Le Havre es una ciudad que se encuentra en la costa de Normandía, donde desemboca el río Sena: puerto de mar, puerto fluvial, punto de contacto entre civilizaciones desde tiempos remotos. El día anterior de ir a ver esta película al cine también anduve por Le Havre, por las mismas calles, aunque ningún barco aparecía en esta ocasión sino que era el tren uno de sus protagonistas: "La bestia humana" de Jean Renoir y un asesinato con billete de ida y vuelta, escrito sobre caminos de hierro. La casualidad suele encadenarme películas sin que mi voluntad tome parte, acaso mi subconsciente, pero en esta tirada las opciones de la cartelera eran "Le Havre" y "El topo" (la última de Tomas Alfredson, su siguiente largometraje después de la extraordinaria "Déjame entrar": habrá que ver "El topo") y mi acompañante decidió: destino Le Havre.
Aki Kaurismäki realiza un cine sobre náufragos: forasteros en una tierra ajena que es cualquier territorio urbano industrial, anónimo e inhóspito. En el Mediterráneo hay más partidas de nacimiento que peces: una persona sin identidad no puede ser expulsada. Un contenedor lleno de inmigrantes ilegales como aquellos que aparecían en "In this world" de Michael Winterbottom: mercancía no declarada, pasajes para una odisea despiadada. Pero el espíritu de los fotogramas de Kaurismäki suele escapar del drama tremebundo. Los bajos fondos, los barrios portuarios, los arrabales míseros y marginales, colmados de óxido y desconchones y poblados por individuos patibularios de los que invitan a cambiarse de acera: callejones de los milagros que resultan ser oasis: el extraño es acogido sin reservas, como ya sucedía en otra del director, "Un hombre sin pasado" (Kati Outinen era su protagonista femenina y repite en "Le Havre": es una pena no haber visto "Le Havre" en versión original para haber disfrutado del dejo francés de la actriz finlandesa, que parece que es uno de los puntos peculiares de la película y que se ha visto lost in traslation: una pena).
El humilde limpiabotas Marcel Marx (André Wilms, una gran actuación; viendo la película pienso que su cara me suena de "Europa Europa" de Agnieszka Holland pero con 20 años menos, claro, y así es: el soldado Robert), transeúnte de bordillos, husmeador de zapatos deslucidos, y héroe de esta historia: el que quiebra el destino. En su misión se verá asistido por un inesperado ángel benefactor: el frío comisario Monet (Jean-Pierre Darroussin) que aparece donde debe y con un infalible don de oportunidad.
Diálogos con un sentido del humor sorprendente, cualidad de comedia agridulce que suele ser evitado por otros cineastas europeos afines a las tramas de realismo social (por nombrar algunos: Ken Loach, por supuesto, o los hermanos Dardenne o el último Thomas Vinterberg). Hay esperanza, nos dice el director finés, y al ser humano le queda mucho por decir.
Y por decidir.
jueves, diciembre 29, 2011
domingo, diciembre 25, 2011
"Feliz Navidad, Mr. Lawrence", de Nagisa Oshima
Feliz Navidad, Mr. Licantropunk, alguien escribió hoy: la más cinéfila de las felicitaciones navideñas: la más obvia pero eso no es ningún demérito: la más oportuna.
David Bowie y Ryuichi Sakamoto (también se puede ver en la cinta a Takeshi Kitano en uno de sus primeros papeles de renombre) representan una pasión imposible, como aquella de "Portero de noche", de Liliana Cavani: la víctima y el verdugo y ¿quién le dio vela al amor en este entierro? Pero Ryuichi Sakamoto, gran compositor, actor ocasional, no quedará sólo en la retina por aquella película: quedará su melodía, inconfundible, vibrando en el aire de la memoria de celuloide.
Encontré su música unida a otras imágenes, las que pongo al final de esta entrada, imágenes que además extrajeron del recuerdo otra película inolvidable, "La balada de Narayama", de Shohei Imamura. "Feliz Navidad, Mr. Lawrence" y "La balada de Narayama" son del mismo año, de 1983 (la de Imamura se llevó la Palma de Oro de Cannes), y son de las que hay que ver.
Feliz Navidad, a todos.
Springtime with Obaachan - Japan from Andy Ellis on Vimeo.
