domingo, enero 31, 2016

"Los odiosos ocho", de Quentin Tarantino

Poco a poco, película a película, se ha ido adentrando más y más Tarantino en los territorios del spaguetti western (aquel comienzo de "Malditos bastardos" o la trama ya situada en el cinematográficamente violento siglo XIX estadounidense para "Django desencadenado", si bien aquella parecía más un ejercicio de blaxploitation), hasta lograr en "Los odiosos ocho" un título que quiere ser propio del género, Ennio Morricone en la banda sonora incluido. Sin embargo en este spaguetti se le ha ido la mano con el tomate, algo que, para qué nos vamos a engañar, no supone una sorpresa. Nunca me han interesado los baños de sangre en el cine, fotogramas inundados de hemoglobina, y cuanto más "gore" se ponga Tarantino, menos me gustará su obra: recursos para impresionar al espectador que se me antojan excesivamente fáciles. El cuerpo humano convertido en un patético surtidor de líquido carmesí: quizás sea la forma realista de presentar los efectos de un disparo, nunca he presenciado un suceso semejante, pero supongo que se exagera: la prolongación o brevedad y la espectacularidad o sutileza del acto de morir en el cine, un cronómetro y una composición manipulados a capricho por exigencias del guión. La lírica de la muerte de aquellos western latinos dirigidos por Sergio Leone, se convierte, en manos de Quentin Tarantino, en un impulso grotesco.
Pero antes de disfrazar a Jennifer Jason Leigh (brillante actuación) de la Carrie que Brian de Palma convirtió en icono del cine de terror, la película es, fundamentalmente, una película hablada: otra marca de autor: miro el reloj cuando creo que la cosa se va a empezar a desmadrar, cuando parece que las ensaladas de tiros están a punto de salir de la cocina, y resulta que han pasado casi dos horas de las casi tres que dura la proyección: en el tiempo en el que cualquier otra película de acción ha concluido, empieza el baile de "Los odiosos ocho". Y ese empacho de diálogos es lo mejor que presenta este autor, este director de cine que sobre todo luce como guionista: la tensión que crece poco a poco, surgiendo de una verborrea incansable, trenzada en un escenario sin héroes: forajidos, cazadores de recompensas, criminales de guerra de ambos bandos: ocho farsantes luciendo artimañas para sobrevivir en un terreno inhóspito: la violencia inherente al ser humano sometido a una fuerza violenta aún mayor: dioses nórdicos ancestrales convocan al viento, al frío y a la nieve, tienden trampas y establecen encuentros fortuitos que concluyen en un holocausto habilitado para aplacar su ansia carnicera. Unas bromas para pasar la tarde, en fin.
Ocho odiosos, ocho, muchos de ellos sospechosos habituales del cine de Tarantino, como Samuel L. Jackson (no hubiera desentonado su candidatura en un ceremonia de los Oscar en la que, al aparecer, será tema dominante la ausencia de actores de color, y eso aunque el presentador sea Chris Rock...), Kurt Russell, Michael Madsen o Tim Roth. Roth parece que interpreta un papel hecho a la medida de Christoph Waltz, ultimo actor fetiche del cineasta de Knoxville, y al que se le echa de menos en esta cinta (de hecho tuve que fijarme varias veces en el flemático verdugo inglés Oswaldo Mobray, interpretado por Tim Roth, para asegurarme de que en realidad no era Waltz el que lo encarnaba). Ocho personajes para un Cluedo que se disputa en una solitaria casa de las montañas de Wyoming, una película del oeste pero también una de acción y de misterio, con sus puntos cómicos (cazador y presa como matrimonio mal avenido) y gran derroche de lenguaje racista: será para que Spike Lee, que ya se despachó largamente con la visión de la esclavitud desplegada en "Django desencadenado", siga adelante con su carrera de cascarrabias, afán para el que presenta buenas aptitudes, ya que esto del cine lo tiene bastante abandonado últimamente. Y la película también tiene vaho, eso sí, también mucho vaho.

