miércoles, abril 27, 2016

"Macbeth", de Justin Kurzel

Pasó el Día del Libro de 2016, pasó el cuarto centenario y supongo que también pasó el furor, más bien breve, por la figura del escritor Miguel de Cervantes. El baño quijotesco de la semana pasada quedó sepultado en un país en el que, para qué nos vamos a engañar, el interés por la literatura (y la cultura en general) es tan escaso como sospechoso: el lector, ese ser asocial que se toma el lujo de perder el tiempo entre legajos, nublando su entendimiento con zarandajas: Don Quijote sigue cabalgando. Cervantes al baúl, al lado de la camiseta de la selección española, guardado en un cajón hasta que una nueva ocasión patriótica obligue a desempolvarlo. Hasta ese momento seguiremos escuchando de vez en cuando esa tontería vacía de sentido de que "Don Quijote de la Mancha" es el libro más traducido junto a La Biblia, y la tontería aún mayor de su lectura como deber cívico para todo español que se precie, como si en leyendo El Quijote se cumpliera un cupo inexcusable. Tantas cosas habría que leer... Y se preparan todo tipo de coartadas para facilitar la tarea: ediciones simplificadas, adaptaciones al lenguaje moderno, en cómic, en audio-libro, en vídeo, en tuits con abrefácil o en sobres monodosis solubles en agua. Como si un libro lleno de aventuras, de humor, de lectura ágil y entretenida, necesitara ser introducido a presión en la cabeza de tanto iletrado políglota que sólo lo leerá para presumir de ello, para hacerse un selfie con el careto pegado a la portada. Ay. Leerlo o no leerlo, esa es la...
Sí, a la par se celebraba otro centenario luctuoso, claro, el de William Shakespeare. Tengo la impresión de que la obra del inglés ha sido mejor tratada por el tiempo, de que despierta más interés en el mundo, algo que sin duda se debe también al dominio de la civilización anglosajona a nivel mundial, ya sea por una dictadura idiomática incontestable, ya sea por su profunda penetración en la cultura popular. La verdad es que sus obras teatrales son magníficas y encima son multitud: demasiados molinos para un único, aunque archiconocido, Don Quijote. "Hamlet", "Romeo y Julieta", "Macbeth", "Otelo", "El rey Lear", "Julio César", "Ricardo III", "El mercader de Venecia", etc. Tragedias de todo tipo que revelaban verdades absolutas de la condición humana hasta constituirse en arquetipos. "Macbeth" es alegoría de la ambición sin límites, de llegar al poder y luchar por conservarlo: el jardín colmado de cadáveres acuchillados y los sueños de gloria desvelados por una conciencia aterrorizada ante la dimensión de los pecados cometidos. Macbeth dominado por la profecía, esclavo del fatum, del designio de las parcas, que imponen un sentido gramatical en sus sentencias imposible de parafrasear: lo que no puede suceder encuentra los vericuetos precisos para ser implacable. La voluntad humana como juego de obsesiones, un equilibrio tenue a punto siempre de ser vencido por decisiones inconscientes: en un cruce de caminos, siempre elegir el peor.
Se han sucedido múltiples adaptaciones cinematográficas de "Macbeth". A destacar las de Orson Welles o Roman Polanski, o la menos ortodoxa "Trono de sangre" de Akira Kurosawa. El "Macbeth" que ocupa el título de esta entrada animaba a ser visto, principalmente, por los componentes de su pareja protagonista, Michael Fassbender y Marion Cotillard, excelentes actores los dos. Por otro lado, a la película se le ha dado una estética "minimalista recargada" que puede recordar a "Braveheart" de Mel Gibson, a "300" de Zack Snyder, y sobre todo a mucho videoclip musical para canciones no demasiado alegres (descubro que el siguiente proyecto del director Justin Kurzel es la adaptación del videojuego "Assassin's Creed", dato que no me sorprende en exceso: sí me ha sorprendido algo más enterarme de que Fassbender y Cotillard también protagonizarán esa cinta). No hay problema, cualquiera sabe cómo era el reino de ese caudillo escocés del siglo XI. Lo que no tiene excusa es convertir una obra de teatro que ha fascinado al público durante cuatro siglos, en un plomo. Mi reino por una película.

