domingo, septiembre 30, 2012

"Blancanieves", de Pablo Berger

A partir del archiconocido cuento de los hermanos Grimm, un cuento más popular aún gracias al clásico de animación "Blancanieves y los siete enanitos", producido por Walt Disney y estrenado en el año 1937, Pablo Berger ("Torremolinos 73" es su único largometraje de referencia: no la he visto) construye un cuento español. Y en este caso el calificativo 'español' es pleno, ya que la sustitución de personajes, desde la tradición medieval centroeuropea, se transfigura en lo más tópico y rancio de la cultura popular hispana: drama folletinesco de toreros y tonadilleras, con aditivo más o menos ingenioso de huerfanita maltratada (Cenicienta además de Blancanieves) que llega a ser la estrella de un espectáculo cómico taurino, algo parecido a "El bombero torero", aquella charlotada circense que arrancaba las carcajadas del público habitual de los ruedos y que alguna vez presencié en mi niñez: risas poco trabajadas para un slapstick patrio al que sin embargo había que echarle mucho valor para ponerlo en escena.


Con ese esquema argumental, toda precaución de acercarse a una sala de cine puede ser poca, por tanto el revuelo que ha ocasionado esta cinta (a la misma hora de la sesión en que fuimos a verla, este sábado, se postulaba como una de las favoritas a lograr la Concha de Oro del festival de San Sebastián: ganó la otra, "Dans la maison", de François Ozon: habrá que verla) en el vapuleado panorama cinematográfico nacional, se deberá a otra cosa. Será la estética la baza a calibrar: la recuperación del estado primordial del séptimo arte, su esencia fundacional, una plasmación técnica sin color ni diálogos. El cine no es más que imagen en movimiento, esa es su característica primera, y un cineasta atrevido puede lograr grandes resultados sin emplear todas las capacidades tecnológicas a su alcance: renunciar a una parte para obtener un propósito elevado. Y "Blancanieves" en ese aspecto brilla, al igual que en las actuaciones de cuatro generaciones de actrices: Ángela Molina, Maribel Verdú (estupenda malvada de opereta: ya la había visto en otra actuación de malvada pero en ese caso genuina: el cortometraje "La virgen roja" de Sheila Pye, sobre la vida de Hildegart Rodríguez), Macarena García (se ha llevado la Concha de Plata por su actuación) y la niña Sofía Oria.


Se está haciendo gran hincapié en su condición de película muda. ¿Supone una virtud o una cualidad castradora? Recuerdo "El último combate", la fantástica ópera prima de Luc Besson, una distopía futurista de ciencia ficción, rodada a principios de los ochenta, muda y en blanco y negro, o "Iceberg" de Gabriel Velázquez, sin apenas diálogos, ni explicaciones: guiones mucho más interesantes y logrados que el de "Blancanieves". La cuestión está en si volver a formas artísticas pretéritas, de hace un siglo, implican que la historia deba anclarse también a la misma época, construir la trama cogiendo temas de entonces (ya sucedía en "The Artist" de Michel Hazanavicius) y adaptándolos como si el público actual fuera el de los años veinte. Personajes simplificados de los cuentos infantiles, maniqueos y sin matices, de rápida identificación emocional: la madrastra malvada, la hijastra bondadosa. No, se puede lograr mucho más: la historia a desarrollar puede ser mucho más ambiciosa. 


Afortunadamente "Blancanieves" tiene un buen final. "La parada de los monstruos" de Todd Browning cierra el telón, extrayendo de la Fiesta Nacional la necrofilia en la que se sustenta y arrojándola a la pantalla. Un final de esos que piensas: ¡Ahora! ¡Pon el FIN ahora! Y de vez en cuando te hacen caso y todo.

viernes, septiembre 21, 2012

"Breve encuentro", de David Lean

El último tren. La película del último tren.
La oportunidad que se presenta por sorpresa y que, si no se aprovecha, es muy probable que nunca más vuelva a producirse. Puede ser una oferta de cambio de trabajo, elegir la carrera universitaria (decidir entre la deseada o la conveniente), la propuesta de un viaje inesperado o, como se suele decir, la invitación a apuntarse a un bombardeo. Trenes que cada vez pasan menos: según envejecemos parece que las encrucijadas vitales, los desvíos, se vuelven más escasos y menos tentadores.

