viernes, diciembre 30, 2016

"Rogue One: una historia de Star Wars", de Gareth Edwards

Hace mucho tiempo, en un cine que ya no existe, unas letras amarillas se adentraban en la pantalla contando que unos rebeldes habían ganado su primera batalla a un malvado imperio galáctico y que durante esa batalla habían robado los planos de una estación espacial llamada, nada menos, la Estrella de la Muerte. Episodio IV, anunciaban esas letras, mientras nos preguntábamos cuándo habían rodado los tres primeros y por qué no se habían estrenado en España. Ahora, a un golpe de calendario de que pasen cuarenta años, aquel resumen introductorio se expande en un episodio que no es el tercero, ese ya lo estrenó George Lucas, cerrando un bucle, en "La venganza de los Sith", sino que se trataría de un tres y medio, un prólogo al cuatro: quizás un cuatro menos cuarto. Aquella batalla y aquellos planos robados, que eran una suerte de macguffin para poner en marcha "La Guerra de las Galaxias", son el leitmotiv de "Rogue One".
Aparte de la división de opiniones que pueda generar la película en cuanto a su oportunidad (financiera fijo que lo es) y al balance crítico en el espectador, uno de los puntos candentes que destaca la cinta es el de los límites de la representación en el cine atiborrado de efectos digitales actual: la resurrección de actores y actrices, fallecidos o envejecidos, mediante una recreación lo más fiel posible de su aspecto en un modelo tridimensional informático. ¿Se imaginan una segunda parte de "Casablanca" con Rick e Ilsa interpretados por el aspecto exacto de Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, marionetas desapasionadas y desilusionantes? ¿A qué Actors Studio habrán asistido el ejército de animadores de Industrial Light & Magic? Me temo que en la cara digitalizada de Peter Cushing como gobernador Tarkin se abre una puerta peligrosa para que los estudios de Hollywood vuelvan a colocar en el cartel de sus producciones nombres como James Dean, Marilyn Monroe, Marlon Brando o Steve McQueen: testamentos traicionados. Ojalá que no.
"Esperanza", proclama la princesa Leia Organa, y un escalofrío recorre la sala, sacudida por los titulares recientes, una princesa Leia que ya no es Carrie Fisher, no, sino que es un implante como los que se introducían en los Replicantes de "Blade Runner" para que tuvieran sucedáneos de memoria: en eso se convertirá el espectador, en un consumidor de nostalgias. Y así sucede en "Rogue One", en su tramo final, con la batalla del planeta Scarif, que es cuando el celuloide empieza a oler a Star Wars realmente: vuelan las formaciones de Ala-X combatiendo los cazas Tie y restallan los sables láser: misiones suicidas y sacrificios heroicos. Hasta ese momento se asiste a una trama más o menos conexa, aunque con agujeros de guión que quizás deba rellenar un episodio cuatro menos veinte (quizás esté previsto), en la que la presencia de dos grandes actores como Mads Mikkelsen o Forest Whitaker parecía querer dar lustre: desaprovechados ambos, sobre todo en el caso de Whitaker, con un personaje, Saw Gerrera, plano y vacío: un partisano de cartón piedra. En cuanto a los jóvenes protagonistas, a Diego Luna se le ve algo falto de empaque, de modo que a la Jyn Erso interpretada por Felicity Jones le tocará llevar el peso de la trama: esas heroínas galácticas a las que Carrie Fisher señaló el camino.

lunes, diciembre 26, 2016

"El hijo de Saúl", de László Nemes

La lente se desenfoca, se vuelve miope a dos metros de distancia, con la intención de disolver el entorno, de hacerlo inaprensible, de retratar el espacio difuso de las pesadillas: Dante paseando por el infierno en la Tierra. Arbeit macht frei, lema indicado para los sonderkommando que colaboraban en las bien engrasadas factorías de la muerte que eran los campos de exterminio del nazismo: en la magnífica novela "Las benévolas" de Jonathan Littell se puede uno hacer una idea perfecta de los índices de productividad (eficacia alemana) que defendían aquellas instalaciones: stock disponible, fabricación en cadena y valor añadido. Sin embargo, la promesa de libertad era vacía: Roma no paga traidores: chicos pálidos para la máquina que también saldrán de allí convertidos en humo. Un grupo de ellos se rebelaron, como se retrata en "La zona gris" de Tim Blake Nelson, último gesto de dignidad para unos hombres a los que se les había arrebatado todo.
¿Qué gramo de esperanza le puede quedar al que ha contemplado el fin de la Humanidad? En el individuo que es deconstruido hasta el nivel de hacerle trabajar en el holocausto de los suyos, no se concibe que anide ni un ápice de futuro. Y sin embargo el impulso vital, genético, de la perpetuación de la especie constituye el último reducto del hálito creador que resiste ante tanta destrucción. En "Hijos de los hombres" de Alfonso Cuarón, la especie humana condenada a la extinción por una insólita plaga mundial de infertilidad, contiene el aliento en presencia de una mujer embarazada. Y Saúl, inmerso en su locura cotidiana (no puede uno dejar de pensar en los testimonios de antiguos sommerkommando que desgarran los fotogramas de la monumental "Shoah" de Claude Lanzmann) parece sufrir el mismo efecto: los niños lo primero.

