sábado, mayo 24, 2014

"La vida de Adèle", de Abdellatif Kechiche

Toda mi vida he amado el cine, lo que me hace lo que soy es haber visto muchas películas. Me gustan las que tienen una visión propia, una manera única de ver el mundo.
Jane Campion
Conferencia de prensa inaugural del Festival de Cannes 2014

Hace unas semanas me preguntaron qué me parecería ir a Lisboa a presenciar la final de la Copa de Europa de fútbol que se disputa hoy. Contesté que no era algo en lo que estuviera especialmente interesado, pero que si la oferta cambiaba de forma y de destino, si se trataba, por ejemplo, de darse una vuelta por el festival de cine de Cannes, entonces esa sería una oferta de las que no podría rechazar. A la misma hora a la que se disputa el partido se pronunciará el dictamen del jurado presidido por Jane Campion, proclamando la película ganadora de la Palma de Oro de este año. Al ínclito Carlos Boyero, crítico de cine más leído de el país y conocido merengue, le escuché lamentar la coincidencia horaria: su obligación y su devoción estarían peleadas en ese momento (de otro famoso madridista, el actor José Bódalo, se decía que cuando jugaba el Real Madrid y a la vez él tenía función teatral, salía a las tablas con un auricular oculto en la oreja para no perderse la marcha del encuentro: Boyero puede hacer lo mismo: supongo que lo hará). Pensarán los lectores de sus críticas que la devoción primera de ese señor será el cine, pero en cualquier caso está disculpada la tensión de su espíritu: muchos años yendo a Cannes, tantos que la ilusión de acudir a festivales declara no ser ya la que era, y en cambio el acontecimiento de que el equipo de los amores de uno juegue una finalísima no suele ser un evento de cadencia anual. El acontecimiento y la oportunidad de presenciarlo en vivo, ser un coleccionista de instantes que luego pueda presumir de ello, del yo-estuve-allí, del yo-lo-presencié: su intervención no pasará de la grada, pero la ilusión de atribuirse por ósmosis las proezas de otros no se la quitará nadie. Yo no lo pensaría dos veces, hoy preferiría estar en Cannes, pero no quiero que suene a hipocresía, sé que esta entrada corre ese riesgo. A mí también me gusta ver fútbol y disfrutar con la victoria del equipo del que me considero seguidor, pero tantos años de blog supongo que demuestran suficientemente mi amor por el cine y avalan la coartada de mi opción preferida. Sin embargo me temo que ni Cannes, ni Lisboa: esta noche a ver el fútbol por televisión y a enterarse por Internet del ganador de Cannes.


En esencia todo es cuestión de equilibrio. Sin el menor problema uno puede ser capaz de disfrutar de 90 minutos de un partido y de una película de tres horas como la que hoy pone nombre a la entrada. Leí hace poco un artículo excelente en la revista Jot Down, "La democracia según John Stuart Mill". Mill fue un filósofo inglés del siglo XIX, un pensador que argumentó, entre otras muchas cuestiones, acerca de cómo un gobierno podía hacer felices a los ciudadanos. Para ello se propone una separación cualitativa de los placeres, de modo que los placeres intelectuales y morales serían superiores a las formas más físicas de placer y son esos placeres superiores los que un estado debe promover por encima de todos. Para John Stuart Mill la felicidad se encuentra muy por encima de la satisfacción:

Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho. Y si el necio o el cerdo tienen una opción diferente es porque sólo conocen su propio lado de la cuestión.

Y esa cuestión es la cuestión: atreverse a conocer el otro lado. Ver un partido de fútbol carece de toda reflexión: el cerebro se puede poner en off (también se puede cantar, beber cerveza y fumar un puro a la vez: prodigio de multitarea del sistema nervioso vegetativo) y sólo queda esperar el momento de la alegría o de la decepción, un sentimiento tan rápido cómo efímero. Pero ponerse delante de ciertos libros, de determinadas películas, eso puede cambiar las percepciones subjetivas para siempre, tras ese proceso se puede terminar transformado en otra persona, nada menos: la declaración de Jane Campion que apunto al principio y que me pareció tan simple como certera. Que cada cual busque ese libro y esa película, porque cada cual tendrá los suyos. Y quizás no los encuentre nunca, pero la búsqueda ya habrá merecido la pena.


