miércoles, febrero 19, 2014

"12 años de esclavitud", de Steve McQueen

Todas las precauciones antes de ver una película con el telón de fondo de la esclavitud en Estados Unidos. Todas las precauciones porque se tiene la certeza de que se van a contemplar escenas realmente dolorosas: el drama dantesco, la violencia descarnada, el trato impío y salvaje que gira alrededor de una de las formas de producción más antigua (y más rentable) que puso en práctica alguna vez la descerebrada especie humana. Que sigue poniendo, lamentablemente. Las cadenas, las plantaciones, los latigazos, los mercados de esclavos y  las desgarradoras separaciones familiares, madres e hijos vendidos por separado, los trabajos forzados hasta la extenuación. Ambiente sureño de grandes mansiones blancas propiedad de despiadados amos blancos vestidos de más blanco aún, que se enriquecen con el sudor ajeno gratuito dedicado a cosechar algodón... blanco. La mirada se prepara para lo peor: el déjà vu se da por descontado. Y el problema es que aparte de ese déjà vu lleno de horror, poco más me ofrece "12 años de esclavitud".

Steve McQueen me deslumbró con "Shame", película de esclavitud también: esclavo del sexo (pienso en otra película donde la esclavitud sexual es protagonista bizarra y rotunda, "Saló o los 120 días de Sodoma" de Pier Paolo Pasolini, pero ya lo mencioné cuando escribí de "Shame": me repito, me temo). Y si aquella impresionante cinta, en la que Michael Fassbender no ofrecía la menor duda sobre su gran talento actoral, me gustó, la misma mente que se pone a la defensiva espera que la vuelvan a sorprender como entonces. Pero no ha sido así, exceptuando las grandes actuaciones por parte del reparto (una lista de actores magnífica), algo que era de esperar contando con una trama llena de papeles oportunos para el lucimiento. El que, raspando la impronta que dejó en la memoria la televisiva "Raices", consiguió epatar al espectador recientemente, sin duda fue Quentin Tarantino con "Django desencadenado": la victima transformada en verdugo, el esclavo rebelado, una historia de venganza envuelta en un guión de Oscar. En eso, en Oscars, "12 años de esclavitud" también promete.


domingo, febrero 16, 2014

"La Lego película", de Phil Lord y Christopher Miller

La aglomeración de piezas que se produce en la pantalla, un apelotonamiento de ladrillos de colores nunca visto, amenaza con engullir al espectador. Esa es la sensación que me queda, la de haber presenciado un tsunami descontrolado y excesivo, algo que ya me pasó en otra película de dibujos animados de esta pareja de directores, "Lluvia de albóndigas": poca historia y demasiada animación (otra películas de Lego me han gustado más, por ejemplo las parodias galácticas de la serie Lego Star Wars, "Las crónicas de Yoda"). Aparte de este barroquismo por inundación de despiece, el mensaje de la película es un elemento más para el despiste, un contrasentido absoluto. Las cajas de Lego contienen un montón de pequeñas piezas con las que realizar determinadas construcciones que cubren un inmenso catálogo de juguetes a la venta: edificios de todo tipo, diversos vehículos que van desde coches de policía hasta naves espaciales, paisajes históricos de la edad media o del lejano oeste, e incluso la posibilidad de recrear escenarios de "Los Simpson" o de películas de la saga "Star Wars" o de la más reciente "El Hobbit". Todo ello acompañado de un increíble surtido de pequeños personajes: increíble por todos los matices que los diseñadores de la juguetera obtienen con tan poco material. En muchos casos, lograr culminar el objetivo que aparece en la foto de la caja es una tarea de gran complejidad (pequeñas obras de ingeniería, llenas de detalle), imposible de alcanzar si no se siguen al pie de la letra los pasos del manual de montaje que acompaña al juguete. Y una vez alcanzada la meta, resulta un artefacto de mírame y no me toques, digno de colocar en una estantería pero poco adecuado para el trajín de jugar sobre una alfombra. Pues bien, la película defiende que lo que hay que hacer es remover todas las piezas en un saco y dejar que sea la imaginación la que construya lo que salga. Es decir, gastarse un montón de euros (las cajas de Lego no son baratas precisamente) en, por ejemplo, el Lego de "El Halcón Milenario", para terminar haciendo un par de casas y un barco mercante con Chewbacca de timonel. Qué bichos estos daneses.

