Los derechos para las adaptaciones cinematográficas de las aventuras de los superhéroes de la editorial Marvel están repartidos por distintos estudios. La parte del león la tendrá Disney desde que compró Marvel en el año 2009, pero antes de esa fecha se habían producido películas con algunos de los famosos personajes de la empresa de tebeos, filmes que se convertirían en sagas de éxito, y que recayeron en más de una productora. Por ejemplo, las aventuras de los X-Men son cosa de 20th Century Fox desde 1994, cuando esta compañía adquirió los derechos cinematográficos, Lobezno incluido, autorización que Brian Singer estrenó en el año 2000 con la primera "X-Men". Y en cuanto a Spiderman, fue la Columbia la que matriculó al Hombre Araña y Sam Raimi el que lo bautizó, con la cara de Tobey Maguire, en su cinta del año 2002. Tanto Singer como Raimi convirtieron sus películas en taquillazos y dieron así el pistoletazo de salida para la invasión de fotogramas marvelianos que ha caracterizado gran parte del cine de acción del siglo XXI.
Spiderman vuelve a casa, dice el título de la película, dando a entender que su hogar son los estudios Marvel, Disney por tanto, y el toque Disney se hace notar en esta producción. El retorno del hijo pródigo ya se había materializado en "Capitán América: Civil War", de los hermanos Russo, donde tuvo su primera aparición este Spiderman interpretado por el adolescente Tom Holland, actor veinteañero en realidad, pero que en la película debe aparecer como un chaval de quince años: Disney apunta con precisión al segmento de edad objetivo de su negocio y en ciertos momentos la cinta amenaza con volcarse hacia una de tantas sitcom para menores que abundan en el Disney Channel televisivo.
Sin embargo la película tiene apoyos suficientes como para resultar una buena opción de cine de tarde veraniega para cualquier público, mayores incluidos, y entre esos puntales se puede destacar un reparto en el que Robert John Downey Jr. ejerce de pigmalión del joven Peter Paker (Ironman es, sin lugar a dudas, el eje central, hasta el momento, del Universo Marvel cinematográfico), que el malo sea Michael Keaton (feliz jugada la de pasar de su personalísimo Birdman a encarnar un remedo de El Buitre, uno de los archienemigos canónicos de Spiderman) o que, sorprendentemente, la anciana tía May sea ocupada por el carácter latino de Marisa Tomei. Y sí, la película se pasa por el forro la historia del personaje tal y como la pergeñaron en 1962 Stan Lee y Steve Ditko para su desarrollo en cómics semanales. Pero, a estas alturas, ¿quién lee tebeos de superhéroes?
lunes, julio 31, 2017
martes, julio 18, 2017
"Silencio", de Martin Scorsese
Acusar a esta película de proselitismo sería tan obvio como superfluo: el espectador común siempre manifestará sentimientos de compasión hacia las víctimas y de repulsa hacia los inquisidores, sea la religión que sea sobre la que se ponga el foco, pues la libertad de culto es uno de los derechos fundamentales del ser humano. Pero en este caso se trata de cristianismo: es la religión católica, su historia más doliente, la retratada, y el anticlericalismo moderno encontrará un hueso duro de roer en esta cinta, retrato de persecuciones y martirios: los malos son los otros. Y, sin embargo, ese no es el tema de la película.
Veo esta adaptación fiel que ha realizado Martin Scorsese de la novela homónima del escritor japonés Shūsaku Endō y lo que contemplo es la ilustración certera de la duda, de una manera mucho más evidente pero con el mismo cariz intelectual que ya se encontraba en "La última tentación de Cristo" del propio Scorsese (no hará falta tirar de psicoanálisis para descubrir motivaciones de pensamiento en algunas de las obras del cineasta neoyorquino) o, apuntando a la obra maestra en esto de describir la Duda, en "El Séptimo Sello" de Ingmar Bergman: la partida de ajedrez que todos jugaremos algún día, ateos incluidos. O sobre todo.
Iconos y reliquias. Los orígenes del cristianismo, sus fundamentos primigenios, fueron traicionados en los sucesivos concilios que han reformado la Iglesia a través de su historia ("La Iglesia católica" de Hans Küng como referencia bibliográfica nada farragosa para entender una evolución, esa sí, realmente compleja), reformas que tuvieron en sus primeros tiempos el objetivo nada disimulado de aumentar la parroquia: una religión universal para el imperio mundial de entonces, el romano. Despejar dudas aproximando el mensaje de Jesucristo al paganismo de los amuletos, los ritos de fertilidad y la protección de una miríada de semidioses del santoral: santos y vírgenes a los que pedir y rogar, uno para cada día: Santa Bárbara para dominar el rayo, como si fuera el nórdico Thor, la Virgen del Carmen como trasunto de Poseidón o rezarle a San Antonio para buscar pareja (¿qué dios pagano se empleaba para esto? ¿Meetic?). Y si lo que se quería era alcanzar la contemplación divina por la vía rápida, nada mejor que el martirio: aquellos niños, Justo y Pastor, que, nos contaban en el colegio, fueron ejecutados por negarse a apostatar de sus creencias, tiernos infantes elevados a los altares durante las persecuciones del emperador romano Diocleciano, época sangrienta para los seguidores de la cruz.
