pilluelo contra el verraco de piedra que vigila la entrada del Puente Romano de Salamanca: el mozo de un ciego ha de saber más que el diablo. Y las referencias cinematográficas que han llevado a "Abracadabra" son múltiples en el celuloide patrio, pero las que surgieron con fuerza viendo la película son las de La Cuadrilla: el cine que los directores Santiago Aguilar y Luis Guridi realizaron en los años noventa, con títulos como "Matías juez de línea", "Atilano presidente", y sobre todo la gran joya, "Justino, un asesino de la tercera edad", comedia nigérrima que anticipa a "Abracadabra" en sus formalismos (este recuerdo a la trayectoria de La Cuadrilla se reafirma con la presencia en "Abracadabra" de dos actores que protagonizaron aquel cine, como son Saturnino García o Ramón Barea).
Se recurre a los tópicos, algunos de los más rancios, como en aquellas "españoladas" que llenaban los cines del tardofranquismo: recursos facilones, en realidad. Nada nuevo, por tanto, ofrece Pablo Berger, un director que, sin embargo, epató con la estética de cine mudo de su anterior película, "Blancanieves", guión que también ahondaba en relatos de la España Negra, del folletín decimonónico de huerfanitas desvalidas y madrastras malvadas de opereta, con su luto y su mantilla. Ahora la crítica a la sociedad española se centra en el macho ibérico y su ecosistema cutre de chonis y baretos de barrio, una mirada sardónica hacia la clase obrera que emana cierto tufillo clasista por parte del autor, ánimo de caricaturizar justificado por su condición de comedia: el hombre español, ese hombre, situado entre el machismo exacerbado y la esquizofrenia mental, no encuentra la menor oportunidad de redención, apunta Berger.
La cinta se salvará por su reparto, y no sólo por la pareja protagonista formada por Maribel Verdú y Antonio de la Torre, fantásticos actores capaces de sacar adelante el guión que se tercie defender, acompañados en esta ocasión del televisivo José Mota, al cual no se le da nada mal la gran pantalla, como ya demostró, nominación a los premios Goya incluida, en "La chispa de la vida" de Álex de la Iglesia. A ellos se les une un rosario de formidables secundarios, esa casta inferior de los títulos de crédito que ha caracterizado mucho de lo mejor que se puede apreciar en la Historia del Cine Español, Historia que continúa, pero que para que avance deberá asumir riesgos, más de los que el público y la taquilla parecen dispuestos a aceptar, y que en "Abracadabra" no aparecerán. Ni por arte de magia.
Se recurre a los tópicos, algunos de los más rancios, como en aquellas "españoladas" que llenaban los cines del tardofranquismo: recursos facilones, en realidad. Nada nuevo, por tanto, ofrece Pablo Berger, un director que, sin embargo, epató con la estética de cine mudo de su anterior película, "Blancanieves", guión que también ahondaba en relatos de la España Negra, del folletín decimonónico de huerfanitas desvalidas y madrastras malvadas de opereta, con su luto y su mantilla. Ahora la crítica a la sociedad española se centra en el macho ibérico y su ecosistema cutre de chonis y baretos de barrio, una mirada sardónica hacia la clase obrera que emana cierto tufillo clasista por parte del autor, ánimo de caricaturizar justificado por su condición de comedia: el hombre español, ese hombre, situado entre el machismo exacerbado y la esquizofrenia mental, no encuentra la menor oportunidad de redención, apunta Berger.
La cinta se salvará por su reparto, y no sólo por la pareja protagonista formada por Maribel Verdú y Antonio de la Torre, fantásticos actores capaces de sacar adelante el guión que se tercie defender, acompañados en esta ocasión del televisivo José Mota, al cual no se le da nada mal la gran pantalla, como ya demostró, nominación a los premios Goya incluida, en "La chispa de la vida" de Álex de la Iglesia. A ellos se les une un rosario de formidables secundarios, esa casta inferior de los títulos de crédito que ha caracterizado mucho de lo mejor que se puede apreciar en la Historia del Cine Español, Historia que continúa, pero que para que avance deberá asumir riesgos, más de los que el público y la taquilla parecen dispuestos a aceptar, y que en "Abracadabra" no aparecerán. Ni por arte de magia.
jueves, agosto 03, 2017
"Dunkerque", de Christopher Nolan
La verdad es que ni franceses ni británicos tenían ninguna gana de entrar en guerra con Alemania por mucha barrabasada que estuviera cometiendo Hitler en el centro de Europa. ¿Sudetes? ¿Dónde están los Sudetes esos? Pero cuando el ejército alemán invadió Polonia, no hubo manera de evitar el conflicto bélico: 'Cuando escucho a Wagner durante más de media hora me entran ganas de invadir Polonia', sostiene Woody Allen en "Misterioso asesinato en Manhattan". Y a Hitler le pirraba Wagner. La coalición anglo-francesa no es rival para la moderna maquinaria de guerra alemana y la Wehrmacht barre en la primavera de 1940 el frente defensivo que los aliados habían dispuesto en Bélgica, forzando la retirada de las tropas hacia los puertos del Canal de la Mancha. Francia se ve derrotada y está considerando las condiciones de un armisticio, pero Gran Bretaña lo que tiene en mente es salvar la mayor parte posible del ejército desplegado en el continente: se pone en marcha la Operación Dynamo. Las guerras no las ganan las evacuaciones, advierte Churchill, pero Alemania va a lamentar no haberse esforzado más en acabar con los 400.000 soldados embolsados en el puerto francés de Dunkerque.