David Bowie y Ryuichi Sakamoto (también se puede ver en la cinta a Takeshi Kitano en uno de sus primeros papeles de renombre) representan una pasión imposible, como aquella de "Portero de noche", de Liliana Cavani: la víctima y el verdugo y ¿quién le dio vela al amor en este entierro? Pero Ryuichi Sakamoto, gran compositor, actor ocasional, no quedará sólo en la retina por aquella película: quedará su melodía, inconfundible, vibrando en el aire de la memoria de celuloide.
Encontré su música unida a otras imágenes, las que pongo al final de esta entrada, imágenes que además extrajeron del recuerdo otra película inolvidable, "La balada de Narayama", de Shohei Imamura. "Feliz Navidad, Mr. Lawrence" y "La balada de Narayama" son del mismo año, de 1983 (la de Imamura se llevó la Palma de Oro de Cannes), y son de las que hay que ver.
Feliz Navidad, a todos.
Springtime with Obaachan - Japan from Andy Ellis on Vimeo.
miércoles, diciembre 21, 2011
Teatro. "eBook", de Spasmo Teatro
Los tiempos avanzan que es una barbaridad. El viaje de la letra: de sus formas y de sus soportes. Las paredes de las cuevas, las tablas de arcilla, los papiros, los pergaminos, el papel y, por último, un espejo que no es para mirarse: una ventana para asomarse. El eBook, ese invento portentoso al que no logro acostumbrarme, al que ni siquiera intento acostumbrarme. Sí, tengo un eBook: un regalo de mi cumpleaños. Gracias, gracias. Lo tengo dentro de una funda de terciopelo negro para que no se raye, para que no se constipe; tapado igual que el palantir de Saruman, que Gandalf cubrió con su capa para que Peregrin Tuk no mirara el ojo de Sauron. Ay. Pero miento, bellaco. En realidad sí lo uso: resulta que también se puede utilizar para ver películas ¡qué maravilla! (una pantalla de 7 pulgadas, por supuesto insuficiente excepto si, como es el caso, se usa para ver una serie de televisión moderna -"Forbrydelsen" se llama, muy buena- de esas en las que el plano que más se utiliza es el primerísimo: la imagen contemporánea se captura para llevar en el bolsillo: los directores de fotografía deben reconvertirse a miniaturistas). Sin embargo para leer no, para eso no le he visto la gracia al chisme. Reposa apagado junto a montones de otros libros que, tentadores cantos de sirena, avanzan promesas esperanzadas en los nombres de sus lomos y en las ilustraciones de sus cubiertas. Libros que están diciendo léeme. Libros como fetiches.
La compañía teatral Spasmo está formada por cinco actores, cinco hombres que, a pesar de su juventud, llevan casi dos décadas subiéndose a los escenarios. Eran aquellos "Los Colegas de la Vega", unos niños que hacían maravillarse al público que acudía (acudíamos) al mítico "Café Teatro de la Vega", aquel espacio cabaretero y genial que animaba como pocos el panorama teatral salmantino. Empezaron imitando pasajes de las actuaciones del grupo "Tricicle" y ahí siguen, instalados en la pantomima humorística, provocando carcajadas incontenibles con su tremenda habilidad gestual: ingenio, cachondeo y una puesta en escena fantástica. En su obra "eBook" realizan una desternillante panorámica de la historia del libro a lo largo de los siglos. Embrollan las mencionadas etapas tecnológicas (del grabado rupestre al chip) con invitados delirantes: mamuts, momias, cocodrilos, cristos descendidos, científicos locos... Una gran función, una estupenda tarde de teatro.
Y el aforo no está lleno, pero merecería estarlo. Será que no sale el rey León o Bob Esponja o no es un musical de esos que están de moda. Será eso. Si Spasmo se acerca a su ciudad no desaprovechen la ocasión. Y, por supuesto, lleven a los niños: la risa provocada sin palabras no tiene edad.
