domingo, diciembre 31, 2017

"Star Wars: Episodio VIII - Los últimos jedi", de Rian Johnson

El mayor espectáculo cinematográfico del mundo. Las aventuras y desventuras de la familia Skywalker me siguen deslumbrando como la primera vez que tuve ocasión de contemplarlas en una pantalla de cine, lo cual fue hace mucho, mucho tiempo y en una galaxia que ahora parece realmente lejana. Existe una conexión irresistible entre la música de John Williams y mi espina dorsal: apenas dos notas y mi espalda se ve sacudida por escalofríos reconfortantes, anuncios de un esperado retorno a las mejores sensaciones que nunca me haya ofrecido el cine: vuelve la aventura, la épica, la majestuosidad: abróchense los cinturones. Leía hace poco "Eastwood: desde que mi nombre me defiende", estupendo libro de Francisco Reyero en el que se hace un repaso a la trayectoria hispana del actor californiano, a las órdenes del director Sergio Leone, para encarnar al ya mítico hombre sin nombre de la Trilogía del Dólar. En el libro se destaca al compositor Ennio Morricone como pionero en cuanto a dar protagonismo a las bandas sonoras de las películas, en convertirlas en un actor más, y no cabe duda de que John Williams ha logrado ese objetivo con creces en la saga de la Guerra de las Galaxias.
El camino iniciado por J. J. Abrams con "Star Wars: Episodio VII - El despertar de la Fuerza" era alentador. Para este siguiente capítulo se ha elegido a Rian Johnson como director, una decisión acertada. Rian Johnson había escrito y dirigido títulos destacados como "Brick", película que transportaba con éxito los códigos del cine negro a un entorno adolescente, o "Looper", donde Johnson volvía al género negro pero para mezclarlo sabiamente con la ciencia ficción de las paradojas espacio-temporales y la telequinesis. ¿Y no es la telequinesis la manifestación canónica de la Fuerza? Rian Johnson era el nombre.
Dos horas y media de metraje dan para mucho. Dan para que la trama parezca a punto de sepultarse debajo de tanto peluche extraterrestre infantiloide, un vicio de marketing, un peaje de grandes almacenes que la saga ha padecido desde que inventara una nueva línea de negocio cinematográfico basado en las ventas de cualquier producto imaginable que se adornara con personajes de Star Wars: hasta el papel higiénico. Pero no resulta complicado separar esas secuencias del total, cortar en el cerebro ese celuloide desechable y preparar un montaje propio que no rebase las dos horas. Será por tanto la cinta una montaña rusa, altos y bajos. Y los altos lo son mucho. La película puede presumir de alcanzar media docena de clímax argumentales muy potentes a lo largo de la proyección, subidones emocionales que no están al alcance de cualquiera, pero sí de esta singular ópera espacial, drama megalómano que, curiosamente, combate en cada nueva entrega el maniqueísmo que la fundamenta, y en la que aún no se ha entonado el canto final.

jueves, diciembre 28, 2017

"Jumanji: bienvenidos a la jungla", de Jake Kasdan

No ha sido fácil, pero hemos superado la prueba. Múltiples peligros nos salieron al paso, nuestras vidas se colocaron en el filo de la navaja en más de una ocasión y la misión estuvo a punto de fracasar. Pero lo logramos: hemos logrado sobrevivir a una película protagonizada por la musculatura de Dwayne 'La Roca' Johnson y los ojitos de Jack Black, a dos horas de estereotipos planos, a un guión inexistente, a la absoluta falta de emoción. Se queda en comedia para adolescentes, si acaso, pero para soltar una docena de chistes de parvulario no creo que sea necesario desperdiciar cien millones de dólares en atiborrar la pantalla de efectos especiales que ya no engañan a nadie: el abuso del efecto digital apaga las posibilidades de inmersión del espectador en la acción desarrollada.
Para destrozar del todo la percepción crítica de la película, al volver a casa descubrimos que un canal de televisión va a emitir "Jumanji" de Joe Johnston (aquí se puede leer un estupendo texto sobre ella), la original de 1995, protagonizada entre otros por excelentes actores como el difunto Robin Williams o la entonces jovencísima Kirsten Dunst. Para ser sinceros "Jumanji" no me hizo excesiva gracia en la época de su estreno, pero después de verla ayer y, sobre todo, después de verla tras padecer su secuela, alcanza la misma consideración de clásicos incontestables como "Casablanca" o "Vértigo". Aquel "Jumanji" ya jugaba al poco convincente trampantojo digital, tiempos todavía pioneros en la informática aplicada al cine, pero entonces la mirada aún era inocente y los fotogramas CGI eran dignos de admiración para los que sabíamos lo complicado que era conseguir sombreados, texturas o modelados mínimamente convincentes. "Jumanji" cuando menos era capaz de emplear los resortes habituales del cine de aventuras y colocar al espectador en situación, algo que puede parecer muy simple pero que, por lo visto, para ciertos directores es un arcano indescifrable (descubro que Jake Kasdan es hijo de Lawrence, nada menos... y nada más).
Tardes de juegos de mesa: Risk, Stratego, Monopoly, Imperio Cobra, Trivial, Pictionary... Todas las casas disponían de una estantería con cajas rectangulares apiladas, un surtido más o menos amplio de opciones de sortear el menor atisbo de aburrimiento jugando en grupo, siempre para dos o más jugadores, horas convertidas en minutos entre risas y piques, la fortuna del ganador y la desolación del perdedor, gritos de victoria y blasfemias de maldición: el mundo en una mesa camilla. Para "Jumanji: bienvenidos a la jungla" los productores han renunciado al tablero y han pasado directamente a la videoconsola. Han hecho bien: muchos chavales de ahora verían un par de dados y serían incapaces de identificar artilugios tan enigmáticos.