Yo, por la generación a la que pertenezco, me tocó echarle muchas horas al Tente y al Exin Castillos, productos del estado autárquico español que, esos sí, eran propicios a la recreación de lo que se te ocurriera pergeñar durante una larga de tarde de invierno, auxiliado por un tambor de Colón lleno de cacharros, pero lo que observo en los últimos años de Lego en las jugueterías me parece un prêt-à-porter, no inclinado a estimular la imaginación, sino dirigido en realidad a lograr un producto bien delimitado: mercadotecnia cinéfila para bolsillos pudientes. Así, en la película la empresa Lego quiere ser a la vez el bueno y el malo, como el policía que aparece en el filme: poli bueno o poli malo sin más que girar su cabeza, un signo certero de la esquizofrenia del capitalismo moderno. ¡Anda! ¡Ahora sí que entendí la moraleja!

Por otro lado está bien claro que los juegos de construcción, sean de la marca que patrocina la película o de cualquier otra, son un excelente recurso para la animación stopmotion, técnica que "La Lego película" presume de haber empleado en la mayoría de su metraje, junto a la indispensable animación por ordenador. Como muestra de lo que se puede lograr pieza a pieza, adjunto este conocido vídeo musical del tema "Fell in Love with a Girl" de The White Stripes, vídeo dirigido por Michel Gondry, nada menos. Temazo, por cierto.

martes, febrero 11, 2014

"Agosto", de John Wells

"Agosto" es un culebrón: de marca, pero culebrón. Culebrón crepuscular, en todo caso, que por algo aparece Sam Shepard en el preludio. La pena es que aparece poco: guardo en la memoria su formidable interpretación en el reciente western "Blackthorn" de Mateo Gil. Seguro que todos tenemos escondido algún pariente que bien se merece un Oscar. Puede que una prima, un cuñado, quizás la propia madre. Nunca hay un cazatalentos cerca cuando realmente hace falta. Y es que la tendencia a montar un drama por todo es una cualidad artística que no está al alcance de cualquiera: cenas familiares convertidas de repente en un circo de tres pistas. Si a las personalidades inclinadas a la emoción sentimental se les añade un buen surtido de fármacos, la mezcla química propiciada causarán un efecto secundario imposible de analizar en ningún prospecto.

Precisamente una cena, tras un funeral, la comida fría e improvisada que se sirve más por inercia que por hambre, será la auténtica protagonista de esta cinta, la secuencia que paga el precio de la entrada en "Agosto". La cámara sienta al espectador a la mesa como un comensal más, a participar en el tono abrupto de una discusión cimentada en reproches larvados que se arrojan despiadados a quemarropa, con maestría en los diálogos y en la buenas actuaciones encabezadas por Meryl Streep (harta de dominar los papeles a su antojo) y Julia Roberts (adaptándose muy bien a papeles de madurez). Pero después quedarán dos actos más en esta adaptación de una exitosa obra de teatro escrita por Tracy Letts, y esa paternidad teatral será el principal lastre de la cinta, que no acaba de funcionar en celuloide por mucho que se busquen fotogramas de espacios abiertos y paisajes infinitos: Oklahoma, pero podría ser la Armuña, cambiando campos de trigo por cultivos de lenteja: los problemas de familia no dependen del mapa, en todas partes hay, pero el nivel de culebrón alcanzado en "Agosto" supera los límites de lo admisible, al menos para mí. Claro, que igual mi nivel de culebrón, no está muy entrenado.

viernes, febrero 07, 2014

Poemario. "Concierzo de viento", de Marcos Callau

El animal de interior siempre sueña los mares, escribe Marcos en su poema "Los brazos de Venus". El mar se antoja imposible en su ciudad natal, Zaragoza, pero el viento sopla firme y, como en tantas ciudades sin puerto, como en la mía, hincha las velas de su catedral, barco varado a la orilla del río, que se divisa desde lejos quebrando el horizonte. Poesía urbana para romper pasiones amorosas acostadas en lechos de asfalto y piedra milenaria, mecidas con acordes desgarrados por algún crooner insomne. Soledades reconfortadas en cafés musicales de aliento bohemio que se refugian del Cierzo: los versos de Marcos evocan humo de tabaco y de jazz, una nostalgia confundida que ansía volver al lugar donde se fue feliz, confundida porque no es nostalgia sino melancolía: el retorno es imposible. Palabras que sobrevuelan la ciudad como el sonido de Gershwin acompañando los planos de Woody Allen por Manhattan y que penetran todos los rincones alumbrando las intimidades de un cuadro de Hopper.

Marcos Callau traza habitualmente sus poemas en la pizarra de su blog, El tiempo detenido, pero, mucho antes aún, nuestro camino bloguero se cruzó en El sueño eterno, su morada anterior. Tantos años leyéndole, leyéndonos, compartiendo además escritos en "La caja de Pandora": tener ahora entre manos su libro es un placer enorme, una satisfacción. Porque lo digital está muy bien pero el papel, chico, no sé lo que tiene, y este poemario luce espléndido.