Blood, toil, tears and sweat. Sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas, eso también lo dijo Churchill, y contemplando la magnífica cinta bélica que ha entregado el director inglés Christopher Nolan, el espectador puede hacerse una buena idea de lo que prometió el primer ministro británico cuando accedió al cargo. Nolan demuestra, de nuevo, su enorme capacidad para afrontar retos cinematográficos por caminos poco convencionales. Una de las características de su cine es que utiliza buena parte del comienzo del metraje en proporcionarle al espectador un manual de uso, unas instrucciones para que sepa componer el puzzle al que está invitado a participar. En esta ocasión la guía será breve: en la playa una semana, en el mar un día y en el aire una hora: tres líneas argumentales donde desarrollar el drama, tres espacios y tres tiempos para que la acción salte de uno a otro y se forme una perspectiva amplia de lo que sucedió en ese terreno desesperado. Para que la acción no deje un respiro y la tensión logre hacernos coger un fusil y ponernos un traje caqui, la banda sonora firmada por Hans Zimmer nos asfixiará en una incesante escala de Shephard, un efecto musical que sólo parará con los reclutas sentados en el vagón de un bien afinado tren inglés. Y Nolan, seguro, mostrará cierta vena patriótica, inevitable, en esta cinta repleta de conocidos actores británicos (Kenneth Branagh, Cillian Murphy, Mark Rylance, Tom Hardy, y un montón de jóvenes debutantes cuyo nombre desconozco), pero la contiene, alcanzando un equilibrio entre el factor heroico y el, más común, sálvese el que pueda.
Las guerras las declaran hombres maduros, pero las combaten adolescentes imberbes, niños recién estirados que engrosan masas uniformes de carne de cañón. Dunkerque también es recordada por ser una de las ocasiones señaladas en la que los padres acudieron al rescate de sus hijos: cientos de pequeñas embarcaciones, de poco calaje, partieron de los puertos del sur de Inglaterra y, bajo el acoso aéreo de la Luftwaffe, alcanzaron la playa: aquello que también dijo Churchill, lo de que nunca tantos debieron tanto a tan pocos, aunque en realidad esa frase se la dedicó a los pilotos de la RAF que defendieron su nación de las incursiones de la aviación alemana: los legendarios cazas Spitfire combatiendo sin tregua a los Stuka y Heinkel alemanes en el Canal, una leyenda que, cuenta Nolan, empezó en Dunkerque.
Blood, toil, tears and sweat. Sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas, eso también lo dijo Churchill, y contemplando la magnífica cinta bélica que ha entregado el director inglés Christopher Nolan, el espectador puede hacerse una buena idea de lo que prometió el primer ministro británico cuando accedió al cargo. Nolan demuestra, de nuevo, su enorme capacidad para afrontar retos cinematográficos por caminos poco convencionales. Una de las características de su cine es que utiliza buena parte del comienzo del metraje en proporcionarle al espectador un manual de uso, unas instrucciones para que sepa componer el puzzle al que está invitado a participar. En esta ocasión la guía será breve: en la playa una semana, en el mar un día y en el aire una hora: tres líneas argumentales donde desarrollar el drama, tres espacios y tres tiempos para que la acción salte de uno a otro y se forme una perspectiva amplia de lo que sucedió en ese terreno desesperado. Para que la acción no deje un respiro y la tensión logre hacernos coger un fusil y ponernos un traje caqui, la banda sonora firmada por Hans Zimmer nos asfixiará en una incesante escala de Shephard, un efecto musical que sólo parará con los reclutas sentados en el vagón de un bien afinado tren inglés. Y Nolan, seguro, mostrará cierta vena patriótica, inevitable, en esta cinta repleta de conocidos actores británicos (Kenneth Branagh, Cillian Murphy, Mark Rylance, Tom Hardy, y un montón de jóvenes debutantes cuyo nombre desconozco), pero la contiene, alcanzando un equilibrio entre el factor heroico y el, más común, sálvese el que pueda.
Las guerras las declaran hombres maduros, pero las combaten adolescentes imberbes, niños recién estirados que engrosan masas uniformes de carne de cañón. Dunkerque también es recordada por ser una de las ocasiones señaladas en la que los padres acudieron al rescate de sus hijos: cientos de pequeñas embarcaciones, de poco calaje, partieron de los puertos del sur de Inglaterra y, bajo el acoso aéreo de la Luftwaffe, alcanzaron la playa: aquello que también dijo Churchill, lo de que nunca tantos debieron tanto a tan pocos, aunque en realidad esa frase se la dedicó a los pilotos de la RAF que defendieron su nación de las incursiones de la aviación alemana: los legendarios cazas Spitfire combatiendo sin tregua a los Stuka y Heinkel alemanes en el Canal, una leyenda que, cuenta Nolan, empezó en Dunkerque.