domingo, enero 21, 2007

"Banderas de nuestros padres", de Clint Eastwood

Color ceniza que lo baña todo, barro de sangre que atasca los tanques, regando un terreno yermo, rocoso, desolado.
Iwo Jima es una pequeña isla situada al sur de Japón. En ella, la gente se ganaba la vida refinando azufre (su nombre significa eso, isla de azufre). Isla maldita. Su interés militar residía en que era muy plana y constituía una excelente base de despegue para que la aviación atacara el cercano Japón. Así, en febrero de 1945 100.000 soldados norteamericanos desembarcan en ella y se enfrentan a 21.000 japones acantonados en bunkers, trincheras y una enorme red de túneles. Ni un paso atrás. La batalla, la matanza más cruenta del frente del Pacífico, no cesó hasta finales de marzo. 25.000 muertos, pero de ellos 18.000 eran japoneses: antes morir que rendirse. Y la famosa foto de Rosenthal se hizo el 23 de febrero después de la toma del monte Suribachi, el único accidente geográfico destacable de la isla, situado en su extremo occidental, y desde el cual la artillería nipona machacaba a las fuerzas aliadas. Todavía quedaba mucha batalla: la mitad de los que salen en la foto, murieron en los días siguientes.
La guerra es muy cara, que se lo digan a Bush. La foto se reproduce en 3.500 millones de carteles que se cuelgan por todo Estados Unidos: se pretende que los patriotas se rasquen el bolsillo: hay que matar muchos más japoneses, hay que rendirlos sin condiciones: hay que lanzar un par de bombas carísimas.
La película tiene tres vertientes que se entremezclan: la batalla en la isla, la campaña para recaudar fondos y la época actual que cuenta la recogida de testimonios de James Bradley, escritor de la novela en que se basa la película e hijo de uno de los supervivientes de la foto (tengo el libro empezado pero es un poco malo, al menos las primeras 70 páginas).
La parte de la batalla se recrea minuciosamente: solo hay que ver las fotos reales que acompañan a los títulos de credito. Supongo que para Spielberg, coproductor, no era problema después del extraordinario desembarco que logró reconstruir en "Salvar al soldado Ryan". La manipulación histórica y la falsa propaganda de guerra también quedan suficientemente denunciadas así como el racismo contra el soldado índio. Si hubiera que encontrar algún fallo, a mi no me han gustado los actores: me parecen demasiado fríos como si observaran los hechos en vez de producirlos. Van a la guerra como el que va de excursión. También se abusa del flashback: en algunos momentos no viene a cuento y rompe la trama injustificadamente. Pero, no equivocarse, es una gran película que me ha gustado muchísimo, digna de figurar entre las obras cumbre del cine bélico moderno.
Finaliza despacio, con los personajes asumiendo su destino como sucedía en "Million dollar baby": el final me la ha recordado inténsamente. No fueron heroes extraordinarios, simplemente eran unos tipos corrientes a los que les asustaban los focos y las multitudes. Tan simple como eso.

La foto de arriba es la de la primera bandera, no tan famosa como la de la segunda.

domingo, enero 14, 2007

"Rocky", de John G. Avildsen

Se acaba de estrenar "Rocky Balboa", sexta parte de una serie que se inició hace treinta años. Sin menosprecio de ella, que aún no he visto, he vuelto a ver la primera del año 1976, que supongo no será superada por la última. No en vano obtuvo el Oscar a la mejor película del aquel año: ni más ni menos que contra "Taxi driver" o "Todos los hombres del presidente": Rocky no solo vencía en el ring.
La película trata el tema del héroe de la clase trabajadora, el ídolo popular que surge del arroyo y que, trabajando duro y aprovechando sus oportunidades, obtiene fama y riqueza. "Million dollar baby" también fue mejor película contando lo mismo, solo que el final no era tan feliz. La parte melodramática de la cinta se completa con la historia de amor del matón cobrador de morosos y la dependienta de la tienda de mascotas, interpretada por Talia Shire (nombre artístico de Talia Coppola: sí, la hermana de Francis Ford), cuyo nombre origina una de las frases más famosas de la historia del cine: el grito ¡Adrian! al final del combate. Paradojicamente esa parte, que retrata la vida de las clases sociales bajas de aquel momento, ha resistido mejor el tiempo que la parte puramente pugilística, que ahora resulta caricaturesca cuando en su momento debió ser épica (la mejor película de boxeo y quizá la mejor película de los 80, es "Toro salvaje": punto).
Aquellos fueron años dorados para el boxeo: Muhammad Ali, George Foreman, Sonny Linston, Joe Frazier (Sly escribió el guión en tres días, después de ver un combate entre Ali y un peso pesado blanco llamado Chuck Wepner: acabo de ver ese combate en YouTube: Internet es una inagotable fuente de información). El boxeo profesional es una actividad brutal que tiene su toque romántico, desesperado, abrirse camino a golpes, hasta la extenuación. No creo que se le pueda llamar deporte, simplemente es otra cosa. Boxeadores, toreros: más cornadas da el hambre.
Stallone convirtió su personaje en un referente popular, una franquicia que debió reportarle pingües beneficios, lo mismo que Rambo el héroe de la era Reagan, pero que determinó una carrera demasiado condicionada por el físico del actor (tonto no será si fue capaz de escribir el guión de "Rocky", también nominado al Oscar al igual que su papel protagonista: tiene un punto artístico que no se percibe en Arnold Schwarzenegger: la vena republicana, en cambio, es patente en ambos). Ahora, con sesenta años, se llena la cara de botox y resucita al púgil para su último combate. Y para redondear su plan de pensiones. No, tonto no será.

miércoles, enero 10, 2007

"The Queen", de Stephen Frears

La semana siguiente a la muerte en accidente de tráfico de Diana Spencer, ex-aspirante al puesto de reina de Inglaterra, proporciona el marco temporal a este retrato desmitificador de la monarquía inglesa. O de cualquier monarquía. Se muestra a la familia Windsor como a un puñado de privilegiados que viven apartados del pueblo al que supuestamente sirven. Tacaños, apolillados, rígidos y disciplinados, obsesionados con el protocolo, con la vida en el campo, con la caza (¿qué les pasa a los reyes y a las escopetas?). Diana, en cambio, era la princesa de la prensa rosa, de las peluqueras y los culebrones, popular y querida hasta el paroxismo: la pobre esposa embaucada, engañada: la débil plebeya. Al final, seguro que no era para tanto, pero quedaba muy tierna en las fotos.
La reina tiene que descender entre el resto de los mortales para salvar la credibilidad de la institución que representa, mermada por la frialdad demostrada ante el fallecimiento de su antigua nuera. Tiene que demostrar que sabe verter lágrimas de cocodrilo, como cualquier otra ancianita.
La película muestra ese proceso de humillación personal pero, sin embargo, no me parece que ese sea el aspecto más interesante, por obvio. Hay otro que sí lo es, mucho más patético: ver a Tony Blair transformarse, pasar de líder revolucionario de la izquierda moderna a primer ministro reaccionario y babeante, obnubilado por la presencia del poder antiguo, caduco y antidemocrático. Me da la impresión de que también se quiere contar eso. O sobre todo.