lunes, diciembre 25, 2017

"Crudo", de Julia Ducournau

Los desmayos producidos por la impresión recibida al contemplar ciertas secuencias cinematográficas son, según se cuenta, un efecto especial secundario tan antiguo como el propio cine: crónicas decimonónicas atestiguan que "La llegada de un tren a la estación de La Ciotat" de los hermanos Lumiere, proyección primigenia, produjo los primeros soponcios cinéfilos que se recuerdan. A lo largo de la historia del cinematógrafo muchos otros títulos han producido síncopes en la platea. Si nos situamos en cintas recientes yo mismo presencié el abandono de varios espectadores cuando Charlotte Gainsbourg se automutiló genitalmente en "Anticristo" de Lars Von Trier. Y no hay que ser un hiperpolémico director danés para producir ataques de nervios: la profunda lírica del francés Georges Franju abatió espectadores sin piedad en 1959 al reproducir con precisión un trasplante de cara en "Los ojos sin rostro". El propio Franju ya había hecho correr ríos de sangre, literalmente, en su documental "La sangre de las bestias", retrato fiel de los cruentos mataderos parisinos de mediados del siglo XX. El cine de prestigio ostenta, por tanto, múltiples ejemplos de ataques frontales al riego cerebral, extractos gore que parecerían más comunes a la serie B que al cine festivalero.
Dos hermanas estudiantes de veterinaria: la veterinaria vegetariana: parece una consecuencia normal negarse a consumir la carne de los animales a los que dedicarás tu vida a curar. Pero tanto verde cansa y no hay placer que sepa mejor que el placer prohibido: el pecado convertido en adicción, en una forma de vampirismo desquiciado, situación que nos ofrece un encaje para "Crudo": una de terror. Pero la película será capaz de aportar otros factores además de emociones fuertes. Su estética enfermiza, pálida y desvelada, se nutre de ambientes opresivos, angustiosos, con el foco colocado con acierto en los aberrantes ritos de iniciación del primer año universitario: novatadas, alcohol y sexo descontrolado, generando un panorama nihilista, otro más, para la juventud actual y sus inquietudes vacuas, un ejercicio desolador que en la película conduce a la devastadora conclusión de que los hijos heredan una sociedad viciada por los errores de la generación anterior: la culpa, sin lugar a dudas, señala a los padres.

