Hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, la península de Corea fue un protectorado japonés. Finalizado el conflicto bélico y derrotado el imperio de Hiro Hito, soviéticos y norteamericanos se repartieron el país en 1948 dividiéndolo por la mitad, siguiendo la línea marcada por el famoso paralelo 38. Al norte, una nación comunista dirigida por Kim Il Sung, monarca rojo que mantiene el poder hasta su muerte en 1994 e incluso más allá, perpetuado en la figura de su hijo Kim Jong Il (ese que aparece de vez en cuando en los telediarios con gafas, alzas y el pelo cardado: el eje del mal está colmado de horteras que tiranizan pueblos sumidos en la pobreza). El sur se quedará inicialmente con la democracia, pero en 1960 se hará con el poder el general Chung Hee Park que establecerá un régimen militar (los norteamericanos apoyaban cualquier cosa mientras fuera anticomunista: Franco, el rey Abdullah de Arabia o el Shadam Hussein de los años ochenta) que, cosas que pasan, traerá la prosperidad económica a la república mediante una profunda industrialización: dragón principal del sudeste asiático, juegos olímpicos incluidos, al menos hasta sufrir la gran crisis de los años noventa.
En 1950 se produce la conocida como guerra de Corea. El mencionado Kim Il Sung inicia su propia Blitzkrieg invadiendo el sur y apoderándose rápidamente de la capital, Seúl. Estados Unidos acudirá en defensa del gobierno de Corea del Sur, mientras que la URSS y China apoyarán a Corea del Norte: cuatro millones de muertos (tantos como se dice que norcoreanos han muerto de hambre: absurdo gasto militar con la excusa de defender un pueblo esquilmado, o mejor, para sostener un gobierno descerebrado: paranoia y patriotismo). Aunque se firmó la paz en 1953, el conflicto se prolonga hasta nuestros días, sobre todo porque Estados Unidos juega un papel muy importante en el equilibrio entre los dos países: está firmemente afincado en el sur y tiene al norte fichado en su lista de los más buscados. Sin embargo la palabra reunificación puede no ser una quimera imposible y está en la mente de muchos coreanos. Como en el caso alemán, la factura tendría que pagarla el hermano rico (el de Alemania es el claro ejemplo: muros más míticos han caído). Que pague el Judas, que tiene pelas.
"Lazos de guerra" es un melodrama bélico, la historia de dos hermanos atrapados en el infierno de la guerra: su división y su reencuentro, será una metáfora certera de las dos coreas. Deudora absoluta de Steven Spielberg y sus creaciones del género como "Salvad al soldado Ryan" o "El imperio del sol", las escenas de batalla recordarán al instante a aquellas filmadas por Spielberg, quizá algo más sangrientas pero sin caer en el gore, y el tratamiento sentimental de los personajes también es cercano al característico toque del director estadounidense. Así, la película sorprende por su factura totalmente hollywoodense, condición que la hace crecer en espectacularidad y aumenta su carácter épico.
Una de guerra bastante buena.
domingo, mayo 25, 2008
domingo, mayo 18, 2008
"Después de tantos años", de Ricardo Franco
Epílogo de "El desencanto" de Jaime Chávarri, veinte años después. Lo justo hubiera sido filmarla tal y como se filmó "El desencanto": con dos cámaras, en blanco y negro y la voluntad única de dejar fiel testimonio de las palabras de sus protagonistas, los tres hermanos Panero, ahora sin el acompañamiento de su madre. En vez de eso, el director adereza el montaje con una sucesión cursi, algo repugnante, de tomas de boscosos montes otoñales norteños y baladas irlandesas (la versión del "Greensleves" de Loreena Mckennitt suena dos veces en apenas quince minutos: bis absurdo que no deja escuchar el verbo vacilante del poeta maldito en su "retiro" de Mondragón). Más aún: la burda comparación que se hace entre Leopoldo María Panero y el monstruo de Frankenstein, mediante intercalar secuencias del clásico de terror entre las propias escenas en las que habla o aparece el poeta. Supongo que, sin perder de vista la pretensión de realizar un sincero homenaje a la película primigenia (dedicatoria inicial a Jaime Chávarri, referencias continuas, secuencias intercaladas), Ricardo Franco quería hacer su propio "El desencanto", quizá incluso mejorar el original. O no, no lo sé. El propio director aparece fugazmente tras la reja del manicomio: deseos inconfesables de ocupar el puesto de otro, de malditismo y mitificación.