Ah, sí, "La vida de Adèle", algo habrá que contar de ella. Una actuación portentosa la de la actriz Adèle Exarchopoulos. Poderosa Afrodita con una intensidad y una fuerza en la mirada que resultan magnéticas, demoledoras, realizando el papel de Adèle, la otra Adèle que será ella misma, a la perfección en todas las secuencias en las que aparece, que son todas las de la película: tres horas de protagonismo absoluto en un eterno encuadre de primer plano general: Adèle. Las dudas amorosas adolescentes, las opciones que pasan a ser certezas y después vuelven a colgar del alambre, pues nada es blanco o negro y generalmente asistimos, asombrados, al espectáculo formidable de infinitos tonos intermedios. El enamoramiento y la primera relación con posibilidades sexuales plenas, un continuo acoplarse y desacoplarse, sin hambre ni mañana, como bien sabe todo el mundo que haya pasado por ese adictivo parque de atracciones. Alta intensidad erótica en algunos pasajes, incluso demasiada: los límites de la actuación que no deben ser rebasados, pues exigir tanto a unas actrices tan jóvenes me parece descabellado, y se corre el riesgo de que la película se clasifique como lo que no es (leí que el rodaje de estas chicas a las ordenes del director Abdellatif Kechiche no había sido un camino de rosas, precisamente). Más sutil y menos explicito, una cualidad que siempre se debe sopesar (la película está basada en el cómic "El azul es el color más cálido", de Julie Maroh: me gustó más el celuloide, por una vez, aunque recomiendo la lectura del cómic, mucho más amargo que la película, y de este modo comparar y poner en valor alternativas argumentales). Pero el resultado final no se ve lastrado en una película extraordinaria, conmovedora por inquietante, que el año pasado mereció con toda justicia el galardón máximo del festival de cine más importante del mundo.


A ver quién gana esta noche.
En cada cosa.

miércoles, mayo 21, 2014

"Ocho apellidos vascos", de Emilio Martínez-Lázaro

 Mi compañero Nacho se jubila hoy. ¡Enhorabuena! Las charlas cinéfilas que hemos compartido (qué te parece aquel clásico, qué piensas de este estreno) se han despedido esta mañana a propósito de "Ocho apellidos vascos", ese éxito. Su valoración se ha apuntalado en considerarla un ejemplo de tolerancia, de ruptura de fronteras inexistentes, a la vez que un divertido muestrario de tópicos que él, que ha compartido vivencias con españoles de todas las latitudes, considera bastante aproximado a la sonrojante realidad: idiosincrasia desvelada. El cine, vehículo de comunicación, alegoría de realidad social, es capaz de lanzar un mensaje amigable y desdramatizador que en el caso de esta película habrá que valorar: Romeo y Julieta, chapelas y peinetas, el amor lo puede todo. Pero ese positivismo no bastará, o al menos a mí me lo parece, para ensalzar también las virtudes cinematográficas de la cinta, menos aún para justificar el tsunami taquillero que de forma inusitada ha provocado su estreno.

Chistes de monólogo televisivo no demasiado inspirado y media hora final de sopor, para sólo 98 minutos de metraje que se hacen realmente largos (¡pero no acaba esto!), esperando el previsible momento de la catarsis romántica, que para eso gusta tanto esta película, y que termina siendo una escena que sólo sirve para asentar la ya depauperada sensación. Los guionistas, Borja Cobeaga y Diego San José, escribieron muchos diálogos para el programa de humor "Vaya semanita", emitido varias temporadas por la cadena vasca ETB 2: aquellos extractos de vídeo que algún conocido mandaba al correo electrónico y que sorprendían por su transgresión: sorprendían los primeros, luego el efecto se diluye: la transgresión funciona hasta que se convierte en costumbre. Es de suponer que de aquellos polvos, estos lodos. Quizás por esa herencia "Ocho apellidos vascos" tenga tanta toma aérea de publireportaje para televisión autonómica, aparte de sus abundantes gags de comedia regionalista que me temo que resultarán incomprensibles para el público extranjero, si es que tienen la intención de que el producto triunfe allende los mares. En cuanto al reparto, sólo está bien, incluso muy bien, el debutante Dani Rovira, el resto de actores no termina de conectar con la historia, Karra Elejalde incluido, al que he visto espléndido y convincente en multitud de películas que no eran ésta. El director, Emilio Martínez-Lázaro, tiene una trayectoria que cabecea del drama a la comedia y que parece que ha encontrado el apoyo incondicional del público en la segunda máscara teatral. Me reí bastante con otra película suya, "El otro lado de la cama", aunque de esa película sólo recuerdo aquello, la risa.