domingo, diciembre 10, 2017

"T2: Trainspotting", de Danny Boyle

La impronta que los fotogramas de "Trainspotting" habían instalado en mi subconsciente cinéfilo en su estreno en 1996, tuve ocasión de revisarla en otra entrada de este blog. Contemplar ahora esta secuela no logra reanimar ninguna llama escondida sino que, como en tantas otras segundas partes que no teníamos el menor interés en conocer, redundará en un pasatiempo hueco, en dos horas consumidas de sopor nocturno. Hueco, adjetivo certero para un producto destinado a engañar el hambre de recuerdos de cuarentones enamorados de antiguos tiempos salvajes que fueron retratados con extraña precisión vitalista, no exenta de crudeza, en aquel "Trainspotting". Danny Boyle quedará atado a que aquella, una de sus primeras películas, sea su obra cumbre, un hecho incuestionable a pesar de que recogiera más de un Oscar por la huequísima "Slumdog millionaire". Y no tendrá el menor rubor en apuntalar esta "T2", nombre de terminal aeroportuaria, sobre los cimientos de la solida "Trainspotting", incluyendo algunos cortes de su metraje: cuando las continuaciones se hacen tanto tiempo después los productores tienen miedo de que el público actual no haya visto la película primigenia, no coja el chiste, y salga de la sala sin haber entendido nada.
¿Existe la nostalgia yonqui? ¿Habrá ex-drogadictos que echen de menos los días del pico, de la adicción implacable, del trapicheo para pagarse una dosis más? Supongo que puede ser posible, no lo sé, no lo fui, pero el monólogo actualizado de Renton para sus cuarenta y seis años anima a pensar que dos décadas después el catálogo de necesidades básicas para sostener una existencia mediocre se ha vuelto más mediocre aún: "Choose life. Choose Facebook, Twitter, Instagram and hope that someone, somewhere cares. Choose looking up old flames, wishing you’d done it all differently. And choose watching history repeat itself. Choose your future. Choose reality TV, slut shaming, revenge porn. Choose a zero hour contract, a two hour journey to work. And choose the same for your kids, only worse, and smother the pain with an unknown dose of an unknown drug made in somebody’s kitchen. And then… take a deep breath. You’re an addict, so be addicted. Just be addicted to something else. Choose the ones you love. Choose your future. Choose life."
Chosse life, que ya lo decía George Michael en su camiseta blanca. Pero elija con cuidado sus adicciones.

domingo, noviembre 05, 2017

"Scream", de Wes Craven

"Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas". El inicio del relato de Gustavo Adolfo Bécquer es una advertencia ineludible: el primer día de noviembre es una fecha propicia para que sucedan hechos extraños, horripilantes, de los que ponen la piel de gallina al valiente y hacen dar un paso adelante al cobarde. ¿Cómo obtener esa cuota de desasosiego, de escalofríos, sumidos como estamos en nuestra mediocre, confortable e hiperconectada vida cotidiana, en un entorno urbano falto de veredas boscosas y del aullido inesperado de algún animal nocturno? Con el cine, por supuesto.
El título elegido para la ocasión es ya, pasados veinte años de su estreno, un clásico del género. O eso dicen. El psicópata que porta en alto un cuchillo carnicero es un arquetipo cuyo origen podría encontrarse en el Norman Bates que Anthony Perkins interpretó para constituir un icono eterno en "Psicosis" de Alfred Hitchcock: cualquier comparación de este hito fundamental con "Scream" lleva las de ganar desde los títulos de crédito, también míticos, con la firma estética de Saul Bass y el amartillado sonido de cuerda de la melodía de Bernard Hermann. A pesar de sus diferencias cualitativas puedo suponer que el público que acudió a contemplar "Psicosis" en las salas de cine en 1960, experimentó sensaciones parecidas que aquellos que gritaron con "Scream" en 1996: es lo que tiene el género: mucho scream on the screen.
Que yo recuerde, no había visto "Scream", o al menos no la había visto entera: algunos pasajes me sonaban y otros no. Y en cuanto al terror, hubo poco o nada: se quedó en una sesión de cine familiar. Violencia sí, claro, pero demasiado iluminada y anunciada como para que causase excesiva sorpresa, atenuada además por su patente vis cómica: "Scream" ha tenido varias secuelas e incluso una parodia titulada "Scary movie" (con un montón de secuelas a su vez) que resulta redundante: parodia de la parodia. Ahí reside la mayor virtud de "Scream", en su condición de metapelícula chistosa, entendida ésta como reflejo y compendio de las técnicas y argucias que el género de terror hollywoodiense reiteró durante décadas en su serie B: trampantojos y engañabobos. Esa educación cinéfila es clave en la película: muere asesinado el que no conoce bien los esquemas argumentales desvelados una vez tras otra en cualquier título slasher alquilado en la sección especializada del videoclub del barrio: así le sucede a Drew Barrymore en el prólogo de la cinta por no saber con exactitud quién era el asesino en "Viernes 13" de Sean S. Cunningham: la verdad es que a mí también me hubieran colgado de un árbol, como a ella, con las propias tripas como maroma improvisada.
El cine palomitero de "Scream" fue un éxito multimillonario, revitalizó las cuentas del género y aseguró la ventas de disfraces de Ghostface en todas las fiestas de Halloween que se sucedieron desde entonces y las que quedan por venir. Poco tiempo después de "Scream", el director austriaco Michael Haneke realizó "Funny games", y su guión puede establecer paralelismos respecto al escrito por Kevin Williamson para la cinta de Wes Craven. Aunque el filme de Haneke, en comparación con el de Craven, pasó desapercibido (Michael Haneke realizaría una "fotocopia" con reparto estadounidense en 2007 para estrenarla en el mercado norteamericano sin pasar por el submundo de los subtítulos: en Estados Unidos está prohibido el doblaje, excepto en películas de animación: viva el proteccionismo), resulta mucho más inquietante e inductor de desasosiego: las dos películas proclaman que el tedio adolescente en chavales atiborrados de todo lo que puedan querer y desear, niñatos colmados de supremacía clasista, amenaza con terminar como el rosario de la aurora, expresión de la que, por cierto, nunca he interpretado con certeza su simbolismo, pero de la que me hago buena idea, sin embargo, de lo que quiere decir cuando se emplea.