La compañía teatral Spasmo está formada por cinco actores, cinco hombres que, a pesar de su juventud, llevan casi dos décadas subiéndose a los escenarios. Eran aquellos "Los Colegas de la Vega", unos niños que hacían maravillarse al público que acudía (acudíamos) al mítico "Café Teatro de la Vega", aquel espacio cabaretero y genial que animaba como pocos el panorama teatral salmantino. Empezaron imitando pasajes de las actuaciones del grupo "Tricicle" y ahí siguen, instalados en la pantomima humorística, provocando carcajadas incontenibles con su tremenda habilidad gestual: ingenio, cachondeo y una puesta en escena fantástica. En su obra "eBook" realizan una desternillante panorámica de la historia del libro a lo largo de los siglos. Embrollan las mencionadas etapas tecnológicas (del grabado rupestre al chip) con invitados delirantes: mamuts, momias, cocodrilos, cristos descendidos, científicos locos... Una gran función, una estupenda tarde de teatro.
Y el aforo no está lleno, pero merecería estarlo. Será que no sale el rey León o Bob Esponja o no es un musical de esos que están de moda. Será eso. Si Spasmo se acerca a su ciudad no desaprovechen la ocasión. Y, por supuesto, lleven a los niños: la risa provocada sin palabras no tiene edad.
sábado, diciembre 17, 2011
"The Artist", de Michel Hazanavicius
Este semana viajé a Madrid y me encontré con Tom Cruise. Al emerger por la escalerilla de la estación de Callao (los túneles de Metro son como agujeros negros o túneles de gusano o huecos en el árbol en los que te adentras para teletransportarte y, en el caso de plaza de Callao y un transeúnte provinciano como yo, de repente aparecer en otra dimensión) me di de bruces por sorpresa con el bueno de Tom, que andaba por allí vendiendo coches: Tienes que ir a ver "Misión inverosímil nosecuantos" que es una película maravillosssssa, me susurraba al oído el actor, sonriente como un gato de Cheshire, estirándose en medio de la multitud que se agolpaba junto a él para secuestrarlo en píxeles o arrancarle un garabato: cantos de sirenas comedoras de placenta. El cine es promoción, es negocio. ¡Enséñame la pasta!, gritaba Cruise en "Jerry Maguire" de Cameron Crowe. El cine siempre se ha hecho para ganar dinero.
Así que si el cine se mide en recaudaciones y la mejor película es la que cuesta más pasta y más se vende (un millón de consumidores no pueden estar equivocados, sentenciaría Don Drapper) ¿por qué ir a ver "The Artist" en vez de "Misión imposible IV: Protocolo Fantasma"?
Como ya sabrá cualquier aficionado al cine que esté pendiente de las novedades cinematográficas, "The Artist" es una película muda y rodada en blanco y negro. En realidad ese es su mayor valor promocional, las dos características que parece que mejor la definen comercialmente, una rareza técnica en el panorama de estrenos de la cartelera: una excepción realizada con lo que hace un siglo era la norma. Ese valor, sin embargo, puede ser un lastre más que un reclamo para la taquilla, pues en la actualidad parece que la única excusa razonable para invertir dinero en una entrada es que la proyección sea en 3D: ¿muda y en blanco y negro? Me la descargo y ya te cuento, si eso... Pero ir a una sala de cine a ver "The Artist" tiene el valor añadido de realizar un viaje en el tiempo: sentarse en una butaca de la platea y experimentar los mismos estímulos sensoriales que percibía un espectador de cine de hace 100 años.
Los avances técnicos siempre se han llevado por delante profesiones y puestos de trabajo, transformados en el siguiente eslabón de la cadena evolutiva: Al Jolson en "El cantor de Jazz", de Alan Crosland, abrió sus labios pintados de blanco y el pianista de la sala de cine se convirtió en un par de bafles. La trama de "The Artist" podría ser la de "El crepúsculo de los dioses" de Billy Wilder si aquella obra maestra hubiera terminado con Gloria Swanson y William Holden bailando claqué en vez de con la policía sacando (bueno, en realidad así empieza) el cadáver de él de la piscina. El mensaje de "The Artist" es nítido: adaptarse o morir. Y no importa el medio, sino el mensaje. Esta cinta es cine sobre cine, un sueño sin fin.
La pareja de actores protagonistas es extraordinaria: Jean Dujardin y Bérénice Bejo realizan un remedo brillante de pantomima gestual (la pantomima en el cine: el Pierrot interpretado por Jean-Louis Barrault en "Los niños del paraíso" de Marcel Carné) que pone significado a lo que era la interpretación durante el periodo del cine mudo: menos es más y los diálogos son una verborrea innecesaria: el gesto, la expresión y los movimientos, en cambio, son fundamentales. El reparto se completa con caras muy conocidas como John Goodman, James Cronwell o Penelope Ann Miller. En cuanto a la historia, una de amor, esas que durante décadas han colmado las plateas de público. Y los pañuelos, de lágrimas.
