lunes, marzo 30, 2015

"Enemy", de Denis Villeneuve

Se dice que todos tenemos un gemelo en alguna parte. En quién sabe qué rincón del mundo, se está paseando un fulano con nuestro mismo aspecto, puede que en Pernambuco, o tal vez sea en Tombuctú. Un doppelgänger, una proyección astral, una casualidad genética o quizás un hermano separado en la cuna. Muchos santos, como San Francisco de Asís, tenían la facultad de la bilocación, es decir, estar en misa y repicando, una habilidad que a tantos nos gustaría poseer, pero que cuando pretendemos ejercerla solemos toparnos con aquello de nadar y guardar la ropa. Nunca estamos satisfechos, ay, esa cualidad de supervivencia de la especie convertida en terrible muestra de codicia a poco que uno se descuide.
Anthony (Jake Gyllenhaal) es un triste profesor universitario de Historia. No triste porque sea una triste profesión la de transmisor de conocimientos, sólo faltaba, sino porque se le ve más triste que Marco el día de la madre. El afán cotidiano de dar clase, de no predicar en el desierto, los mismos discursos año tras año, como una piedra de Sísifo que termina aplastándote sin remedio. Ser otro: nowhere, fast. Apurar hasta la última gota la poción de Jekyll, encontrar al príncipe y darle el cambiazo por el mendigo. A Anthony se le propone un viaje a través del espejo, caer por el hueco del árbol, y la llave de Alicia resulta que está dentro de una película. Cómo no. Ver cine es la oportunidad más sensata y factible de vivir otras vidas, de experimentar emociones que ni por asomo tendremos en nuestra mediocre existencia social. El Macguffin no puede ser más acertado.
Avanza el metraje, doblándose en las esquinas y obligando al espectador a que se doble a su vez, a que visite zonas de su cerebro que, en mi caso, un tal David Lynch ha logrado abrir en varias ocasiones. Sería Lynch si la estética de "Enemy" hubiera decidido calentarse unos grados más, pero bien podría ser un Lynch más oscuro y menos neón. Y pensando en Lynch (y en "Mulholland drive" y en cuánto se echa de menos un largometraje suyo, van para diez años desde el último) surge Isabella Rossellini en los fotogramas, como una bofetada de azar.
Junto a Lynch tanta arquitectura, Toronto entero, arroja a la retina a otro gran esteta del celuloide, Michelangelo Antonioni, sobre todo el de "El grito" o "El desierto rojo": edificios que acumulan formas geométricas extrañas, laberinto hostil de hormigón y cristal en el que es tan sencillo perderse como encontrarse, encontrar al otro. Al otro Gyllenhaal. Cuento las películas que he visto de este actor como quien enumera alegrías. Desde "Donnie Darko" de Richard Kelly, film de culto, hasta la última que había visto de él, "Prisioneros", también a las órdenes del canadiense Denis Villeneuve. Jake Gyllenhaal se sitúa dentro de los personajes que interpreta a la perfección, caracteres que por lo general se colman de desesperanza, se sitúan unas millas más allá de estar de vuelta de todo, y conducen la trama a pozos oscuros, donde se mezclan sueño y realidad. 
Referencias, referencias, una película que hace saltar todas las conexiones cerebrales (como suele suceder con las grandes películas: fábricas de preguntas, no de certezas) con lo visto, con lo leído, con tránsitos desabridos hacia el otro lado: Gregorio Samsa quiere ser un insecto, Peter Pank un licántropo, Renfield un vampiro, Don Quijote un caballero andante... "La posesión" de Andrzej Zulawski sobre todo, ese final de impacto para terminar de demoler las certidumbres del espectador, pero también "Inseparables" de David Cronenberg, la bipolaridad tomando cuerpo. Al final de la película, al iniciar los créditos, aparece la referencia real: "El hombre duplicado" de José Saramago. No figura esa obra entre la media docena de novelas que he devorado del genial escritor portugués. Habrá que arreglarlo.