domingo, enero 17, 2016

"Loreak", de Jon Garaño y Jose Mari Goenaga

"Loreak" había sido noticia por dos cosas. Primero por formar parte de las nominadas a mejor película en los premios Goya del 2015 y segundo por ser la candidata elegida por la Academia de Cine para representar a España en la próxima edición de los Oscar, opción a la que se dio carpetazo en Hollywood a las primeras de cambio. Si que entrara en la carrera por los Goya no tenía por qué sorprender a nadie, lo segundo sí era más digno de mención, ya que "Loreak" (flores en castellano) está rodada en euskera, siendo la primera vez que un filme de estas características era seleccionado para competir por la más preciada estatuilla del cine mundial. Más digno de mención, pero digno de mención sin más: que la academia española presente una película en euskera a los Oscar, no es algo insólito y debe considerarse completamente normal. El ínclito líder podemita Pablo Iglesias, aconsejaba con vehemencia al conjunto de la nación española que se lanzara a la sala de cine más cercana para contemplar "Ocho apellidos catalanes" de Emilio Martínez Lázaro, y de este modo poder comprender, al fin, la complejidad plurinacional del estado español. Ay. Siguiendo esa indicación resultaría que el tópico (o el topicazo) no ha de ser una máscara de la realidad, sino la verdad desnuda, quién lo iba pensar. Qué listos son los políticos y cuánto saben.
Mejor poner en marcha el DVD de "Loreak", activar los subtítulos (bueno, en mi caso es la opción por defecto, incluidas muchas películas en castellano en las que la incapacidad para vocalizar de algunos actores hace infructuoso cualquier intento de entendimiento) y disfrutar de un excelente melodrama universal. ¡Bueno, bueno! ¡Cómo que universal! Pues la verdad es que no sé si en otros países, al conducir por carreteras llenas de curvas, uno se topa con rincones adornados con flores, lugares que sabemos que son terribles, luctuosos, pero sí estoy bastante seguro de que las relaciones establecidas entre las tres mujeres protagonistas de "Loreak", son de lo más común. Lo que no es tan común es que la intensidad emocional alcanzada en esta película sea fácil de lograr sin usar factores pasionales mucho más explícitos, de factura más sencilla para sus directores y mejor digestión para los espectadores. 
Una mujer en cada vértice del triángulo y un hombre en el baricentro (repasen sus matemáticas). Madres, esposas, enamoramientos. El matriarcado poderoso, mirando con desconfianza a la amante, y la amante desazonada por los celos: al final la figura del hijo o del marido (o la hija o la mujer) no es más que una excusa para desatar tensiones posesivas, para combatir la sensación de soledad que ocasionan la costumbre destructora y la angustia de un futuro percibido como mediocre. Flores marchitas y flores frescas. Flores de autosatisfacción y flores no recompensadas: amores ocultos, platónicos, alimentados cotidianamente por la presencia: 'Codiciamos lo que vemos cada día', sentenciaba Hannibal Lecter. Flores muertas. 'Send me dead flowers every morning', o, cambiando a los Rolling por Cecilia, 'Como siempre sin tarjeta'. Platonismo revelado para llenar de color el ambiente gris de la obra, del barro, del asfalto, para continuar con las búsquedas que alimentan nuestras obsesiones.

domingo, enero 10, 2016

"El puente de los espías", de Steven Spielberg


-No parece estar preocupado.
-¿Ayudaría?

Le preguntaron a Luis Buñuel si era comunista. Él respondió que sí, que se sentía comunista, aunque nunca hubiera militado en el partido, pero que si le preguntaban si preferiría vivir en Moscú o en Nueva York, no iba a tener dudas en su respuesta. La última película de Steven Spielberg tampoco vacila a la hora de resolver ese dilema. No ha de extrañar: cualquiera que haya estado atento a la trayectoria del director californiano podrá constatar que Spielberg ha sido uno de los grandes profetas de las bondades del american way of life en la que es una de sus mayores máquinas de propaganda, el cine de Hollywood. Sin embargo la obra de Spielberg también admite, lo ha admitido siempre, una lectura entre líneas, un sondeo que aparte la primera capa de celuloide y que descubra conclusiones no tan nítidas como serían de esperar: una abultada renta per cápita no tiene por qué estar asentada sobre los mejores valores morales posibles. La batalla entre ética y sociedad, en el sentido manifestado por Buñuel en aquella entrevista, se revive en "El puente de los espías", y lo hace a ambos lados del Telón de Acero.
Stoikiy mujik. El hombre en pie. El hombre firme. El hombre íntegro. Uno para cada bloque: el abogado James Donovan (Tom Hanks) y el espía Rudolf Abel (Mark Rylance). Tom Hanks vuelve a realizar, tras muchos años extraviado en papeles que no merece la pena recordar, un personaje protagonista indeleble, a la altura del capitán Miller que, también a las ordenes de Steven Spielberg, interpretó en "Salvad al soldado Ryan", o aquel gánster llamado Mike Sullivan para "Camino a la perdición" de Sam Mendes, caracteres fuertes para ponerlos en la piel del antiguo actor de comedias taquilleras. Al personaje del abogado Donovan le proporciona las dosis justas de cinismo y voluntad para que resulte creíble: eso, y un físico maduro de picapleitos especializado en casos de seguros: no, no es Edward G. Robinson, ni aunque le den un puro y afile la mirada, pero borda el papel. En cuanto a Mark Rylance, no hace mucho que disfruté de su expresión meditabunda e imperturbable en su espléndida interpretación de Thomas Cronwell para la serie de la BBC "Wolf Hall", actuación gemela a la que desarrolla en "El puente de los espías": habrá que comprobar si el actor contiene otros registros.
Retorno al Checkpoint Charlie. La película también sirve como revival de aquellas películas de espías, anteriores a la caída del Muro de Berlín, espejo cinematográfico de los entresijos de la Guerra Fría. Y, como sucedía en aquellas, tiende a caricaturizar los elementos definitorios de los dos bandos, rasgos maniqueos que en la época actual no resisten el menor análisis: termina la proyección y en los créditos del guión surge el apellido poderoso de los hermanos Coen, así que esa parte de farsa hiperbólica de la cinta parece emparentarse con otras miradas al pasado de los Coen. En cualquier caso la película será un panegírico dedicado a aquellos que se muestran firmes en sus convicciones, a los que no negocian con su conciencia y, sobre todo, son fieles a sí mismos, un panegírico que, en los convulsos tiempos políticos que atravesamos, se convierte en réquiem, misa de difuntos por una especie en extinción. Todo aquel rollo viejuno de la honra sin barcos, en fin.

