miércoles, junio 29, 2011

"Midnight in Paris" de Woody Allen

Por los pelos: último día en cartelera pero hubo cita con Woody, un encuentro que raramente defrauda. Allen se aplica el cuento que cuenta en "Midnight in Paris", mejor dicho, su moraleja, y no mira atrás, él mira siempre hacia el siguiente rodaje, enlaza uno con otro: con cadencia anual, su lección periódica y magistral de cine.
Viaje al pasado: mejor viajar al pasado que al futuro, un espacio incógnito este último que puede producir angustia, ansiedad ante el porvenir, miedo al mañana: para qué saber: ya vendrá. Sin embargo el pasado, el planteado en "Midnight in Paris", es un terreno explorado literariamente, fantasmas transitados, nombres legendarios, un espacio onírico que, de repente, se llena de verdades. Es el territorio mítico de la nostalgia, aunque se trate de melancolía del pasado de otros, de unas vidas que nos parecen plenas de talento, de creatividad, de experiencia y de autenticidad. Esos, los auténticos, los veraces: ídolos seguros.
Pero el pasado es una memoria incompleta, así nuestro propio pasado, porque, como decía Borges, la segunda vez que recordamos algo no recordamos el hecho que produjo la impronta sino que recordamos el recuerdo y por tanto ya es falso: toda anécdota es ajena: ¿quién puede decir que es el mismo de hace veinte años? O de ayer. Echamos la vista atrás y no nos reconocemos.
Woody Allen llena los fotogramas de clichés mascados, de tópicos fácilmente consumibles, casi caricaturas, que identifican a los personajes tan bien como su nombre o su inmortal obra. Colección de músicos, escritores, pintores que dejaron su huella en París en los años 20 del siglo 20 e hicieron historia, historia universal. Sí, ese también sale. Artistas para los que su obra es un salvavidas, un asidero imprescindible, el objetivo vital que en muchos casos será reconocido post mortem y en muchos otros casos, en muchísimos más, para los que no aparecen en la película y en casi ninguna parte, ni siquiera la muerte traerá la gloria. Su presente, el de todos ellos, no era tan maravilloso como nos lo parece desde el futuro. Pero, ¿qué más da? El cuadro pertenece al autor mientras está pintando en él, después es un artefacto para la contemplación de otros o, mejor aún, un soporte al que dar la vuelta para seguir pintando.
Corre. Tu edad de oro es hoy.

sábado, junio 25, 2011

"Carlos", de Olivier Assayas

Canal + ha estado emitiendo los martes por la noche, los tres últimos, la serie "Carlos", biopic del tristemente célebre (adjetivo tópico como pocos para personajes fuera de la ley) Ilich Ramírez Sánchez, más conocido como Carlos el chacal. En la era del prêt-à-porter internauta, donde ver una serie no tiene horario ni fecha en el calendario, seguirla por televisión a la hora de emisión "oficial" parece antediluviano. Esta fidelidad (tres semanas tampoco es para tanto, no voy a andar poniéndome medallas, pero resulta algo complicado, la verdad) al teleprograma no hubiera sido posible si el espectáculo no mereciera la pena. Y mereció.
Una foto de carnet de un hombre moreno, regordete, oculto tras unas gafas de sol, salpicando de vez en cuando los telediarios de mi niñez, noticiarios que por otro lado solían estar llenos de atentados terroristas, de secuestros aéreos, de nombres de bandas dispuestas a todo por conseguir sus objetivos: Ejército Rojo Japonés, Baader-Meinhof, Brigadas Rojas, OLP, IRA, ETA, ay, esta última que no acaba de desaparecer del parte de las tres de la tarde. En una época, la actual, en la que cualquier reivindicación o manifestación debe ir acompañada de ausencia de violencia y de actitud pacífica para ser tenida en cuenta (o no: generalmente, no) asombra recordar como se llevaban a cabo las demandas políticas por parte de estos tipos en los años 70. Grupos armados que irrumpían a tiro limpio en embajadas, en aeropuertos (hay una escena tremenda en la que dos personas acceden por la entrada principal del aeropuerto francés de Orly hasta la zona donde se despide al pasaje, portando un lanzacohetes en una bolsa, con el que disparan contra un avión israelí que esta despegando: y disparan dos veces, entre toda la gente, y fallan y le pegan a un avión yugoslavo, y después consiguen escapar: ahora sería imposible), conferencias internacionales. No hay puerta que les detenga. Y los gobiernos negociaban, pactaban, cedían: pagar el rescate y facilitar la huida. Terror al salvajismo indiscriminado.
Así, la película resulta ser un documento magnífico para comprender las turbulencias que se producían en el equilibrio de poder establecido durante la Guerra Fría, pantalla detrás de la que los servicios secretos de múltiples países disimulaban, inmersos en un enfrentamiento bastante caliente. Y Carlos (el actor venezolano Édgar Ramírez realiza el papel con una convicción y un apasionamiento impresionante, uno de los puntos fuertes de la película: por comparar de modo inevitable, Benicio del Toro en el "Che" de Steven Soderbergh me dejó frío) es la excusa perfecta para esta historia, el más famoso, mediático y universal de los carteles de Se busca. Los gobiernos del bando del Este se rifaban sus servicios: satisfacción garantizada. Pero el Muro cayó, un bloque se impuso, y la lucha armada que proponía Carlos, su modus vivendi, se cayó también, ya que sólo se podía llevar a cabo con un fuerte respaldo ideológico y económico detrás, a través de mandatarios afines, y si estos abandonan se termina el baile. Peor aún, todos contra ti: de héroe popular a amistad peligrosa. Ahora cumple cadena perpetua en una cárcel francesa, y creo que la película no le ha gustado ni un pelo. Total, porque te saquen como un joven idealista que termina convertido en un asesino calculador y cruel, más preocupado por el dinero, las mujeres y el alcohol que por la Causa (la Gran Marcha de la que hablaba Milan Kundera en "La insoportable levedad del ser": el camino hacia ninguna parte: el fin de la locura), pues tampoco será para ponerse así. Qué quisquillosos son algunos.

