jueves, noviembre 28, 2013

"Blue Jasmine", de Woody Allen

Pretty Woman se cayó del pedestal, alguien le quitó la nube bajo los pies y ella aterrizó en el duro asfalto del fin de mes y el empleo precario: en el suelo se aprecia un cráter de un tamaño considerable. Los cuentos de hadas clásicos relatan la parte más interesante de la historia, la del encuentro mágico y el enamoramiento inmediato, un afán romántico entorpecido por los manejos viles de brujas y nigromantes. Terminan esos cuentos asegurando al lector que la pareja vivió feliz hasta el resto de sus días, extirpando cualquier inquietud pesimista de tedio y hartazgo, de odio cotidiano y deslealtades amatorias, un peaje que hasta el más consumado amor verdadero se puede encontrar con el paso de los años. Y ningún cuento de aquellos se atrevería a concluir con el príncipe azul colgando de una soga en la soledad aterradora de la celda de una cárcel (¿fue así el final de Bernard Madoff? Si no así, fue parecido) y con la princesa no menos azul deambulando sonada por las calles de la ciudad, balbuceando recuerdos dorados a los oídos muertos de las farolas.

Comedia amarga esta última de Woody Allen, dirigiendo de nuevo con maestría a una actriz y obteniendo de Cate Blanchett una actuación impresionante. Si en las películas de Woody Allen en las que no sale Woody Allen un actor recoge el testigo de interpretar el papel arquetípico del neurótico intratable, del psicoanalizado sin solución atrapado en multitud de angustias vitales, ahora ha sido la rubia actriz australiana la portadora del encargo. Y lo ha realizado a la perfección. La pija caída en desgracia que se ve obligada a trabajar para ganarse el pan y que se va a vivir con una hermana que habita varios peldaños por debajo en el escalafón estúpido que la sociedad establece en función del dinero que maneja cada cual, como si el único valor humano lo atestiguara la cuenta corriente. Y esa bajada de la escalera se retrata como un auténtico descenso a los infiernos para la pobre Jasmine: es imposible apretarse el cinturón cuando en la hebilla pone Chanel: para el resto nos es tan sencillo como coger un punzón y hacer otro agujero en el cuero. O en el plástico.

¿Cómo ser millonario/a? Cásese con uno/a. En "Las tres noches de Eva", aquella maravillosa screwball comedy dirigida por Preston Sturges, Barbara Stanwyck intentaba echarle el lazo a Henry Fonda aparentando ser una rica heredera: lo importante es que no piensen que los quieres por su dinero. Así, la fachada construida es una mentira que no tarda en desmoronarse y que deja en evidencia a la pretendiente, toda vez que el amor ya ha llegado y el vil metal había pasado a ser un interés inexistente. Una patraña es mal terreno para la confianza mutua. "Las tres noches de Eva" encontraba el camino (más bien el enredo característico del género) para que, también, los amantes vivieran felices hasta el resto de sus días. Porque lo importante es la esencia de la persona, el mono desnudo cubierto únicamente de sus bondades, si las tuviera. Eso nos decía Sturges entonces y lo muestra ahora Allen en otro de sus guiones magistrales. Otra de sus lecciones anuales de cine.


domingo, noviembre 24, 2013

Revista. La Caja de Pandora nº 7 "Japón"

Al entrar al sistema, planeta Blogger, a redactar esta nueva entrada, un contador me sorprende anunciando que ésta será la quingentésima publicación del blog Licantropunk: 500 veces pulsando el botón "Publicar", 500 naves sonda lanzadas hacía ninguna parte, 500 mensajes en la botella: pensar que alguien en cualquier punto del planeta pueda encender su ordenador y abrir este recipiente es un asunto fascinante.

