Pasó Cannes y el que se llevó la Palma de Oro fue Ken Loach: con una película de Ken Loach, claro: no la he visto pero me puedo hacer una idea de cómo será la película: qué grande es el cine. También puedo estar bastante seguro de que me gustará cuando la vea y podría jurar que "Yo, Donald Blake" no se parecerá en nada a "El viento que agita la cebada", la otra Palma de Oro que Ken Loach logró hace diez años y que en realidad no se parecía demasiado al cine de Ken Loach: bueno, a "Tierra y libertad", sí. Una característica del festival de cine de Cannes son los abucheos durante la entrega de premios, rasgo que lo engrandece, ya que es un certamen en el que nada se puede dar por supuesto. Cada año un jurado distinto, intrépido grupo salvaje, elige como ganadora a la película que le da la real gana, dictamen que puede coincidir o no con todas las estrellitas que durante esos días los críticos convocados a las proyecciones se deleitan en ir colocando o no junto al título visto: a este le pongo cuatro, que es un máquina, y a este le quito dos, que me cae mal. Dice la leyenda que cuando no tienen muy clara la ganadora, premian una película francesa.
Entre esos arbitrajes caseros debió colarse "Dheepan", película que ganó en 2015, y que trata el tema candente de los refugiados, si bien sitúa el enfoque de una manera curiosa, poniendo en un lado de la balanza a los Tigres Tamiles, grupo armado del norte de Sri Lanka que estuvo más de veinte años en guerra con el gobierno de aquel país, y en el otro a los delincuentes comunes de un barrio de la banlieue parisiense, Le Pré (en la magnífica "La Haine" plantó
Mathieu Kassovitz hace veinte años el aviso de suburbios franceses a punto de explotar, una alerta que nadie escuchó). Comparar a Dheepan con John Rambo sería a todas luces desmedido, pero Jacques Audiard, el director de la estupenda "El profeta", no parece haber tenido reparos en evitar que se disparen esos resortes cinéfilos. Igual es lo que pretendía. Igual hay veces en las que se abuchea con razón.
lunes, mayo 30, 2016
martes, mayo 17, 2016
"Stardust Memories", de Woody Allen
El chico más gracioso del barrio. Pero basta de comedias, esas que le han dado fama mundial: reafirmar el poder creativo, la independencia del autor para elegir, un derecho que sigue ejerciendo tantos años después (la emoción de la búsqueda de la belleza, el ánimo de alcanzar un instante que detenga el tiempo, un segundo en el que parezca que todo tiene sentido). El enclenque vecino de Brooklyn arrasado por la fama: autógrafos, conferencias, seguidores, abogados, contables, periodistas y, claro, mujeres: el amor voluble, el constante estado de enamoramiento: trucos de magia. El nostálgico hotel Stardust de Atlantic City suplanta al balneario al que acudía Marcello Mastroiani con sus gafas oscuras: el artista y la crisis.
En 1980, con diez películas en su filmografía (será poca cosa en comparación con las más de cincuenta que lleva dirigidas), Woody Allen realiza una mirada temprana hacia su ombligo, hacia la profesión de cineasta, un esfuerzo introspectivo que otros directores han llevado a cabo en algún punto de su carrera: Federico Fellini en "8½" instaurando el arquetipo, pero también François Truffaut en "La noche americana", Takeshi Kitano en "Takeshis'", Pedro Almodóvar en "Los abrazos rotos", Charlie Kaufman en "Adaptation": los ejemplos de metacine, de cine dentro del cine, no escasean.
Ozymandias Melancholia. "Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas", resuena en la última estrofa del conocido soneto de Percy Shelley, una idea que en más de una ocasión ha aparecido en la trayectoria de Allen. El director es un dios, un creador que mueve a la adoración a legiones de seguidores, fanáticos ciegos entregados a ese tío tan divertido, acólitos que sin embargo serían capaces de matarle por atreverse a un cambio de registro. Pero ¿qué quedará después de su muerte? ¿Cuál será su legado artístico? ¿Algo banal como una película de risa? Pero no es hacer reír cosa trivial, una sonrisa muchas veces alcanzada mediante el doble sentido: el gag que ampara un sentimiento más profundo, trágico incluso. Comienza la película con un tren cargado de gente triste, rostros grotescos de estética felliniana que se dirigen a un destino incierto, que sin duda merecen ser salvados. Y, sin pretenderlo, otra comedia, cómo no, el autor en su remolino. Pero para el público, no por el público.
En 1980, con diez películas en su filmografía (será poca cosa en comparación con las más de cincuenta que lleva dirigidas), Woody Allen realiza una mirada temprana hacia su ombligo, hacia la profesión de cineasta, un esfuerzo introspectivo que otros directores han llevado a cabo en algún punto de su carrera: Federico Fellini en "8½" instaurando el arquetipo, pero también François Truffaut en "La noche americana", Takeshi Kitano en "Takeshis'", Pedro Almodóvar en "Los abrazos rotos", Charlie Kaufman en "Adaptation": los ejemplos de metacine, de cine dentro del cine, no escasean.