miércoles, abril 20, 2016

"Libre te quiero", de Basilio Martín Patino

20N, 23F, 11S, 11M. Dos guarismos y una letra mayúscula codificando la Historia, abreviando explicaciones: tres caracteres que condensan un suceso trascendental, de esos que cuando tuvieron lugar siempre recordamos dónde nos pilló la noticia. Los medios de comunicación, hartos de repetir la combinación de día, mes y año, esparcen el código hasta lograr su arraigo en la memoria colectiva: no hay duda de a qué se refieren.
15M. El 15 de mayo del año 2011, se convoca una manifestación en Madrid. Una manifestación para protestar, por supuesto, no recuerdo el motivo exacto, pero, sumergidos en una dura crisis económica, motivos seguro que no faltaban. Siguen sin faltar. Termina la manifestación con sus manifiestos leídos, en la Puerta del Sol, como toda manifestación que se precie, y unos cuantos manifestantes deciden quedarse a dormir allí mismo: en ese momento dejó de ser una manifestación como las demás. Cuando salíamos de marcha y nos lo estábamos pasando bien, sobrepasado el umbral en el que todo se tiñe de un aura de irrealidad, la trascendente magia de la sublimación de la amistad, el amor y la alegría, buscábamos ávidamente el último garito abierto para prolongar el instante supremo, esa extraña luz de la madrugada: a casa ni muerto. Algo así debió suceder en Madrid esa noche. ¡La calle es nuestra!, no sólo de Manuel Fraga. En realidad no fue una idea original: en Grecia o en Túnez ya se habían tomado calles y plazas, se había acampado y se había protestado: se había intentado cambiar la Historia. Pero la Historia no cambia, la Historia únicamente sucede.
No sé si 15M será una referencia que perdure, si dentro de unas pocas décadas, cuando se diga "15M", se producirá la identificación con toda aquella movida que sacudió las plazas de muchas ciudades españolas entre mayo y octubre de aquel aciago año. Por lo que puedo apostar es por que la magnífica película documental de Basilio Martín Patino constituirá un camino directo para todo el que quiera acercarse a lo que pasó: experimentar el ambiente, revivir las sensaciones. Los lemas y los cánticos, los indignados y la policía, los desalojos forzosos y los retornos forzados, las lonas cubriendo una plaza, habitándola de improvisación y de ilusión, atronándola con música festiva y proclamas esperanzadas: con manos silenciosas agitando el viento. La Puerta del Sol, el Kilómetro Cero de España, el inicio de un viaje. Y los viajes siempre son a alguna parte, aunque quizás sea un sitio al que no se llegue nunca.
Canta Amancio Prada el viejo poema de Agustín García Calvo:
Libre te quiero como arroyo que brinca de peña en peña, pero no mía. 