Pero el tren del que habla la película (cinta que además trascurre en gran parte en una estación: lugares de metamorfosis, en los que se espera que algo pase, que algo cambie), ese expreso nocturno al que tarde o temprano uno espera subirse, es un convoy sentimental. El gran viaje. El encuentro fortuito entre dos desposados ajenos, relación inapropiada que surge sin avisar, del modo más inesperado e inocente. Apenas un mes de preocupación extraña, cuatro jueves de citas subrepticias que detienen la vida cotidiana para transformarla en una ensoñación, en un delirio culpable: la rígida moral británica de gentes de bien, pulverizada en una aventura a hurtadillas.

Ella se confiesa a sí misma como si su conciencia fuera su esposo, como cuando en "Cinco horas con Mario", la novela de Miguel Delibes, Carmen hablaba con el cadáver sordo de su marido, propiciando el flashback que relate la historia íntima. Intenso diálogo interior, genial, soportado por la actuación formidable de Celia Johnson y Trevor Howard y reforzado por el acompañamiento continuo del Concierto Nº 2 de Rachmaninov: el anuncio poderoso de un clímax dramático que no ha de llegar, que decae sin remedio: la razón vence a la locura: la vida breve. Obra maestra.

viernes, septiembre 14, 2012

"Iceberg", de Gabriel Velázquez

La semana pasada fuimos al centro cultural "Miraltormes" (de Salamanca: ¿desde dónde si no vas a 'mirar al Tormes'?), atraídos por la proyección de esta película del año 2011, que ha sido dirigida por un paisano salmantino, y de la que había oído hablar: se estrenó el año pasado y lleva una buena trayectoria festivalera: próxima parada, San Sebastián. La cinta es un nudo de historias de adolescentes, con Salamanca y el río Tormes como espacio único de rodaje, algo que de por sí es un motivo para que los nativos del lugar nos animemos a verla. El público que acudió esa tarde a la presentación era en su mayoría mayor, tirando a jubilado, y la película era poco convencional: discurso sin palabras (también lo era el cine mudo, pero aquí no había carteles que dieran pistas). Al rato de iniciarse la sesión, la sala sufrió bajas: no será la primera vez: Terrence Malick con "El árbol de la vida" o Lars Von Trier con "Anticristo", pongo por caso. Yo tenia una señora detrás que le iba explicando la película a su vecina de butaca. 'En esta película te tienes que imaginar lo que pasa', sentenció: qué razón tenía: cine que no da muchas explicaciones, cine en que el espectador tiene que meditar, que llenar los huecos: cine que te espabila la mente, emocionante y bien realizado. Muy buena película.

El río Tormes: la corriente con sus remolinos, las arboledas trazadas con tiralíneas, las casetas de alquiler de barcas, los puentes, la piscifactoría. El rumor constante del agua en el que tantas veces nos bañamos: la orilla transitada albergando la historia, la vida. Y vivir es afrontar obstáculos: sorteas uno y ya te das de bruces con el siguiente. El iceberg es la alegoría del problema con el que topas, esos de los que a cualquiera pueden sucederle, pero que no por ello dejan de ser sorprendentes y anómalos, fuente de sufrimiento y angustia. En "Iceberg" es la muerte, la muerte ajena (claro, la propia no es un problema, al menos si lo que viene después no es algo como lo que se cuenta en "After life" de Hirokazu Koreeda), e intentar superar la pérdida, la insoportable ausencia. Pero no sólo la muerte, también la vida puede ser un enorme pedazo de hielo que amenaza con hundir el barco: el embarazo inoportuno, a destiempo, un iceberg que no pasa de largo sino que permanecerá a tu lado para siempre: quizá en este caso la montaña helada llegue a convertirse en un salvador oasis, por qué no.

Un chico y una chica, cada uno arrastrando su iceberg, se encuentran junto al río. La muerte y la vida: se las lleva la corriente. De puente a puente.