miércoles, diciembre 14, 2016

"Mandarinas", de Zaza Urushadze

En la entrada anterior, dedicada a "Hasta el último hombre" de Mel Gibson, comentaba la posibilidad de que su antibelicismo fuera puesto en duda ante otras secuencias plenas de ardor guerrero. No será así con "Mandarinas", pacifista desde el nombre: ese humilde fruto que no se mete con nadie, tan fácil de pelar. "Mandarinas" recuerda a otras películas que juntan a dos enemigos mortales en un mismo espacio, obligando de ese modo al conocimiento mutuo, pues al que es sencillo matar es al adversario anónimo, no así a aquel al que se reconoce: bien lo sabe Tarantino, ocupando en sus películas media cinta en la presentación de todo el reparto al que se va cepillar en la segunda mitad del metraje, provocando así cierta empatía en el público: aunque el cadáver lo sea con todo merecimiento. De esos títulos que formarían un subgénero, asoma en la memoria "En tierra de nadie" de Danis Tanovic, película del año 2001 en la que un serbio y un bosnio comparten desamparo, o, mucho más atrás, viajando al año 1985, aunque hacia el futuro en el que todo es posible de la ciencia ficción, un humano y un draco (aquellos lagartos extraterrestres de la serie "V", tan familiares, saltando a otros guiones estelares) se convierten en pareja de robinsones espaciales en "Enemigo mío" de Wolfgang Petersen.
Para "Mandarinas", el telón de fondo lo da la Guerra de Abjasia, uno más de los conflictos territoriales que se produjeron a principios de los años 90, cuando la U.R.S.S. renunció a cumplir con su parte de la Guerra Fría y multitud de repúblicas, ya fueran caucásicas, bálticas o esteparias, destrozaron la asignatura de geografía para los restos. Aquellos conflictos, algunos de los cuales siguen dando guerra en el telediario, no solo eran para establecer una pretendida soberanía sobre el trozo de planeta que cada cual, en su imbecilidad, aspira a delimitar como estado, sino que, peor aún, se convertían en conflictos étnicos que perseguían la aniquilación del otro, del vecino que reza a un dios diferente o que tiene un bisabuelo nacido en un país distinto: la manipulación del pueblo para inventarle amenazas, némesis diabólicas que vendrán a robarle el pan, violar su descendencia y escarbar en sus cementerios.
Un georgiano y un checheno a la greña y en medio la figura de Ivo, un estonio, reeditando los chistes de múltiples nacionalidades que nos contaban de pequeños y donde el más sagaz siempre era el español. Ahora lo será Ivo, la cordura entre tanta vesania homicida, la espiral de violencia inducida por sentimientos cuarteleros de camaradería, emociones fáciles para que la muerte de un compañero, band of brothers, genere imparables ansias de venganza. Todo ello relatado estupendamente en esta producción estonia, multipremiada y alabada internacionalmente, reconocimientos artísticos que alimentan demagogias y condenas para que ningún conflicto, en cualquier parte del mundo, sea olvidado. Arreglarlo ya sería mucho pedir.