Me alegro de que la celebración numérica coincida con la publicación de otro número de "La Caja de Pandora", fanzine internauta en el que colaboro desde su nacimiento. Cada ejemplar de "La Caja de Pandora" ha estado dedicado a un tema concreto, si bien la concreción es más una idea vaga hacia la que aventurarse que no una fijación argumental: "Holocausto", "Drogas", "Asesinos", "Made in Spain", "Mad Doctors", "Políticamente Incorrecto", y ahora "Japón". La preparación de cada artículo ha supuesto la excusa perfecta para profundizar en la trayectoria de cineastas como Roberto Rossellini, Larry Clark, Ladislao Vajda, Alain Resnais, Georges Franju, Terry Gilliam, Julio Medem, Nicholas Ray, etc. Ver y leer, literatura de la mano del cine, pues en muchas ocasiones hay grandes novelas detrás de grandes películas.

Este pequeño Licantropunk contribuye a este número dedicado a Japón con un artículo que, partiendo de la imprescindible película "La mujer de la arena (Suna no onna)" de Hiroshi Teshigahara, se asoma al cine japonés de los años 60 y mira hacia la Noberu Vagu (nueva ola), movimiento cinematográfico post-nuclear, desesperanzado y muy crítico con la sociedad de su tiempo y que, al igual que su coetáneo francés, ansía renovar sus formas y sus discursos. Directores de prestigio internacional como Nagisa Oshima, Seijun Suzuki o Shōhei Imamura surgirán de aquella época convulsa. Y junto a ellos el mencionado Hiroshi Teshigahara que, aunque no alcanzará el renombre internacional de sus colegas de generación, obtendrá con "La mujer de la arena" una obra maestra reconocible para los años de la Noberu Vagu. "La mujer de la arena" traspasa al celuloide la excelente novela del escritor japonés Kōbō Abe: sus libros fueron soporte de muchas de las películas de Teshigahara y es un ejemplo claro de la riqueza de la literatura japonesa del siglo XX. A la faceta literaria de Japón también se le dedica un buen número de páginas en este número de "La Caja de Pandora".
Enhorabuena al resto de colaboradores y a Crowley, patrón de la nave.

A "La Caja de Pandora" se puede acceder a través del blog de la revista:
http://cajadepandoramagazine.blogspot.com.es/2013/11/especial-japon.html

Enlace de descarga:
https://www.dropbox.com/s/h2jg0t9cu3x4pg7/LA%20CAJA%20DE%20PANDORA%20MAGAZINE%20ESPECIAL%20JAP%C3%93N.pdf

Que lo disfruten.

miércoles, noviembre 20, 2013

"Gente corriente", de Robert Redford

Uno de los detalles por los que "Gente corriente" es conocida en el anecdotario de la historia del cine, es por haberse alzado con el Oscar a la mejor película en el año 1981, superando en las votaciones de los académicos de Hollywood a "Toro salvaje" de Martin Scorsese (ya había padecido Scorsese ese disgusto cuando, en 1977, "Rocky" de John G. Avildsen tumbó a "Taxi Driver" en el Dorothy Chandler Pavilion de Los Ángeles: en la báscula, por supuesto, Stallone y De Niro no estaban en la misma categoría). Sin embargo "Toro salvaje" adquirió la condición de obra maestra intemporal, mientras que con el paso de los años "Gente corriente" ha ido cayendo en el olvido. Y la verdad es que la ópera prima de Robert Redford como director (tuvo su Oscar por la película: buen cineasta delante de la cámara, detrás de ella y en los despachos el fundador del festival de Sundance) es una película brillante, sustentada en las actuaciones fenomenales de su trío protagonista, una familia al borde del hundimiento: Donald Sutherland y Mary Tyler Moore como los padres high society de Timothy Hutton, adolescente desesperanzado de tendencias suicidas.