viernes, enero 01, 2016

"Star Wars: Episodio VII - El despertar de la Fuerza", de J. J. Abrams

El escalofrío. Hace unos años Steven Spielberg dirigió una nueva entrega de las aventuras de Indiana Jones, aquella infame "Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal", y el escalofrío también se produjo, tenuemente, cuando al poco de iniciarse la cinta se escucharon los acordes de la melodía de John Williams: el perro de Pavlov cinéfilo que llevamos dentro se despertó, alentado por el rescoldo de antiguas emociones, pero fue en vano: un desastre, mejor haber dejado en el baúl del recuerdo el látigo y el sombrero. Con este Star Wars, una década posterior al último, vuelve el escalofrío, despierta, como indica su título, y lo mejor de todo es que perdura a lo largo toda la proyección. Sin duda será el escalofrío del reencuentro feliz, sensaciones recuperadas, un ánimo que cuando George Lucas abordó el inicio de la saga realizando en 1999 "La amenaza fantasma", no se produjo: aquello fue una producción infantilizada en exceso, atiborrada de efectos especiales que falseaban la inmersión del espectador, conduciéndole a una galaxia de plexiglás. Para colmo el casting fue horrendo: la no química entre Natalie Portman y el pequeño Jake Lloyd primero y el joven Hayden Christensen después, dos actores que interpretaron el advenimiento de Darth Vader y que han pasado fugazmente por la historia del cine, legando un paupérrimo recuerdo. George Lucas volvió pero no convenció, si bien era justo que terminara aquello que, curiosamente, había empezado por el final.
¿He dicho final? Star Wars es un producto demasiado rentable como para pensar que Disney, nuevo amo de la galaxia, no iba a sacar adelante más episodios de esta fantástica ópera espacial: cien años de soledad para la familia Skywalker. Pero la compañía del ratón Mickey parece haber acertado al darle el mando de la nave a J. J. Abrams, hábil reciclador de celuloide pasado de fecha. Abrams ya resucitó Star Trek para la pantalla grande, un retorno digno de la mítica nave Enterprise, y en "Súper 8" atrapó con brillantez el espíritu de aventura juvenil del sello Spielberg. Para el séptimo Star Wars no duda en formar un trampantojo a partir de la original de 1977: "El despertar de la Fuerza" se instaura en remake de "Una nueva esperanza", presentando una estructura de la trama radicalmente similar, empleando sin ningún rubor los mismos ingredientes: adolescentes abandonados en planetas desérticos que miran hacia las estrellas y amenazas apocalípticas capaces de destruir un planeta en un abrir y cerrar de ojos: héroes sacrificados, malvados totales: el bien y el mal en perpetuo combate maniqueo, con un punto de socarronería caradura que desdramatice el ambiente. No, el guión no es ningún prodigio, ni mucho menos, pero si tienes al alcance de la mano un sable láser y pilotas el Halcón Milenario, para qué demonios quieres un guión. Usa la Fuerza, hombre.
De niños queríamos ser Luke, más adelante nos dimos cuenta de que el que molaba era Han Solo y ahora nos conformamos con no habernos convertido en Darth Vader. La Guerra de las Galaxias engendraba estereotipos que eran fácilmente identificables por el espectador, el cual incorporaba aquellos personajes sin ningún esfuerzo a su memoria sentimental: la Fuerza te acompañará siempre. Y los nuevos espectadores siguen fascinados por esta épica romántica que lleva casi cuarenta años arrasando en taquilla. Sin embargo, signo de los tiempos, hay que pensar en ir renovando al personal. El reparto elegido siembra dudas al comienzo de la película pero al finalizar la proyección se revela acertado, con el excelente actor Oscar Isaac como el piloto rebelde Poe Dameron o la sorprendente debutante Daisy Ridley como la "chatarrera" Rey: a mí me ha recordado a la "Rosetta" de los hermanos Dardenne: no ha parado de ir de acá para allá en toda la película. Y el resto, los viejos amigos, ay, tan viejos todos ellos, cuánto tiempo sin verte, chico. Bueno, todos viejos menos Chewbacca, claro: tanto pelo y el tío sin una sola cana. Para rato.