Dos jóvenes jesuitas interpretados por Andrew Garfield y Adam Driver, desembarcan clandestinamente en Japón en el siglo XVII, últimos soldados de una batalla perdida, misioneros en tierra hostil. El peso de la película recae en Andrew Garfield, aquel chico que también protagonizara un ejemplo reciente de sacrificio en "Hasta el último hombre" de Mel Gibson, un actor expresivo dotado para el blockbuster. Pero quizás Adam Driver, ese "Paterson" de Jim Jarmusch, hubiera conseguido una interpretación más profunda, más sentida, menos pasional, entendiendo pasional como una pasión barroca de Semana Santa andaluza: el calvario y el dolor místico colmando vidrieras y retablos. El arte occidental se dedicó en su mayoría y durante muchos siglos a ilustrar el mensaje de la Iglesia de Roma para que una población analfabeta lo captara con el menor esfuerzo: cada catedral un cómic repleto de torturas y sufrimiento, un horror que parece lejano, remoto, ajeno. En la actualidad el cristianismo es una de las religiones más perseguidas en el mundo, creyentes que continúan a escondidas en sus propios países. Silencio.
Veo esta adaptación fiel que ha realizado Martin Scorsese de la novela homónima del escritor japonés Shūsaku Endō y lo que contemplo es la ilustración certera de la duda, de una manera mucho más evidente pero con el mismo cariz intelectual que ya se encontraba en "La última tentación de Cristo" del propio Scorsese (no hará falta tirar de psicoanálisis para descubrir motivaciones de pensamiento en algunas de las obras del cineasta neoyorquino) o, apuntando a la obra maestra en esto de describir la Duda, en "El Séptimo Sello" de Ingmar Bergman: la partida de ajedrez que todos jugaremos algún día, ateos incluidos. O sobre todo.
Iconos y reliquias. Los orígenes del cristianismo, sus fundamentos primigenios, fueron traicionados en los sucesivos concilios que han reformado la Iglesia a través de su historia ("La Iglesia católica" de Hans Küng como referencia bibliográfica nada farragosa para entender una evolución, esa sí, realmente compleja), reformas que tuvieron en sus primeros tiempos el objetivo nada disimulado de aumentar la parroquia: una religión universal para el imperio mundial de entonces, el romano. Despejar dudas aproximando el mensaje de Jesucristo al paganismo de los amuletos, los ritos de fertilidad y la protección de una miríada de semidioses del santoral: santos y vírgenes a los que pedir y rogar, uno para cada día: Santa Bárbara para dominar el rayo, como si fuera el nórdico Thor, la Virgen del Carmen como trasunto de Poseidón o rezarle a San Antonio para buscar pareja (¿qué dios pagano se empleaba para esto? ¿Meetic?). Y si lo que se quería era alcanzar la contemplación divina por la vía rápida, nada mejor que el martirio: aquellos niños, Justo y Pastor, que, nos contaban en el colegio, fueron ejecutados por negarse a apostatar de sus creencias, tiernos infantes elevados a los altares durante las persecuciones del emperador romano Diocleciano, época sangrienta para los seguidores de la cruz.
Dos jóvenes jesuitas interpretados por Andrew Garfield y Adam Driver, desembarcan clandestinamente en Japón en el siglo XVII, últimos soldados de una batalla perdida, misioneros en tierra hostil. El peso de la película recae en Andrew Garfield, aquel chico que también protagonizara un ejemplo reciente de sacrificio en "Hasta el último hombre" de Mel Gibson, un actor expresivo dotado para el blockbuster. Pero quizás Adam Driver, ese "Paterson" de Jim Jarmusch, hubiera conseguido una interpretación más profunda, más sentida, menos pasional, entendiendo pasional como una pasión barroca de Semana Santa andaluza: el calvario y el dolor místico colmando vidrieras y retablos. El arte occidental se dedicó en su mayoría y durante muchos siglos a ilustrar el mensaje de la Iglesia de Roma para que una población analfabeta lo captara con el menor esfuerzo: cada catedral un cómic repleto de torturas y sufrimiento, un horror que parece lejano, remoto, ajeno. En la actualidad el cristianismo es una de las religiones más perseguidas en el mundo, creyentes que continúan a escondidas en sus propios países. Silencio.