domingo, diciembre 11, 2016

"Hasta el último hombre", de Mel Gibson

Se podría establecer un paralelismo malintencionado con otro éxito reciente del cine bélico, "El francotirador" de Clint Eastwood. Si en aquella el homenajeado era Chris Kyle, francotirador del ejército estadounidense desplegado en Irak, que presumía de haber segado 255 vidas con su rifle de precisión, en esta el protagonista es otro soldado del mismo ejército, Desmond Doss, cuyo logro es totalmente contrario al de Kyle: salvar a 75 hombres heridos durante la campaña del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial, heridos entre los que se encontraban varios japoneses: el ángel exterminador frente al ángel de la guardia. La victoria moral, por tanto, se la apuntaría Mel Gibson al elegir un guion que ensalza al héroe desarmado, y quizás también al haber cuajado un filme bélico emocionante, si bien Clint Eastwood ya dejó esa parcela bien cubierta cuando realizó "Banderas de nuestros padres" o, sobre todo, "Cartas desde Iwo Jima".
Desmond Doss era objetor de conciencia, el primero que recibiría la Medalla de Honor, máxima condecoración del ejército de Estados Unidos. Pertenezco a una generación de objetores de conciencia, así que el término me resulta familiar, lo mismo que insumisión o prestación social sustitutoria: lo que fuera con tal de no pasar un año en blanco (o en azul, o en verde, o en caqui, según el destino que tocara) realizando el servicio militar: los buenos van al cielo, los malos al infierno y los regulares a Melilla. La principal objeción al asunto era la pérdida de tiempo: lo de servir a la patria no merece la pena ni mencionarlo, no sea que me caiga la de Trueba. Teniendo en cuenta los motivos usuales para objetar, el caso de Desmond Doss resulta aún más llamativo: él quería ir a la guerra, como todos los jóvenes de su pueblo, pero sin tocar un arma ni por casualidad. Sus profundas convicciones religiosas y algún que otro trauma infantil, avalan el comportamiento. ¿El objetor nace o se hace? Las justificaciones, tal y como aparecen en la película, resultan un tanto peregrinas, pero existe un documental realizado en el año 2004, "The Conscientious Objector" de Terry Benedict, centrado en el caso, donde el propio Doss, ya octogenario, relata sus vivencias junto a otros camaradas del ejército. Ese documental reafirma todo lo que Mel Gibson mostrará en su cinta, con las consabidas licencias cinematográficas, por supuesto (al final de la película se incluirán varios extractos del documental mencionado, apuntalando varias escenas de la película, las proezas del soldado Doss, que aunque resulten increíbles habrá que pensar que son ciertas).
No resulta fácil declarar "Hasta el último hombre" como una de las películas que engrosarán la lista de filmes antibelicistas. Debe serlo, pues no se ahorran vísceras y sangre, marca de fábrica del director Mel Gibson desde que arrojara hemoglobina a la pantalla en su oscarizada "Braveheart". Los desastres de la guerra quedan sobradamente retratados en amputaciones y gritos de dolor, el fotograma sucio de fango y metralla en el que Desmond Doss realizaba su labor con una generosidad inverosímil. Pero a la vez hay una posición que tomar, un acantilado de la isla de Okinawa arrasado una y otra vez por la artillería, tomado una y otra vez, a la carga, por la infantería estadounidense, y una y otra vez reconquistado por los fieros defensores japoneses. El heroísmo que atraviesa el celuloide ya no es sólo el misericordioso de Desmond, sino que el ardor guerrero esperable también tiene su lugar en la cinta: hazañas bélicas para una buena película de guerra. El pero se colocaría en un cierto abuso de escenas coreografiadas que desarrollan la acción de forma artificiosa, combates cuerpo a cuerpo con mensaje subliminal: si la "fantasmada" no aparece en lo de salvar vidas, en lo de quitarlas se podría buscar.
Buena película de Mel Gibson, otra vez, actor metido a director que ha demostrado, desde su primera película, tener un excelente ojo para colocar detrás de la cámara y redaños de sobra para tirar del carro. Además, un reparto acertado: Andrew Garfield, el último Spiderman, ajustando con candor élfico la personalidad del buenazo Doss, y un elfo verdadero, Hugo Weaving, cambiando de registro para encarnar al demasiado humano padre del héroe. Sí, Mel Gibson, ese bocazas borracho, es capaz de hacer buen cine (apunten esta para los premios Oscar), abordando temas con los que se podrá estar de acuerdo en parte o en nada (el trasfondo religioso de "Hasta el último hombre" es de aúpa), pero al que no se le puede negar la habilidad para llevarlos a cabo. No sé dónde he oído que está preparando la secuela de "La Pasión de Cristo"...