La risa, manifestación de alegría que en la sala de cine se suele producir por el efecto "manada", porque los tipos de al lado se parten el pecho a carcajadas y esa risa desinteresada es realmente contagiosa: el mismo efecto que conduce a los ñus a precipitarse por un acantilado y a las ovejas a arracimarse sobre la vía de un tren. No, no me he reído con "Ocho apellidos vascos", la entrada en el blog podría reducirse a esta frase. Será que me he vuelto un rancio. Y encima me faltan un montón de años para jubilarme. Normal que Nacho sí se ría.

domingo, mayo 18, 2014

"Las aventuras de Peabody y Sherman", de Rob Minkoff

Tarde de sábado de cine familiar. La mitad a la sala 3, para ver "Violetta: la emoción del concierto", de Matthew Amos. La otra parte a la sala 2, a "Las aventuras de Peabody y Sherman", del oscarizado Rob Minkoff ("El rey León", firmada a medias con Roger Allers, que después de lo visto ayer me huelo que era el bueno de la pareja). Un progenitor o progenitora y un niño o niña por sala, gracias. La preferencia infantil marca el título y el adulto es el convidado de piedra, aunque muchas veces ha habido suerte (¡ay, aquellos años de Pixar!). Sinceramente creo que me lo hubiera pasado mejor contemplando el concierto milanés de la gira mundial heredada del gran éxito del "Fama" argentino para pre-adolescentes, "Violetta". Al menos no habría dudas de los fines del espectáculo al que se va a asistir.


"Las aventuras de Peabody y Sherman" se construye alrededor de los enredos provocados por los viajes en el tiempo de un perro llamado Peabody y su hijo adoptivo Sherman: animal y humano invirtiendo la relación del doctor Emmett "Doc" Brown (Christopher Lloyd) y su peludo amigo Einstein para "Regreso al futuro" de Robert Zemeckis. Pero, como se dice en la película, si un hombre puede tener un perro, por qué no lo contrario. ¡Uff! Por cierto, imdb me chiva un dato curioso: ¿será casualidad que en una de las famosas escenas de "Regreso al futuro", aquella en la que Marty McFly, recién llegado al pasado, al año 1955, es confundido con un extraterrestre por una familia de granjeros, la familia Peabody -¡Mutante hijo de puta!, le grita el padre a McFly mientras le dispara con su escopeta-, el hijo se llame Sherman? ¡Sherman Peabody! ¡Vaya! Bueno, en todo caso fue el guionista de "Regreso al futuro" el que realizó el homenaje bautizando personajes, un recuerdo que estaría dirigido hacia una serie estadounidense de dibujos animados de los años 50 llamada "La Improbable Historia de Peabody", producción bastante desconocida en España y que es en la que se basa "Las aventuras de Peabody y Sherman".


La película debe ser poco más que eso, un revival para fans. Me temo que sería la única excusa para querer verla. Esa o que te toque sujetar la vela, claro. Otra cuestión es el destrozo de la Historia mundial que perpetra la cinta: la Revolución Francesa se produjo porque a María Antonieta le gustaban mucho las tartas: espero que fuera una metáfora. Quizás se puede pensar que conseguir que un niño sepa relacionar el personaje y su época es un premio nada desdeñable, pero el rechinar de mis dientes tampoco tiene precio.


domingo, mayo 11, 2014

"Stoker", de Chan-wook Park

Tres protagonistas hermosos, la madre, la hija, el tío, tres personas elegantes, cultivadas, de gustos refinados, clase alta que habita lujosas mansiones mientras entran raudales de dinero para fabricar el certificado de rancio abolengo, la superioridad social sostenida durante generaciones. La familia y los inconfesables pecados familiares: la abundancia de cadáveres en el jardín amenaza con traspasar los límites de la finca.