miércoles, marzo 25, 2015

"El hombre más buscado", de Anton Corbijn

John le Carré y el cine, una relación vigorosa. Y antigua. Desde "El espía que surgió del frío", dirigida en 1965 por Martin Ritt, hasta la reciente "El hombre más buscado", una apreciable cantidad de su veintena larga de novelas ha sido llevada a la pantalla grande, un plus de disfrute para la mayoría de los lectores (y también para aquellos que no se acercan a un libro pero que nunca desdeñarían una buena película de espías) de este escritor británico. Y escribo disfrute porque, en general, las adaptaciones cinematográficas realizadas han obtenido éxito: bien dirigidas y con repartos acertados. Como ahora: Anton Corbijn director y Philip Seymour Hoffman protagonista.
Anton Corbijn llega al cine desde la evolución natural de la fotografía, famoso fotógrafo del rock, pasando por la academia de la realización de videoclips musicales hasta alcanzar su debut como director en la película "Control", mirada profunda y sentida hacia los últimos tiempos de Ian Curtis, el ya mítico cantante de la banda Joy Division, uno de los muchos grupos a los que Corbijn apuntó con su cámara fotográfica: el blanco y negro en los negativos, como característica principal, y la intención de atrapar el instante, el gesto, sin artificios: desnudar la verdad. Dos serán los retratados en "El hombre más buscado": uno la ciudad de Hamburgo, paisaje urbano de ciudad portuaria, enfocada como mole poco amigable, una penumbra apenas iluminada por fluorescentes parpadeantes y la tenue luz del sol del norte; y el otro, Philip Seymour Hoffman, en un imprevisto canto del cisne fílmico, imprevisto pero que parece anticipatorio: el actor en su laberinto, encarnando a un personaje de vuelta de todo, resabiado y escéptico, y aún así capaz de albergar destellos de esperanza. Pero si hay esperanza, mayor será la pena.
El agente secreto Günther Bachmann, al que da cuerpo Hoffman, despide un intenso hálito de tristeza, de angustia vital, un ambiente crepuscular que resulta estremecedor para el espectador que ya sabe. Y hubiera sido estupendo que la película tuviera un happy ending brutal, catártico, pero esto acaba de puñetera pena. John le Carré sigue vertiendo toneladas de cinismo en sus líneas, por las páginas de sus novelas continúan fluyendo kilómetros de alcantarillas malolientes, esas sobre las que la Historia oficial clava sus pilotes. Se descongeló un bloque, alterando la polaridad mundial, pero no por ello han menguado los temas: de la hoz y el martillo el escritor se cambia a la medialuna, iconos que se alternan para marcar la actualidad, demostrando que a los postores de derechos cinematográficos no les faltará trabajo nunca.
John le Carré fotografiado por Anton Corbijn (Hamburgo, 2012)

domingo, marzo 15, 2015

"Bullhead", de Michael R. Roskam

En "De óxido y hueso" de Jacques Audiard aparecía un gigantón que llevaba a sus espaldas a Marion Cotillard, un tremendo bicharraco tan sobrado de musculatura como falto de luces, interpretado por el actor belga Matthias Schoenaerts (bueno, no sé si belga, si flamenco, si valón, y no sé si de Antwerp, o de Antwerpen, o de Amberes: como prefieran, el cacao territorial no es exclusivo de la Península Ibérica, por supuesto). De entonces quedó apuntado que el tal Schoenaerts ya había epatado en una producción anterior a "De óxido y hueso" (por la película de Audiard recibió un premio César), el drama "Bullhead", cinta que representó a Bélgica en los premios Óscar de 2012, logrando alcanzar las nominaciones finales, pero derrotada a la postre por "Nader y Simín, una separación" de Asghar Farhadi.
Matthias Schoenaerts es protagonista absoluto de "Bullhead", suya es la cabeza de toro, y también hace aquí el papel de un gran pedazo de carne con ojos. Y de carne va la cosa: thriller cárnico: mafias que trafican con hormonas, con surtidos ingentes de compuestos químicos destinados a engrosar los beneficios de cualquier establo europeo. La hormona del crecimiento puede tanto convertir en prodigio a un prometedor futbolista, como acelerar el plazo que emplea un ternero en convertirse en un animal adulto listo para pasar por el matadero. Y esta intriga policial, lumpen charcutero, ya sería suficientemente atractiva para despertar el interés de un público que, frecuentemente, escucha en los informativos noticias de impacto acerca de la mierda (con perdón) que nos alimenta: monstruosos filetes inyectados sin mesura para la deglución incansable de una sociedad europea sobrealimentada y ahíta hasta la náusea.
Sin embargo, la porción clembuterolesca del guión pierde peso para cedérselo al drama personal de Jacky Vanmarsenille, el personaje que interpreta Schoenaert, joven ganadero angustiado por un trauma infantil (tan psicológico como físico: sólo de recordarlo me dan mareos) de aquellos de los que no hay ni escapatoria posible ni terapeuta que lo arregle (será la actuación del desgraciado meat loaf, desesperación y rabia apenas contenidas en un cíclope trágico siempre a punto de estallar, el valor a destacar en este film). Las dos líneas argumentales se cruzan y descruzan a lo largo de la cinta hasta que llegan a embarullarse en demasía, nudo gordiano que, como bien sabía Alejandro, sólo se puede deshacer cortándolo de un diestro tajo. Y a otra cosa.