miércoles, noviembre 30, 2016

"Animales fantásticos y dónde encontrarlos", de David Yates

¿Qué es un muggle? Si usted no ha leído nunca un libro de la saga "Harry Potter" (como es mi caso), de la escritora J. K. Rowling, pero sí ha visto alguna de las adaptaciones al cine (como es mi caso) de las aventuras del joven mago, le sonará más escuchar la pronunciación "maguel" (¿eso no es el nombre de un pastel?). ¿Nada? Pues sepa usted que es uno de ellos (como es mi caso: ya paro), excepto si es usted estadounidense: entonces sería un nomaj, según se cuenta en "Animales fantásticos y dónde encontrarlos", que no en vano trascurre en el país con más nomaj por milla cuadrada.
Un muggle es, precisamente, lo que todo aquel que se haya sentido absorbido por el mundo mágico de Harry Potter le gustaría dejar de ser. En 2017 se cumplirán veinte años de la publicación del primer tomo, "Harry Potter y la piedra filosofal", y a pesar del tiempo pasado el fenómeno sigue vigente: muchos de los niños y niñas de ahora siguen esperando cada mes de septiembre la carta que les acepte, al fin, como integrantes del selecto Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, aunque ni en broma formarían parte de la casa Slytherin del mismo centro: a rezar para que el sombrero proclame Gryffindor en el reparto.
El universo de Harry Potter no es más que otra vía de escape para evitar la mediocridad cotidiana. Desde la más temprana infancia ya se percibe con rotundidad que los mundos producidos por la imaginación son sin duda mejores que aquel en el que ha tocado vivir: hobbits de Tolkien, jedis de Lucas, los Vengadores de Stan Lee y Jack Kirbi: la cultura popular ha aportado durante décadas los iconos necesarios para seguir soñando.
El séptimo y último volumen se publicó en 2007 y la entrega final en celuloide se estrenó en 2011. ¿Quién es el valiente capaz de matar la gallina de los huevos de oro? J. K. Rowling ha publicado otros libros, empleando el subterfugio del seudónimo trapacero, pero el éxito cosechado ha sido inversamente proporcional a la distancia tomada respecto de su creación principal. Ahora se pasa al guión cinematográfico, basándose en un libro suyo publicado en 2001, una suerte de catálogo de bichos, e inicia una nueva serie que resulta ser una precuela: el viejo truco. "Animales fantásticos y dónde encontrarlos" cruza el charco y se sitúa en Nueva York en los años veinte, aunque en un espacio histórico alternativo que enfrenta a magos y a muggles (o nomajs): la desconfianza hacia el otro, al distinto, peor aún, al más poderoso, una idea muy explotada en los cómics que nos hablaban de mutantes con superpoderes. Toma protagonismo un animalario de hálito mitológico, zoología fantástica también dotada de habilidades extraordinarias, con lo que la película termina emparentada con el género de catástrofes: Godzilla surgiendo de las aguas. La lograda ambientación de época se diluye en un hilo argumental desordenado, prolongado en exceso, algo que ya era patente en muchas de las películas del ciclo Potter. Aún así, un triunfo entre los fans de la escritora, devotos dispuestos a atrapar cualquier mínima pista que les acerque al espíritu de aquel gafotas inadaptado que volaba libre cabalgando una escoba. Harry somos todos.

lunes, noviembre 28, 2016

"600 millas", de Gabriel Ripstein

En Estados Unidos es más fácil comprar un rifle que un coche: ¿será esto lo que llaman la América de Trump? En realidad es la América de todos los presidentes que hubo antes de él: si alguno intentó ponerle límites a la famosa Segunda Enmienda, fracasó en el intento. Del sur al norte se produce tráfico de drogas, de animales exóticos, de personas, esas a las que se les quiere colocar un muro infranqueable. Pero, ¿qué se contrabandea en sentido contrario? Armas, una mercancía en eterno Black Friday: llenar el maletero de metralletas compradas en la armería de la esquina, calidad garantizada, y cruzar la frontera hacía México, donde los agentes de aduanas son mucho más permisivos que sus colegas del norte. Desde la facilidad de compra de un buen arsenal doméstico para cualquier pacífico ciudadano yanqui, las armas viajan hacia el mercado seguro de los cárteles de la droga. Igual que antes se traía tabaco de Andorra o pantalones de cuero de Melilla, el trapicheo de la oferta y la demanda asegura un negocio boyante e ininterrumpido: las balas del norte, los muertos del sur.
"600 millas", la cifra que alcanza el cuentakilómetros de una road movie que ilustra el viaje hacia el sur de un joven mexicano (Kristyan Ferrer) y un agente federal (Tim Roth). Cine de frontera para ilustrar la profunda hipocresía de unas relaciones entre países vecinos que se necesitan mutuamente, casi tanto como se desprecian: te quiero mientras me seas de utilidad, después te abandonaré sin el menor remordimiento. El apellido Ripstein del director es inequívoco. Como su padre, vocación por los planos secuencia, estáticos muchos de ellos, con la acción abandonando el encuadre para retornar a él y seguir desgranando pistas de este juego de la verdad, juego que termina con una mentira colocando los títulos de crédito y un espectador atónito ante la podredumbre del mundo.