Se mencionan los cuentos de Poe en algún momento de la película. La historia de la familia Panero es la versión española de "La caída de la Casa Usher". Ese adjetivo tan lacerante de familia "venida a menos", para nombrar a los que en su vida han dado un palo al agua y consumidas su rentas viven como fantasmas solitarios que vagan por casonas de antiguo esplendor y duermen postrados en lechos de naftalina. Después de tantos años, veinte para ser exactos. Y sin embargo parece que por los protagonistas hayan pasado treinta o cuarenta. Personajes prematuramente envejecidos: cabellos blancos, miembros inválidos, bocas babeantes: del desencanto a la decadencia. Cirrosis y esquizofrenia y dipsomanía, por supuesto, la musa que se oculta en el fondo de una vaso de whisky.
Vivir la literatura hasta sus últimos consecuencias. Quijotes modernos atrapados en la persecución de la rima magistral, que miramos con una mezcla de admiración y lástima. Literatura asesina.
Se mencionan los cuentos de Poe en algún momento de la película. La historia de la familia Panero es la versión española de "La caída de la Casa Usher". Ese adjetivo tan lacerante de familia "venida a menos", para nombrar a los que en su vida han dado un palo al agua y consumidas su rentas viven como fantasmas solitarios que vagan por casonas de antiguo esplendor y duermen postrados en lechos de naftalina. Después de tantos años, veinte para ser exactos. Y sin embargo parece que por los protagonistas hayan pasado treinta o cuarenta. Personajes prematuramente envejecidos: cabellos blancos, miembros inválidos, bocas babeantes: del desencanto a la decadencia. Cirrosis y esquizofrenia y dipsomanía, por supuesto, la musa que se oculta en el fondo de una vaso de whisky.
Vivir la literatura hasta sus últimos consecuencias. Quijotes modernos atrapados en la persecución de la rima magistral, que miramos con una mezcla de admiración y lástima. Literatura asesina.
domingo, mayo 11, 2008
"El desencanto", de Jaime Chávarri
"El desencanto" ha vuelto a la vida estos días desde las catacumbas de las filmotecas. La Academia de Cine ha proyectado en días consecutivos "El desencanto" de Jaime Chávarri y "Después de tantos años" de Ricardo Franco. Ambas películas documentales hablan de la familia de Leopoldo Panero y la segunda fue rodada dieciocho años después de la primera, en 1994, como una especie de epílogo. Jaime Chávarri era amigo de Michi Panero, el menor de los hijos de Panero, y tenía la intención de hacer un cortometraje sobre la inauguración en Astorga de una estatua dedicada a la memoria del poeta en su ciudad natal, catorce años después de su muerte. El corto acabará siendo largo, una impresionante sucesión de testimonios de la viuda e hijos del insigne poeta, la mirada profunda a una familia anclada entre dos mundos: el ocaso del franquismo y el surgimiento de las libertades: España, 1976.
Leopoldo Panero fue rojillo en su juventud pero esta veleidad reaccionaria quedó definitivamente atrapada en la órbita falangista durante la guerra civil. El régimen está ávido de personajes que aporten lustre cultural a la camisa azul del ¡Muera la inteligencia! (Luis Rosales, Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo, Gonzalo Torrente Ballester, etc.: la pluma, el yugo y las flechas: dominarán la vida literaria oficial de posguerra). Leopoldo Panero se casa con Felicidad Blanc, una niña bien que conoce en Madrid durante la guerra y más adelante irán a vivir a Astorga con sus tres hijos varones, a la sombra del Teleno y del palacio episcopal diseñado por Gaudí. Astorga es la esperanza de una vida acomodada de caserón antiguo y burguesía rural, de paseos entre encinas y lecturas arrimadas al brasero de la mesa camilla, holgando en el disfrute del prestigio y del honor que daba/quitaba aquel padre amoroso de todos los españoles, rígido y adusto como debe ser un padre como Dios manda: "Oh, ruina del Alcázar./ Yo mirarte no puedo, / convulsa flor de otoño, sin asombro / Vivero de esforzados capitanes. / Nido de gavilanes. / Huevo de águila: Franco es el que nombro", como decía Gerardo Diego traspasando el límite conocido de la lisonja. El desencanto es el fin de las expectativas truncadas. Leopoldo Panero resultará ser, para su familia, un hombre ensimismado en sus pensamientos y su obra e incapacitado para el cariño. Peor todavía: un padre alcohólico y brutal.