domingo, marzo 08, 2015

"La venus de las pieles", de Roman Polanski

Leopold von Sacher-Masoch. La segunda parte de ese apellido compuesto dio origen a un término de uso común que sirve para denominar un comportamiento sexual que de común tiene poco (supongo). La novela corta "La venus de las pieles", obra del mencionado escritor austriaco, sería un relato romántico más, amores corteses entre la alta sociedad decimonónica, de no ser porque a los amantes Severin y Vanda les va la marcha varios niveles por encima del mordisquito en la oreja: bondage y sumisión, ama y esclavo, fustas y mercromina. En la reciente "Nymphomaniac", catálogo de desviaciones sexuales varias, le dedicaba Lars Von Trier un pasaje a las prácticas que convirtieron a "La venus de las pieles" en un clásico de la literatura erótica, aunque no habrá referencia cinematográfica mejor que los latigazos que se le propinan a la divina Catherine Deneuve (que, por cierto, en esa película se llama Severine, como en "La venus de las pieles" se llama Severin el protagonista) una pareja de cocheros en medio de un bosque en "Belle de jour" de Luis Buñuel. Al director aragonés se le identifica, y no sin razón, en el atrevimiento a la hora de retratar lo prohibido, en mayor o menor medida sutil. No en vano reconocía una gran influencia en la lectura de las obras del Marques de Sade, y no sólo en él, sino en todo el movimiento surrealista. Sade y Masoch.
Thomas (Mathieu Amalric) es un autor teatral que ha realizado una adaptación de "La venus de las pieles" y que está componiendo el reparto para la representación de la obra. A deshora, en medio de la noche y la lluvia, cuando Thomas está sólo en el teatro y a punto de marcharse, aparece Vanda (Emmanuelle Seigner) con la intención de realizar una prueba para el papel de la protagonista de la novela de Sacher-Masoch, la otra Vanda. En la siguiente hora y media de película se va a asistir a un extraño prodigio, el de la inversión de papeles, la dominación cambiando de bando y de sexo, la relación de poder entre el director de la obra y la actriz principal tornándose hacia lo no previsto, igual que, en "El crepúsculo de los dioses" de Billy Wilder, Erich Von Stroheim se convertía en el mayordomo sumiso y obediente de Gloria Swanson. Ese encuentro con Vanda, de la que no va a quedar duda de que es Vanda, se convierte en la visita de la musa al creador, la idea que surge del dios y que queda confinada en tinta y en papel, pero que vuelve para desnudar lo escrito despojándolo de cualquier artificio, capas de estilo, hasta llegar a lo autobiográfico, a lo que todo escritor emplea de sí mismo cuando compone un relato.
 Dios le castigó, poniéndole en manos de una mujer, cita bíblica que encabeza la novela y que resulta certera, si bien apoya la sempiterna idea cristiana de identificar a la mujer con el mal y el pecado. Así, Emmanuelle Seigner, perfecta en su papel, se presenta como un súcubo nocturno, irreal, dispuesto a cercenar la voluntad del pobre Thomas y de conducirlo por senderos prohibidos. Seigner, señora de Polanski, ya encarnó un personaje similar en "Lunas de hiel", tentando entonces a un pánfilo Hugh Grant y haciéndolo ahora frente a la mirada nerviosa, febril, de Mathieu Amalric, que personifica a un director que no puede ser otro que el propio Roman Polanski, demasiado mayor quizás para realizar el papel de Thomas (de Severin), pero no para dirigir estupendamente esta compleja historia (la película está basada en una obra teatral escrita por David Ives) y crear, otra vez, una atmósfera plena de intensidad, tan seductora como inquietante.