miércoles, abril 13, 2016

Once

Once. Once upon a time in the west: in the west of Spain, claro. Once años escribiendo en un blog los pensamientos que una película provoca, estimable poso de reflexión. Después de once años, ¿se puede seguir?, ¿quedan palabras que rebuscar?, ¿no será ya un ejercicio vacuo de repetición? Apunto lo visto el pasado fin de semana (si algo ha cambiado en estos años es que para decidir el menú hay dos personas más, llenas de curiosidad, desconocedoras de la excusa de la paciencia), unas que ya había visto y otras que no, y pienso sobre qué podría escribir:
  • "Pacific Rim", de Guillermo del Toro: el cine kaiju eiga, el catastrofismo nipón, la estética en la obra de este director.
  • "Los pájaros", de Alfred Hitchcock: los celos, el Apocalipsis, las rubias con abrigo de visón que manejan lanchas motoras.
  • "Babadook", de Jennifer Kent: el terror en los cuentos infantiles, el síndrome de Medea, la locura del insomnio.
  • "La rosa púrpura de El Cairo", de Woody Allen: el Cine.
En "La rosa púrpura de El Cairo", Cecilia, interpretada por Mia Farrow, escapa de la vida sumergiéndose en el edén de una sala de cine y rompiendo, al fin, la cuarta pared: salvada por el arte. Decía Truffaut que once años es una edad en la que se empieza a ser consciente de que el cine y la literatura surgen como unos de los mejores modos de contemplar la vida. No puedo estar más de acuerdo. Ojalá que con la excusa del cine no deje nunca de escribir, aunque sea mal y poco, alimentándome hasta el fin de mis días de películas y de libros, viviendo no una vez, sino muchas.
Este pequeño Licantropunk cumple once años y, como de costumbre, la persona que recuerda todas las fechas le hace un regalo, el libro "Yo soy Espartaco", escrito por el actor Kirk Douglas. El hijo del trapero, que cumplirá, D.m., cien años (eso sí que es una cifra) el 9 de diciembre de 2016, dirige una mirada, que supongo que será esclarecedora, al accidentado rodaje de una de las películas fundamentales de su filmografía y también de la historia del séptimo arte. A leer. Y a ver.

jueves, abril 07, 2016

"En el calor de la noche", de Norman Jewison

Un negro con traje. ¿O es un traje con negro? El traje hace al hombre, dicen, la vestimenta como ineludible carta de presentación: la primera imagen, antes de abrir siquiera la boca, desatando un montón de mecanismos autónomos de interpretación de señales asentados en nuestra memoria evolutiva. Puede ser cierta la frase, supongo que lo será, pero en 1967 en Sparta, un pequeño pueblo del estado sureño de Mississippi, solo parecía verdadera si dentro del traje iba un blanco. En aquella época y en aquel lugar, un traje con un blanco dentro era un traje, pero un traje vistiendo a un negro era un negro: un negro engreído, además. Y en esa cualidad, la de interpretar a un negro con ínfulas, Sidney Poitier era un maestro: guapo, listo y formal: la mirada penetrante que fulminaba a toda la basura blanca que el director de turno le pusiera por delante.
Poitier interpretó con éxito (primer actor de color en recibir un premio Óscar, en 1964 por "Los lirios del valle" de Ralph Nelson) y en multitud de películas, al símbolo certero de la lucha por los derechos civiles que se desarrolló en los Estados Unidos al inicio de la segunda mitad del siglo XX: el cine como primer vehículo cultural para transportar en aquellos años ideas de cambio social: hasta el último proyector del mundo. Caracteres íntegros, indomables, que no están dispuestos a dejar pasar de largo la oportunidad de sepultar milenios de esclavitud y opresión racista.
Un negro con dinero, de paso, que espera el tren en la estación: un bulto sospechoso. Virgil Tibbs termina con sus huesos en la comisaría local: se ha cometido un crimen. El señor Colbert, rico empresario, ha sido asesinado, dejando un cadáver roto y desplumado. Y para colmo hace mucho calor, el calor pegajoso del sur, el que coloca el insomnio nocturno dentro de un horno y arranca la espoleta del despropósito. La atmósfera de la película se puede mascar de puro densa, a punto de estallar en cualquier momento. El jefe de policía Gillespie suda copiosamente, embutido en el corpachón lleno de talento del actor Rod Steiger: el tópico sheriff sudista que masca su chicle incombustible, parapetado detrás de unas gafas de sol, una interpretación sin embargo matizada, que le valió un merecido Óscar (la cinta ganó 4 estatuillas más, incluida la de mejor película). Poitier y Steiger en intenso duelo actoral, rodeados de potentes actores secundarios, batiendo el cobre de sus egos disparados, mientras la banda sonora de Quincy Jones sigue calentando la noche.