lunes, septiembre 10, 2012

"Amor bajo el espino blanco", de Zhang Yimou

¿Una seña de autor reconocible en las películas de Zhang Yimou? El uso del color, un uso intenso que rebosa de los fotogramas: sus inicios en el cine fueron como director de fotografía. Y entre los colores posibles a incorporar en la paleta, el rojo, sin duda. "Sorgo rojo", su opera prima como director, o "La linterna roja", dos de sus películas más famosas, incorporan el color hasta en el título y no por casualidad. En "Amor bajo el espino blanco" el tono encarnado apenas pincelará el celuloide: los frutos del espino blanco, que maduran rojos porque es un árbol regado con la sangre de los mártires de la revolución; la chaqueta de ella, que es de un rojo vivo para romper con la uniformidad asfixiante de un régimen totalitario; la sangre de él, un símbolo poderoso para tender lazos indisolubles y para romperlos después. El rojo escapa de la paleta y sin embargo lo inunda todo: la China Roja, la China Comunista, la China de Mao y su Gran Revolución Cultural: persecución política, estrangulamiento material y, mucho peor, espiritual: todos sospechosos, sentimiento de culpabilidad generalizado: control absoluto del pensamiento y del comportamiento: nadie es libre (recomendación de un cómic sobre el tema: "Una vida en China", del dibujante Li Kunwu: tiras autobiográficas).

Pero hasta el contexto social más amargo y desesperanzado no será inmune a las historias de amor. Y la que esta película pone en pantalla es tan desmesurada en cuanto a la pureza e inocencia que contiene, que el contraste con los propósitos del partido comunista chino, de que la patria sea el único objeto de amor y atención por parte del pueblo, es enorme. Lo individual frente a lo común, la devoción luchando contra la obligación: el enamoramiento entre Sun y Jing no es vía de escape, es vía principal: todo lo demás es prescindible.

Para no perderse en sumideros de cursilería, la puesta en escena debe ser convincente y las actuaciones no dejar resquicios: los síntomas de dos adolescentes enamorados, un mal común que han padecido la mayoría de habitantes del planeta y que son síntomas (ese extraño estado mental) fácilmente reconocibles, deben mostrarse sin excesos, si bien el nivel de las tonterías que cualquiera puede hacer por amor, supera muchas veces lo imaginable. En mi opinión, la película, basada en una historia real, lo consigue: el punto justo para un drama romántico implacable, tan hermoso como amargo.

lunes, septiembre 03, 2012

"2046", de Wong Kar Wai

Hay películas que te esperan durante años: mucho tiempo lleva el DVD de "2046" esperándome en una estantería. Supongo que la espera es debida a la expectativa correcta, a la certeza de que ver esa película producirá algo, una emoción especial que debe ser obtenida en el momento adecuado. No, no es nada trivial el asunto, si lo fuera, ¿quién querría seguir enganchado al cine? La búsqueda constante.

La referencia de esa esperanza era "Deseando amar", aquel In the mood for love que Wong Kar Wai estrenó en el año 2000 y para la que "2046" actúa a modo de segunda parte, que no de continuación: la aventura amorosa entre la señora Chan (Maggie Cheung) y el señor Chow (Tony Leung) quedó sepultada por el tiempo, un romance indiscreto, inapropiado, que en el celuloide era retratado con una sensualidad y un lirismo nada común: Wong Kar Wai halló un camino estético propio, un sello de autor imborrable que ya había quedado marcado en el mundo cinematográfico en 1994, cuando realizó "Chunking Express".

Vivimos de los recuerdos y nos alimentamos de ellos... 2046 era el número de una habitación de un hotel barato de Hong Kong, una puerta que se abría al lugar donde los dos amantes se reunían y donde Chow hallaba la inspiración para escribir: un lugar insustituible: la conexión propicia entre imaginación y pluma para volcar unas buenas líneas en un papel blanco. 2046 es donde quieres volver, y en "2046" se intentará ese retorno: Carina Lau, Ziyi Zhang, Faye Wong y Li Gong: el mejor casting del cine oriental para borrar, para remplazar a Maggie Cheung. Y si no se logra mediante relaciones infructuosas, ¿por qué no introducir una nueva dimensión en la historia, un relato de ciencia ficción con androide femenina dispuesta sin condiciones a llenar el vacío, replicante afectiva que resulte el perfecto clon?

Cine de vanguardia de fin de milenio, avanzadilla artística que recupera la moda de los años 60: boquillas, laca, brillantina, neón, trajes occidentales y vestidos orientales: elegancia escrupulosa para la noche del sábado (sin duda Wong Kar Wai tiene buen ojo para el estilo y ha hecho sus incursiones en el mundo de la publicidad). En "In the mood for love" suena insistentemente "Aquellos ojos verdes" de Nat King Cole  y en "2046" es "Siboney" interpretada por Connie Francis: boleros asesinos que traen el dolor del recuerdo, viejas batallas perdidas que volverías a luchar aunque supieras, sin ninguna duda, que las volverías a perder.