La poesía es el medio singular de expresar ciertas inquietudes, manifiestos del espíritu, con la exigencia añadida de desbrozar la palabra exacta, el verbo preciso, el adjetivo certero. El poeta que se atreve a hacer pública su obra, establece un compromiso: describir lo trascendente sabiendo que es lo necesario, lo único necesario, en realidad. Y ese compromiso tiene como destinatario al lector ajeno, la parte contratante que acepta el reto de sumergirse en el verso y capturar el sentimiento, como reflejado en un espejo: sentir lo que el poeta sintió y hacerlo suyo.
Enhorabuena, Marcos.

sábado, febrero 01, 2014

"La caza", de Thomas Vinterberg

La calumnia. Calumniad, calumniad que algo quedará, proclama Voltaire. O, mejor aún, más apropiado al tema de la película, en palabras de Bertrand Russell: La calumnia siempre es sencilla y verosímil (para aproximarse a la figura del filósofo y matemático, premio Nobel de literatura y una de las personalidades intelectuales más importantes del siglo XX, se puede disfrutar de una lectura poco farragosa en el cómic "Logicomix" de Apostolos Doxiadis y Christos H. Papadimitriou). La calumnia abre heridas que son muy difíciles de cerrar, una onda expansiva de mensaje breve que se propaga imparable, un acto de venganza y rencor que una vez puesto en marcha tiene una eficacia dañina sorprendente: las dudas asoman para intentar probar la inocencia, sin pararse a sopesar debidamente los indicios de culpabilidad: todo el mundo es culpable hasta que se demuestra lo contrario. Y ya puestos en citas y proverbios, la sabiduría popular asegura que en la boca de los niños (y en la de los borrachos: curiosa comparación) se encuentra la verdad. Lucas lo tiene chungo, me temo.

A Lucas lo interpreta Mads Mikkelsen, excelente actor danés al que descubrí en "Flame y Citron" de Ole Christian Madsen, un panegírico patriótico acerca de dos héroes de la resistencia de Dinamarca, contra el invasor nazi, durante la Segunda Guerra Mundial. Mikkelsen luego hizo de malo, de malo de James Bond nada menos, en "Casino Royale" de Martin Campbell, y en malvado televisivo alcanzó su mayor popularidad: el doctor Lecter en la reciente serie "Hannibal" creada por Bryan Fuller: su porte flemático y frío (hierática cara de esfinge, poderosa mandíbula nórdica) daban la talla de asesino calculador y despiadado, psiquiatra gastrónomo de peculiar gusto caníbal que mantiene al F.B.I. en perpetuo vaivén investigador, y que a mí me ha mantenido a la expectativa las últimas semanas. Bueno, como Anthony Hopkins ningún Lecter, opino. Pero Mikkelsen en "La caza" desarrolla su papel a la perfección, sin estridencias, concediendo a Lucas, la víctima de la historia, todos los posibles matices de cordero degollado que la locura paranoica de sus amigos y vecinos provocan con su acoso cotidiano. Linchado, emplumado, despreciado. El espectador, que conoce las circunstancias de la terrible acusación que pesa sobre Lucas, asiste impotente al desarrollo de la historia, incapaz de participar en los acontecimientos, de proporcionar las coartadas. La cuarta pared, infranqueable, aporta toda la tensión y aparta cualquier justicia.

La anterior película dirigida por Thomas Vinterberg fue "Submarino", y en aquella entrada lamentaba no haber visto aún "Celebración", obra magna de Vinterberg y cinta señera del movimiento Dogma 95 junto a "Los idiotas" de su paisano Lars Von Trier. Desde entonces tuve ya ocasión de disfrutar de "Celebración", película indispensable para entender aquel movimiento Dogma que sirvió (méritos artísticos por delante) para sacudir el anquilosado panorama cinematográfico mundial, lo cual no es poco, si bien y como de costumbre los manifiestos se suelen limitar a los círculos que los firman. Con "Celebración" tiene muchos puntos en común "La caza" y merece la pena valorarlas en conjunto. Una sería reverso de la otra: la calumnia de nuevo y de nuevo sometida al escrutinio de la platea, pero, de nuevo también, con los factores indispensables para que la balanza se incline únicamente hacia uno de los lados, el lado que el director quiere. El mismo delito, las mismas reuniones de amigos y familiares (ese ambiente festivo, vikingo, de asamblea tribal que escapa del hielo del exterior y que celebra la vida al caer la noche entre bebidas y cánticos) pero un juicio popular completamente distinto: de la aceptación de "La caza" a la incredulidad en "Celebración". Quizás es que en "Celebración" el acusador ya no era un niño y la sinceridad ya no la tiene garantizada por ningún refrán conocido. A no ser que se emborrache, claro.