Hace unas semanas el Papa Ratzinger lanzó un torpedo directo a la línea de flotación de la economía mundial: amplió la lista de pecados capitales incluyendo, entre otros, el mandato de no causar pobreza ni de enriquecerse hasta límites obscenos (no se especificaba la cantidad que el Vaticano considera obscena: mi límite de obscenidad a muchos seguro que les parece calderilla). Aquello produjo una conmoción social sin parangón. Al enterarse de la noticia, los especuladores y los millonarios salían de sus casas arrasados en lágrimas, despojándose de sus vestiduras, vistiéndose de saco y cubriendo sus cabezas con ceniza. Acudían raudos a las iglesias en busca de confesión: unos cuantos mea culpa soltados al cura entre sollozos y pucheros, y otra vez a la calle limpios como patenas: es lo que tiene la moral católica, sus pecadillos se limpian fácilmente. En fin, ya le hubiera gustado al ínclito Benedicto, antiguo gran inquisidor, haber logrado provocar semejante alboroto con sus muestras de poder divinamente revelado (infalibilidad pontificia, nada menos: ni Einstein aspiraría a poseer semejante don) en forma de proclamas y dogmas. Y a mi también: menudo espectáculo sería ver a los miembros del consejo de administración de cualquier banco intentando meter la cabeza por el ojo de una aguja, malinterpretando alguna cita bíblica.La película trata de capitalismo y religión, dos de los pilares fundamentales de la mítica cultural norteamericana. El tercero puede ser el patriotismo (mejor patrioterismo: himno, bandera y mano en el pecho), algo muy curioso en un país donde muchos de sus habitantes miran con nostalgia a la miserable tierra europea de la que salieron sus abuelos y están orgullosos (o no) del origen ancestral de su apellido. Daniel Day-Lewis interpreta (magnífico) a Daniel Plainview, un prospector petrolero adusto y ambicioso, típico self made man, que afronta cualquier tarea por dura y penosa que sea con tal de alcanzar sus metas (la primera parte de la película, sin duda lo mejor, rememora de forma magistral las primitivas formas de explotar las minas y los pozos a finales del siglo XIX: Germinal californiano). Prospera a base de comprar terrenos que sabe impregnados de petróleo a pobres granjeros incautos que sobreviven arrancando un puñado de hierbas a eriales semi-desérticos. En su camino se cruzará un joven predicador, interpretado por Paul Dano (este actor me impresionó en su papel de hermano mayor, con voto de silencio nihilista incluido, en "Pequeña Miss Sunshine"; en "Pozos de ambición" también consigue algunas notables escenas), director espiritual de una pequeña comunidad cuyos terrenos rebosan de oro negro. El pastor de almas quiere su tajada en el negocio, a mayor gloria del Señor, claro. Al fin y al cabo, el fin último de cualquier religión es llenar el cepillo y la extorsión espiritual de un párroco puede ser tan fuerte como la del más sanguinario componente del sindicato del crimen (ministros condenados al infierno por su voto socialista, humillan sus cabezas prometiendo sus cargos a la sombra de un crucifijo: de la democracia del contrato social, a la teocracia del chantaje social). Entre la superstición ignorante y la avaricia estéril se desarrollará el drama atávico de esta gran película.
Criticando y reescribiendo el pasado, basándose en una estética que por buscar intensamente la veracidad de la puesta en escena resulta renovadora, el director Paul Thomas Anderson conecta con los problemas del presente. Lo hizo Clint Eastwood con "Banderas de nuestros padres", David Fincher con "Zodiac" o los Coen con "No es país para viejos". Sin duda, algo se mueve en el último cine americano. A mayor gloria del Séptimo Arte, claro.