miércoles, octubre 18, 2017

"Blade Runner 2049", de Denis Villeneuve

"Blade Runner" de Ridley Scott, estrenada en 1982, es, probablemente, la película de culto con más idólatras de la historia del cine. Su primordial fracaso en taquilla no se ve justificado por la pasión posterior que han ejercido sus fotogramas en la cinefilia mundial, convertida en prestigioso hito del reproductor de vídeo doméstico. ¿Dónde estaba, entonces, el público cinematográfico en aquel verano del 82? Pues supongo que si no estaba viendo el campeonato mundial de fútbol, estaría en la salas donde se proyectaba "E.T., el extraterrestre" de Steven Spielberg o "Poltergeist" de Tobe Hooper: aquel verano del 82 está considerado uno de los más potentes en cuanto a los estrenos que tuvieron lugar.
Uno de los puntos fuertes de "Blade Runner" era su estética, muchas veces imitada, nunca replicada. En el futuro imaginado por Philip K. Dick en su novela "¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?", que fue publicada en 1968 y que situaba su trama en el año 1992, se presentaba a la Tierra como un territorio en decadencia irreversible y a los terrícolas convertidos en una especie invasora de otros planetas, colonias utópicas a las que todos querían escapar. Ridley Scott llevó la acción al año 2019 y cambió San Francisco por Los Angeles, convirtiendo a la megaurbe californiana en una ciudad espectral, oscura, sepultada por una lluvia negra incesante y por los acordes magistrales de la banda sonora de Vangelis. Y para la construcción de los escenarios y el diseño de los vestuarios, nada como aprovechar la imaginería fantástica del dibujante francés Jean Giraud, el gran Moebius.
Treinta años después, "Blade Runner 2049" deja entrar el sol, pero para mostrar paisajes desérticos que alientan aún más la desolación extinguidora de alguna catástrofe climática. "Blade Runner 2049", dirigida por Denis Villeneuve, una elección alentadora, contiene en realidad dos películas. Una sería la obvia, la continuación, la que daría respuesta al qué fue de Deckard y Rachel, una pregunta que, en realidad, no había demasiado interés en que fuera contestada. La otra, digna de mayor interés pero conseguidora de un menor metraje, ahonda en los factores que establecía el texto de Philip K. Dick. La relación entre 'K' y Joi, interpretados brillantemente por Ryan Gosling y Ana de Armas, remueve los dramas existencialistas que planteaba "Blade Runner": el replicante más humano que los humanos: lo irreal y lo falso: el sentimiento establecido como lo auténtico, como el configurador verdadero de la realidad: el libre albedrío frente a las leyes de Asimov: la consciencia independiente: los actos determinando al sujeto y no su naturaleza: "La existencia precede a la esencia", proclamaba Sartre. Todo justifica la rebelión de los replicantes, y las rebeliones, en nuestra sociedad de raíz judeo-cristiana, necesitan un mesías nacido milagrosamente. ¿Acaso Roy Batty, la actuación icónica de Rutger Hauer, no atravesó su palma con un largo clavo y pronunció unas palabras eternas antes de declarar que era la hora de morir? La cuarta revolución industrial busca líder carismático.
La actualización tecnológica constante puede dejar obsoleto cualquier relato de ciencia ficción a poco que pasen los años y ya no será el androide orgánico, sino el holograma surgido de las amistades virtuales de las redes sociales (como en otra película visionaria que realmente no es sino un reportaje de actualidad: "Her" de Spike Jonze), la promesa de la pareja perfecta. Y a propósito de obsolescencia, en la película sólo faltaba por comprobar quién vencería en el hipotético combate actoral Gosling vs. Ford. En mi humilde opinión Ryan Gosling supera a un Harrison Ford desganado, falto de pasión, encasillado últimamente en el eterno remake de sí mismo, de los éxitos que dejó atrás hace décadas, triunfos descomunales que quizá Harrifon Sord esté pensado, a estas alturas, que no sean más que un implante de recuerdos ajenos. Ser o no ser.

