viernes, diciembre 30, 2016

"Rogue One: una historia de Star Wars", de Gareth Edwards

Hace mucho tiempo, en un cine que ya no existe, unas letras amarillas se adentraban en la pantalla contando que unos rebeldes habían ganado su primera batalla a un malvado imperio galáctico y que durante esa batalla habían robado los planos de una estación espacial llamada, nada menos, la Estrella de la Muerte. Episodio IV, anunciaban esas letras, mientras nos preguntábamos cuándo habían rodado los tres primeros y por qué no se habían estrenado en España. Ahora, a un golpe de calendario de que pasen cuarenta años, aquel resumen introductorio se expande en un episodio que no es el tercero, ese ya lo estrenó George Lucas, cerrando un bucle, en "La venganza de los Sith", sino que se trataría de un tres y medio, un prólogo al cuatro: quizás un cuatro menos cuarto. Aquella batalla y aquellos planos robados, que eran una suerte de macguffin para poner en marcha "La Guerra de las Galaxias", son el leitmotiv de "Rogue One".
Aparte de la división de opiniones que pueda generar la película en cuanto a su oportunidad (financiera fijo que lo es) y al balance crítico en el espectador, uno de los puntos candentes que destaca la cinta es el de los límites de la representación en el cine atiborrado de efectos digitales actual: la resurrección de actores y actrices, fallecidos o envejecidos, mediante una recreación lo más fiel posible de su aspecto en un modelo tridimensional informático. ¿Se imaginan una segunda parte de "Casablanca" con Rick e Ilsa interpretados por el aspecto exacto de Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, marionetas desapasionadas y desilusionantes? ¿A qué Actors Studio habrán asistido el ejército de animadores de Industrial Light & Magic? Me temo que en la cara digitalizada de Peter Cushing como gobernador Tarkin se abre una puerta peligrosa para que los estudios de Hollywood vuelvan a colocar en el cartel de sus producciones nombres como James Dean, Marilyn Monroe, Marlon Brando o Steve McQueen: testamentos traicionados. Ojalá que no.
"Esperanza", proclama la princesa Leia Organa, y un escalofrío recorre la sala, sacudida por los titulares recientes, una princesa Leia que ya no es Carrie Fisher, no, sino que es un implante como los que se introducían en los Replicantes de "Blade Runner" para que tuvieran sucedáneos de memoria: en eso se convertirá el espectador, en un consumidor de nostalgias. Y así sucede en "Rogue One", en su tramo final, con la batalla del planeta Scarif, que es cuando el celuloide empieza a oler a Star Wars realmente: vuelan las formaciones de Ala-X combatiendo los cazas Tie y restallan los sables láser: misiones suicidas y sacrificios heroicos. Hasta ese momento se asiste a una trama más o menos conexa, aunque con agujeros de guión que quizás deba rellenar un episodio cuatro menos veinte (quizás esté previsto), en la que la presencia de dos grandes actores como Mads Mikkelsen o Forest Whitaker parecía querer dar lustre: desaprovechados ambos, sobre todo en el caso de Whitaker, con un personaje, Saw Gerrera, plano y vacío: un partisano de cartón piedra. En cuanto a los jóvenes protagonistas, a Diego Luna se le ve algo falto de empaque, de modo que a la Jyn Erso interpretada por Felicity Jones le tocará llevar el peso de la trama: esas heroínas galácticas a las que Carrie Fisher señaló el camino.

