miércoles, septiembre 23, 2009

"Lili Marleen", de Rainer Werner Fassbinder

Cada noche, poco antes de las diez, Radio Belgrado (Yugoslavia ocupada) emitía una canción que hacía que las ametralladoras se detuvieran durante breves instantes. Del cabo Norte a Trípoli, de Stalingrado a Bastogne, no se oía otra cosa en las trincheras alemanas. Goebbels, ministro de propaganda, la juzgó como una tonadilla con olor a muerte que bajaba la moral de la tropa y terminaría por introducirla en una lista negra: prohibido cantar, prohibido escuchar. Pero el tema ya había roto fronteras y era popular en ambos bandos: si callaba Radio Belgrado, hablaba Radio Calais. La canción del soldado que añora lo que deja atrás o lo que nunca llegó a tener: melancolía de trinchera: deseo de una piel tibia y unos labios ardientes o el abandono en un abrazo entre sabanas blancas. Una canción intemporal que sobrevivió a la guerra y que fue adoptada por otras naciones, otros idiomas. Edith Piaf en francés, Marlene Dietrich en inglés. Incluso mi generación escuchó la canción cientos de veces en su versión española, cantada por Marta Sánchez: por ti, Lili Marleen.
Fassbinder inunda la pantalla de reflejos dorados, fotogramas cuajados de destellos en una iluminación barroca marca de la casa. Se cuenta un romance imposible entre dos amantes, dos actores de distintas procedencias: la cabaretera interpretada por Hanna Schygulla, belleza germana de aire campesino, y el galán millonario, judío partisano, que se esconde tras las ojeras canallas del lánguido Giancarlo Gianninni. Y de rondón se cuela el sentimiento de culpa postbélico del pueblo alemán: el pecado siempre es del vencido (estoy leyendo el magnífico libro "Postguerra", de Tony Judt: refugiados, pogromos que siguen produciéndose en Polonia después de la guerra, desplazamientos forzosos de pueblos enteros: el conflicto nunca termina tras el armisticio y siempre quedan heridas por cerrar, a veces durante años, a veces no se cierran nunca).
Cine a caballo entre clasicismo y modernidad, los últimos suspiros del melodrama en una cámara que anuncia nuevas estéticas.
Wie einst Lili Marleen.

domingo, septiembre 20, 2009

"Mysterious object at noon", de Apichatpong Weerasethakul

La furgoneta de un vendedor ambulante de pescado circula por las calles animadas de una ciudad tailandesa, anunciando su mercancía por los altavoces del vehículo. Cuando por fin se detiene a realizar sus ventas, la mujer del comerciante empieza a contarle a la cámara, entre sollozos, su triste historia: sus padres la vendieron cuando era niña a cambio del importe de un billete de autobús, y ese momento trágico ha condicionado su existencia apartándole de la felicidad. Cuando deja de hablar la cámara le pregunta, como trivializando tan terrible relato, ¿y no tienes nada más que contar, alguna cosa real o inventada? ¿algún libro? Y la mujer empieza a contar un cuento de misteriosos objetos que aparecen al mediodía.
A partir de ese momento la cinta avanza entre el documental y la ficción. Como esos juegos literarios donde alguien inicia una historia invitando a que participe la imaginación del siguiente jugador/escritor, el cuento que comenzó la vendedora de pescado continúa contándose: unas chicas sordomudas, unos cuidadores de elefantes, una vieja borracha, los niños de un colegio, los actores de un teatro (me ha recordado a ratos a "Palindromes" de Todd Solondz y las múltiples caras que le concede al personaje de Aviva). Todos ellos seres cotidianos, anodinos, que improvisan, preguntan, encadenan y deforman: el pueblo y su tradición oral, forman la historia. Los únicos momentos en que actores verdaderos interpretan a personajes del cuento son desvelados por el propio director haciendo un corte e irrumpiendo en la escena: ejercicio metaliterario o metacine.
Película experimental, cine de festival del que casi nunca cautiva la taquilla pero que no por ello deja de ser interesante, y así lo demuestra esta obra, rodada con escasez de medios y mucha imaginación: buen director: hay arte más allá de ese pedazo de nombre.