miércoles, octubre 04, 2017

"American Graffiti", de George Lucas

La primera vez que vi esta película, en algún VHS de videoclub, yo era un joven inmortal. Entonces me pareció una comedia gamberra más, de esas en las que John Belushi ("Desmadre a la americana" o "The Blues Brothers", ambas de John Landis), por ejemplo, arremetía como el maestro de ceremonias descontrolado de la bacanal desaforada que, en la ficción y en la realidad, le llevó a la tumba: la noche, la fiesta: la locura adolescente pugnando por no ser atrapada en un uniforme, en un traje con corbata, en un manual de usuario. Bebo para que pase algo, sostenía Bukowski.
Cherchez la femme. Richard Dreyfuss, Curt, busca desesperadamente a la rubia que le guiñó un ojo (un acto divino, un milagro para el calenturiento sueño de una noche de verano) mientras que su colega Milner (Paul Le Mat) se encadena a su destino trágico del volante más rápido del valle: una leyenda sin futuro, un campeón de la nada: las batallas perdidas y las ganadas: todo se evaporará al amanecer.
Aquel día, en esa primera visión de la cinta, junto a las risas y el cachondeo que la trama despedía, uno sentía que algo iba mal, que una nube oscura se cernía sobre aquellos fotogramas que retrataban una larga noche de marcha, una de tantas, de las que apurábamos hasta los primeros rayos de sol. La pátina gris de la nostalgia tiznaba el celuloide, nostalgia que, ahora, vista la película tantos años después, es pura melancolía. El fin del verano en un pueblo de California que era el fin del verano en cualquier pueblo español. Y el fin del verano siempre es triste: la constatación terrible de que un territorio que recién se empezaba a dominar, mutaría hacia una incógnita, hacia lo desconocido, hacia algo que puede ser mejor o peor, pero desde el que no habrá posibilidad de retorno.

martes, septiembre 12, 2017

"La seducción", de Sofia Coppola

Sofia Coppola, para qué nos vamos a engañar, siempre ha sido un bulto cinematográfico sospechoso. Ya tuvo ocasión de chirriar como un gato arañando un encerado cuando le concedieron (con calzador) un papel protagonista en "El Padrino III", demostrando que estar delante de la cámara no era lo suyo. Detrás de una no cabe duda de que ha tenido mayor suerte, recabando el éxito crítico en varias de sus películas: un Oscar por el guión de "Lost in traslation", León de Oro por "Somewhere" o Palma de Oro a la mejor dirección por "La seducción". No, no es mal bagaje.
Advertido en El blog de Hildy Johnson, rincón cinéfilo imprescindible, de que "La seducción" es la adaptación de una novela de Thomas P. Cullinan que fue llevada al cine originalmente por Don Siegel en 1971, con el título en España de "El seductor", no queda otra que darse una vuelta por ese antecesor que cuenta con el reconocido womanizer de Clint Eastwood como seductor incuestionable. Y resulta ser la misma película. O casi. Y casi, pero no. Mi ceja izquierda se enarca al descubrir que en la versión de Siegel, entre el grupo de mujeres que habitan el internado Farnsworth, se encuentra una esclava negra, interpretada por la actriz Mae Mercer, personaje ausente en los fotogramas diseñados por Sofia Coppola: Guerra Civil de Estados Unidos, una hacienda sureña: no parece un rol que sobre (la duda es si esa mujer, Hallie, figura en el libro de Cullinan: si no fuera así, sorry my darling Sofia Carmina Coppola).
Y las conexiones se disparan hacia la noticia reciente de ese cine de Memphis que ha retirado "Lo que el viento se llevó" de Victor Fleming, ese clásico, de su acostumbrado ciclo estival, para, de ese modo, no incomodar a los espectadores más inquisitivos (o inquisidores: la piel tan fina de lo políticamente correcto que nos invade) con la visión de la esclavitud, mecanismo productivo que, sin embargo, acompañó a la economía norteamericana durante varios siglos. Cómo era aquello de conocer la Historia para que no se repita lo peor de ella y tal. La Historia, que mancha, pero que no se debe barrer debajo de una alfombra.