lunes, noviembre 14, 2016

"Corre, Lola, corre", de Tom Tykwer

A finales de los años 90 se produce cierta evolución estética en la composición, en el montaje, se realizan películas imbricadas sobre una estructura de pegadizos temas pop y que por tanto se pueden considerar herederas del videoclip. En los estertores del grunge, cineastas novatos como Danny Boyle, Guy Ritchie o Baz Luhrmann, alumbran celuloides propicios para una generación urbanita que ha crecido mirando la MTV y que está capacitada para un nuevo lenguaje audiovisual.
La propuesta del alemán Tom Tykwer en "Corre, Lola, corre", aparece como una de las más imaginativas de la hornada, un collage técnico en el que sobresale la imagen rotunda, icónica, de Lola (Franka Potente, dibujo animado de pelo rojo al viento) corriendo con decisión de velocista por un Berlín recientemente reunificado. Lola, la hija descarriada del presidente de un banco, dispone de veinte minutos para salvar el pellejo de su novio Manni (Moritz Bleibtreu), un camello de poca monta que ha perdido una bolsa con el dinero de un traficante de escasa empatía.
¿Habíamos mencionado videoclip? ¿Por qué no mencionar también videojuego? Tres vidas y un tiempo limitado para superar la pantalla, para elegir el camino correcto y tomar las decisiones adecuadas: cruces entre universos paralelos que demarcan un futuro probable. De vuelta a la casilla de salida el juego se reinicia y a correr otra vez. Qué quieres que te diga, chica, Manni no parece mal tipo, pero... con un menda así te vas a hartar a correr.

domingo, noviembre 06, 2016

"El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares", de Tim Burton

Conocía el factor de que esta película es la adaptación de una novela que ha sido un éxito de ventas, un best seller para el público lector infantil estadounidense. ¿Fidelidad al libro? No lo puedo saber, no lo he leído, pero espero que no sea otra "Alicia" que nadie quería ver. La obra inmortal de Lewis Carroll también es un superventas, lo es desde hace 150 años, y conocer que Tim Burton iba a abordar la historia de la niña que entró a la madriguera de un conejo fue motivo de júbilo hasta que presenciamos el resultado: queríamos una Alicia fiel a la letra leída que representara una alternativa icónica a la Alicia imaginada por los artistas de Disney en 1951, dibujo animado que seguirá siendo canónico, me temo.
De entrada el reparto anima. El protagonismo cae en Eva Green como Miss Peregrine (¿será el relevo fijo de Helena Bonham Carter?), actriz que ha dado sobradas muestras de virtuosismo macabro en la serie televisiva "Penny Dreadful", y en Asa Butterfield como Jacob (¿será el relevo fijo de Johnny Depp?), aquel niño de profundos ojos melancólicos que deslumbró en "La invención de Hugo" de Martin Scorsese o en "El juego de Ender" de Gavin Hood, y al que se le puede aventurar un brillante futuro como actor. Pasaba por allí Samuel L. Jackson, que parece que se toma la película a cachondeo, y deja muestras de magisterio actoral el gran Terence Stamp.
Intentando ser imaginativa, la trama termina por ser embarullada: el bucle temporal que ancla la escuela de Miss Peregrine en un solitario día de 1943, inicialmente bien explicado, acaba siendo un laberinto de celuloide. Tenía buena pinta esa escuela de jóvenes talentos (versión X-Men) o de niños Jedi (versión Starwars), pues a pesar de no ser una idea excesivamente original, se compensa con las habilidades desconcertantes de los pequeños. Pero la película cansa por repetición, ya que la segunda mitad se centra en presentar múltiples enfrentamientos entre fuerzas del bien y del mal, en distintos escenarios, escenas de combate pobremente justificadas que redundan en cierto aburrimiento visual: aparece el tedio, el producto inflado, el guión paupérrimo.
En una escena se vislumbra el barrio de adopción de "Eduardo Manostijeras", prácticamente el mismo plano, aquel típico suburbio californiano que también era el entorno de origen de Tim Burton. Y al origen debería volver el cineasta de Burbank, en busca de las raíces de su estilo: menos es más: renunciar a la pirotecnia visual ("Big Eyes" parecía avanzar en ese sentido), al producto lucrativo, a que la firma Burton sea un parque temático. El cuento sencillo de "Big Fish", la trama patética de "Ed Wood", el relato lúgubre de "Sleepy Hollow": la imaginería sensible y macabra que caracterizaban a aquel fenómeno ilusionante que se denominó cine de Tim Burton.