Así que si el cine se mide en recaudaciones y la mejor película es la que cuesta más pasta y más se vende (un millón de consumidores no pueden estar equivocados, sentenciaría Don Drapper) ¿por qué ir a ver "The Artist" en vez de "Misión imposible IV: Protocolo Fantasma"?
Como ya sabrá cualquier aficionado al cine que esté pendiente de las novedades cinematográficas, "The Artist" es una película muda y rodada en blanco y negro. En realidad ese es su mayor valor promocional, las dos características que parece que mejor la definen comercialmente, una rareza técnica en el panorama de estrenos de la cartelera: una excepción realizada con lo que hace un siglo era la norma. Ese valor, sin embargo, puede ser un lastre más que un reclamo para la taquilla, pues en la actualidad parece que la única excusa razonable para invertir dinero en una entrada es que la proyección sea en 3D: ¿muda y en blanco y negro? Me la descargo y ya te cuento, si eso... Pero ir a una sala de cine a ver "The Artist" tiene el valor añadido de realizar un viaje en el tiempo: sentarse en una butaca de la platea y experimentar los mismos estímulos sensoriales que percibía un espectador de cine de hace 100 años.
Los avances técnicos siempre se han llevado por delante profesiones y puestos de trabajo, transformados en el siguiente eslabón de la cadena evolutiva: Al Jolson en "El cantor de Jazz", de Alan Crosland, abrió sus labios pintados de blanco y el pianista de la sala de cine se convirtió en un par de bafles. La trama de "The Artist" podría ser la de "El crepúsculo de los dioses" de Billy Wilder si aquella obra maestra hubiera terminado con Gloria Swanson y William Holden bailando claqué en vez de con la policía sacando (bueno, en realidad así empieza) el cadáver de él de la piscina. El mensaje de "The Artist" es nítido: adaptarse o morir. Y no importa el medio, sino el mensaje. Esta cinta es cine sobre cine, un sueño sin fin.
La pareja de actores protagonistas es extraordinaria: Jean Dujardin y Bérénice Bejo realizan un remedo brillante de pantomima gestual (la pantomima en el cine: el Pierrot interpretado por Jean-Louis Barrault en "Los niños del paraíso" de Marcel Carné) que pone significado a lo que era la interpretación durante el periodo del cine mudo: menos es más y los diálogos son una verborrea innecesaria: el gesto, la expresión y los movimientos, en cambio, son fundamentales. El reparto se completa con caras muy conocidas como John Goodman, James Cronwell o Penelope Ann Miller. En cuanto a la historia, una de amor, esas que durante décadas han colmado las plateas de público. Y los pañuelos, de lágrimas.
viernes, diciembre 09, 2011
"Mad Men"
¿Cómo ponerse trascendente comentando este culebrón sofisticado? ¿Qué se puede aportar para denotar que en esta serie hay algo más que lo que aparece a primera vista, algo más allá de su machismo trasnochado, sus envidias y celos, sus cuernos y desamores, sus secretos y mentiras? ¿Qué tiene de bueno "Mad Men" que justifique haber pasado más de cuarenta horas delante de una pantalla?
El personaje central es Don Drapper (Jon Hamm), un hombre sin pasado, surgido de la miseria de la Gran Depresión y que, encarnación del Sueño Americano, consigue ser el profesional más valorado de su sector: colocar tu apellido en letras grandes en la fachada del edificio de tu oficina: socio de la firma: el macho alfa. Todas las agencias publicitarias de Madison Avenue codician el talento de Don Drapper, su poder de seducción y de persuasión, su aspecto varonil, de galán hollywoodiense, que envuelve a una mente creativa y sensible, capaz de cierres poéticos en las reuniones con los clientes, la última palabra que encandila sin remedio: discurso y presencia. Pero, apuntalado su currículo en la falsedad de su nombre prestado, el ídolo es endeble, siempre al borde del abismo, oscilando en el vacío agarrado al gollete de la botella de whisky, a salvo mientras el pitillo que cuelga de sus labios no se consuma. Siempre cambiando de cama: hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella, escribía Borges en "Los teólogos". El hombre moderno es un pelele a merced del viento, nos indica el resto del reparto masculino de "Mad Men". Sólo Drapper rompe su destino.