miércoles, septiembre 06, 2017

"La niebla y la doncella", de Andrés Koppel

El cine policiaco español goza de bastante buena salud en los últimos tiempos. Historias de criminales y justicieros conforman un listado de éxitos cinematográficos recientes, nutrido de titulos como "La isla mínima" o "Grupo 7" de Alberto Rodríguez, "Que Dios nos perdone" de Rodrigo Sorogoyen, "El Niño" de Daniel Monzón, "No habrá paz para los malvados" de Enrique Urbizu o "Tarde para la ira" de Raúl Arevalo, propuestas que han cuajado en mejores obras cuanto más arriesgado ha sido su planteamiento. En ese sentido "La niebla y la doncella", basada en la novela homónima de Lorenzo Silva, no destaca, se queda en canónica, en una más del género. Pero como el negro es un color que nos encanta, aunque tengamos el ropero (cinematográfico) lleno, siempre hay hueco para colgar otro título.
¡Alto a la Guardía Civil! Una pareja de picoletos, Bevilacqua y Chamorro, combatiendo el crimen sin tricornio ni capote, dándole al benemérito instituto armado una pátina de modernidad alejada de su imagen tradicional. Los excelentes actores Quim Gutiérrez y Aura Garrido encarnan al famoso dúo literario y, junto a otros como Verónica Echegui, Roberto Álamo o Marian Álvarez, consiguen que el punto fuerte de la cinta sea su reparto. Bevilacqua podría ser Sherlock y Chamorro Watson, no sólo porque se explota en el guión la vena deductiva del primero, sino porque esa particularidad oscurece a la segunda: de detectives y bastante canónica, como ya se mencionó, pero no por ello aburrida: asesinatos, corrupción, sexo, narcotráfico, y también grandes paisajes naturales: simplemente por darse una vuelta en imágenes por la isla de La Gomera, territorio español ignoto y sorprendente, ya estaría justificado el precio de la entrada.

miércoles, agosto 23, 2017

"La Torre Oscura", de Nikolaj Arcel

Siempre que toca ver en el cine la adaptación de alguna obra literaria que posee un profundo trasfondo estético, y que no ha sido leída, cuesta (por no decir que es imposible) realizar una apreciación cabal del reflejo del papel en el celuloide: calibrar la fidelidad lograda con respecto a la letra o al menos con su espíritu. Del escritor Stephen King he leído mucho y he disfrutado la mayoría, así que no voy a poner en duda, a estas alturas, la calidad de sus escritos. Cualquier reflexión, por tanto, se limitará a la pantalla grande, a esa hora y media de proyección (qué raro toparse en estos tiempos con un blockbuster que no supere las dos horas de metraje) que ya en sí, en su ajustado cronómetro, supone una virtud. Pocas bondades más.
No engancha una trama atiborrada de lugares comunes a todas las historias de megalómanos malvados que quieren exterminar a la humanidad, de adolescentes atribulados en busca de una figura paterna de remplazo y de héroes desesperados por inmolarse en un sacrificio supremo. Y al guión simple le acompaña una factura perezosa: choca contemplar, a estas alturas, una producción de género fantástico que se nutra de efectos especiales de apariencia anticuada y de escenas de acción con escasa capacidad para transmitir tensión a la platea. Al malo lo encarna Matthew McConaughey, ese actor renacido hace unos años y, por lo visto el lunes, recauchutado recientemente: tez plastificada. Y para el bueno, el notable Idris Elba, interprete del que puedo hablar mejor cuando me he encontrado con él en la televisión, en series como "The Wire" o "Luther". Será El Pistolero, personaje icónico de la saga de novelas en que se basa la cinta y que a su vez se inspiraba en el arquetipo del western que instauró Clint Eastwood en las películas de Sergio Leone.
Idris Elba, atormentado en exceso para el papel, no alcanza las señas de identidad que Eastwood, sello de autor, otorgó a su Hombre sin nombre, ya fuera Rubio o Manco: antihéroe antes que héroe y, detrás de su poncho y de su sombrero, un pasado misterioso: de vuelta de todo. La mirada tan socarrona como fría y el porte relajado que sólo se espabilaba para apretar el gatillo. El pistolero había llegado ya a la ciudad, no cabía duda.