Ocultar el drama, las cosas que le pasan a cualquier familia y que iguala a todos, ricos y pobres, en la desgracia. Actuar como si no pasara nada, no perder la sonrisa aunque sea convertida en rictus enmascarado y sostener la etiqueta, el aura glamurosa y la fachada feliz de los económicamente privilegiados. Robert Redford filma con inteligencia el retrato contenido de la hipocresía desmesurada de la alta sociedad estadounidense, de su falta de empatía incluso con los que portan sus genes y habitan en su mismo hogar: Edipo desnaturalizado. Timothy Hutton borda un papel, el del joven Conrad, en el que logra una identificación prodigiosa, cuajando un impresionante debut en la pantalla grande que le llevó directo al estrellato (y al Oscar también), papel al que le da extraordinaria réplica, gélida y sobrecogedora, Mary Tyler Moore como la madre de Conrad, dejando triste constancia de que madre sólo hay una. Conrad es un rebelde vapuleado por la tragedia, inhabilitado socialmente para liberar sus emociones: carne de electroshock. El psiquiatra reemplaza las figuras paternas y proporciona anclajes vitales a 60 pavos la hora. La familia, herida de gravedad tras un desastre tan frecuente como despiadado, se desmorona en vez de unirse, signo inequívoco de tiempos endebles, más ocupados en afanes fatuos y egoístas que en cuestiones decisivas. Afanes intrascendentes que conforman el afán desquiciado de la gente corriente.


martes, noviembre 12, 2013

"Holy Motors", de Leos Carax

Imagínense que todas las ficciones que contemplan cada día, las series, las películas, fueran protagonizadas por el mismo actor, convenientemente caracterizado para dar cuerpo al personaje que toque interpretar: Rick Blaine en "Casablanca", Isaac Davis en "Manhattan", Malamadre en "Celda 211" o Don Draper en "Mad Men". Y si echan por la tele una de Jackie Chan, más vale que el tipo esté en buena forma. La capacidad camaleónica de ese actor para afrontar esa carga de trabajo diaria, multitud de papeles distintos, que además cambian sin previo aviso de un día para otro, no estaría al alcance de cualquiera. De ninguno, seguramente. Ni Actors Studio, ni Stanislavski, ni nada. Este estajanovista de la actuación sólo puede surgir de una idea descabellada, como era aquella simplificación inocente de que había enanitos dentro de la caja tonta del salón realizando la programación de cualquier canal, zapping incluido.
Resulta que el enanito de Léos Carax viaja en Limusina.

Apuntaba Robert Bresson en sus "Notas sobre el cinematógrafo" que 'El actor se proyecta más allá de sí mismo bajo la forma del personaje que quiere aparentar; le presta su cuerpo, su figura, su voz; lo hace sentarse, levantarse, caminar; lo penetra de sentimientos y de pasiones que no tiene. Ese "yo" que no es su "yo" es incompatible con el cinematógrafo'. La obsesión bressoniana con negar el arte dramático, con suprimir al actor hasta convertirlo en una marioneta sin vida, un recortable inerte que proyecta su sombra mortecina en el celuloide, arrancaba al espectador de la trama, extrañado ante las reacciones robotizadas de los personajes: algunas películas de Bresson eran duras de pelar. "Holy Motors" también, pero por otros motivos: el actor obligado ahora a imponer todas sus habilidades de suplantación, aunque repartidas en tantos fragmentos que el hilo de la trama no se hará visible hasta que haya transcurrido gran parte de ella.

Léos Carax (anagrama de Alex Oscar: Alex es su verdadero nombre y lo segundo debe ser un anhelo, sin embargo parece un director más apropiado para figurar en una lista de Cannes que para recibir una estatuilla en Los Angeles) rueda un viaje de veinticuatro horas a través del espejo, un trayecto irreal que traza un nítido homenaje a las distintas formas del relato cinematográfico, a sus géneros y, sobre todo, a la profesión de actor, si bien esta última se manifiesta como una condena, piedra de Sísifo cotidiana, en vez de como una actividad enriquecedora y plausible surgida de la vocación y el talento. La incursión de "Holy Motors" será por tanto arriesgada: no es un sendero fácil y despejado y el caminante poco dispuesto es posible que se canse al rato de haber empezado a andar. El exceso y la osadía visual también brotarán en la ruta, pero la propuesta del atrevimiento artístico, que invita a la búsqueda de lo sorprendente, ya es suficiente coartada para querer ver esta película. La búsqueda, que en ocasiones tiene premio y la mayoría de las veces no: salirse del carril aunque sea para pegársela.
Pásame otra pastilla roja, Morfeo.