A pesar de las críticas que "Mad Men" ha recibido por su visión machista (hay que situarse en la época, los años sesenta, y pensar en nuestras madres o abuelas: a la sazón, así debían ser las cosas y la ambientación lograda en "Mad Men" es extraordinaria), resulta que la mayoría de papeles interesantes son los de las protagonistas femeninas. Betty (January Jones), la esposa de Don Drapper, Barbie (tal que Don sería Ken: los reyes del baile) del modelo housewife, tan inmadura como bella, anclada a su condición de mujer florero engañada una vez tras otra por su marido que, encima, no es quien dice ser: doblemente engañada: engaño bipolar: carne de psicoanalista.
Joan Holloway (Christina Hendricks), matrona de oficinistas, poderosa Afrodita, venus de Willendorf, la mejor propaganda de Sterling Cooper junto a Don Drapper, pero a lo largo de las temporadas (cuatro) de la serie, muestra su evolución de puro objeto sexual a exponente de sensatez y carácter: el personaje de Betty palidece poco a poco en "Mad Men" a la vez que el de Joan brilla con fuerza creciente.
Y Peggy Olson (Elisabeth Moss), alter ego de Don, reverso femenino, también con un secreto inconfesable, también surgida de la nada, símbolo de mujer trabajadora que se abre paso derribando barreras: desde la mesa de la secretaria hasta el despacho de la redactora creativa, un tránsito que estaba vetado, que causaba asombro y desconcierto en un ecosistema que no sabía que estaba en extinción: la ausencia de mujeres en puestos de trabajo de calidad, como también son inéditas esas plazas para los que no son de raza blanca (el único negro que trabaja en la compañía es el ascensorista); el machismo absolutista y la falta de preocupación ecológica; el consumo abusivo de alcohol e ilimitado de tabaco en el horario laboral, al que se le suma alguna siesta que otra en el tresillo del despacho. Quizá esas señas de identidad perduren en la actualidad pero desde luego ni es obvio ni es aceptable y son factores perseguidos y demonizados. No, ya no se puede fumar: quién se podía creer algo semejante.
La publicidad: capitalismo y propaganda: Rockefeller y Goebbels. Generar necesidades para crear demanda. Un desodorante para que las mujeres caigan a tus pies o una crema facial fuente de la eterna juventud: Hubo la civilización ateniense, el Renacimiento... y ahora la civilización del culo, proclamaba una voz en off en "Pierrot le fou" de Jean-Luc Godard. Vender humo que se desvanece una vez que el dependiente te devuelve la tarjeta de crédito. La publicidad son las alfombras lustrosas debajo de las que se esconde la basura: el eslogan es el aceite lubricante de la maquinaria económica, el pistón de la jeringuilla del consume hasta morir. Sólo por asomarse a ese mundo (felicidad en lata: el amor lo inventó un publicista para vender más medias) de máscaras y anzuelos, de señuelos y oropel, merece la pena ver "Mad Men".
Para echar una ojeada detrás de la valla publicitaria:
Proyecto Squatters
El personaje central es Don Drapper (Jon Hamm), un hombre sin pasado, surgido de la miseria de la Gran Depresión y que, encarnación del Sueño Americano, consigue ser el profesional más valorado de su sector: colocar tu apellido en letras grandes en la fachada del edificio de tu oficina: socio de la firma: el macho alfa. Todas las agencias publicitarias de Madison Avenue codician el talento de Don Drapper, su poder de seducción y de persuasión, su aspecto varonil, de galán hollywoodiense, que envuelve a una mente creativa y sensible, capaz de cierres poéticos en las reuniones con los clientes, la última palabra que encandila sin remedio: discurso y presencia. Pero, apuntalado su currículo en la falsedad de su nombre prestado, el ídolo es endeble, siempre al borde del abismo, oscilando en el vacío agarrado al gollete de la botella de whisky, a salvo mientras el pitillo que cuelga de sus labios no se consuma. Siempre cambiando de cama: hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella, escribía Borges en "Los teólogos". El hombre moderno es un pelele a merced del viento, nos indica el resto del reparto masculino de "Mad Men". Sólo Drapper rompe su destino.