Los hermanos Panero, familia literaria: Juan Luis, Leopoldo María y Michi. "El hombre que casi conoció a Michi Panero", título de una canción de Nacho Vegas que mitifica al autor sin obra, protagonista de la movida madrileña e icono intelectual y literario de los años setenta. En el documental aparece como un joven atractivo algo ambiguo, locuaz. Por contraste con sus hermanos poetas, es el que parece más lúcido, más sensato, la apuesta segura de que este iba a ser el que enterraría a los otros dos que se muestran como carne de suicidio avocada a la sepultura o al frenopático: no será así, si no que será el primero en fallecer. El mayor es Juan Luis, de aspecto bohemio impostado, como si quisiera destacar sus dones por encima de sus posibilidades, lastrado por la expectativa que el apellido genera en su obra y oscurecido por la popularidad de su hermano Leopoldo María. Este último, la auténtica oveja negra, es huésped habitual de los psiquiátricos nacionales pero ha alcanzado el reconocimiento por su obra poética. El poeta maldito más conocido del panorama literario español. Sus primeros internamientos fueron provocados, no por sus dos intentos de suicidio que revelaban una personalidad depresiva e inestable, si no por dos síntomas que seguro que figuraban en los manuales médicos de la época: comunismo y drogadicción (repartir panfletos y fumarse un canuto: sus pecados no fueron más allá). Los electroshocks de los manicomios españoles de los años sesenta lo convirtieron en un Makoki de la lírica. Culpará directamente a la madre de sus sufrimientos en el testimonio más desgarrador de la película, y el documental sobre el poeta Leopoldo Panero terminará siendo una condena rotunda del modelo de familia ejemplar de la España de la dictadura y el relato crepuscular del fin de una saga, de un apellido que ocupa un lugar destacado en la historia de la literatura y del mejor cine español. De culto.
Leopoldo Panero fue rojillo en su juventud pero esta veleidad reaccionaria quedó definitivamente atrapada en la órbita falangista durante la guerra civil. El régimen está ávido de personajes que aporten lustre cultural a la camisa azul del ¡Muera la inteligencia! (Luis Rosales, Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo, Gonzalo Torrente Ballester, etc.: la pluma, el yugo y las flechas: dominarán la vida literaria oficial de posguerra). Leopoldo Panero se casa con Felicidad Blanc, una niña bien que conoce en Madrid durante la guerra y más adelante irán a vivir a Astorga con sus tres hijos varones, a la sombra del Teleno y del palacio episcopal diseñado por Gaudí. Astorga es la esperanza de una vida acomodada de caserón antiguo y burguesía rural, de paseos entre encinas y lecturas arrimadas al brasero de la mesa camilla, holgando en el disfrute del prestigio y del honor que daba/quitaba aquel padre amoroso de todos los españoles, rígido y adusto como debe ser un padre como Dios manda: "Oh, ruina del Alcázar./ Yo mirarte no puedo, / convulsa flor de otoño, sin asombro / Vivero de esforzados capitanes. / Nido de gavilanes. / Huevo de águila: Franco es el que nombro", como decía Gerardo Diego traspasando el límite conocido de la lisonja. El desencanto es el fin de las expectativas truncadas. Leopoldo Panero resultará ser, para su familia, un hombre ensimismado en sus pensamientos y su obra e incapacitado para el cariño. Peor todavía: un padre alcohólico y brutal.
Los hermanos Panero, familia literaria: Juan Luis, Leopoldo María y Michi. "El hombre que casi conoció a Michi Panero", título de una canción de Nacho Vegas que mitifica al autor sin obra, protagonista de la movida madrileña e icono intelectual y literario de los años setenta. En el documental aparece como un joven atractivo algo ambiguo, locuaz. Por contraste con sus hermanos poetas, es el que parece más lúcido, más sensato, la apuesta segura de que este iba a ser el que enterraría a los otros dos que se muestran como carne de suicidio avocada a la sepultura o al frenopático: no será así, si no que será el primero en fallecer. El mayor es Juan Luis, de aspecto bohemio impostado, como si quisiera destacar sus dones por encima de sus posibilidades, lastrado por la expectativa que el apellido genera en su obra y oscurecido por la popularidad de su hermano Leopoldo María. Este último, la auténtica oveja negra, es huésped habitual de los psiquiátricos nacionales pero ha alcanzado el reconocimiento por su obra poética. El poeta maldito más conocido del panorama literario español. Sus primeros internamientos fueron provocados, no por sus dos intentos de suicidio que revelaban una personalidad depresiva e inestable, si no por dos síntomas que seguro que figuraban en los manuales médicos de la época: comunismo y drogadicción (repartir panfletos y fumarse un canuto: sus pecados no fueron más allá). Los electroshocks de los manicomios españoles de los años sesenta lo convirtieron en un Makoki de la lírica. Culpará directamente a la madre de sus sufrimientos en el testimonio más desgarrador de la película, y el documental sobre el poeta Leopoldo Panero terminará siendo una condena rotunda del modelo de familia ejemplar de la España de la dictadura y el relato crepuscular del fin de una saga, de un apellido que ocupa un lugar destacado en la historia de la literatura y del mejor cine español. De culto.