martes, agosto 08, 2017

"Abracadabra", de Pablo Berger

Una comedia española, españolísima, una más: la risa que en cualquier momento puede bascular hacia el llanto: comedia que en realidad es tragicomedia: comedia negra. Todo empezó en la picaresca, con un ciego que golpeaba a su lazarillo por pasarse de listo, que empujaba la cabeza del pilluelo contra el verraco de piedra que vigila la entrada del Puente Romano de Salamanca: el mozo de un ciego ha de saber más que el diablo. Y las referencias cinematográficas que han llevado a "Abracadabra" son múltiples en el celuloide patrio, pero las que surgieron con fuerza viendo la película son las de La Cuadrilla: el cine que los directores Santiago Aguilar y Luis Guridi realizaron en los años noventa, con títulos como "Matías juez de línea", "Atilano presidente", y sobre todo la gran joya, "Justino, un asesino de la tercera edad", comedia nigérrima que anticipa a "Abracadabra" en sus formalismos (este recuerdo a la trayectoria de La Cuadrilla se reafirma con la presencia en "Abracadabra" de dos actores que protagonizaron aquel cine, como son Saturnino García o Ramón Barea).
Se recurre a los tópicos, algunos de los más rancios, como en aquellas "españoladas" que llenaban los cines del tardofranquismo: recursos facilones, en realidad. Nada nuevo, por tanto, ofrece Pablo Berger, un director que, sin embargo, epató con la estética de cine mudo de su anterior película, "Blancanieves", guión que también ahondaba en relatos de la España Negra, del folletín decimonónico de huerfanitas desvalidas y madrastras malvadas de opereta, con su luto y su mantilla. Ahora la crítica a la sociedad española se centra en el macho ibérico y su ecosistema cutre de chonis y baretos de barrio, una mirada sardónica hacia la clase obrera que emana cierto tufillo clasista por parte del autor, ánimo de caricaturizar justificado por su condición de comedia: el hombre español, ese hombre, situado entre el machismo exacerbado y la esquizofrenia mental, no encuentra la menor oportunidad de redención, apunta Berger.
La cinta se salvará por su reparto, y no sólo por la pareja protagonista formada por Maribel Verdú y Antonio de la Torre, fantásticos actores capaces de sacar adelante el guión que se tercie defender, acompañados en esta ocasión del televisivo José Mota, al cual no se le da nada mal la gran pantalla, como ya demostró, nominación a los premios Goya incluida, en "La chispa de la vida" de Álex de la Iglesia. A ellos se les une un rosario de formidables secundarios, esa casta inferior de los títulos de crédito que ha caracterizado mucho de lo mejor que se puede apreciar en la Historia del Cine Español, Historia que continúa, pero que para que avance deberá asumir riesgos, más de los que el público y la taquilla parecen dispuestos a aceptar, y que en "Abracadabra" no aparecerán. Ni por arte de magia.

jueves, agosto 03, 2017

"Dunkerque", de Christopher Nolan

La verdad es que ni franceses ni británicos tenían ninguna gana de entrar en guerra con Alemania por mucha barrabasada que estuviera cometiendo Hitler en el centro de Europa. ¿Sudetes? ¿Dónde están los Sudetes esos? Pero cuando el ejército alemán invadió Polonia, no hubo manera de evitar el conflicto bélico: 'Cuando escucho a Wagner durante más de media hora me entran ganas de invadir Polonia', sostiene Woody Allen en "Misterioso asesinato en Manhattan". Y a Hitler le pirraba Wagner. La coalición anglo-francesa no es rival para la moderna maquinaria de guerra alemana y la Wehrmacht barre en la primavera de 1940 el frente defensivo que los aliados habían dispuesto en Bélgica, forzando la retirada de las tropas hacia los puertos del Canal de la Mancha. Francia se ve derrotada y está considerando las condiciones de un armisticio, pero Gran Bretaña lo que tiene en mente es salvar la mayor parte posible del ejército desplegado en el continente: se pone en marcha la Operación Dynamo. Las guerras no las ganan las evacuaciones, advierte Churchill, pero Alemania va a lamentar no haberse esforzado más en acabar con los 400.000 soldados embolsados en el puerto francés de Dunkerque.
Blood, toil, tears and sweat. Sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas, eso también lo dijo Churchill, y contemplando la magnífica cinta bélica que ha entregado el director inglés Christopher Nolan, el espectador puede hacerse una buena idea de lo que prometió el primer ministro británico cuando accedió al cargo. Nolan demuestra, de nuevo, su enorme capacidad para afrontar retos cinematográficos por caminos poco convencionales. Una de las características de su cine es que utiliza buena parte del comienzo del metraje en proporcionarle al espectador un manual de uso, unas instrucciones para que sepa componer el puzzle al que está invitado a participar. En esta ocasión la guía será breve: en la playa una semana, en el mar un día y en el aire una hora: tres líneas argumentales donde desarrollar el drama, tres espacios y tres tiempos para que la acción salte de uno a otro y se forme una perspectiva amplia de lo que sucedió en ese terreno desesperado. Para que la acción no deje un respiro y la tensión logre hacernos coger un fusil y ponernos un traje caqui, la banda sonora firmada por Hans Zimmer nos asfixiará en una incesante escala de Shephard, un efecto musical que sólo parará con los reclutas sentados en el vagón de un bien afinado tren inglés. Y Nolan, seguro, mostrará cierta vena patriótica, inevitable, en esta cinta repleta de conocidos actores británicos (Kenneth Branagh, Cillian Murphy, Mark Rylance, Tom Hardy, y un montón de jóvenes debutantes cuyo nombre desconozco), pero la contiene, alcanzando un equilibrio entre el factor heroico y el, más común, sálvese el que pueda.
Las guerras las declaran hombres maduros, pero las combaten adolescentes imberbes, niños recién estirados que engrosan masas uniformes de carne de cañón. Dunkerque también es recordada por ser una de las ocasiones señaladas en la que los padres acudieron al rescate de sus hijos: cientos de pequeñas embarcaciones, de poco calaje, partieron de los puertos del sur de Inglaterra y, bajo el acoso aéreo de la Luftwaffe, alcanzaron la playa: aquello que también dijo Churchill, lo de que nunca tantos debieron tanto a tan pocos, aunque en realidad esa frase se la dedicó a los pilotos de la RAF que defendieron su nación de las incursiones de la aviación alemana: los legendarios cazas Spitfire combatiendo sin tregua a los Stuka y Heinkel alemanes en el Canal, una leyenda que, cuenta Nolan, empezó en Dunkerque. 