domingo, octubre 16, 2016

"El caballo de Turín", de Béla Tarr

Béla Tarr es un cineasta de convicciones, dotado de una mirada propia, trascendente: no se trata de realizar un rodaje, sino de articular un discurso fílmico: cine intelectual. El diálogo en imágenes se establece con el espectador dispuesto a escuchar, y, como se trata de un diálogo, no de un monólogo, se procura pensar y ofrecer una respuesta que sea propia e independiente, más allá de lo que se puede vislumbrar en las intenciones del director. El que está al otro lado de la cuarta pared es el que debe dar las respuestas y, por supuesto, formular muchas preguntas: las películas que son fábricas de preguntas se elevan sobre su condición estética y ahondan en el ansia de conocimiento del ser humano.
Se cuenta que el filósofo Friedrich Nietzsche estaba dando un paseo por Turín cuando presenció una violenta escena: un cochero golpeando a su caballo, azotándole brutalmente con su látigo. Se asegura que el pensador alemán corrió hacia ellos y se abrazo llorando al cuello del animal, lanzando lamentos desconsolados: se dice que fue la última vez que habló. Diez años después, Nietzsche, sumido en un estado de demencia incurable, fallece. Pero, ¿qué fue del caballo?
El arranque de la película sujeta con fuerza los ojos del espectador, la fuerza que surge de fotogramas rotundos, en negro sobre gris, celuloide vapuleado por arcos de violonchelo que parecen impulsar el viento que azota al caballo y a su dueño, tan jamelgo huesudo el uno como el otro, desechos de una naturaleza inclemente. Secuencia de planos secuencia, muchos de los cuales, con cambios de ángulo, de encuadre, poco más, se repiten a lo largo de los seis días bíblicos que cubre la trama: será aquello del eterno retorno, entendido como la imposibilidad de escape ante un destino desgraciado. Vestirse, sacar agua del pozo, encender la lumbre, cocer las patatas, comerlas con hastío y sentarse detrás de la ventana a contemplar una porción ínfima e inalterable del mundo, a esperar que acabe otro día. Mejor que el viento, ese Dios que no ha muerto, arrase con todo. La semana que se retrata en el metraje, por tanto, no es de creación, sino de destrucción, de una decadencia imparable: el pozo, la lumbre, el caballo: todo agoniza hacía un fundido a negro, testamento cinematográfico del director húngaro Béla Tarr, un legado tan desesperanzado como lúcido.

domingo, octubre 02, 2016

"Moolaadé", de Ousmane Sembène

La ablación o mutilación genital femenina comprende una serie de prácticas consistentes en la extirpación total o parcial de los genitales externos de las niñas. Entre otras consecuencias, las niñas mutiladas padecerán durante toda su vida problemas de salud irreversibles. Se calcula que 70 millones de niñas y mujeres actualmente en vida han sido sometidas a la mutilación/ablación genital femenina, la mayor parte en África y en Oriente Medio. Además, las cifras están aumentando en Europa, Australia, Canadá y los Estados Unidos, principalmente entre los inmigrantes procedentes de África y Asia sudoccidental.
La ablación genital femenina constituye una violación fundamental de los derechos de las niñas. Es una práctica discriminatoria que vulnera el derecho a la igualdad de oportunidades, a la salud, a la lucha contra la violencia, el daño, el maltrato, la tortura y el trato cruel, inhumano y degradante; el derecho a la protección frente a prácticas tradicionales peligrosas y el derecho a decidir acerca de la propia reproducción. Estos derechos están protegidos por el Derecho internacional.
(Fuente: UNICEF)