miércoles, noviembre 06, 2013

"El rey de la comedia", de Martin Scorsese

Travis aparca el taxi, se quita la chupa de veterano del Vietnam, se vuelve a dejar crecer el pelo, el bigote, y se enfunda el traje impecable del repulido Rupert Pupkin (o Pumkin, o Punkin, o Tukin, o como demonios se diga), un cómico con ganas de triunfar. Más simpático, más inocentón, pero sigue siendo Travis: una granada con la espoleta arrancada. El objetivo de su obsesión no será una rubia rotunda, un político mentiroso o una prostituta adolescente. Será la fama la presa en el punto de mira y de nuevo no habrá reparos con tal de conseguirla: del sótano de la casa familiar al prime time de la televisión por la línea más corta posible.

La fama encarnada en un cómico de éxito, ídolo de masas, el maravilloso Jerry Langford al que nada menos que el actor Jerry Lewis le presta cuerpo y alma, aunque un alma que se intuye desdichada. Una de las grandes virtudes de "El rey de la comedia" será la de mostrar el reverso triste, la sonrisa borrada, lo que queda cuando la celebridad se baja del escenario. Jerry Langford/Lewis es en realidad un solitario amargado (cena para uno en el salón del penthouse con vistas a Central Park), un infeliz que vive raptado por la ubicuidad televisiva de su imagen, acosado constantemente por los fans y por el reconocimiento inmediato que se produce en cuanto se aventura a pisar la calle, trastocando al gracioso en un antipático que apenas puede disimular la repulsión incontenible que le produce el mismo público al que debe hacer reír cada noche: el bufón misántropo y asqueado. Hoy tu sonrisa se escondió, te la tuviste que pintar. Acosar al artista: conseguir la firma apresurada o, como suele ser habitual hoy en día, la pixelación del instante, atestiguando la proximidad de un momento como si fuera la indudable muestra de que, al acercarse al genio, al colocarse brevemente a su lado, el talento ha sufrido un proceso osmótico y se ha transferido mágicamente al cuerpo del pelmazo. El precio de la fama. Quizá a Rupert Pupkin, si algún día lo logra, no le guste tampoco encontrarse dentro de la limusina zarandeada por una turba enloquecida.

Pero de momento Pupkin quiere ser Langford, y lo quiere cuanto antes, sin estar dispuesto a currarse durante años la risa ajena en clubes nocturnos desvencijados, en bolos ocasionales y mal pagados, a la espera de una oportunidad de oro que puede que no llegue nunca. La senda de este comediante con pretensiones será, por supuesto, una comedia, una comedia negra y ácida, claro, y en ella Robert De Niro demostrando de nuevo, en su fértil carrera junto al director Martin Scorsese, que es un actor todoterreno, de los que hacen época, un maestro del gesto sutil capaz de conferir al personaje el carácter necesario en cada circunstancia del guión. La influencia y la dimensión artística de De Niro en el cine durante un par de décadas fue inmensa e incontestable y "El rey de la comedia" una gran película en la que dar buena fe de ello. Sin embargo en su día (se estrenó en 1983) "El rey de la comedia" fue un fracaso en taquilla y ha sido uno de los títulos menos conocidos del tándem Scorsese-De Niro. Probablemente al público de entonces le chocara en exceso ver a un Jerry Lewis serio y a un Robert De Niro chistoso. No, no se pagaba para ver esas cosas.
Por cierto, a la media hora de proyección, entre la gente que hace bulto en una calle de Nueva York (la ciudad que nunca duerme, otro actor más en aquellas primeras películas de Scorsese), se puede ver a los componentes de "The Clash" en un cameo efímero: escudriño de fotogramas sólo para incondicionales. Straight to Hell!