lunes, diciembre 26, 2016

"El hijo de Saúl", de László Nemes

La lente se desenfoca, se vuelve miope a dos metros de distancia, con la intención de disolver el entorno, de hacerlo inaprensible, de retratar el espacio difuso de las pesadillas: Dante paseando por el infierno en la Tierra. Arbeit macht frei, lema indicado para los sonderkommando que colaboraban en las bien engrasadas factorías de la muerte que eran los campos de exterminio del nazismo: en la magnífica novela "Las benévolas" de Jonathan Littell se puede uno hacer una idea perfecta de los índices de productividad (eficacia alemana) que defendían aquellas instalaciones: stock disponible, fabricación en cadena y valor añadido. Sin embargo, la promesa de libertad era vacía: Roma no paga traidores: chicos pálidos para la máquina que también saldrán de allí convertidos en humo. Un grupo de ellos se rebelaron, como se retrata en "La zona gris" de Tim Blake Nelson, último gesto de dignidad para unos hombres a los que se les había arrebatado todo.
¿Qué gramo de esperanza le puede quedar al que ha contemplado el fin de la Humanidad? En el individuo que es deconstruido hasta el nivel de hacerle trabajar en el holocausto de los suyos, no se concibe que anide ni un ápice de futuro. Y sin embargo el impulso vital, genético, de la perpetuación de la especie constituye el último reducto del hálito creador que resiste ante tanta destrucción. En "Hijos de los hombres" de Alfonso Cuarón, la especie humana condenada a la extinción por una insólita plaga mundial de infertilidad, contiene el aliento en presencia de una mujer embarazada. Y Saúl, inmerso en su locura cotidiana (no puede uno dejar de pensar en los testimonios de antiguos sommerkommando que desgarran los fotogramas de la monumental "Shoah" de Claude Lanzmann) parece sufrir el mismo efecto: los niños lo primero.

miércoles, diciembre 14, 2016

"Mandarinas", de Zaza Urushadze

En la entrada anterior, dedicada a "Hasta el último hombre" de Mel Gibson, comentaba la posibilidad de que su antibelicismo fuera puesto en duda ante otras secuencias plenas de ardor guerrero. No será así con "Mandarinas", pacifista desde el nombre: ese humilde fruto que no se mete con nadie, tan fácil de pelar. "Mandarinas" recuerda a otras películas que juntan a dos enemigos mortales en un mismo espacio, obligando de ese modo al conocimiento mutuo, pues al que es sencillo matar es al adversario anónimo, no así a aquel al que se reconoce: bien lo sabe Tarantino, ocupando en sus películas media cinta en la presentación de todo el reparto al que se va cepillar en la segunda mitad del metraje, provocando así cierta empatía en el público: aunque el cadáver lo sea con todo merecimiento. De esos títulos que formarían un subgénero, asoma en la memoria "En tierra de nadie" de Danis Tanovic, película del año 2001 en la que un serbio y un bosnio comparten desamparo, o, mucho más atrás, viajando al año 1985, aunque hacia el futuro en el que todo es posible de la ciencia ficción, un humano y un draco (aquellos lagartos extraterrestres de la serie "V", tan familiares, saltando a otros guiones estelares) se convierten en pareja de robinsones espaciales en "Enemigo mío" de Wolfgang Petersen.
Para "Mandarinas", el telón de fondo lo da la Guerra de Abjasia, uno más de los conflictos territoriales que se produjeron a principios de los años 90, cuando la U.R.S.S. renunció a cumplir con su parte de la Guerra Fría y multitud de repúblicas, ya fueran caucásicas, bálticas o esteparias, destrozaron la asignatura de geografía para los restos. Aquellos conflictos, algunos de los cuales siguen dando guerra en el telediario, no solo eran para establecer una pretendida soberanía sobre el trozo de planeta que cada cual, en su imbecilidad, aspira a delimitar como estado, sino que, peor aún, se convertían en conflictos étnicos que perseguían la aniquilación del otro, del vecino que reza a un dios diferente o que tiene un bisabuelo nacido en un país distinto: la manipulación del pueblo para inventarle amenazas, némesis diabólicas que vendrán a robarle el pan, violar su descendencia y escarbar en sus cementerios.
Un georgiano y un checheno a la greña y en medio la figura de Ivo, un estonio, reeditando los chistes de múltiples nacionalidades que nos contaban de pequeños y donde el más sagaz siempre era el español. Ahora lo será Ivo, la cordura entre tanta vesania homicida, la espiral de violencia inducida por sentimientos cuarteleros de camaradería, emociones fáciles para que la muerte de un compañero, band of brothers, genere imparables ansias de venganza. Todo ello relatado estupendamente en esta producción estonia, multipremiada y alabada internacionalmente, reconocimientos artísticos que alimentan demagogias y condenas para que ningún conflicto, en cualquier parte del mundo, sea olvidado. Arreglarlo ya sería mucho pedir.