domingo, mayo 04, 2008
Concierto de Sr. Chinarro
La oportunidad de asistir a este concierto surgió de improviso, apenas una hora antes del inicio del mismo. Sorpresas para una noche de sábado que se presentaba como tantas otras: sofá y película, que tampoco es un plan malo. Una llamada que te ofrece una entrada huérfana es una oferta que no se puede rechazar, sin que siquiera importe el artista o el repertorio. Pero si encima se trata de escuchar en directo a "Sr. Chinarro", la negativa hubiera sido una solemne estupidez. Probablemente se trate del grupo de música española al que haya dedicado más horas de escucha en los últimos dos o tres años, sobre todo mientras trabajo sentado al ordenador y conecto los auriculares para aislarme del entorno. Este cantautor andaluz (el término cantautor tiene connotaciones en España que remiten a canción protesta, acompañamiento de guitarra y bajón melancólico después de escuchar alguna de las canciones arquetípicas del género. Lo del bajón -bajonazo la soledad de tu habitación, abrazado a un almohadón y mirando a un poster de Charlot con niño- lo señalaban los comediantes del programa "Muchachada nuí" en su último programa al realizar una genial imitación de Rosa León; para el caso de "Sr. Chinarro"el término cantautor se debe a que Antonio Luque, lider y alma mater del grupo, interpreta sus propias composiciones: como tantos otros), cuya voz recuerda en muchos pasajes a un Aute sin alardes, se distingue porque en su música convergen múltiples estilos, esencias de las diversas facetas de la música popular aglutinadas alrededor de una voz monocorde. Del brit pop a la ranchera, pasando por el blues de frontera o el rock andaluz, cualquiera de sus melodías está perfectamente realizada para envolver el recitado de unas letras salpicadas de paradojas y absurdos que le dan un toque de poesía dadaísta. Crítica rendida y poco aforo en los conciertos.
Así pues, el Teatro Liceo no se llenó para la ocasión a pesar de que el precio de la entrada no superaba al de un cubata: música sólo apta para iniciados. No es un bocado cocinado para el consumo inmediato, no es de fácil digestión comercial, y de momento su nombre no ha saltado a las radios fórmulas que acaparan la audiencia (en algún sitio he leído como calificaban al disco "Ronroneando", el último de "Sr. Chinarro", como su trabajo más comercial: lo mismo que dijeron de Win Wenders y "París, Texas"). De momento, para el gran público, el nombre de este grupo de rock (batería, bajo, guitarra eléctrica y el propio Antonio Luque a la guitarra acústica hicieron retumbar las paredes del inadecuado auditorio: sentados en butacas cubiertas de terciopelo movíamos nuestras cabezas mientras echábamos en falta un botellín de cerveza) sólo suena al del actor regordete y calvo que daba la réplica a los payasos de la tele. Y eso sólo si eres mayor de treinta años.
Así pues, el Teatro Liceo no se llenó para la ocasión a pesar de que el precio de la entrada no superaba al de un cubata: música sólo apta para iniciados. No es un bocado cocinado para el consumo inmediato, no es de fácil digestión comercial, y de momento su nombre no ha saltado a las radios fórmulas que acaparan la audiencia (en algún sitio he leído como calificaban al disco "Ronroneando", el último de "Sr. Chinarro", como su trabajo más comercial: lo mismo que dijeron de Win Wenders y "París, Texas"). De momento, para el gran público, el nombre de este grupo de rock (batería, bajo, guitarra eléctrica y el propio Antonio Luque a la guitarra acústica hicieron retumbar las paredes del inadecuado auditorio: sentados en butacas cubiertas de terciopelo movíamos nuestras cabezas mientras echábamos en falta un botellín de cerveza) sólo suena al del actor regordete y calvo que daba la réplica a los payasos de la tele. Y eso sólo si eres mayor de treinta años.
sábado, mayo 03, 2008
"El sabor de las cerezas", de Abbas Kiarostami
Un hombre conduce su vehículo por las calles de Teherán. Va más pendiente de los transeúntes que de la carretera. Sin duda está buscando a una persona. Al espectador le costará un rato adivinar a quién busca y, mucho más rato aún, para qué le busca. La primera pregunta se contesta cuando establezca su primera conversación con un hombre al que acaba de escuchar hablar por teléfono: busca a un desconocido. Por el tono de la conversación y las frases empleadas averiguamos, además, que la persona a la que busca debe ser alguien necesitado de dinero, alguien dispuesto a llevar a cabo una tarea a cambio de una elevada suma de dinero. Sexo, robo, asesinato. ¿Qué será? Nuestra menguada imaginación se apuntala estúpidamente en el conocido refrán del piensa mal y acertarás.