lunes, julio 31, 2017

"Spiderman: Homecoming", de Jon Watts

Los derechos para las adaptaciones cinematográficas de las aventuras de los superhéroes de la editorial Marvel están repartidos por distintos estudios. La parte del león la tendrá Disney desde que compró Marvel en el año 2009, pero antes de esa fecha se habían producido películas con algunos de los famosos personajes de la empresa de tebeos, filmes que se convertirían en sagas de éxito, y que recayeron en más de una productora. Por ejemplo, las aventuras de los X-Men son cosa de 20th Century Fox desde 1994, cuando esta compañía adquirió los derechos cinematográficos, Lobezno incluido, autorización que Brian Singer estrenó en el año 2000 con la primera "X-Men". Y en cuanto a Spiderman, fue la Columbia la que matriculó al Hombre Araña y Sam Raimi el que lo bautizó, con la cara de Tobey Maguire, en su cinta del año 2002. Tanto Singer como Raimi convirtieron sus películas en taquillazos y dieron así el pistoletazo de salida para la invasión de fotogramas marvelianos que ha caracterizado gran parte del cine de acción del siglo XXI.
Spiderman vuelve a casa, dice el título de la película, dando a entender que su hogar son los estudios Marvel, Disney por tanto, y el toque Disney se hace notar en esta producción. El retorno del hijo pródigo ya se había materializado en "Capitán América: Civil War", de los hermanos Russo, donde tuvo su primera aparición este Spiderman interpretado por el adolescente Tom Holland, actor veinteañero en realidad, pero que en la película debe aparecer como un chaval de quince años: Disney apunta con precisión al segmento de edad objetivo de su negocio y en ciertos momentos la cinta amenaza con volcarse hacia una de tantas sitcom para menores que abundan en el Disney Channel televisivo. 
Sin embargo la película tiene apoyos suficientes como para resultar una buena opción de cine de tarde veraniega para cualquier público, mayores incluidos, y entre esos puntales se puede destacar un reparto en el que Robert John Downey Jr. ejerce de pigmalión del joven Peter Paker (Ironman es, sin lugar a dudas, el eje central, hasta el momento, del Universo Marvel cinematográfico), que el malo sea Michael Keaton (feliz jugada la de pasar de su personalísimo Birdman a encarnar un remedo de El Buitre, uno de los archienemigos canónicos de Spiderman) o que, sorprendentemente, la anciana tía May sea ocupada por el carácter latino de Marisa Tomei. Y sí, la película se pasa por el forro la historia del personaje tal y como la pergeñaron en 1962 Stan Lee y Steve Ditko para su desarrollo en cómics semanales. Pero, a estas alturas, ¿quién lee tebeos de superhéroes?