A pesar de las críticas que "Mad Men" ha recibido por su visión machista (hay que situarse en la época, los años sesenta, y pensar en nuestras madres o abuelas: a la sazón, así debían ser las cosas y la ambientación lograda en "Mad Men" es extraordinaria), resulta que la mayoría de papeles interesantes son los de las protagonistas femeninas. Betty (January Jones), la esposa de Don Drapper, Barbie (tal que Don sería Ken: los reyes del baile) del modelo housewife, tan inmadura como bella, anclada a su condición de mujer florero engañada una vez tras otra por su marido que, encima, no es quien dice ser: doblemente engañada: engaño bipolar: carne de psicoanalista.
Joan Holloway (Christina Hendricks), matrona de oficinistas, poderosa Afrodita, venus de Willendorf, la mejor propaganda de Sterling Cooper junto a Don Drapper, pero a lo largo de las temporadas (cuatro) de la serie, muestra su evolución de puro objeto sexual a exponente de sensatez y carácter: el personaje de Betty palidece poco a poco en "Mad Men" a la vez que el de Joan brilla con fuerza creciente.
Y Peggy Olson (Elisabeth Moss), alter ego de Don, reverso femenino, también con un secreto inconfesable, también surgida de la nada, símbolo de mujer trabajadora que se abre paso derribando barreras: desde la mesa de la secretaria hasta el despacho de la redactora creativa, un tránsito que estaba vetado, que causaba asombro y desconcierto en un ecosistema que no sabía que estaba en extinción: la ausencia de mujeres en puestos de trabajo de calidad, como también son inéditas esas plazas para los que no son de raza blanca (el único negro que trabaja en la compañía es el ascensorista); el machismo absolutista y la falta de preocupación ecológica; el consumo abusivo de alcohol e ilimitado de tabaco en el horario laboral, al que se le suma alguna siesta que otra en el tresillo del despacho. Quizá esas señas de identidad perduren en la actualidad pero desde luego ni es obvio ni es aceptable y son factores perseguidos y demonizados. No, ya no se puede fumar: quién se podía creer algo semejante.
La publicidad: capitalismo y propaganda: Rockefeller y Goebbels. Generar necesidades para crear demanda. Un desodorante para que las mujeres caigan a tus pies o una crema facial fuente de la eterna juventud: Hubo la civilización ateniense, el Renacimiento... y ahora la civilización del culo, proclamaba una voz en off en "Pierrot le fou" de Jean-Luc Godard. Vender humo que se desvanece una vez que el dependiente te devuelve la tarjeta de crédito. La publicidad son las alfombras lustrosas debajo de las que se esconde la basura: el eslogan es el aceite lubricante de la maquinaria económica, el pistón de la jeringuilla del consume hasta morir. Sólo por asomarse a ese mundo (felicidad en lata: el amor lo inventó un publicista para vender más medias) de máscaras y anzuelos, de señuelos y oropel, merece la pena ver "Mad Men".
Para echar una ojeada detrás de la valla publicitaria:
Proyecto Squatters
lunes, diciembre 05, 2011
"Submarino", de Thomas Vinterberg
Cuando veo en la biblioteca pública la caratula del DVD de esta película, película que me han recomendado, pienso que se trata realmente de una de submarinos. En el cartel aparece un tipo de aspecto nórdico, rubicundo, barbudo, con un tatuaje en su mano izquierda que parece un símbolo de la armada rusa o alemana: un tipo duro que está echando un pitillo y que puede encajar sin mayor problema en la ilación de mis previsiones: un capitán Nemo, vaya. "La caza del Octubre Rojo" de John McTiernan, "Das Boot" de Wolfgang Petersen, "K-19" de Katryn Bigelow, "Marea roja" de Tony Scott: grandes ratos de cine observando el mundo a través de un periscopio.