domingo, septiembre 06, 2009

"Anticristo", de Lars von Trier

Hay un prólogo, cuatro episodios y un epílogo: la mayoría de la gente que se sale del cine lo hace a la mitad del tercer capítulo.
La culpa, el remordimiento y el dolor. Mucho dolor. La película del dolor. El prólogo (fantástico, magistral) nos muestra el drama de principio a fin: padres que sobreviven a sus hijos. Muerte accidental, visita repentina que marca un punto en el que tu vida nunca volverá a ser la que era. Bebés que avanzan por el mundo a tientas, a punto siempre de dar un paso en falso, cuando nadie mira. La muerte de un hijo, un caudal de dolor que sólo es imaginable por el que haya pasado por semejante maldición. El director Lars Von Trier, director y guionista, parece decidido a lograr que cualquier espectador de la película se aproxime a ese dolor -dolor real, dolor físico, dolor extremo- aunque para ello haya que llegar a mostrar las más feroces torturas medievales y al director le cueste que en la presentación de su película en Cannes la mayoría de la crítica dude del estado de su salud mental.
Hasta mediada la película, se presenta la relación terapéutica entre la desgraciada (formidable) pareja de padres formada por Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg: el le hace terapia a ella, que es la que ha soportado peor la perdida y se debate en abismos infernales de tristeza y angustia. Al parecer el propio Von Trier ha estado en tratamiento por algún leve trastorno mental (depresión, creo recordar) y, conociendo ese dato, en esa parte parece burlarse de los doctores que le trataron. Pero después de este comienzo, más intimista e introspectivo, aparece un nuevo componente en la trama, que deriva hacia la brujería y el satanismo: un acompañamiento ad hoc para los momentos más salvajes de la cinta que a mi me parece que sirve (mira por donde) para racionalizar el drama, proponiendo como origen la lectura y el estudio de tratados sobre los tenebrosos días de la inquisición y los aquelarres: perdió la cabeza, como Don Quijote, y todo tiene explicación: los locos sois vosotros, no yo, el gran director danés.
El peligro de juzgar esta película reside en dejarse llevar por lo que este condenado director nos pone delante y, sobrepasados por la escena, cerrar los ojos. Pero si se mantienen abiertos y se toma un poco de distancia se descubre que en la pantalla no hay más que luces y sombras y es el espectador el que contribuye al drama con sus propios miedos.
Si la terapia ha funcionado, quizás se descubra una obra maestra.

sábado, septiembre 05, 2009

"Mapa de los sonidos de Tokio", de Isabel Coixet

Que conste que las películas de Isabel Coixet que he visto antes que esta, me gustaron: "Cosas que nunca te dije" o "La vida secreta de las palabras". Pero con este saludo que parece un epitafio ya está dicho todo. O la mayoría.
Un viejo que se dedica a grabar sonidos, conversaciones: sentimientos de una ciudad palpitante; una asesina a sueldo que en su vida cotidiana trabaja despedazando atunes en un mercado de pescado; un emigrante español que tiene una tienda de vinos de la tierra en medio del imperio del sushi; una suicida, su padre desgarrado de dolor y un pretendiente platónico. Los ingredientes parecen los adecuados, tanto para la historia como para el reparto: Rinko Kikuchi (de lo mejor de "Babel" de Alejandro González Iñárritu, la joven sordomuda al borde del abismo) y Sergi López (simplemente recordar aquel terrible militar de "El laberinto del fauno" de Guillermo del Toro). Pero el plato que sale de la cocina, ese chorizo ibérico enrollado en arroz hervido y algas, servido con pescado crudo que aún colea, y regado con buen vino de Toro, no funciona: el concepto mar y montaña, también tiene sus limitaciones.
Una vecina de platea debía tener la misma sensación de estómago pesado: contemplar una película con la boca abierta y los ojos cerrados (respiración rítmica y acompasada) no es la mejor posición posible: la contraria, sí. Pero lo peor de todo, probablemente, ha sido ver la película doblada al castellano (sobre todo el autodoblaje de Sergi López: horroroso; cuando algún otro actor español se dobla a sí mismo, ya sea Javier Bardem o cualquier otro, tengo la misma sensación fatal de sonido ortopédico-robótico): mapas de sonidos escritos con tinta invisible. Ruido blanco.
En "Lost in traslation", Sofia Coppola no pretendió, ni por un instante, adentrarse en la comprensión de la cultura japonesa. Se limitó a enseñar postales y escenificar tópicos. Isabel Coixet quizás ha querido ser algo más ambiciosa y se ha perdido. En la traducción, al menos.