Ozymandias Melancholia. "Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas", resuena en la última estrofa del conocido soneto de Percy Shelley, una idea que en más de una ocasión ha aparecido en la trayectoria de Allen. El director es un dios, un creador que mueve a la adoración a legiones de seguidores, fanáticos ciegos entregados a ese tío tan divertido, acólitos que sin embargo serían capaces de matarle por atreverse a un cambio de registro. Pero ¿qué quedará después de su muerte? ¿Cuál será su legado artístico? ¿Algo banal como una película de risa? Pero no es hacer reír cosa trivial, una sonrisa muchas veces alcanzada mediante el doble sentido: el gag que ampara un sentimiento más profundo, trágico incluso. Comienza la película con un tren cargado de gente triste, rostros grotescos de estética felliniana que se dirigen a un destino incierto, que sin duda merecen ser salvados. Y, sin pretenderlo, otra comedia, cómo no, el autor en su remolino. Pero para el público, no por el público.
jueves, mayo 12, 2016
"Julieta", de Pedro Almodóvar
A "Julieta" la interpretan dos actrices distintas: demasiado distintas y no sólo en sus rasgos. Primero Emma Suárez, luego Adriana Ugarte y de nuevo Emma Suárez. En el lenguaje cinematográfico es solución habitual que, al iniciarse un flashback al pasado, sobre todo si es un pasado al que se llega descontando décadas, sea otra cara, más joven, la que se le ponga al personaje. No le puede asombrar a nadie: miramos fotos antiguas y apenas nos reconocemos en ellas. El flashback se inserta en la trama y el espectador, acostumbrado desde chico a que le cuenten vidas en fotogramas, no se pierde en el relato. Dos actrices, un carácter. Lo que al espectador le puede chocar en "Julieta" es el truco del director a la hora de devolver su papel al personaje principal, una transformación mágica que, en mi caso, me hace cuestionarme la necesidad de incluir a Adriana Ugarte en el reparto. ¿No habría sido suficientemente capaz Emma Suárez, actriz impresionante, de llevar a cabo toda la función?
Emma Suárez vale la entrada de esta película. El resto de nombres que aparecen en los créditos son más o menos canjeables según el gusto de cada cual, excepto, claro, Rossy de Palma, tan inquietante en "Julieta" como lo era hace treinta años en "La ley del deseo". Una película de mujeres, una historia de mujeres, de nuevo, de nuevo Almodóvar dirigiendo sentimientos femeninos con maestría, trama inspirada esta vez en relatos de la premio Nobel Alice Munro. Una cinta, sin embargo, con la que no logro empatizar: no me emociona este melodrama, melodrama excesivamente acompañado por la melodía de Alberto Iglesias: a veces es importante escuchar el silencio en una película. Que no me emocione no significa que me aburra. La película sabe mantener la atención del espectador en todo momento y su final, falto de catarsis, hace que el patio de butacas, ávido de más fotogramas, exclame con disgusto, "¡¿Ya se ha terminado?!"
"Julieta" competirá este año por la Palma de Oro en Cannes, festival que ha comenzado esta semana. La última vez que un director español entró en liza por obtener el preciado galardón, fue también Pedro Almodóvar con "La piel que habito" en el año 2011. Y el director manchego ya había figurado anteriormente en la prestigiosa lista anual con "Los abrazos rotos" en 2009, con "Volver" en 2006 o con "Todo sobre mi madre" en 1999. Una vez podía ser casualidad, pero cinco...
Emma Suárez vale la entrada de esta película. El resto de nombres que aparecen en los créditos son más o menos canjeables según el gusto de cada cual, excepto, claro, Rossy de Palma, tan inquietante en "Julieta" como lo era hace treinta años en "La ley del deseo". Una película de mujeres, una historia de mujeres, de nuevo, de nuevo Almodóvar dirigiendo sentimientos femeninos con maestría, trama inspirada esta vez en relatos de la premio Nobel Alice Munro. Una cinta, sin embargo, con la que no logro empatizar: no me emociona este melodrama, melodrama excesivamente acompañado por la melodía de Alberto Iglesias: a veces es importante escuchar el silencio en una película. Que no me emocione no significa que me aburra. La película sabe mantener la atención del espectador en todo momento y su final, falto de catarsis, hace que el patio de butacas, ávido de más fotogramas, exclame con disgusto, "¡¿Ya se ha terminado?!"
"Julieta" competirá este año por la Palma de Oro en Cannes, festival que ha comenzado esta semana. La última vez que un director español entró en liza por obtener el preciado galardón, fue también Pedro Almodóvar con "La piel que habito" en el año 2011. Y el director manchego ya había figurado anteriormente en la prestigiosa lista anual con "Los abrazos rotos" en 2009, con "Volver" en 2006 o con "Todo sobre mi madre" en 1999. Una vez podía ser casualidad, pero cinco...