domingo, diciembre 11, 2016

"Hasta el último hombre", de Mel Gibson

Se podría establecer un paralelismo malintencionado con otro éxito reciente del cine bélico, "El francotirador" de Clint Eastwood. Si en aquella el homenajeado era Chris Kyle, francotirador del ejército estadounidense desplegado en Irak, que presumía de haber segado 255 vidas con su rifle de precisión, en esta el protagonista es otro soldado del mismo ejército, Desmond Doss, cuyo logro es totalmente contrario al de Kyle: salvar a 75 hombres heridos durante la campaña del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial, heridos entre los que se encontraban varios japoneses: el ángel exterminador frente al ángel de la guardia. La victoria moral, por tanto, se la apuntaría Mel Gibson al elegir un guion que ensalza al héroe desarmado, y quizás también al haber cuajado un filme bélico emocionante, si bien Clint Eastwood ya dejó esa parcela bien cubierta cuando realizó "Banderas de nuestros padres" o, sobre todo, "Cartas desde Iwo Jima".
Desmond Doss era objetor de conciencia, el primero que recibiría la Medalla de Honor, máxima condecoración del ejército de Estados Unidos. Pertenezco a una generación de objetores de conciencia, así que el término me resulta familiar, lo mismo que insumisión o prestación social sustitutoria: lo que fuera con tal de no pasar un año en blanco (o en azul, o en verde, o en caqui, según el destino que tocara) realizando el servicio militar: los buenos van al cielo, los malos al infierno y los regulares a Melilla. La principal objeción al asunto era la pérdida de tiempo: lo de servir a la patria no merece la pena ni mencionarlo, no sea que me caiga la de Trueba. Teniendo en cuenta los motivos usuales para objetar, el caso de Desmond Doss resulta aún más llamativo: él quería ir a la guerra, como todos los jóvenes de su pueblo, pero sin tocar un arma ni por casualidad. Sus profundas convicciones religiosas y algún que otro trauma infantil, avalan el comportamiento. ¿El objetor nace o se hace? Las justificaciones, tal y como aparecen en la película, resultan un tanto peregrinas, pero existe un documental realizado en el año 2004, "The Conscientious Objector" de Terry Benedict, centrado en el caso, donde el propio Doss, ya octogenario, relata sus vivencias junto a otros camaradas del ejército. Ese documental reafirma todo lo que Mel Gibson mostrará en su cinta, con las consabidas licencias cinematográficas, por supuesto (al final de la película se incluirán varios extractos del documental mencionado, apuntalando varias escenas de la película, las proezas del soldado Doss, que aunque resulten increíbles habrá que pensar que son ciertas).
No resulta fácil declarar "Hasta el último hombre" como una de las películas que engrosarán la lista de filmes antibelicistas. Debe serlo, pues no se ahorran vísceras y sangre, marca de fábrica del director Mel Gibson desde que arrojara hemoglobina a la pantalla en su oscarizada "Braveheart". Los desastres de la guerra quedan sobradamente retratados en amputaciones y gritos de dolor, el fotograma sucio de fango y metralla en el que Desmond Doss realizaba su labor con una generosidad inverosímil. Pero a la vez hay una posición que tomar, un acantilado de la isla de Okinawa arrasado una y otra vez por la artillería, tomado una y otra vez, a la carga, por la infantería estadounidense, y una y otra vez reconquistado por los fieros defensores japoneses. El heroísmo que atraviesa el celuloide ya no es sólo el misericordioso de Desmond, sino que el ardor guerrero esperable también tiene su lugar en la cinta: hazañas bélicas para una buena película de guerra. El pero se colocaría en un cierto abuso de escenas coreografiadas que desarrollan la acción de forma artificiosa, combates cuerpo a cuerpo con mensaje subliminal: si la "fantasmada" no aparece en lo de salvar vidas, en lo de quitarlas se podría buscar.
Buena película de Mel Gibson, otra vez, actor metido a director que ha demostrado, desde su primera película, tener un excelente ojo para colocar detrás de la cámara y redaños de sobra para tirar del carro. Además, un reparto acertado: Andrew Garfield, el último Spiderman, ajustando con candor élfico la personalidad del buenazo Doss, y un elfo verdadero, Hugo Weaving, cambiando de registro para encarnar al demasiado humano padre del héroe. Sí, Mel Gibson, ese bocazas borracho, es capaz de hacer buen cine (apunten esta para los premios Oscar), abordando temas con los que se podrá estar de acuerdo en parte o en nada (el trasfondo religioso de "Hasta el último hombre" es de aúpa), pero al que no se le puede negar la habilidad para llevarlos a cabo. No sé dónde he oído que está preparando la secuela de "La Pasión de Cristo"...