Tres hermanos y una madre alcohólica. Los tres niños, uno de ellos un recién nacido, sobreviven en el abandono etílico, el olvido miserable de la adicción a la bebida: la madre ausente que sólo vuelve de vez en cuando para dormir la borrachera en el suelo de la cocina y salir corriendo a la mañana siguiente, sin mirar atrás, sin un miserable beso en la frente, sin el menor atisbo de conciencia (esta ausencia absoluta de instinto maternal se antoja increíble, demasiado irreal o exagerada, pero ¿quién sabe? Nos engañamos pensando en que hay extremos inalcanzables a los que decimos adiós con la mano una vez sobrepasados). Un hermano muere y los otros dos no, los otros dos deberán crecer, convertirse en hombres y decidir si continúan la saga de padres irresponsables, infanticidas, drogadictos, vivir como delincuentes marginales, o si, por el contrario, esa cadena se puede romper y esa herencia maldita, traumas imborrables que sólo desaparecen durante un rato en el fondo de una botella o de una jeringuilla, caen en el olvido para siempre. Resurgir, vivir.
Es la primera película que veo del director Thomas Vinterberg. Tendría que ver "Celebración", aquel hito fundacional del Dogma 95, movimiento cinematográfico efímero pero que sirvió para sacudir el amodorrado panorama del cine europeo, un manifiesto donde Vinterberg fue primer firmante junto a la mucho más famosa firma de Lars Von Trier. "Submarino" es una película de las que se pueden clasificar como realismo social, aunque en este caso sea un realismo algo sobreactuado. Tragedias familiares, drogas, violencia, marginación. El día a día en los bloques de protección social, una cotidianidad "animada" por sí misma pero a la que se le disparan unos buenos golpes de efecto que apuntalen el drama, golpes sórdidos e impíos, que sacudan sin clemencia el espíritu del espectador. En el panorama del realismo social cinematográfico europeo no hay nada como los hermanos Dardenne, esos directores belgas que realizan un cine desposeído, sin alardes, de una naturalidad sorprendente (hace un par de días he visto "El hijo" y me quedé sin palabras ante la actuación impresionante de su protagonista Olivier Gourmet). Pero este "Submarino" no está nada mal, hay que reconocerlo. Eso sí, me he quedado con las ganas de escuchar, Contramaestre, ordene inmersión inmediata.
Tres hermanos y una madre alcohólica. Los tres niños, uno de ellos un recién nacido, sobreviven en el abandono etílico, el olvido miserable de la adicción a la bebida: la madre ausente que sólo vuelve de vez en cuando para dormir la borrachera en el suelo de la cocina y salir corriendo a la mañana siguiente, sin mirar atrás, sin un miserable beso en la frente, sin el menor atisbo de conciencia (esta ausencia absoluta de instinto maternal se antoja increíble, demasiado irreal o exagerada, pero ¿quién sabe? Nos engañamos pensando en que hay extremos inalcanzables a los que decimos adiós con la mano una vez sobrepasados). Un hermano muere y los otros dos no, los otros dos deberán crecer, convertirse en hombres y decidir si continúan la saga de padres irresponsables, infanticidas, drogadictos, vivir como delincuentes marginales, o si, por el contrario, esa cadena se puede romper y esa herencia maldita, traumas imborrables que sólo desaparecen durante un rato en el fondo de una botella o de una jeringuilla, caen en el olvido para siempre. Resurgir, vivir.
Es la primera película que veo del director Thomas Vinterberg. Tendría que ver "Celebración", aquel hito fundacional del Dogma 95, movimiento cinematográfico efímero pero que sirvió para sacudir el amodorrado panorama del cine europeo, un manifiesto donde Vinterberg fue primer firmante junto a la mucho más famosa firma de Lars Von Trier. "Submarino" es una película de las que se pueden clasificar como realismo social, aunque en este caso sea un realismo algo sobreactuado. Tragedias familiares, drogas, violencia, marginación. El día a día en los bloques de protección social, una cotidianidad "animada" por sí misma pero a la que se le disparan unos buenos golpes de efecto que apuntalen el drama, golpes sórdidos e impíos, que sacudan sin clemencia el espíritu del espectador. En el panorama del realismo social cinematográfico europeo no hay nada como los hermanos Dardenne, esos directores belgas que realizan un cine desposeído, sin alardes, de una naturalidad sorprendente (hace un par de días he visto "El hijo" y me quedé sin palabras ante la actuación impresionante de su protagonista Olivier Gourmet). Pero este "Submarino" no está nada mal, hay que reconocerlo. Eso sí, me he quedado con las ganas de escuchar, Contramaestre, ordene inmersión inmediata.