martes, junio 21, 2011

"Tetro", de Francis Ford Coppola

Un tipo que ocupó el trono indiscutible, Olimpo cinematográfico, dueño y señor de una época, parece un novato en su última película: rincones autobiográficos poblados de fantasmas familiares, tópicos en las localizaciones de rodaje (pintoresco barrio bonaerense con escena pasional de celos incluida: le faltó el tango: menos mal), experimentación con la cámara y la fotografía (si bien el blanco y negro ya había dominado en una de sus obras maestras, "La ley de la calle": ahí también había sus momentos en color, ahora lo usa en los flashbacks), efectismo en la trama (no sólo el climax dramático, que ya estaba anticipado, se veía venir, sino el uso de Radio Colifata, que también está descontado desde que esta gente hizo el anuncio de Aquarius) y, ay, no saber cortar a tiempo la historia y alargar la película demasiado: Tetro no acertó a hallar un final para su novela pero Coppola tampoco: falta de práctica: su primer guión en solitario (me parece) en veinticinco años, desde "La conversación", nada menos. Sí, aquella era otra obra maestra. Tiene unas cuantas.
Hondo carácter latino en la cinta no sólo por el lugar donde se desarrolla la trama, Buenos Aires, o por el grupo de actores, donde destacan las actrices protagonistas (Maribel Verdú y Carmen Maura: que te digan que vas a hacer una con Coppola debe ser tremendo: gratis si hace falta), además de por ser una coproducción italo-america-argenti-española, sino también porque un director que siempre quiso ser Orson Welles (en su momento lo alcanzó, pienso) trae en "Tetro" aires de Pedro Almodovar o de Carlos Saura: Welles también quiso su Don Quijote (la maleta de Orson Welles, como recordaba Babel llena de trabajos empezados: no inacabados: quién decide que una obra de arte está finalizada), también se acercó mucho a lo hispano.
Rencuentro entre familiares (el paso del tiempo y la familia: marca de la casa): Vincent Gallo, un actor a tener en cuenta siempre (y un director desperdiciado que se prodiga poco tras la cámara: magnífica "Buffalo '66") y un muchacho llamado Alden Ehrenreich, que, a pesar de parecerse a su "hermano" como un huevo a una castaña (se parece más a Di Caprio: "Tetro" a ratos recuerda un anuncio de colonias: no es un punto en contra, hay anuncios de colonias muy buenos), al final consigue mantener el tipo y dar el personaje.
Si se aguanta un buen rato al pié del cañón parece que la película puede remontar, posible despegue, destellos de genio, pero al final se desploma. Inexorablemente.
Esto no puede quedar así, Francis. Haz otra.