La excursión americana de Chan-wook Park no altera los presupuestos temáticos de su excelente carrera cinematográfica: la venganza y el homicidio, actos brutales que no lo parecen tanto cuando la estética es capaz de destilar todo el refinamiento y delicadeza posibles. Los grandes cineastas son capaces de generar un universo visual propio y reconocible y el director surcoreano asienta el suyo en metáforas visuales perfiladas al detalle, matizadas con una perfección orientalista que tiene mucho de psicológica y poco de exótica. Al cambiar a una productora estadounidense y el idioma inglés en el rodaje, no ha traicionado su ideario: cambia el escenario, el país, los rasgos faciales del casting, pero no el estilo. Recuerdo algún "exilio" de cineasta moderno en Hollywood no demasiado afortunado, como fue el de Emir Kusturica para realizar "El sueño de Arizona", Fernando Trueba en "Two much" o incluso el prescindible autoremake de Michael Haneke para "Funny games". Viajes intrascendentes con billete de ida y vuelta.

Con "Stoker" no, no ha asomado la decepción y sí la sorpresa, el giro, la escena afortunada, el fotograma que encaja a la perfección. Desde la primera película suya que degusté, "Oldboy", segunda entrega de su conocida trilogía de la venganza (luego vería las otras dos, magníficas, "Sympathy for Mr. Vengeance" y "Sympathy for Lady Vengeance": sí, claramente esto trataba de venganzas), quedé atrapado en la belleza violenta de la imaginería de Chan-wook Park, encarcelamiento prolongado en el delirio robótico de la curiosa "Soy un ciborg", y más adelante otro delirio, el vampírico de "Thirst": la perturbación mental, el estado alterado de la personalidad, marca de la casa. Con "Thirst", penúltima obra, parece que "Stoker" llega a enlazar temáticamente: el asesinato como adicción necesaria e insuperable. Mia Wasikowska en el papel de India Stoker (esta chica era de lo poco que se podía salvar en "Alicia en el País de las Maravillas" de Tim Burton; demostró ser una actriz versátil en la interesante "Restless" de Gus Van Sant), coge con aplomo su fusil, asumiendo la herencia sangrienta y desdichada del apellido Stoker. O no tan desdichada, porque la verdad es que se la ve tan contenta.

martes, mayo 06, 2014

"Gertrud", de Carl Theodor Dreyer

No sería la película que yo recomendara al que pretenda adentrarse en la filmografía del genial director danés: no es la primera que hay que. Dura de ver, sí, monótona, con tomas largas, larguísimas, como ya lo eran las de su primera obra maestra, "La pasión de Juana de Arco" (1928): el continuo primer plano mudo, pero repleto de expresividad, de la actriz Maria Falconetti desgarrando fotogramas. El encuadre fijo, sin apenas movimientos de cámara, sin cortes, cualidad de teatro rodado ("Gertrud" esta basada, precisamente, en una obra teatral del año 1906 del autor Hjalmar Söderberg), donde la iluminación del escenario (luz que en algunos momentos alcanza una intensidad cegadora, que en otros sume la estancia en sombras) es señal firme de la emotividad que quiere transmitir la secuencia. "Gertrud" es la última película de Dreyer, año 1964, y sorprende su factura antigua, de filme que parece rodado treinta años antes, pero que supone la sublimación de su estilo ascético, de una puesta en escena desposeída que sin embargo hace asomar sentimientos profundos, rotundos.

Gertrud es una cantante de ópera retirada, casada con un importante abogado que está a punto de convertirse en ministro. El tedio predestinado (predestinación luterana) de las clases altas decimonónicas, sometidas al rigor de la vida en sociedad, de las formas y los amores convenientes, del desamparo afectivo y el rictus de la buena educación. Gertrud no se resigna a su destino y debate sus posibilidades románticas: su poco amado marido (el presente), el poeta que la pretendió hace muchos años (el pasado) y un joven músico bohemio, amante objeto de deseo (el futuro). La sombra del filósofo danes Søren Kierkegaard, negra como un ala de cuervo: las encrucijadas vitales, las angustias existencialistas: el salto de fe. Ninguno de esos hombres le ofrece a Gertrud el ideal de amor incondicional y egoísta que ella ansía, ya que todos ellos anteponen su profesión a sus emociones. Romper con todo y terminar sus días convertida en una figura intelectual solitaria y aislada, pero soledad y aislamiento reales, físicos, buscados y autoimpuestos, no las circunstancias simuladas y paradójicas de una vida en común enrarecida por una convivencia aséptica y plena de hartazgo. Yo y yo. Crudo epitafio cinematográfico el que redactó el gran Carl Theodor Dreyer.