Mis intentos anteriores por aproximarme al cine africano no lograron buenos resultados. Me dejé caer con curiosidad por varios títulos que habían llegado hasta mí, y en ningún caso conecté con lo que contaban aquellas películas. Pensé que con "Moolaadé" (significa protección, en el sentido del derecho de asilo, del "acogerse a sagrado" de la iglesia antigua), me sucedería otro tanto. Pero es imposible no sentir empatía por la trama que se desarrolla en esta cinta, una película que además está excelentemente rodada, con unas actuaciones llenas de convicción. Cuatro niñas que habitan en una zona rural de Mali, huyen del grupo de mujeres (brujas armadas con navajas cachicuernas) que les van a practicar la ablación. Están en esa situación porque sus padres las han conducido hasta allí, por supuesto, pero las pequeñas logran escapar, aterrorizadas, y se refugian en la casa de una mujer que en el pasado se negó a que su hija pasase por ese trance brutal e irreversible. La película será relato de una lucha desigual, un combate contra la ignorancia, la superstición, el sometimiento, conductas infames que para colmo son acordes a la ley de aquellos países (aunque la acción trascurre en Mali, en realidad el rodaje se realizó en Burkina Faso, una de las naciones africanas de mayoría musulmana en las que la ablación está prohibida, mas no por ello se consigue erradicarla).
Sin embargo el tono de la película es asombrosamente vital, a pesar de las situaciones terribles que muestra. El colorido, la música, la alegría, contrastan poderosamente con castas sacerdotales dispuestas a mantener con puño de hierro el régimen opresivo que sujeta a la población en una cultura medieval desquiciada: las radios que las mujeres atesoran como salvavidas, como vías de escape que les cuentan que otro mundo es posible, las radios que terminan arrojadas a una pira inquisitorial. Menos minaretes y más antenas de televisión, piden los fotogramas de "Moolaadé", historia ansiosa por una modernidad occidental democrática que nosotros, apoltronados en nuestro sillones, no paramos de criticar y desperdiciar, y que a ellos les parece el edén, un paraíso en la Tierra por el que merecerá la pena cruzar, como sea, el mar Mediterráneo. O morir en el intento.

viernes, septiembre 30, 2016

"Taxi Teherán", de Jafar Panahi

En el año 2010 el director de cine iraní Jafar Panahi fue encarcelado por rodar un documental que ponía el foco en las protestas que se producían en su país después de que las elecciones del 2009 hubieran proclamado ganador a Mahmud Ahmadinejad. Las sospechas de amaño en el escrutinio de los votos provocaron la revuelta popular de los descontentos, y en ciertos países del mundo, en fin, tomarse ciertas libertades que parecen fundamentales es más peligroso que en otros. En cualquier caso el cineasta es juzgado y condenado a seis años de cárcel, además de no poder viajar al extranjero ni hacer cine en un plazo de veinte años. Nada menos. Para un cineasta, un hombre armado con una cámara, la pena a cumplir parece un despropósito y la campaña internacional en favor de su causa da frutos rápidamente: tres meses después de su encarcelamiento es puesto en libertad bajo fianza.
Y en cuanto a lo de no hacer cine, bueno, desde entonces ya ha realizado tres películas (el empuje de Panahi por seguir adelante con su obra y con su oficio, frente a todo tipo de trabas y conflictos, es de los que no se creen), cintas en las que él mismo es protagonista y realizador: "Esto no es una película", rodada sin salir de su domicilio, "Pardé", que sería continuación de la primera, y al fin, "Taxi Teherán": el proscrito dando pasos cada vez más atrevidos hasta alcanzar de nuevo el exterior, y de nuevo, como una constante en su obra ("El círculo", "El espejo", "El globo blanco"), adentrándose en las pequeñas historias que se tejen cotidianamente en Teherán, vivencias que parecen intrascendentes y que sirven sin embargo para derribar fronteras, para hacernos pensar que la vida diaria en la capital persa no es tan distinta de la de cualquier otra parte del mundo, y que sus habitantes están tan lejos pero tan cerca de nosotros mismos.