Recoge a un joven soldado que se dirige a su cuartel después de un permiso. La conversación intrascendente, larga, que se establece entre el conductor y el soldado, acrecienta nuestra incertidumbre, nos sienta en el asiento del copiloto y nos hace receptores de la sospechosa oferta. Nos hemos montado en el coche de un desconocido, un hombre de buen aspecto y correctamente vestido que conduce un vehículo todoterreno y que nos lleva a un lugar apartado para realizar un, suponemos, pequeño trabajo. El joven soldado huirá corriendo colina abajo al enterarse de su siniestra misión.
La muerte es una experiencia ajena. Es el punto final de una vida y como tal, no tenemos recuerdos de ella, es más, vivimos como si no supiéramos que vamos a morir. Con la edad supongo que se aproxima inevitable el miedo a la muerte, expectativas de agonía o dolor o incluso de la condenación del alma. La claustrofobia aterradora, la posibilidad de ser enterrados vivos: esa sí que nos hace volver corriendo en busca del taxidermista turco.
Película de preguntas. Al final quedarán sin respuesta tanto el destino final del protagonista como los hechos que le han llevado a tan desdichada situación. El suicidio como el fin de una expectativa, como la entrada en un callejón sin salida. Cul-de-sac. Al llegar a ese punto hay que hacer lo mismo que se haría cuando nos perdemos entre las callejuelas de una ciudad desconocida: volver sobre nuestros pasos y probar en otra dirección. Eso es lo que hace el señor Badii conduciendo su automóvil por caminos polvorientos. La búsqueda del impulso vital de seguir adelante. Quizá se encuentre en cosas mínimas. Como el dulce sabor de una cereza.
El entierro musulmán («dafan»): el cuerpo se deposita, tumbado sobre su costado derecho y con el pecho y la cara en dirección a La Meca, en una fosa excavada directamente en la tierra (con la profundidad suficiente para que no salgan los olores y el cuerpo esté protegido de los animales carnívoros), sin féretro alguno. Por último, se vuelve a rellenar dicha fosa con la misma tierra que se evacuó al cavarla. Sobre ella no se pondrá adorno alguno.
Recoge a un joven soldado que se dirige a su cuartel después de un permiso. La conversación intrascendente, larga, que se establece entre el conductor y el soldado, acrecienta nuestra incertidumbre, nos sienta en el asiento del copiloto y nos hace receptores de la sospechosa oferta. Nos hemos montado en el coche de un desconocido, un hombre de buen aspecto y correctamente vestido que conduce un vehículo todoterreno y que nos lleva a un lugar apartado para realizar un, suponemos, pequeño trabajo. El joven soldado huirá corriendo colina abajo al enterarse de su siniestra misión.
La muerte es una experiencia ajena. Es el punto final de una vida y como tal, no tenemos recuerdos de ella, es más, vivimos como si no supiéramos que vamos a morir. Con la edad supongo que se aproxima inevitable el miedo a la muerte, expectativas de agonía o dolor o incluso de la condenación del alma. La claustrofobia aterradora, la posibilidad de ser enterrados vivos: esa sí que nos hace volver corriendo en busca del taxidermista turco.
Película de preguntas. Al final quedarán sin respuesta tanto el destino final del protagonista como los hechos que le han llevado a tan desdichada situación. El suicidio como el fin de una expectativa, como la entrada en un callejón sin salida. Cul-de-sac. Al llegar a ese punto hay que hacer lo mismo que se haría cuando nos perdemos entre las callejuelas de una ciudad desconocida: volver sobre nuestros pasos y probar en otra dirección. Eso es lo que hace el señor Badii conduciendo su automóvil por caminos polvorientos. La búsqueda del impulso vital de seguir adelante. Quizá se encuentre en cosas mínimas. Como el dulce sabor de una cereza.
El entierro musulmán («dafan»): el cuerpo se deposita, tumbado sobre su costado derecho y con el pecho y la cara en dirección a La Meca, en una fosa excavada directamente en la tierra (con la profundidad suficiente para que no salgan los olores y el cuerpo esté protegido de los animales carnívoros), sin féretro alguno. Por último, se vuelve a rellenar dicha fosa con la misma tierra que se evacuó al cavarla. Sobre ella no se pondrá adorno alguno.