domingo, junio 19, 2011

"Eric, oficial de la reina", de Paul Verhoeven

El director holandés Paul Verhoeven es famoso (o al menos sus películas lo son: sí, creo que el apellido Verhoeven es bastante conocido pues tuvo una época de gran protagonismo en el mundo cinematográfico) por haber dirigido títulos como "Robocop", "Desafio Total" o "Starship Troopers", que le dieron un aura de cineasta de ciencia ficción violento y dispuesto a inflar de hemoglobina y salvajismo los fotogramas, pero dotado para manejar grandes presupuestos atiborrados de efectos especiales. Es famoso también por producciones mainstream de erotismo somnoliento como "Instinto básico" o "Showgirls": la segunda es digna de cualquier lástima pero "Instinto básico" tenía su aquél en cuanto a la intriga plasmada en el guión que la hacían entretenida: ese picahielos temible: más allá, claro, de ese cruce de piernas que convirtió a Sharon Stone en la sensación sensual del celuloide de principios de los noventa.
Pero antes de que Hollywood le abriera sus puertas con "Los señores del acero", excelente película de acción medieval llena de la crudeza marca de la casa (rodada en España, por cierto, con localizaciones en la ciudad de Ávila entre otras), Verhoeven tuvo una trayectoria larga jugando como "local", producciones holandesas que posiblemente son de lo mejor de su carrera o al menos tan sobresalientes como para que se fijaran en el director más allá de los Paises Bajos. "Delicias Turcas" (que no he visto pero que sé que se debe mencionar), "El cuarto hombre" (una trama que tiene similitudes con "Instinto básico", a la que creo que supera: relaciones sórdidas pero con un tono de humor negro y tensión criminal muy logrado) o "Eric, oficial de la reina" se pueden contar como algunos de los mejores ejemplos de aquella etapa. Y Rutger Hauer también. El replicante que mostró una de las formas de morir más hermosas de la historia de cine y que dijo las palabras que a todos nos gustaría decir en nuestro lecho de muerte (aunque sean mentira), llegó a la pantalla grande de la mano de Verhoeven, con "Delicias Turcas", un empujón decisivo para su carrera como actor. Gran actor.
"Eric, oficial de la reina" es la historia de un grupo de seis estudiantes de clase alta, encabezados por Eric (Rutger Hauer) y Guus (Jeroen Krabbé, actor excelente que protagonizó "El cuarto hombre" y que a nivel internacional es conocido sobre todo por hacer el papel del Dr. Charles Nichols en "El fugitivo" de Andrew Davis: él es el médico que le hacía la puñeta a Harrison Ford), que coinciden en la universidad poco antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial y que, durante el conflicto bélico, toman distintas posturas: resistencia, colaboracionismo o pasividad. Holanda se había declarado neutral antes de la guerra, ya que tenía un ejercito débil y ninguna oposición que ofrecer al demoledor frente de ataque alemán. No le sirvió de nada: tras una semana de haberse iniciado la invasión alemana, el gobierno holandés capituló, derrotado después de que un bombardeó de la Luftwaffe devastara Rotterdam. La reina Guillermina de Holanda (otra de las figuras protagonistas de la cinta, demostrando lo chavacanos, normales y humanos que son los monarcas en las distancias cortas), parte al exilio en Londres y los que se quedan intentan hacer frente al ejercito alemán o se ponen una esvástica en el brazo.
La película conserva el tono optimista del cine bélico de posguerra que realizaron las vencedores a pesar de que es una producción tardía, del año 1977. Cada víctima, propia o ajena, es un paso hacia la victoria. Espionaje y Gestapo, transmisiones codificadas, dobles identidades, desembarcos nocturnos en las gélidas aguas del mar del Norte, entre los trajes de tweed, los canales de Amsterdam y las sempiternas bicicletas, una ambientación magnífica para una película de guerra (de guerra oculta) que no es de las más conocidas pero que se puede considerar entre las mejores del género.

viernes, junio 10, 2011

"Portero de noche", de Liliana Cavani

Romance entre un oficial de las SS (Dirk Bogarde) y una prisionera de un campo de concentración (Charlotte Rampling), una chica judía: relación antinatural per se: síndrome de Estocolmo agudo en fase terminal. Controversia automática para una película transgresora, lista para demoler tabús impenetrables a golpe de celuloide, planteando una de las situaciones más insólitas o, al menos, desacostumbradas, que se puedan pergeñar: traumas que desembocan en territorios incógnitos. No sólo el tema: los fotogramas se llenan de erotismo y hacen que "Portero de noche", prohibida por el franquismo, sea uno de los títulos famosos para provocar colas en los cines de Biarritz o Perpignan: esa mítica del cine y la libertad, de la censura en la cabina de proyección rota a pocos kilómetros de la frontera, aunque sólo sea con el ánimo de ver la piel bajo la blusa, pero un símbolo poderoso sin ninguna duda.
Si en "La muerte y la doncella" de Roman Polanski el reencuentro entre víctima y verdugo conduce irremediablemente a la búsqueda de justicia y venganza, en "Portero de noche" el encontronazo casual entre el encargado nocturno de un hotel y la esposa de un director de ópera puede tomar rumbos insospechados (como sucede en "Tras el cristal" de Agustí Villaronga: no puede decir que esa película no recoge el testigo de la de Cavani: de obra de culto en obra de culto).
Viena en el año 1957, atmósfera decadente de una posguerra aún no superada: los supervivientes buscan su lugar enterrando el pasado u ocultándose del presente. Relaciones amatorias sórdidas, enfermizas, sadomasoquistas, entre amantes acosados que se recluyen para prolongar su amor en una agonía desesperada, conscientes de que es un cadáver en descomposición que se niega a ser sepultado: sin futuro. Pero también es una película capaz de ofrecer escenas bellas en su perturbación, una característica que sin duda es su mayor escándalo: provocar disturbios en conciencias maniqueas, apasionadas por lo inmóvil, que sólo distinguen el blanco y el negro. Quizás cuando, recientemente, el director Lars Von Trier provocó una conmoción en el festival de Cannes al manifestar (boutade es un término francés, por supuesto) cierta afinidad con la figura de Adolf Hitler, en su subconsciente asomaba la imagen de Charlotte Rampling vestida con un pantalón ancho, unos tirantes, guantes de piel negra hasta los codos y una gorra de las SS. Nada más. Pura provocación.