domingo, septiembre 25, 2016

"The Purge: La noche de las bestias", de James DeMonaco

Entre las 19:00 del día 21 de marzo y las 7:00 del día 22 de marzo, en ese intervalo de 12 horas, cualquier crimen será legal, y por tanto no se producirá ninguna detención o enjuiciamiento de los ciudadanos que decidan ejercer actos violentos sobre el resto de la población. Se podrá emplear el tipo de armamento que se desee, exceptuando explosivos, bazucas, granadas, o cualquier otro arma de poder destructor superior. Durante ese tiempo, los servicios de emergencia estatales, como son bomberos, policías o ambulancias, estarán desactivados. Esta es la premisa sobre la que se asienta la trama de "The Purge", la abolición temporal del contrato social de Rousseau, del orden establecido, del imperio de la ley, una cláusula al margen de la constitución estadounidense para un futuro cercano.
La película asegura que, gracias a ese desenfreno violento del vecino contra el vecino, el "Duelo a garrotazos" de Goya en versión yanqui, el país ha logrado un crecimiento económico inusitado y unas tasas de paro despreciables. ¿Sería imaginable que una sociedad civilizada permitiera desmanes semejantes? Antecedentes los hay. Por ejemplo la Sharia, ley islámica que concede derecho de venganza a los familiares de un asesinado, leitmotiv de la reciente "Lejos de los hombres" de David Oelhoffen, protagonizada por Viggo Mortensen, y que transporta, de modo magnífico, aires de western al desierto de Argelia en la época de la guerra de independencia contra el poder colonial francés. Y muchos siglos antes, el ejemplo se encuentra en Esparta, donde existía la costumbre de la Krypteia, rito iniciático para los jóvenes guerreros espartanos, que eran soltados en el monte para que durante la noche asesinaran a todos los ilotas (casta de esclavos) que les viniera en gana. Esta lucha desigual entre ricos y pobres es la que realmente pone de manifiesto "The Purge": la purga, entendida como la masacre de sujetos indeseables para las clases altas, es decir, la caza del que no dispone de medios para pasar esa noche bien guarecido en casas convertidas en fortalezas. Eso y el ya tan familiar cariño de los habitantes de Estados Unidos por su arsenal doméstico, mascotas que gustan de sacar a pasear de vez en cuando, y, puestos en ello, poner a prueba en institutos, centros comerciales, o cualquier otra aglomeración de personal: decía André Bretón que el mayor gesto del surrealismo sería salir a la calle con un revólver en cada mano y ponerse a disparar, de modo azaroso, hacia la multitud: Estados Unidos, ese país surrealista: sólo hay que fijarse en que Donald Trump puede ser su presidente.
Pero todas estas divagaciones sólo se apuntan en "The Purge". En realidad la cinta apenas ahonda en las causas que llevan a una nación a promulgar un edicto semejante, algo que le otorgaría a la película un interés mayor, y se centra en ser una película de acción más, al estilo de "Asalto a la comisaria del distrito 13", pero no tanto en la versión de John Carpenter sino en el remake moderno de Jean-François Richet, también protagonizada por Ethan Hawke al igual que "The Purge": Mr. Hawke, ese flamante premio Donostia, pero que lo es por hacer películas que no son las mencionadas en esta entrada. Y se puede ir más atrás de aquella comisaría de Detroit, y con más acierto, aproximándonos a la casa que Dustin Hoffman defendía en "Perros de paja" de Sam Peckinpah, porque "The Purge" desemboca en la misma violencia sin control y acaba siendo violencia por violencia, un baño de sangre sin mayores pretensiones. Queda sin embargo un epílogo de empaque, una escena que invita a pensar cómo será el día siguiente para vecinos que han estado a punto de matarse y que se encontrarán, casualmente, en la cola de la pescadería. ¿Serán capaces de esperar un año?

jueves, septiembre 15, 2016

"La espera", de Piero Messina

La visita que nadie desea, la que cuando llega sume las habitaciones en penumbra, cubre con tela negra los espejos y rompe el silencio con llantos inconsolables: nadie debería sobrevivir nunca a sus hijos. En "Alps" de Yorgos Lanthimos, una agencia proporcionaba afectos de reemplazo: ante la pérdida irrecuperable, un actor ocupaba el puesto abandonado, procurando llenar el vacío afectivo. Así parece funcionar "La espera", la madre y la novia ahuyentando el luto, negando el suceso: no ha sido la muerte, ha sido la voluntad: se fue porque le dio la gana.

Para resaltar la vía de escape, los fotogramas se empeñan en colmarse de belleza, en lograr que cada encuadre capture el entorno siciliano donde se desarrolla la acción con el mayor esplendor posible, un vicio de opera prima que aquí despunta en virtud: naturaleza y juventud, tradición y madurez, frente a frente y desbordando cada plano.

Y, cómo no, Juliette Binoche desplegando una actuación sublime, tan contenido el gesto como intensa la emoción, sin conceder al espectador el desahogo de la lágrima fácil, un aplomo interpretativo que reafirma a la actriz en la cima del cine europeo y que coloca a su compañera de duelo y de protagonismo, Lou de Laâge, a la espera, precisamente, de otras cintas con menor competencia en el reparto.